El fantasma de Anna Grom

Mientras el cuerpo de Anna Grom, emigrante rusa en Berlín de origen judío, permanece colgado de una viga en su casa, su fantasma escribe al que era su profesor de lenguas muertas, el alemán Wilamowitz, para reconstruir, antes de diluirse para siempre en el olvido, la frustrada historia de amor que ambos vivieron. Tras ese amor se vislumbran los perfiles de Berlín, una ciudad que es vieja y nueva, poblada por jóvenes que quieren aprender a vivir en un mundo sin asideros, pero sin conseguir deshacerse del peso de la Historia, que perdura escrita en muros invisibles.

El fantasma de Anna Grom renueva el género epistolar cargándolo de frescura, de belleza y de precisión, desde una perspectiva insólitamente fantástica que logra, como muy pocas veces la fantasía, acercarnos a la vida íntima de unos personajes cercanos y vitales, sin rumbo en el corazón de una Europa que no encuentra su identidad. María Ribakova ha volcado en su primera novela una madurez sorprendente y un lenguaje tan actual como cargado de delicadeza literaria de sabor añejo.

ANTICIPO:
Día catorce.

Querido Wilamowitz:

El barco apenas se ve en el horizonte; estoy sentada en la playa, incapaz de apartar la vista del mar. Pero, hasta que el barco atraque, seguiré escribiéndote. Ahora tengo papel: sujeto sobre mis rodillas un taco de hojas, escribo, y cada vez el viento arranca la hoja escrita y la arrastra hasta el mar; así que tendrás que leer hojas mojadas, con la tinta corrida. Si todavía me recuerdas, es seguro que estaré, igual que esta tinta, borrosa en tu memoria, como las manchas del test de Rorschah: ¿qué imágenes te asaltan cuando ves esa mancha?

Fue una traición, pero coloreada en tonos pastel tan suaves que, aun siéndolo, parecía un cuadro. Todo empezó, eso sí, en un Berlín marrón y herrumbroso, en un piso compartido del Este con un lavabo desconchado, una estufa y velas consumidas. Él estaba buscando una modelo para sus dibujos, y yo leí el anuncio. Jacques era un joven francés y llevaba en Berlín siete años ya -le gustaba el caos-. Me sentaba en una silla en- el centro de la habitación, y él trazaba a carboncillo sobre un folio algo parecido a un jeroglífico: debía de ser mi cuerpo. El chico era un pésimo pintor. Los ásperos rizos rojizos le llegaban hasta los hombros, y su cuerpo permanecía o totalmente relajado o, al contrario, encogido y tenso, como si estuviera preparándose para dar un salto -pasados unos segundos, volvía a relajarse, al margen de que estuviese de pie o sentado-. Era todo lo contrario de ti, Wilamowitz, solo tenéis en común el color de piel, ese blanco mate que en algunas partes se vuelve casi transparente. Una piel que vibra al tacto (pero estaba prohibido tocar tu piel), y parece emitir un leve tintineo. Jacques no debió haberse hecho pintor, en realidad, no debería haberse hecho nada: por su naturaleza, este joven era más objeto que sujeto de conocimiento. Me divertía que ante mis ojos se esforzara en pintar, él, que se parecía más a un cuadro que sus propias pinturas: si estaba nublado, Jacques era como un esbozo a lápiz -hasta tal punto palidecía su rostro-; cuando hacía sol, una acuarela, y precisamente debido a esta naturaleza de Jacques pasó lo que pasó: empecé a echarlo de menos. Lo echaba de menos y no podía entender cómo hasta entonces había vivido sin percibir esa falta, la añoranza de aquel francés que existía separado de mí. Empecé a sentir que su ausencia era tan importante para mí como mis propios brazos o mis piernas; y es que lo que no está es tan importante como lo que está, tal vez más. La ausencia de Jacques me invadía como la oscuridad invade la luna menguante. Menos mal que en mi vida no había otros vacíos como aquel, si no, me habría hecho pedazos. Solo uno, y cuanto más hondo entraba en mí, mayor era mi capacidad de albergarlo, como al cavar un hoyo. Ese sentimiento fue conquistando más y más espacio, pero se trataba del sentimiento de la ausencia de Jacques, es decir, estaba del otro lado del cero.

Y si la ausencia, persistente como un dolor de muelas, retrocedía, si aparecía Jacques, me parecía que la habitación y luego la calle gris se convertían en límites extendidos de su piel. ¿Por qué dibujaba? Vivía, yeso era suficiente. La silla de la habitación era una de sus costillas. y yo entonces tocaba los muebles y las paredes tan cuidadosamente como lo habría tocado a él, si me lo hubiera permitido. Cada función de su cuerpo estaba bendecida con la vida; su mismo cuerpo, que se hizo infinito, era vida.

Le preguntaba sobre su infancia. Había crecido como crecen los peces, los pájaros, la hierba. Tenía platos favoritos, costumbres, incluso tenía pensamientos claros y livianos como las nubes, que cobraban forma empujados por la respiración de su interlocutor, como las nubes. Existe una fuerza que hace que la hierba crezca y verdee. Esa fuerza burbujeaba en él: solo después de conocerlo empecé a notar la sombra fantasma que iba apoderándose de mí. N o podía distinguirla con claridad, por su esencia oscura. N o la sentía, porque la sombra devora los sentimientos y no los genera. Pero ahora sabía de su existencia. Empecé a reflexionar sobre la muerte y llegué a la conclusión (un año más tarde la olvidaría) de que la muerte tiene que ser premeditada. Tuve que conocer a Jacques para entender el mecanismo que hace que la hierba crezca y, después de haberlo comprendido del todo, renunciar a él -no iba a ser difícil-.

Nuestros puertos eran esos bares que albergan las casas medio derruidas de Berlín Oriental a las que por el momento no ha tocado la rehabilitación cosmética. Al pasar por esas calles después de muerta, vi las sombras de las prostitutas y los proletarios que anidaron allí en los años veinte. En nuestros días las habitaban jóvenes indolentes del mundo entero, demasiado tristes como para hacer carrera en su país y demasiado alegres como para suicidarse. Fumábamos tabaco de liar -¿cómo se puede chupar el filtro de un cigarrillo comprado?-. Nos parecía que los que compran cigarrillos con filtro de alguna manera están apoyando el imperialismo. Así que nosotros alisábamos el papel traslúcido, medíamos minuciosamente una porción de tabaco y la poníamos encima, hacíamos rodar un rato el papel entre los dedos y lo enrollábamos después de haberlo humedecido con saliva. Luego nos sacudíamos las briznas de tabaco de las rodillas, cortábamos un trocito del cigarrillo para perfeccionarlo y nos lo poníamos entre los dientes, estilizado como una bailarina. Tomábamos cerveza en jarras pesadas, a veces en vasos de tubo. En cada cerveza flotaba una rodaja de limón de la que salían burbujas. Por las noches bebíamos en botellines oscuros con los que se podía silbar. Cuando uno miraba a través del botellín vacío, la cara del otro se deformaba -resultaba gracioso-. Hablábamos de política -¿de qué si no?-, aunque tuviésemos tantas ganas de hablar de amor.

Por fin conseguí de Jacques lo que quería. Estuvo muy bien, pero la mañana siguiente fue aún mejor. Me desperté pronto, Jacques todavía estaba dormido. Es raro que yo madrugue, por eso fue para mí un acontecimiento excepcional. Los párpados cerrados de Jacques eran translúcidos como los cristales de aquellas ventanas que dejaban entrar la tenue luz matinal. El ventanillo se había quedado abierto y las cortinas apenas si se movían. Pensé en Bretaña, la tierra de Jacques. A lo mejor allí la luz es igual de tenue y la brisa matutina hace que las olas golpeen suavemente contra la orilla, suave como ahora se movían las cortinas, casi imperceptiblemente. El aire olía a cera. Los párpados de Jacques eran translúcidos. ¿Quién era? Existía independientemente de aquellas paredes, de las cortinas y las sillas, simplemente era Jacques, el hombre cuyo cuerpo blanquecino se perfilaba debajo de la sábana. Me pareció insólito que nos hubiéramos conocido en aquel apartamento donde él vivía con un amigo. Empecé a pensar en lo casual de nuestro encuentro. Y de golpe me di cuenta de que pronto perdería a Jacques. Encendí un cigarrillo. El humo era más pálido que el aire. Quizás la muerte esté durmiendo a mi lado, tierna como un joven delgado, y yo espero a que abra los párpados, me mire con sus ojos mentirosos y diga: «Hola, buenos días».

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Interplanetaria

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