El Fantasma Enamorado

Un hombre cae en la nieve, se golpea la cabeza contra un bordillo de piedra y muere; sin embargo, sucede algo extraño: el hombre no está realmente muerto, y el fantasma que ha sido enviado para llevarse su alma a la otra vida queda estupefacto. Tras acudir de inmediato a su jefe, el fantasma le pregunta qué debe hacer, a lo que el jefe le responde que no sabe cómo ha sucedido, pero que están trabajando en ello. Mientras tanto, desea que permanezca junto al hombre para que puedan averiguar lo que está ocurriendo.
El fantasma acepta de mala gana; es un espectro y no una niñera, sin embargo sucede algo inesperado: se enamora locamente de la novia del hombre y las cosas, obviamente, se complican bastante.
Con sus ficciones surrealistas, que combinan hábilmente lo cotidiano con lo extraordinario, Jonathan Carroll se ha ganado un cuerpo de admiradores fieles. Sus obras le han granjeado un reconocimiento mundial, y diversos premios que corroboran su talento.

ANTICIPO:

1

El fantasma estaba enamorado de una mujer llamada German Landis, y el solo hecho de escuchar ese llamativo y peculiar nombre habría hecho que su corazón se agitase si aún lo conservara. Ella llegaría en menos de una hora, por lo que debía darse prisa para tenerlo todo preparado. El fantasma era buen cocinero, en ocasiones muy bueno y, si le hubiera dedicado más tiempo o hubiera tenido un mayor interés por el tema, se habría convertido en un cocinero excepcional.
Desde su gran cama situada en un rincón de la cocina, un chucho de color negro y marrón claro observaba con gran interés al fantasma mientras este preparaba la comida. El mencionado chucho era el único motivo por el que German Landis iba a venir ese día; se llamaba Piloto, en honor a un poema sobre un perro lazarillo que a ella le encantaba.
De repente, el fantasma sintió algo, dejó lo que estaba haciendo, dirigió su mirada al perro y, malhumorado, le preguntó:
—¿Qué quieres?
Piloto negó con la cabeza.
—Nada, solo estaba viendo cómo trabajabas.
—Embustero, no era solo eso, sé lo que estabas pensando, que soy un idiota por hacer esto.
Sintiéndose avergonzado, el perro se alejó y comenzó a morderse con furia una de las patas traseras.
—No hagas eso, mírame. Crees que estoy chiflado, ¿verdad?
Piloto no dijo nada y continuó mordisqueándose la pata.
—¿No es cierto?
—Sí, creo que estás chiflado, pero también pienso que resulta muy tierno. Lo único que me gustaría es que German pudiera ver lo que estás haciendo por ella.
Resignado, el fantasma se encogió de hombros y respiró lenta y profundamente.
—Cocinar ayuda, y, si logro concentrarme, no me siento frustrado.
—Lo entiendo.
—No, no lo entiendes. ¿ Cómo vas a entenderlo ? Solo eres un perro.
El perro adoptó una expresión de exasperación. —Idiota.
—Cuadrúpedo.
Mantenían una relación cordial. Al igual que ocurre con el islandés o el finés, el idioma perruno no tiene muchos hablantes. Solo lo hablan los perros y los difuntos, así que cuando a Piloto le apetecía charlar, lo hacía a toda prisa con el primer canino que se encontraba en la calle, durante las tres veces diarias que lo sacaban de paseo, o hablaba con el fantasma, quien, por agotamiento físico y mental, sabía más sobre Piloto que ningún otro perro. El número de fantas­mas humanos es sorprendentemente escaso en la tierra de los vivos, por lo que a este le hacía muy feliz la compañía de Piloto.
—Sigo queriéndote hacer una pregunta, ¿de dónde procede tu nombre? —preguntó Piloto.
El cocinero ignoró deliberadamente la pregunta del perro y conti­nuó preparando la comida. Siempre que necesitaba un ingrediente, cerraba los ojos, extendía una mano abierta y, momentos después, el ingrediente deseado se materializaba en la palma de su mano: una lima verde tropical, una pizca de cayena, o un azafrán de Sri Lanka especialmente inusual. Piloto observaba absorto, no se cansaba nunca de esta increíble proeza.
—¿Qué pasaría si pensaras en un elefante? ¿Aparecería también en tu mano?
Mientras cortaba en dados las cebollas, a tal velocidad que resultaba prácticamente imposible seguirlo con la mirada, el fantasma sonrió.
—Si tuviera una mano lo suficientemente grande, sí.
—¿Y lo único que tendrías que hacer para que apareciera el elefante sería imaginártelo?
—Ah, no, es mucho más complicado que eso. Cuando una persona muere, le enseñan la verdadera estructura de las cosas, no solo su aspecto o textura, sino la esencia de lo que realmente son y, una vez que se conoce dicha esencia, resulta fácil crear cosas.
Piloto consideró lo que acababa de oír y dijo:
—Entonces, ¿por qué no la recreas? De esa forma, ya no te pondrías tan nervioso por ella y tendrías al alcance de tu mano tu propia versión de German.
El fantasma miró al perro como si acabara de tirarse un estruendo­so pedo.
—Cuando mueras, entenderás lo estúpida que resulta tu sugerencia.
A quince bloques de distancia, una mujer bajaba la calle transpor­tando una enorme letra «d». Si uno hubiese visto esa imagen en un anuncio de televisión o en una revista, habría sonreído y pensado que se trataba de una imagen con gancho. La mujer tenía un aspecto agradable, aunque no para tirar cohetes, sus facciones eran proporcio­nadas y combinaban bien, aunque la nariz era un poco pequeña para el rostro, algo de lo que era consciente, por lo que a menudo se la tocaba tímidamente cuando sabía que estaba siendo observada. Sin embargo, el rasgo que más llamaba la atención no era la nariz, sino la altura: una mujer de casi un metro ochenta y cinco centímetros que transportaba una enorme letra «d» de color azul. Lo único que llevaba en los bolsillos era una llave, un puñado de galletitas para perros y un pequeño coche de carreras de Fórmula 1, un juguete que su padre le había regalado hacía quince años a modo de amuleto, cuando se marchó de casa para asistir a la universidad. Ella creía realmente que el pequeño coche tenía algo de mágico y, como lo apreciaba mucho, siempre lo tenía cerca, aunque estaba a punto de entregárselo a alguien con quien mantenía una especie de relación de amor/odio, pues creía que necesitaba ayuda para cambiar el rumbo que estaba tomando su vida. Sabía que él no creía en poderes ni talismanes, por lo que había planeado esconderlo en algún lugar de su apartamento cuando no mirara, con la esperanza de que la cercanía del aura del juguete lo ayudara.
Llevaba vaqueros, una sudadera gris que tenía escrito en letras amarillas «St. Olaf College» en el pecho, y unas desgastadas botas de montaña marrones que la hacían parecer aún más alta, aunque curiosamente su altura nunca le había preocupado. Lo que sí lo hacía era su nariz y, en ocasiones, su nombre. El nombre y la nariz, pero nunca su altura, dado que toda su familia, tanto por parte de madre como de padre, era también alta. Había crecido en medio de un grupo de rubios altos como árboles, originarios de la zona central de Estados Unidos y de Minnesota, que comían hasta hartarse tres veces al día. Los hombres calzaban un cuarenta y cuatro o un cuarenta y cinco, y los pies de las mujeres no eran mucho más pequeños. Todos los niños de la familia tenían nombres raros. A sus padres les encantaba leer, especialmente la Biblia, literatura alemana clásica, y cuentos populares suecos, libros en los que se inspiraron para elegir los nombres de sus hijos. Su hermano se llamaba Enos, ella German y su hermana Pernilla. En cuanto le fue legalmente posible, Enos se cambió el nombre a Guy, y no respondía a ningún otro. Entró a formar parte de un grupo de música punk llamado Insuficiencia Renal, lo que dejó a sus padres boquiabiertos y desalentados.
German Landis era maestra de escuela y enseñaba arte a los niños de doce y trece años. La «d» que llevaba formaba parte de una tarea que les iba a mandar realizar. La consideraban una maestra de primera, dado que era bondadosa y entusiasta. A los chicos les gustaba la señorita Landis porque era evidente que se trataba de algo recíproco, ya que sentían su afecto en cuanto entraban en su clase cada día, y el resto de profesores siempre comentaba las risotadas que se oían desde la clase de German. Su entusiasmo ante lo que hacían era auténtico, y en una de las paredes de su apartamento había un enorme tablón de anuncios, que había ido elaborando durante años, plagado de las fotografías Polaroid de los trabajos de sus estudiantes. A menudo, pasaba noches enteras consultando libros de arte y, al día siguiente, dejaba caer uno o más de dichos libros en el escritorio de un alumno y señalaba determinadas ilustraciones que creía que sus alumnos debían ver. Algunos días, los alumnos no hacían nada, simplemente iban a un museo de la ciudad para ver una exposición, para ver una película que fuera relevante para lo que estaban haciendo o, simplemente, se sentaban a charlar acerca de los temas que les inquietaban. German siempre consideraba estos días como interrupciones, aunque casi tan importantes como los días de trabajo. Cuando la acribillaban a preguntas acerca de su vida, German hablaba de su infancia en Minnesota, de su amor por las carreras de coches, de su perro Piloto y de su último novio, Ben, con quien había roto hacía muy poco.
Se enamoraba fácilmente, pero, cuando una relación iba mal, la abandonaba con la misma facilidad. Algunos hombres, y había habido muchos, pensaban que eso era una prueba de la frialdad de su corazón, pero estaban equivocados; lo único que ocurría era que German Landis no entendía a la gente deprimida, la vida le parecía demasiado interesante como para optar por el sufrimiento. Aunque se sentía muy orgullosa de su hermano Guy, pensaba que era un tontorrón por pasarse la vida escribiendo solo canciones sobre temas que apestaban y que eran una basura y, en respuesta, Guy pintó un cuadro de cómo sería la lápida de su hermana si él la diseñara: una gran cara sonriente amarilla junto al texto «Me gusta estar muerta».
Ninguno de los dos sabía entonces que se convertiría en realidad cuando la muerte le llegara años más tarde. German Landis se trasla­daría al mundo de los muertos del mismo modo que lo haría a un colegio nuevo, a un nuevo empleo o a una nueva fase de su vida, a toda máquina, con esperanzas a la vista, con el corazón henchido como una vela debido a su moderado optimismo, y con la esperanza de que los dioses fueran profundamente benevolentes, independientemente de dónde se encontrara.
Mientras se cambiaba de mano la pesada letra de metal, hizo una mueca al pensar en lo que estaba a punto de llevar a cabo. Últimamen­te, cada vez que iba a casa de Ben a recoger a Piloto, siempre tenía algún tipo de problema. Discutían tanto por cosas importantes como por banalidades, y aunque en ocasiones existían motivos fundados para tales desacuerdos, por lo general, sus discusiones solo se debían al hecho de estar juntos en la misma habitación. Sin embargo, a pesar de todas las cosas desagradables y extrañas que él le hacía y decía, durante los primeros segundos de sus encuentros sentía como la invadía un ferviente deseo de besarlo, tocarlo y cogerle las manos con fuerza, al igual que habría hecho tantas veces cuando todavía eran felices.
Lo tenían todo, habían encontrado el amor, se habían encontrado el uno al otro y la relación había funcionado como ninguna de las que había mantenido antes; sin embargo, ahora se había roto y había quedado reducida a lo siguiente: compartir un perro y preocuparse por que cada vez que hablaban surgía un enfrentamiento entre ellos. Por fin, una noche, justo antes de que ella se mudara del apartamento de él, German estaba sentada desnuda en el salón apretando con fuerza su coche talismán de juguete contra su regazo y, con los ojos cerrados, no paraba de repetir: «Por favor, haz que las cosas cambien, haz que vayan a mejor, por favor».
Habían estado muy enamorados, con la misma intensidad y pasión, y al igual que cuando se entra en una tela de araña, no resultaba tan sencillo librarse de las redes del verdadero amor, una vez que se ha experimentado.
Al principio de su relación habían visto una película de Cary Grant, La terrible verdad, que trataba sobre una pareja que había roto su relación pero que, al compartir más tarde la custodia de un perro, acababan juntos. A ninguno de los dos le había gustado la película, pero a los dos les rondaba ahora por la cabeza, ya que parte de la historia se asemejaba a lo que les estaba ocurriendo a ellos.
Ahora solo tenían contacto por el perro. Ambos consideraban a Piloto como a un amigo o a un niño adoptado. Ben se lo había regalado en su tercera cita, había ido al refugio para animales de la ciudad con el deseo de ver al perro que más tiempo llevara allí; tuvo que repetir la misma pregunta tres veces para que los empleados lo creyeran. Todo había sido idea de German, y fue la primera de sus ocurrencias, entre muchas, que le había tocado el corazón sin esfuerzo alguno a Benjamin Gould. Varios días antes, ella había dicho que iba a comprar un perro que nadie quisiera, y había planeado ir a la perrera temprano para comprar sin mirar el perro que llevara más tiempo viviendo allí.
—Pero ¿qué pasa si es un granuja? —preguntó medio en broma, medio en serio—. ¿Y si tiene una personalidad horrible y enferme­dades incurables?
Ella soltó una risita.
—Lo llevaré al veterinario, no me importa que sea un granuja ni que tenga enfermedades, solo quiero ofrecerle una vida agradable antes de que muera.
—¿Y si es agresivo ? ¿ Qué pasa si muerde ? —Aunque B en formu­lara esas preguntas, no lo hacía en serio, pues ya estaba convencido.
En el refugio para animales, lo acompañaron a ver a un perro al que llamaban Matusalénpor la cantidad de tiempo que llevaba allí, el cual ni siquiera levantó la cabeza del suelo cuando el extraño se detuvo delante de su jaula para observarlo detenidamente. Ben vio solo a un perro ramplón y, si tenía algo de extraordinario, está claro que no lo vio. El animal no tenía nada de especial, ni ojos sensibles ni conmo­vedores, ni el adorable y alegre entusiasmo de un cachorro. No hacía gracias, y si tenía algún don, desde luego no era el de la dulzura. Todos los encargados decían de ese chucho que era manso, tranquilo y que nunca había causado ningún problema. No era de extrañar que todos los posibles amos lo hubieran rechazado, pues todo indicaba que aquel anodino chucho no era más que un inútil.
Aunque no tenía mucho dinero, Ben Gould compró a Matusalén el Inútil. El animal tuvo que ser sacado con mucha paciencia de la jaula para que volviera a salir a la calle por primera vez en meses. No parecía muy contento, pero Ben no tenía forma de saber que lo que acababa de comprar era un escéptico y fatalista que no creía que lo bueno pudiera traer nada bueno. En el momento de su adopción, Matusalén superaba la mediana edad y su vida había sido difícil, aunque no del todo mala. Con anterioridad, había tenido tres amos y ninguno de ellos resultó inolvidable. A veces, recibía patadas y mordiscos y, en una ocasión, le dio de refilón un camión que pasaba junto a él. Sin embargo, sobrevivió, renqueando durante semanas, pero sobrevivió. Cuando el perrero lo atrapó, se sintió sobre todo aliviado. Por aquel entonces llevaba tres meses viviendo en la calle y aunque por su experiencia anterior no confiaba del todo en los seres humanos, tenía hambre y frío, y sabía que ellos podrían poner remedio a eso; lo que no sabía era que de haber sido llevado al refugio para animales equivocado, lo habrían sacrificado al poco tiempo.
Sin embargo, había tenido suerte; de hecho el gran giro de su vida comenzó el día que entró en aquel refugio. El lugar era financiado en su totalidad por un matrimonio rico y sin hijos que adoraba a los animales por encima de cualquier otra cosa en el mundo, y que visitaba el refugio con bastante regularidad. Como resultado, ningu­no de los animales callejeros que llegaba allí era sacrificado, las jaulas estaban siempre impolutas y resultaban cálidas, había comida en abundancia e incluso huesos de cuero crudo, aunque a Matusalén le resultaban tan asquerosos que no les hacía ni caso.
El perro estuvo comiendo, durmiendo y observando durante los tres meses siguientes; un gran paso hacia adelante, pues se libraba así de un miserable invierno en la calle, frío y con nieve. No sabía qué era ese lugar, pero mientras que lo alimentaran y lo dejaran en paz, por el momento se trataba de un hogar aceptable. Una de las ventajas de ser un perro es que para ellos no existe el concepto de la palabra futuro; el presente es lo único que importa y si en ese momento daba la casualidad de que disponía de un suelo caliente y tenía el estómago lleno, entonces la vida era maravillosa.

¿Quién era el hombre que le tiraba de la correa en ese momento? ¿Adónde iban? Habían pasado numerosos bloques bajo una ventisca de nieve cegadora, y Matusalén ya tenía una edad suficiente como para que el frío glacial le perforara los huesos y las articulaciones. En su antiguo y cálido refugio para animales, podía salir al exterior siempre que quisiera, pero rara vez lo hacía con un tiempo así.
—Casi hemos llegado —dijo el hombre compasivamente. Pero los perros no entienden el idioma de los humanos, por lo que esto no significaba nada para el ahora abatido animal. Lo único que tenía claro era que hacía frío, que estaba perdido y que la vida había dado de nuevo un vuelco para peor, tras el agradable respiro en el refugio.
Estaban a dos bloques de distancia del edificio de German Landis cuando ocurrió. Tras mirar a ambos lados de la carretera, Ben bajó de la acera y puso un pie en la calzada, pero resbaló con la nieve y perdió el equilibrio. Mientras agitaba los brazos, comenzó a caer hacia atrás. Asustado ante un movimiento tan brusco y repentino, Matusaléndio un brinco y tiró con brusquedad de la correa. El hombre intentó detener la caída mientras que al mismo tiempo procuraba evitar que el perro se desbocara, entrara en la calzada y fuera atropellado por un coche. Como resultado del movimiento de su cuerpo en tantas direcciones a la vez, Ben cayó con mucha más fuerza de lo que lo habría hecho por el simple resbalón. Su nuca golpeó aparatosamente en el duro bordillo con un estruendoso ruido sordo y rebotó para volver a golpear en el bordillo con la misma fuerza.
Entonces, debió perder el conocimiento porque lo siguiente que recordaba era estar tendido boca arriba viendo los preocupados rostros de cuatro viandantes, entre los que se incluía un policía que sujetaba la correa del perro.
—¡Ha abierto los ojos!
—Está bien.
—De todas formas no lo toquen hasta que llegue la ambulancia.
Al otro lado de la calle, el fantasma permanecía de pie observando lo que estaba ocurriendo, completamente confuso y, momentos más tarde, comenzó a parpadear y a apagarse como una televisión vieja hasta desaparecer. Matusalén fue el único que lo vio, pero como los fantasmas no son ninguna novedad para los perros, el animal ni siquiera reaccionó, solo se hizo un ovillo y siguió temblando un rato.
El ángel de la muerte dirigió su mirada al fantasma de Benjamin Gould y suspiró.
—¿Qué mas podría decirte? Se han hecho muy listos.
Se encontraban en una mesa de un horrible restaurante de la autopista de peaje cercana a Wallingford, Connecticut. No había nada de particular en el aspecto del ángel de la muerte: ese día se había manifestado en el plato con restos de beicon y huevos de alguien. La yema del huevo embadurnaba el plato blanco y, dentro de esta mancha, había migas de pan esparcidas.
Era medianoche y el restaurante estaba prácticamente vacío. La camarera se encontraba en el exterior fumando un cigarro y charlan­do con el cocinero y no tenía ninguna prisa por limpiar la mesa. Al encontrar allí al ángel de la muerte, el fantasma de Benjamin Gould se había manifestado en forma de una mosca gorda y negra que estaba posada en la yema del huevo.
El plato dijo:
—Cuando Gould se golpeó la cabeza contra el bordillo, se suponía que iba a morir. Ya conoces la rutina: se parte el cráneo, se produce una hemorragia intracraneal y, como consecuencia, la muerte. Sin embar­go, esto no ocurrió. En pocas palabras, un potente virus ha infectado nuestro sistema informático. Más tarde, surgieron una serie de problemas técnicos similares por toda la red y descubrimos que estábamos siendo atacados, aunque nuestros técnicos están trabajan­do en ello y lograrán solucionarlo.
Sin quedar del todo satisfecho por la explicación, el fantasma/ mosca no dejaba de moverse de un lado al otro por la reseca yema de huevo, haciendo que sus pequeñas y delgadas patas negras amarillearan y se quedaran pegajosas.
—¿Cómo puede tener el cielo un virus en su sistema informático? Creí que era omnisciente.
—Lo mismo pensábamos nosotros hasta que ha ocurrido esto. Los chicos del infierno son cada vez más listos, de eso no hay ninguna duda. No te preocupes, encontraremos una solución. Aunque ahora, amigo mío, el problema eres tú.
Tras oír esto, la mosca dejó de moverse y dirigió su mirada al plato.
—¿Me lo puedes repetir?
—No hay nada que podamos hacer contigo hasta que solucione­mos el problema y, hasta entonces, deberás quedarte aquí.
—¿Y qué hago? —se atrevió a preguntar con indignación la mosca.
—Bueno, pues hacer lo que estás haciendo, por ejemplo. Puedes seguir siendo una mosca durante un tiempo y luego, quizá puedas convertirte en una persona o en un árbol… Cambiar de identidad puede resultar muy divertido, y existen otras cosas agradables que poder realizar en la Tierra: aprender a fumar, probar distintas clases de colonia o ver películas de Carole Lombard…
—¿Quién es Carole Lombard?
—Da igual —dijo el plato, y después añadió entre dientes—: Ella es razón suficiente para que permanezcas aquí.
La mosca se quedó inmóvil y en silencio.
El plato intentó cambiar de tema.
—¿Sabes que Ben Gould iba a la escuela en esta ciudad? Por eso estoy ahora aquí, para averiguar parte de su historia.
Pero no había forma de desviar la atención de la mosca.
—¿Cuánto durará? ¿Cuánto tiempo tendré que permanecer aquí?
—¿Quieres que sea completamente sincero? No lo sé. Podría llevar un tiempo, porque una vez que demos con el virus informático tendremos que comprobar todo el sistema. —El plato pronunció estas palabras con amabilidad, sabiendo muy bien que caminaba sobre arenas movedizas.
—¿Qué quiere decir «un tiempo»? ¿Un año? ¿Un siglo?
—No, no, no tanto. El cuerpo humano ha sido creado para que dure físicamente setenta u ochenta años, noventa como máximo, aunque hay excepciones. Yo diría que Benjamin Gould no vivirá más de cincuenta años, pero si me permites un consejo, te recomendaría que durante la espera fueras a vivir con Gould. Con la ayuda adecuada, podrías librarte de tener que vivir unas cuantas vidas más, y subir varios peldaños de la escalera.
—No soy profesor, soy un fantasma, el fantasma de Gould. Ese es mi puesto. Léase la descripción del mismo.
El ángel de la muerte consideró lo que acababa de oír y decidió que era el momento de ir al grano.
—Muy bien, este es el trato. Ellos lo han decidido.
—¿Quiénes lo han decidido?
Si el plato hubiera podido poner una cara, habría apretado los labios con rabia.
—Sabes muy bien de quiénes estoy hablando, no te hagas el tonto. Han decidido, debido a que puede llevar un tiempo solucionar el problema del virus y que estás aquí atrapado sin tener culpa alguna, ofrecerte la posibilidad de poner a prueba algo sin preceden­tes, solo para comprobar si una cosa así funciona: si eres capaz de comunicarte con Benjamin Gould y convertirlo en mejor persona mientras continúe con vida, entonces no tendrás que volver a la Tierra cuando muera para manifestarte a través de diferentes cosas. Sabemos cuánto odias el trabajo de campo, así que, si lo logras, podrás quedarte en la oficina y trabajar desde allí en un futuro.
»No sabemos el tiempo que continuará con vida, porque estaba programado para morir el día de la caída y ahora su destino resulta una incógnita para todos, lo que quiere decir que no podemos saber si vas a disponer de mucho tiempo o de poco para trabajar con él.
El fantasma se quedó realmente sorprendido ante tal oferta y se detuvo para asimilar una propuesta tan intrigante. Más tarde preguntó:
—Si no regreso aquí para manifestarme, ¿qué haré en su lugar en la oficina? —Pero llegó la camarera a la mesa, vio a la mosca en la yema de huevo y la mató dándole un golpe con un periódico viejo.
En lo más profundo de toda persona existe un cementerio de viejos amores. Para los escasos afortunados a quienes les gusta el lugar que ocupan en sus vidas y las personas con quienes las comparten, se trata de un lugar prácticamente olvidado, en el que las lápidas están descoloridas y en mal estado, la hierba está sin cortar, y zarzas y flores silvestres crecen por todos lados.
Para otras personas, el lugar es tan majestuoso y está tan ordenado como un cementerio militar, en el que sus numerosas flores están bien regadas y cuidadas, y los caminos de gravilla blanca cuidadosamente rastrillados, lo que indica que es visitado a menudo.
Aunque para la mayoría de nosotros, el cementerio es un batibu­rrillo, en el que algunas secciones están desatendidas o han sido ignoradas por completo. ¿A quién le preocupan estas piedras o los amores enterrados bajo ellas? Incluso resulta difícil recordar sus nombres. Sin embargo, otras lápidas que están allí sí que son importantes, queramos admitirlo o no, y las visitamos a menudo, en ocasiones con demasiada frecuencia, a decir verdad, pero uno no puede nunca saber cómo se sentirá cuando esa visita termine: a veces, aliviado y otras, apesadumbrado. Es completamente impredecible cómo nos sentiremos cuando volvamos a casa ese día.
Ben Gould rara vez visitaba su cementerio, no porque estuviera contento con su vida, sino porque el pasado nunca había sido demasiado importante para él. Si era infeliz ese día, ¿de qué le valía haber estado contento el día anterior? Cada momento de la vida era diferente. Para vivir el presente ¿cómo podría ayudarle realmente mirar al pasado o revivirlo, exceptuando unos cuantos trucos para sobrevivir que había aprendido por el camino?
En una de las primeras y largas discusiones que habían mantenido, Ben y German Landis estaban completamente en desacuerdo sobre el significado del pasado: a ella le encantaba, le encantaba mirar hacia atrás desde todos los ángulos, le encantaba sentir que atravesaba su cuerpo como una gruesa sombra de mediodía; en definitiva, adoraba el peso y la grandeza del pasado.
—¿Grandeza? ¿Qué grandeza? —preguntó Ben con escepticismo, pensando que estaba de broma. Acordarte del delicioso bocadillo que comiste a mediodía no iba a librarte de tener hambre horas después, por el contrario, haría que el hambre fuera mayor. En cuanto a él, el pasado no era un amigo.
Discutían sin parar, pero ninguno convencía al otro de que estaba equivocado. Se convirtió en algo divertido, aunque, con el tiempo, en un verdadero obstáculo para su relación. Mucho después, cuando rompieron, German le dijo con lágrimas en los ojos que era probable que en seis meses se acordase de la relación y de ella con la misma frecuencia que de su profesor de tercero.
Sin embargo, con respecto a esto estaba completamente equi­vocada.
Durante esos días, la gran ironía que mantenía cautivos tanto el apartamento como la vida de Ben Gould era que vivía no con uno, sino con dos fantasmas, porque German Landis se le aparecía también. Se iba a la cama pensando en ella y minutos después de levantarse cada mañana volvía de nuevo a pensar en ella. No podía evitarlo, ¡maldita sea!, no era justo. No podía controlarlo. Su fracasada relación se había convertido en un mosquito que le zumbaba en el oído e, independientemente de sus intentos por restarle importancia, nunca dejaba de irritarle.
Estaba en su escritorio mirándose las manos cuando sonó el timbre aquella mañana. Solo llevaba puestos unos calzoncillos. Sabía que era ella y, aunque estaba informado de que iba a venir, había elegido deliberadamente no vestirse. Después de sus últimos encuentros con ella, Ben estaba cada vez más hosco y distante, lo que solo provocaba una incómoda situación en la que se podía cortar la tensión en el aire. En ocasiones era tan desagradable que German pensaba: Vale, que se quede con el maldito perro y ya está, al menos así no tendré que volverlo a ver. Ben se lo había regalado, pero ambos adoraban al perro de la misma forma. ¿ Por qué tirar la toalla solo porque el idiota de su ex novio la incomodara durante cinco minutos, cada pocos días, cuando iba a recoger a Piloto?
Antes de que el timbre sonara, Ben había estado pensando en la primera vez que hicieron el amor. Estaban sentados uno junto al otro en su cama quitándose la ropa. Ella llevaba ropa interior negra muy sencilla y no parecía en absoluto sentirse cohibida por desnudarse. Cuando llegó el momento de quitarse el sujetador y las medias se detuvo, le sonrió y dijo con el tono de voz más sexi y deliciosamente persuasivo que había oído nunca:
—¿Quieres ver más?
El fantasma oyó el timbre y de inmediato se puso tenso. Pilotolo miró y luego dirigió su mirada hacia el dormitorio de Ben. La mesa estaba suntuosamente preparada con comida y objetos maravillo­sos, y en medio había una azucena en plena floración dentro de un elegante florero de cristal de color lavanda claro, de la isla de Murano.
Estaba todo en calma y no se oía ningún ruido desde el interior del dormitorio. Un minuto después, sonó el timbre por segunda vez.
—¿Es que no va a abrir la puerta?
El perro se encogió de hombros.
El fantasma se cruzó de brazos, pero inmediatamente después los descruzó. En el transcurso de ocho segundos, puso tres caras diferen­tes y, por fin, incapaz de seguir aguantándolo, abandonó la cocina y se dirigió a la puerta principal. Finalmente, Ben Gould salió de su dormitorio con paso lento y ganas de bronca.
El fantasma miró al hombre en calzoncillos y lo fulminó con la mirada. ¿Otra vez? ¿Otra vez iba a hacerle a German esa clase de faena inmadura y fuera de lugar?, pensó.
Gould se restregó los ojos con la base de las manos, respiró profundamente y abrió la puerta principal. El fantasma se encontraba de pie a unos cincuenta centímetros de ella con una espátula metálica en la mano derecha. Estaba tan nervioso por ver a German que no dejaba de agitar el utensilio arriba y abajo a una velocidad increíble. Menos mal que nadie podía verlo.
—Hola.
—Hola.
Ambos pronunciaron esa única palabra con un tono de voz lo más carente de emoción posible.
—¿Está Piloto listo para irse? —preguntó ella con amabilidad.
—Sí, claro. Pasa. —Ben se dirigió hacia la cocina y ella lo siguió. German volvió su mirada al bonito culo bajo los calzoncillos arrugados y cerró los ojos con desesperación. ¿Por qué le hacía esto? ¿Se suponía que se iba a sentir impresionada o avergonzada por verlo en calzoncillos? ¿Acaso había olvidado Ben que ya lo había visto desnudo en cientos de ocasiones? German conocía su olor cuando acababa de ducharse y su olor cuando estaba todo sudado, sabía cómo le gustaba que lo tocaran y los sonidos más íntimos que hacía, sabía lo que le hacía llorar y lo que le provocaba reírse a carcajadas, cómo le gustaba el té y como se emocionaba cuando, al bajar por una calle juntos, ella le pasaba el brazo por el hombro para demostrarle al mundo que era su esbelta amante y amiga.
Tras ver adónde se dirigían los dos en ese momento, el fantasma desapareció del lugar junto a la puerta principal en el que se encon­traba para reaparecer en la cocina un segundo más tarde. Cuando entraron, había cruzado los brazos por encima del pecho con expec­tación.
Sobre la mesa había todo lo que a uno se le pueda imaginar para el desayuno: bollitos calientes recién horneados, confitura de fresa de Inglaterra, miel de Hawái, café Lavazza (la marca de café preferida de German), un plato con largas y relucientes tiras de salmón escocés y otro con huevos benedictinos perfectamente preparados (otra de las cosas que le encantaban a German). Había también dos platos más con huevos. Platos que hacían la boca agua cubrían y adornaban cada esquina de la pequeña mesa circular. Parecía una portada de la revista Gourmet. Siempre que Ben Gould veía en la televisión un programa de cocina, el fantasma lo veía también. A menudo, tomaba notas y, cada vez que German pasaba a recoger al perro, el fantasma preparaba una de estas recetas que había visto en televi­sión o cualquier otra delicia de uno de los numerosos libros de cocina de Ben, y la colocaba en la mesa, esperando a que llegara.
Obviamente German no podía ver nada de eso, lo único que veía era una mesa de madera vacía con una cuchara a un lado, exactamente en el lugar en el que Ben la había dejado la noche anterior, después de usarla para poner azúcar en una suave infusión de hierbas. Ella se quedó mirando la cuchara largo rato antes de hablar. Aquello le rompía el corazón.
Durante esos escasos y gloriosos momentos en silencio, el fantas­ma hizo como si German Landis mirase maravillada porque real­mente podía ver todo lo que le había preparado, pues sabía cuánto le gustaba el desayuno.
Era su comida preferida del día, le gustaba comprarlo, preparar­lo y comerlo. Le encantaba salir a comprar cruasanes recién hechos y napolitanas de chocolate en la panadería situada dos puertas más abajo. Siempre cerraba los ojos alegremente para concentrase en el celestial aroma del café amargo recién hecho cuando el dueño del supermercado italiano de la zona molía los granos mientras ella esperaba. Le encantaba el zumo de uva, los higos maduros, el beicon con huevos y las patatas fritas con kétchup. Había crecido tomando los monumentales desayunos típicos de Minnesota que levantaban el ánimo a cualquiera cuando las temperaturas eran gélidas y los coches aparcados estaban cubier­tos por una gruesa capa de nieve. Al igual que su madre, German Landis era una cocinera pésima a la par que entusiasta, sobre todo con respecto al desayuno, y quedaba muy complacida cuando los demás comían tanto como ella.
El fantasma sabía todo esto porque se había sentado en esa misma cocina muchas veces para observar con placer y vehemente deseo cómo German preparaba el festín matutino. Se trataba de una de las costumbres que la familia había adoptado al principio de su relación: ella prepararía el desayuno mientras que él se encargaría del resto de las comidas.
—¿Has estado comiendo?
—¿Qué? —Ben no estaba seguro de haberla oído bien.
—¿Has estado comiendo? —preguntó German con más énfasis.
La pregunta lo pilló desprevenido, pues llevaba mucho tiempo sin decir algo tan íntimo.
—Sí, estoy bien.
—¿Qué?
—¿Qué quieres decir con «qué»?
German levantó la cuchara y dirigió su mirada hacia Ben, pero al alargar la mano para cogerla, puso su mano derecha en medio del perfecto suflé de siete huevos que el fantasma había horneado para ella, aunque ni lo vio ni lo notó, ya que los fantasmas preparan comidas fantasmagóricas que solo existen en su mundo y, aunque los vivos en ocasiones perciban dicho mundo, no pueden entrar en esa dimensión.
—¿Qué has estado comiendo?
Ben la miró y se encogió de hombros como un niño con complejo de culpa.
—Cosas. Cosas buenas. Comida sana, ya sabes —dijo con un tono de voz poco convincente. Ella sabía que mentía, pues nunca se preparaba nada para comer cuando estaba solo, solo se alimentaba de comida basura procedente de bolsas de colores vistosos y té.
Piloto se levantó de la cama y se dirigió lentamente hacia German. Le gustaba sentir su enorme mano en la cabeza, porque sus manos siempre eran cálidas y cariñosas.
—Hola, Don Perro. ¿Estás listo para marcharnos?
De repente y con un sentimiento casi de terror, Ben se planteó cómo se sentiría en su apartamento escasos minutos más tarde, cuando los dos se hubieran marchado y se encontrara solo sin nada que hacer. Era probable que German planeara un largo y agradable paseo con el perro y, al terminar, se llevaría a Piloto a su casa donde almorzarían juntos.
Ben no había estado nunca en su apartamento, pero podía imaginar su aspecto. German había hecho uso de su particular gusto y sentido del humor para, sin ningún esfuerzo, hacer que el hogar de Ben cobrara vida con cosas como ingeniosas combinaciones de colores y sus colecciones de postales antiguas de magos, artistas de circo y ventrílocuos, miniaturas de coches de Fórmula 1 de juguete de Matchbox, y de luchadores de sumo japoneses de juguete que estaban colocados en las estanterías y en los alféizares de las ventanas. La extraña bicicleta plateada de la marca Hetchins que compró muy barata en un mercadillo de la zona, reparada por ella completamente y con la que iba ahora a todas partes, estaría colocada en un lugar destacado, ya que a ella le gustaba mirarla. Ese cómodo sofá azul que había comprado cuando estaban todavía juntos, y que se llevó al mudarse, estaría en el centro del salón y, con bastante probabilidad, cubierto con grandes libros de arte abiertos y cerrados. La mera imagen hacía daño a Ben, ya que le resultaba tiernamente familiar. Piloto tenía un lugar en el sofá junto a ella y no se movía de allí hasta que ella lo hacía. Su nuevo apartamento tendría mucha luz y estaría aireado, siempre insistía en ambas cosas, ya que German necesitaba en todo momento mucha luz natural.
A German le gustaba además abrir las ventanas incluso los días más gélidos del año para llenar de aire fresco la habitación en la que se encontraba, algo que volvía loco a Ben cuando vivían juntos; sin embargo, ahora echaba de menos esa manía suya, junto a todas las demás. Recordaba con demasiada frecuencia como en pleno invierno ella salía de la cama por las mañanas, abría la ventana y corría de nuevo a la cama para abrazarle con fuerza, luego le susurraba al oído hasta que ambos volvían a dormirse.
Unos días atrás, mientras estaba sentado en aquella mesa, tacitur­no, tomando una taza de té y pensando en el tiempo que estuvieron juntos, Ben le había escrito una nota en una servilleta de papel de un restaurante de comida para llevar. Consciente de que nunca la leería, escribió lo que sentía sinceramente: «Te echo de menos todos los días y, solo por eso, no me lo perdonaré nunca».
—¡Bueno! Creo que será mejor que Piloto y yo nos marchemos.
—De acuerdo.
—Volveré a traértelo mañana. ¿Te parece bien a las dos?
—Sí, me parece bien. —Ben hizo ademán de decir algo más, pero, reprimiéndose, se quedó callado y, en su lugar, se dirigió a la cocina a coger la correa del perro, que estaba colgada en un gancho.
German sacó el coche de juguete del bolsillo, lo dejó caer en el cajón de la mesa de la cocina y, silenciosamente, volvió a cerrar el cajón, sin que Ben viera nada.
De repente, llegó un momento, al entregarle la correa, en el que ambos bajaron la guardia y se miraron con una sincera mezcla de amor, resentimiento y un anhelo inmenso, pero ambos apartaron la mirada enseguida.
Sentado a la mesa, el fantasma lo observaba todo. Cuando se sentó, se llevó el suflé echado a perder hacia el pecho con las dos manos, en un intento por evitar que la belleza ya arruinada sufriera mayores daños.
Tras ver este dramático tira y afloja entre ellos, el fantasma sumergió la cabeza hasta las orejas y lentamente en medio del suflé, y permaneció en esa postura mientras se despedían y German se marchaba. Continuaba con la cara sumergida en el revoltijo de huevos cuando oyó como se cerraba la puerta principal.
Ben volvió a la cocina, tomó asiento enfrente del fantasma y lo miró fijamente. El fantasma por fin levantó la cabeza del suflé y se percató de que estaba siendo observado y, aunque sabía que era invisible, la intensidad de la mirada le resultaba estresante.
Tras levantar la cucharilla de la mesa, Ben pareció sopesarla en su mano, pero en realidad lo que estaba haciendo era comprobar si había permanecido algo del calor de German en el metal.
Repentinamente, lanzó la cuchara con todas sus fuerzas contra la pared que tenía más lejos; el cubierto rebotó estruendosamente en varios lugares antes de caer al suelo con un ruido seco.
El fantasma volvió a meter la cara en el suflé.

2

La primera vez que el fantasma vio a German Landis fue en el cuarto de baño. Tras haberse reunido con el ángel de la muerte en Connec- ticut, el espíritu acordó volver a la vida plagada de virus de Benjamin Gould, aunque al principio solo para observar con atención. Deseaba examinar algunas cosas antes de decidir si iba o no a aceptar la extraordi­naria oferta del ángel.
El fantasma volvió a reunir sus iones en el apartamento de Ben seis días después de que German se mudara allí, y tres meses después de que Gould se cayera y supuestamente muriese tras golpearse la cabeza contra el bordillo.
Cuando vio a German por primera vez, ella estaba de pie desnuda enfrente de un espejo empañado cepillándose los dientes, pero, a pesar de que se encontraban a solo un metro de distancia, German no podía ver al fantasma. Su orientación se había desviado un poco y, en lugar de aparecer en el salón como había planeado, volvió a materia­lizarse de pie sobre la tapa del váter verde del cuarto de baño de Benjamin Gould. Todo estaba tan lleno de vapor, y hacía un calor tan desagradable allí que el fantasma estuvo desorientado durante un momento hasta darse cuenta de dónde se encontraba realmente.
De pie junto a él había una mujer alta y de aspecto atlético sin nada de ropa y con la boca cubierta de espuma azul y blanca. Estaba tarareando una de sus melodías favoritas del programa Rodgers and Hammerstein. El fantasma dio por hecho que se trataba de German Landis, pues antes de acudir allí había recibido información detallada sobre la vida de Benjamin Gould.
De pie sobre la taza del váter, el fantasma examinó a la mujer: ojos claros y brillantes, pechos pequeños, caderas estrechas, nariz peque­ña, piernas y dedos largos. No podía decir cómo era el aspecto de su boca, dado que estaba cubierta de espuma de pasta de dientes. Una mujer atractiva, pero nada más.
Más tarde, el fantasma dirigió su mirada con indiferencia a la parte de su cerebro que indicaba exactamente durante cuánto tiempo estaba destinada a vivir, y a German Landis le quedaban aún cuarenta y siete años más. Eso siempre que no contrajera una enfermedad fatal, ni fuera atacada por otra especie de virus infernal.
Su característica más predominante era que irradiaba un aura poderosamente positiva, sin nada de especial, pero particularmente entusiasta y cálida. German Landis era optimista y una romántica que se sentía cómoda en su propio pellejo, porque consideraba sin reservas la vida como a una amiga.
El fantasma, de nombre Ling, tomó nota de todo con frialdad. Aquella primera vez que la vio, parecía como si estuviera viendo a un tigre en un zoológico o a una bacteria en un microscopio, en lugar de a una mujer esbelta y desnuda.
Hacía tres mil años, un granjero japonés había inventado la idea de la existencia de los fantasmas con objeto de explicarle a su precoz nieto qué les ocurría a las personas después de morir. La idea le pareció a Dios tan original y útil que les dijo a los ángeles que la hicieran realidad y permitieran que prosperara en el interior del sistema. En honor al inventor, los fantasmas tienen siempre nombres chinos, y este no era una excepción. Ling fue llamado así porque era el siguiente nombre de la lista en el momento en el que fue creado.
Cuando un fantasma llega a la Tierra por primera vez, se le dota de una amplia variedad de poderes sobrenaturales con los que puede aterrorizar a los vivos, y a Ling le habían dicho que tenía que poner a prueba dichos poderes en cuanto llegara, para comprobar si todo funcionaba correctamente, y corregir los errores en caso negativo.
Al mirar a su alrededor, vio que la bañera se estaba vaciando e invocó a una serpiente marina para evitarlo. Afortunadamente para German, el fantasma mandó llamar a la única especie de serpiente marina que conocía, la cual resultó ser una Liopleurodon, un reptil acuático tan enorme que con solo introducir en el desagüe una pequeña parte de la punta de su descomunal lengua ocupó toda la bañera de Benjamin Gould.
La mujer estaba de espaldas, por lo que no pudo ver la terrible lengua que emergía en el lugar en el que acababa de bañarse hacía solo unos minutos. El fantasma reconoció su error de inmediato e hizo desaparecer la lengua, así como el resto de la serpiente marina, justo a tiempo, porque al instante, se abrió la puerta del cuarto de baño y Ben Gould hizo su entrada.
—Hola —dijo Ben a German, pero su mirada se sintió atraída por lo que había en la bañera y se quedó observándola, en lugar de dirigir la vista a su espléndida y desnuda novia, porque el agua de la bañera tenía el color de la tierra. A Ben se le abrieron los ojos como platos, pero no dijo ni una sola palabra, ya que llevaban tan poco tiempo viviendo juntos que a Ben incluso le avergonzaba el hecho de que lo pudiera oír haciendo pis en el váter, así que no tenía intención alguna de preguntar por qué el agua de la bañera tenía ese oscuro color beis después de haberse bañado.
—¿ Qué pasa ? —dij o con el cepillo de dientes en la boca, tras girarse para mirar a Ben.
Ben parpadeó con inquietud varias veces y, como pudo y en un extraño y elevado tono de voz, dijo alegremente:
—¡ Nada! —Y salió a toda prisa de la habitación, cerrando la puerta tras él.
El fantasma se bajó de la taza del váter y lo siguió. Ling atravesó la puerta cerrada del cuarto de baño y se dirigió al estrecho vestíbulo. El perro estaba tumbado en el suelo esperando a que la mujer saliera, y ambos se miraron.
—Hola —dijo el fantasma al perro con una sonrisa.
Piloto lo miró, pero no respondió al saludo.
Ling no le dio importancia y continuó su camino hacia el vestíbulo.
Piloto nunca había visto antes a este fantasma en particular y, con la cabeza posada en las patas, se preguntó, sin darle demasiada importancia, qué estaría haciendo allí. Los perros ven a fantasmas con la misma frecuencia que los humanos vemos gatos; están ahí, pero no son nada del otro mundo.
La primera intención de Ling fue la de seguir a Gould un rato para observarlo, pero luego cambió de idea y decidió, en su lugar, echar un vistazo a su apartamento.
Ben trabajaba de camarero en un restaurante, era bueno en su trabajo y, en realidad, le gustaba bastante. Aunque no ganara mucho dinero, no le preocupaba demasiado, porque no deseaba mucho más, aparte de lo que ya tenía. Con respecto a eso, se sentía satisfecho.
Su apartamento estaba prácticamente vacío, pero no se trataba del deprimente y sombrío vacío característico de la pobreza. Por el contrario, tenía el aspecto del hogar de alguien a quien no le preocupan demasiado los bienes materiales. Le gustaban la comida y los libros, tenía un traje elegante y un equipo de sonido decente. Sus padres le habían regalado varios muebles muy robustos, sin nada de especial, que encajaban a la perfección con su estilo de vida. Tenía también librerías de madera, muy bien trabajadas, que había compra­do él mismo. Cubriendo el suelo, había una alfombra persa negra y roja descolorida que había adquirido por dieciocho dólares en un mercadillo y cuya limpieza en seco le había costado cincuenta.
A German le gustaba el apartamento de Ben, ya que, aunque no tuviera demasiadas cosas, era obvio que a su nuevo novio le gustaba cuidar y disfrutar de sus escasas posesiones; había pulido madera que nunca había sido limpiada antes en un escritorio viejo y arañado que había comprado en el Ejército de Salvación y había remendado a mano un agujero de la alfombra persa que había estado abandonada durante años. En el centro de la mesa del salón, había tres hermosas y grandes piedras negras que se había encontrado en un río italiano. Sus dos pares de zapatos siempre estaban limpios y perfectamente alineados junto a la puerta principal. Con solo echar un vistazo a su selección de libros, se notaba que su propietario tenía una mentalidad curiosa y ancha de miras.
El fantasma se dirigió a una de dichas estanterías para echar un vistazo. En ella había un número exorbitante de libros de cocina, pero Ling ya estaba al tanto de que a Gould le encantaba cocinar. Hubo un tiempo en el que su sueño había consistido en convertirse en un gran chef, pero no disponía ni del talento ni de la paciencia suficiente y, al final, se vio obligado a admitirlo. Poseía el entusiasmo y la dedicación necesarios, pero adolecía de la imaginación creativa. Los grandes cocineros son como los grandes pintores, que ven el mundo como ninguna otra persona. Además, cuentan con las habilidades y el talento necesarios tanto para manifestar esa visión como para com­partirla con los demás. Finalmente, Ben aceptó el hecho de que no se convertiría en uno, tras varios intentos plagados de entusiasmo, entre los que se incluía la asistencia durante un año a escuelas de cocina europeas. Esa es la razón esencial por la que se convirtió en camarero: si no podía ganarse la vida cocinando exquisiteces para otros, al menos siempre estaría cerca de ellas.
—¿Qué haces aquí, fantasma?
Ling no había oído entrar al perro en el salón. Se dio la vuelta y vio como el animal lo observaba a escasos centímetros de distancia.
—Hola. Me llamo Ling. ¿Cómo te llamas tú?
—Sinceramente, no lo sé, me han llamado de tantas formas distintas en mi vida que no tengo ni idea de cuál es mi verdadero nombre. Últimamente parece ser que es Piloto.
—¿Piloto? Muy bien, así te llamaré.
Antes de que el perro tuviera tiempo de contestar, Ben Gould entró en el salón y se dirigió a las estanterías. Tras acariciar la cabeza del perro unas cuantas veces, se agachó y pasó un dedo por los lomos de los libros hasta encontrar el que estaba buscando: Serious Pig, del gran escritor de libros de cocina John Thorne. Ben quería leerle uno de los ensayos de Thorne a German.
—¿Te gusta vivir con esta gente? —preguntó Ling, después de que Ben saliera de la habitación.
Piloto se planteó la pregunta antes de contestar.
—Sí, me gusta. Ha sido un agradable cambio para mí. —Pero el perro no pudo continuar porque de repente se oyó un enorme grito que procedía del cuarto de baño. La puerta se abrió con un golpe tal que abolló la pared y, todavía desnuda, German salió corriendo, tapándose la boca con las dos manos.
— ¡Ben!
El perro, el fantasma y Ben fueron corriendo al vestíbulo para averiguar cuál era el problema. Cuando German vio a Ben, se quitó una de las manos de la boca para señalar hacia la bañera, con la mirada perdida y llena de desesperación.
—En la bañera. ¡El agua está marrón y hay peces dentro!
Los hombros de Ling se relajaron, dado que en ese momento supo a qué venían los gritos de German. Las serpientes marinas tienen unas bocas y lenguas increíblemente mugrientas, debido al gran número de asquerosidades que comen sin parar. La suciedad se recrea en la boca de las serpientes, lo que explicaba el color marrón del agua. Además, decenas de pequeños peces piloto se adhieren al cuerpo de las serpientes, por lo que Ling dedujo que algunos de estos peces habían llegado a la bañera de Gould tras la breve aparición del monstruo en ella.
Piloto no entendía nada de lo que la mujer decía, pero su tono de voz era alto y chillón y, en lo que concierne a los humanos, esto no era una buena señal. No era bueno en absoluto. Cuando utilizaban ese tono histérico, por lo general quería decir o bien que un perro estaba a punto de recibir un mamporro, o bien que se le iba a ignorar hasta bien pasada su hora de comer.
Ben no sabía qué hacer. Ya había visto en la bañera el agua de color marrón terroso hacía unos minutos, pero como de costumbre había actuado como un caballero y había optado por no decir nada. Sin embargo, ahora era convocado para verlo en presencia de German, lo que significaba que tendría que hacerle a su nueva novia preguntas muy embarazosas que realmente no le apetecían y, para colmo, ahora también había peces en la bañera.
Ling sentía curiosidad por saber cómo iba a manejar Gould la situación.
El perro se dirigió hacia German y se apoyó en su pierna desnuda para tantear su estado de ánimo.
—¿Ben? —¿Sí?
—¿Vas a echar un vistazo o no? —Sí.
—Pero no te estás moviendo.
—Sí… claro que sí, solo estoy pensando si necesito llevar algo, supongo que no. Voy ahora mismo. —Sintiéndose derrotado, co­menzó a agitar los brazos y a golpearse los muslos, consciente de que lo único que podía hacer era acudir.
Efectivamente, su bañera estaba medio llena de un agua del color del café con leche y dos diminutos peces negros nadaban lo suficien­temente cerca de la superficie como para ser vistos.
German permanecía de pie pegada a la espalda de Ben y con una mano sobre su hombro, observando también el agua detenidamente. Al sentir su cálido pecho y cuerpo contra su espalda, se le llenó la cabeza de imágenes muy sensuales acerca de lo que le gustaría hacer con ella en ese momento, en lugar de observar el agua sucia y los peces que se encontraban en su interior.
Durante toda su vida, Ben Gould había actuado de la misma forma siempre que tenía problemas. Durante los escasos segundos previos a tener que enfrentarse a los hechos y averiguar la forma de solucionarlos, fantaseaba con una situación ideal, en un mundo ideal, en el que no tuviera que enfrentarse a lo que le estaba intimidando.

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