El gladiador

Ésta es la novena entrega de la serie de Quinto Licinio Cato. Tras sus peripecias por Palmira (Centurión), Macro y Cato regresan por mar a Roma cuando una inesperada y violentísima tormenta los lanza a un escenario dominado por el caos. Creta acaba de ser víctima de un terremoto devastador que ha acabado con casi toda autoridad romana en la isla, y sus habitantes intentan sobrevivir como pueden en un ambiente dominado por la miseria, la violencia y la anarquía. Cuando Macro y Cato intenten tomar las riendas de la situación e imponer un mínimo control sobre la situación, descubrirán que el hambre, el riesgo de epidemias y las carencias de personal sanitario suficiente son sólo males menores.

ANTICIPO:

De repente se oyó un grito entre los árboles, al cual se sumaron enseguida muchos más por doquier, en tanto que los atacantes salían en masa de entre las sombras al camino para cargar contra la columna de Macro. Él plantó el pie adelantado en el suelo en dirección a los enemigos más próximos, levantó y afirmó el escudo frente a él y echó hacia atrás el brazo de la espada, dispuesto a arremeter.

—¡En formación! ¡Hacedles frente! —gritó a sus hombres por encima del barullo.

La mayoría de los soldados reaccionaron con rapidez y se dieron la vuelta para enfrentarse al enemigo con las pun—tas de las lanzas bajadas. Hubo unos cuantos que quedaron momentáneamente aturdidos por lo repentino del ataque y retrocedieron a trompicones al verse ante tal arremetida.

—¡Que no se detengan los carros! —ordenó Macro al conductor que iba en cabeza.

Cuando los atacantes salieron en tropel de entre las sombras, Macro vio que iban vestidos con túnicas viejas y andrajosas, la mayoría de ellos descalzos y armados con todo un surtido de cuchillos, hachas y horcas. Sólo unos cuantos portaban espadas o lanzas y estaba claro que no tenían ni idea de cómo utilizarlas. Las agitaban por encima de la cabeza con expresión de odio y terror desenfrenados en sus caras mientras se lanzaban al ataque. Macro no tuvo tiempo de ver nada más porque el primero de ellos, con los dientes apretados, los ojos desmesuradamente abiertos y una mirada de loco, arremetió contra él con una guadaña. Macro paró el golpe de refilón con el borde del escudo y acto seguido giró sobre el pie adelantado para golpear al esclavo y hacerlo caer cuando pasara a trompicones. Cuando el esclavo intentó recuperar el equilibrio, Macro lo apuñaló en un lado del pecho y hundió la hoja, que luego arrancó de un rápido tirón y la sangre salió a borbotones. El hombre se dobló en dos, soltó la guadaña y se llevó las manos a la herida, cayó al suelo y se hizo un ovillo al tiempo que soltaba un intenso gemido de dolor.

Macro levantó la mirada. Más esclavos salían de debajo de los árboles. No podía calcular cuántos eran, pero sin duda superaban en número a los soldados de su columna. No obstante, los auxiliares eran luchadores capacitados y bien armados. Al echar un vistazo a su alrededor, Macro vio que sus hombres sabían defenderse y arremetían contra los esclavos a medida que éstos se les echaban encima en una desorganizada carrera. Un gruñido repentino hizo que Macro volviera su atención al frente en el momento en que un esclavo se lanzaba contra él de un salto empuñando una cuchilla de carnicero. Tuvo el tiempo justo de alzar el escudo, y la pesada hoja golpeó el borde, atravesó el brocal de bronce, astilló la madera de debajo y se quedó allí firmemente clavada.

—¡Ahora me toca a mí! —gruñó Macro, que acuchilló a aquel hombre a un lado de la cabeza y cuya hoja vibró un poco al atravesar la piel y el cráneo con un crujido húmedo.

El hombre cayó de rodillas con expresión de asombro; entonces Macro retiró su espada y con la guarnición del arma desprendió la cuchilla clavada en el escudo. En aquel preciso instante notó que algo le agarraba el tobillo, y al mirar abajo vio que el primer hombre se había arrastrado hacia su bota, se la había agarrado y se estaba preparando para clavar los dientes en la pantorrilla de Macro.

—¡Ni te atrevas! —Macro se quitó la mano de encima de una patada y pisó la muñeca de aquel hombre con su bota de clavos. Entonces hizo descender el borde inferior del escudo contra la cabeza del esclavo y le propinó un golpe que lo dejó sin sentido—. ¡Si yo te derribo, tú te quedas en el suelo!

Macro avanzó poco a poco siguiendo el camino y manteniendo el ritmo de la primera carreta. Miró a su izquierda y vio que algunos de sus soldados estaban tan enfrascados en la lucha que no se daban cuenta de que los carros continuaban la marcha.

—¡No os paréis! —gritó Macro—. ¡Proteged los dichosos carros!

Aun cuando iban mal armados y estaban cayendo des—trozados a montones, los esclavos continuaron su feroz ataque como si no temieran morir. Macro vio a uno de ellos siendo ensartado por una lanza al lanzarse contra los auxiliares. La punta ensangrentada del arma emergió con un estallido por la espalda de su túnica y, en un intento por arañar la cabeza del auxiliar, el esclavo empujó su cuerpo por el asta. El soldado soltó la lanza, desenvainó su espada y se la clavó al esclavo en la garganta. Con un borboteo sangriento de furia, el esclavo trató de arremeter contra su oponente, salpicando de sangre al auxiliar hasta que se quedó sin fuerzas y se desplomó de rodillas con el cuerpo atravesado aún por la lanza. El auxiliar retrocedió y echó un rápido vistazo en derredor para comprobar que mantenía una formación poco rígida junto con sus compañeros, mientras avanzaban por el camino haciendo todo lo posible por no alejarse de los carros. A ambos lados el suelo estaba cubierto de cuerpos y aun así los esclavos acudían. Macro abatió con la espada a un hombre desdentado que por la edad podría ser su padre y el hombre lo maldijo al morir.

Una mano agarró a Macro del hombro y él se dio media vuelta con rapidez, dispuesto a golpear, hasta que vio a Ático y logró detener su espada a tiempo.

—Dame un arma —le suplicó Ático—. ¡Antes de que me hagan pedazos!

Macro miró en derredor y vio una horca junto al cuerpo de un esclavo que no era más que un niño.

—¡Allí! Cógela.

Ático agarró la horca y sujetó el asta con firmeza, al tiempo que hacía descender los dientes en dirección a un hombre que corría hacia él armado con un garrote con clavos. El esclavo describió un salvaje arco en el aire con el garrote apuntando a la cabeza de Ático. Este último se agachó para esquivar el golpe y acto seguido clavó los dientes de la horca en el estómago del esclavo y, con un resoplido de fuerza bruta, levantó del suelo a aquel hombre enjuto y nervudo. El esclavo chilló cuando su propio peso hizo que las afiladas puntas de hierro penetraran aún más en su cuerpo. Ático hizo girar el asta y el esclavo se estrelló contra el suelo. Apoyó la bota en el pecho del hombre, liberó los dientes del arma de un tirón e inmediatamente se agachó mientras buscaba una nueva amenaza con la mirada.

—Buen trabajo —admitió Macro a regañadientes.

El carro que iba en cabeza salió del bosque a terreno abierto con un retumbo y siguió adelante hacia la villa en ruinas; el carretero hacía restallar el látigo sobre las cabezas de los caballos y muías para estimularlos. Por delante deél, un par de auxiliares se vieron obligados a hacerse a un lado a toda prisa para evitar que los arrollara. Macro apretó los dientes con furia y se puso a correr detrás del carro.

—¡No vayas tan deprisa, idiota!

El carretero siguió adelante sin prestar atención; y en cuanto salieron del bosque, los demás siguieron su ejemplo, dejando atrás a los auxiliares y voluntarios, que se apresuraron a seguirlos como podían al tiempo que intentaban rechazar a los esclavos que se apiñaban en torno a la columna como un enjambre de avispas enojadas. Uno de los soldados de Macro que iba detrás del último carro tropezó y cayó cuan largo era sobre el camino de grava. Varios esclavos saltaron sobre él de inmediato profiriendo unos aullidos triunfales, sedientos de sangre, y arremetieron a hachazos y puñaladas contra el soldado que se debatía en el suelo y que dejó escapar un grito penetrante antes de ser trinchado salvajemente por los golpes de hacha que llovían sobre su cabeza.

Macro vio claramente el peligro. Si los soldados de la columna no lograban mantenerse unidos, serían arrollados y asesinados uno a uno. Tenía que hacer que el primer carro aminorara la marcha. Profirió una maldición, soltó la embrazadura del escudo y lo arrojó a un lado para que no le estorbara. Por suerte, no había tenido tiempo de buscar unas grebas para las piernas y la armadura de escamas no pesaba tanto como para impedirle echarse una carrera. Envainó la espada y corrió con toda la rapidez de que fue capaz para adelantarse al primer carro, pasando junto a las pesadas ruedas traseras. El vehículo pilló un bache, dio una sacudida y una vasija de aceite de oliva cayó por el costado; a punto estuvo de darle a Macro y se hizo pedazos contra el camino pedregoso. Macro saltó por encima de los fragmentos de cerámica y al llegar a la altura del conductor se agarró al pescante y se dio impulso para subir al estribo. El carretero bajó la mirada asustado, hasta que vio que se trataba de uno de los suyos e hizo restallar nuevamente el látigo.

Macro no perdió el tiempo con más palabras, subió como pudo y le pegó al conductor un puñetazo en el estómago que hizo que se doblara en dos con un resoplido, que soltara el látigo y las riendas y quedara tumbado en el pescante respirando con dificultad. Macro agarró las riendas y tiró de ellas con brusquedad, un tirón que se transmitió a los bocados de los caballos.

—¡So! ¡Vamos, sooo!

Las bestias se detuvieron con unos relinchos asustados y la leve inclinación del camino redujo la velocidad del carro enseguida. Macro hizo que los caballos adoptaran un ritmo constante y entonces se dio media vuelta. Vio a Ático que, allí cerca, seguía esgrimiendo su horca mientras mantenía a raya a dos esclavos. Ahora que la columna se hallaba en campo abierto, Macro tenía una mejor perspectiva de la situación en la que se encontraba. Esparcidos por el campo a ambos lados había unos doscientos o trescientos esclavos. Tras presenciar la caída de tantos de sus compañeros durante los primeros momentos del ataque, los que quedaban se mostraban más cautelosos y se mantenían a cierta distancia de la columna, a la espera de abalanzarse sobre algún rezagado o de cargar contra algún hueco que se abriera entre los carros y los hombres que los defendían.

—¡Ático! —le gritó Macro—. ¡Ven aquí!

Ático arremetió contra los esclavos que tenía más cerca y corrió con mucho cuidado junto al costado del primer carro. Macro se inclinó hacia él, lo agarró de la mano y lo ayudó a subir al pescante.

—Toma, coge las riendas. Mantén una velocidad lenta para que el resto de los carros y los soldados puedan seguir el ritmo. ¿Está claro?

Ático asintió con la cabeza, todavía jadeante tras sus esfuerzos. Tomó las riendas con una mano y con la otra mantuvo bien sujeto el mango de su arma. Macro aguardó un momento para asegurarse de que fuera al paso adecuado, entonces se apeó del carro de un salto y cayó pesadamente al suelo. Se puso de pie de inmediato y desenvainó otra vez la espada.

—¡Duodécima Hispania! ¡No os alejéis de los carros!

Los auxiliares y los voluntarios que habían arrebatado armas a los muertos y heridos formaron un suelto cordón en torno a los carros, y la columna pudo así seguir avanzando por el camino a paso mesurado. Los esclavos se quedaron con ellos, pero se mantuvieron a más de una lanza de distancia a un lado de los vehículos. Algunos de ellos habían empezado a coger piedras y rocas pequeñas del suelo y a arrojárselas a los soldados romanos. El traqueteo sordo e irregular de los proyectiles improvisados acompañó a la columna durante todo el camino que quedaba hasta la villa. Como se había deshecho del escudo, Macro hizo todo lo posible para esquivar las piedras que veía venir, pero aun así una de ellas le dio en el hombro. Algunos de los voluntarios que no llevaban protección no tuvieron tanta suerte y Macro vio que uno de ellos recibía un golpe en la cabeza. El hombre gritó, se llevó la mano a la sien y se apartó del camino tambaleándose. De inmediato, avanzó de un salto a un esclavo armado con un mazo y se lo estrelló en la cabeza, aplastándole el cráneo en una explosión de sangre y sesos.

Pasaron por la villa y continuaron por el camino hacia el cruce con la carretera que llevaba a Gortina. Los esclavos no se separaron de ellos e iban agachándose para coger piedras y rocas que no dejaban de lanzar contra la columna. Por su parte, los auxiliares mantenían los escudos en alto y, cuando la ocasión lo permitía, devolvían los proyectiles. El recorrido de la columna de Macro quedó señalado por los esclavos muertos y heridos, con unos cuantos civiles y soldados entre ellos.

—¿Cuánto tiempo crees que seguirán así? —preguntó Ático a voz en cuello, agachado en el pescante.

—Hasta que se harten —contestó Macro lacónicamente, al tiempo que se agachaba para recoger un escudo de uno de sus soldados que había caído a la cabeza de la columna. Una piedra enorme le había destrozado la rodilla al auxiliar, que se había quedado sentado en el suelo con los dientes apretados. Macro se volvió hacia sus soldados más próximos.

—¡Subidlo a uno de los carros!

En tanto que ellos agarraban al soldado para levantarlo y lo arrastraban, gritando de dolor, hasta la parte trasera del primer carro, Macro alzó el escudo y lo sostuvo en alto para cubrirse. La lluvia de proyectiles amainó y se dio cuenta de que los esclavos empezaban a retroceder. A unos doscientos pasos de distancia, junto a un tramo de pared, había una figura que les gritaba órdenes. A diferencia de los demás, él llevaba una armadura de cuero, muñequeras y un capacete también de cuero. Llevaba una correa en bandolera de la que colgaba una espada. Tras él había varios hombres más, equipados de forma similar. Los esclavos se concentraron en una desordenada multitud delante de él y el hombre continuó dando sus instrucciones. Señaló hacia el camino con gestos pausados y de inmediato un cuerpo de sus seguidores salió corriendo en esa dirección. El resto se dio la vuelta hacia el convoy y retomó el bombardeo con piedras y rocas.

No obstante, esta vez habían elegido un nuevo objetivo. Sus disparos se concentraron en el primer carro.

—¡Van a por los caballos y muías! —gritó Macro—. ¡Cubridlos!

Los soldados se acercaron a los flancos de los animales de tiro que iban en cabeza y los protegieron lo mejor que pudieron. Pero los blancos eran demasiado grandes para fallar y de vez en cuando una de las bestias soltaba un relincho o daba un salto al ser alcanzada. Ático hacía todo lo posible para mantener el control sobre los animales, pero las frecuentes paradas aminoraron mucho el paso de la columna. Macro apretó los dientes con frustración, perfectamente consciente de que el otro grupo de esclavos los había adelantado a todo correr en dirección a la carretera principal, sin duda con algún plan en mente para renovar el ataque. Alzó la vista al cielo y vio que pasaba de mediodía. Si no apretaba el paso, cabía la posibilidad de que al caer la noche siguieran todavía en la carretera de Matala, rodeados por sus atacantes. Si eso ocurría, éstos podrían asaltarlos fácilmente en la oscuridad.

Volvió a mirar al cabecilla de los esclavos. El hombre iba andando al lado de la calzada, a unos cien pasos de distancia del camino, y de vez en cuando se detenía para observar el avance de sus seguidores, que continuaban con su hostigamiento a los carros.

—Las cosas no van a ser a tu manera para siempre, amigo —refunfuñó Macro, quien entonces se volvió para dirigirse a los soldados que lo seguían—. Cuando dé la orden, las primeras tres secciones seguidme. Avanzad con fuerza y rapidez y haciendo todo el ruido que podáis. Preparados…

Macro tensó los músculos mientras avanzaba lentamente por el camino, observando y aguardando a que los esclavos se fueran envalentonando con su ataque. Algunos de ellos, sonriendo con desprecio, se acercaron corriendo a unos tres metros antes de lanzar sus piedras y gruñir insultos contra los auxiliares. Macro esperó hasta que varios de ellos estuvieron cerca, arrojando proyectiles con aire desafiante. Entonces se llenó los pulmones de aire.

—¡Al ataque! —Saltó hacia un lado y empezó a mover las piernas para abalanzarse contra los esclavos—. ¡A por ellos, muchachos! ¡Matadlos a todos!

Con un rugido gutural, sus soldados atacaron a los esclavos y cargaron contra su comandante. Los atacantes más cercanos se dieron media vuelta y huyeron, lo que con las prisas provocó que algunos de ellos chocaran con sus compañeros y dejaran a tres de ellos desparramados sobre la hierba áspera. Macro se detuvo un instante apenas para clavar la hoja de su espada al pasar junto a uno de los esclavos que intentaba ponerse a gatas como podía. La espada se hundió entre los omóplatos del esclavo, que cayó tendido en el suelo en tanto que Macro liberaba la hoja de un tirón y seguía a la carga gritando a voz en cuello. Aun cuando no iban cargados con la armadura como los auxiliares, algunos de los esclavos tenían ya cierta edad y había otros a los que las duras condiciones de trabajo que habían soportado durante años habían minado las fuerzas, y éstos fueron arrollados y asesinados sin piedad cuando intentaban escapar. Macro y sus soldados los persiguieron por el terreno abierto junto al camino, arremetiendo contra cualquier enemigo que se ponía a su alcance.

Por delante de ellos, el cabecilla de los esclavos desenvainó su espada y gritaba a sus seguidores que se dieran media vuelta y lucharan. Los hombres armados que estaban con él se acercaron por ambos lados empuñando las espadas para ofrecer resistencia. Cuando los primeros esclavos alcanzaron su posición, el cabecilla empezó a agruparlos de nuevo. Al verse ante su feroz arenga, se dieron la vuelta para hacer frente a los romanos, formaron una línea tosca y se prepararon para combatir con su surtido de armas. Algunos no llevaban más que las piedras que habían recogido y otros se enfrentaban a los auxiliares con las manos vacías.

Macro se dio cuenta de que las tres secciones habían logrado todo lo que podían conseguir con su ataque repentino. Si seguían adelante quedarían agotados por el esfuerzo de la persecución, y ahora que los esclavos se estaban volviendo contra ellos la ventaja ya estaba perdida. Macro tomó aire, jadeando.

—¡Duodécima, alto! ¡Formad conmigo, muchachos!

Los primeros soldados abandonaron la persecución y se apresuraron a regresar junto a Macro. Hubo unos cuantos exaltados que avanzaron un poco más hasta que vieron que la sólida concentración del enemigo los esperaba. Entonces se detuvieron y se retiraron a una distancia prudencial antes de regresar al trote junto al resto de sus compañeros y formar una línea a ambos lados del centurión.

—¡Daos prisa! —les gritó Macro—. ¡Id lo más rápido que podáis!

Uno de los esclavos gritó un insulto tras los romanos, pero Macro no lo entendió porque el pulso le retumbaba en la cabeza. Se sumaron más voces y al cabo de un momento no se oyeron más que los gritos de desprecio, abucheos y rechiflas de los esclavos que miraban la retirada de los romanos. Macro no pudo evitar una sonrisa irónica mientras retrocedía a un paso constante hacia el resto de la columna. A pesar del escándalo, los esclavos no parecían tener mucha prisa por volver las tornas a los romanos y perseguir—los hasta los carros. Su cabecilla debía de haber tenido la misma sensación al darse cuenta de que la oportunidad de contraatacar se le escapaba de las manos. El hombre llamó a su séquito más inmediato y empezó a avanzar a grandes zancadas por entre las arremolinadas filas de esclavos en dirección a los auxiliares, al tiempo que hacía señas al resto para que lo siguieran. Empezaron a moverse uno a uno y luego todos en masa, acercándose a los romanos, que se hallaban en inferioridad numérica.

—¡Mierda! —masculló Macro de mal talante—. Creí que tardarían un poco más en recuperar la iniciativa.

Echó un vistazo por encima del hombro y vio que la columna había seguido adelante desde que Macro dirigiera el ataque desenfrenado. Ahora ellos se encontraban a la altura del último carro y las demás secciones de la centuria continuaban con sus órdenes de no separarse de los animales que tiraban de los vehículos.

—¡Muy bien, muchachos! —exclamó Macro—. Cuando dé la orden, echad a correr hasta el último carro. Entonces formaremos la retaguardia… ¡Ahora!

Se dieron la vuelta y corrieron los cincuenta pasos de terreno abierto que los separaban de la cola de la columna. Acto seguido los esclavos soltaron un fuerte grito y salieron a la carga, saltando por encima de sus compañeros caídos y dirigiéndose en tropel en persecución de Macro y sus hombres. En cuanto los auxiliares llegaron al último carro, Macro dio media vuelta y presentó su escudo. Los demás se colocaron a ambos lados de él para formar una apretada pared de escudos y se prepararon para recibir el impacto del ataque. El primero de los esclavos arremetió contra el escudo de Macro y golpeó su superficie con un garrote tosco. Al cabo de un instante, todos sus soldados habían entablado combate e iban parando golpes y defendiéndose a cuchilladas mientras cedían terreno, permaneciendo cerca del carro. Macro vio fugazmente al cabecilla de los esclavos a su derecha, batiéndose en duelo con un auxiliar fornido. El esclavo buscaba un hueco entre los escudos para asestar un golpe con su arma, una espada de gladiador delicadamente ornamentada que relucía bajo el sol de la tarde. El auxiliar arremetió y el esclavo se ladeó ágilmente, tras lo cual dio una estocada al soldado que por poco no le alcanza en la cara, pues la punta del arma rebotó en una de las orejeras del casco. El esclavo alzó la mirada y por un instante la cruzó con la de Macro.

Macro tuvo la seguridad de haber percibido un atisbo de reconocimiento en los ojos de aquel hombre.

Entonces el esclavo acometió a su oponente de las tropas auxiliares con una furiosa serie de golpes que lo lanzaron contra el lado del carro. El soldado se dio cuenta del peligro cuando ya era demasiado tarde, y el disco de madera maciza de la rueda lo hizo caer y lo arrolló, aplastándole la cadera y rompiéndole la espina dorsal, dejándolo con cara de sorpresa. El soldado abrió y cerró la boca, agitó los brazos inútilmente y empezó a morir desesperado de dolor.

La desigualdad de la refriega se hizo notar una vez más cuando por detrás del carro el suelo quedó cubierto de esclavos abatidos y sólo tres soldados auxiliares. El cabecilla de los esclavos ordenó a sus hombres que se retiraran, por lo que pusieron fin a la persecución de los romanos y se quedaron allí, jadeantes, fulminando con la mirada a la columna que avanzaba retumbando por el camino hacia la carretera de Cortina.

Macro aguardó hasta que se hubo abierto un hueco de unos cien pasos entre ellos, entonces envainó la espada y re—corrió la columna a grandes zancadas para ver cómo estaban sus hombres y comprobar las condiciones de caballos y mu—las. Las rocas y piedras habían infligido numerosas heridas de poca importancia tanto a soldados como a bestias, pero todos continuaban avanzando a un ritmo constante por el camino.

—¡Ya estamos cerca de la calzada, muchachos! —exclamó Macro alegremente—. Esos cabrones han aprendido la lección. No molestarán mucho más a la Duodécima Hispania.

Se precipitó al decirlo. En cuanto se hubo abierto un espacio seguro entre los carros y los esclavos, el cabecilla hizo avanzar a sus hombres de nuevo y mantuvieron la distancia con la columna romana. Macro los observó con recelo, pero al ver que no amagaban con acercarse, se contentó con saber que cada paso que daban los llevaba más cerca de la seguridad de Matala. Ahora que pensaba en ello, tuvo la sensación de que había muchas posibilidades de que, después de todo, su columna llegara a su destino y la gente de Matala pudiera alimentarse al menos unos cuantos días más de las reservas apiladas en los carros.

—¡Señor!

Macro se dio la vuelta hacia la voz y vio a uno de sus soldados situado en una ligera elevación del camino por delante de la columna. Agitaba la lanza en el aire para atraer la atención de Macro.

—¿Qué ocurre?

El primer carro se detuvo al llegar a la cuesta, Ático se puso de pie en el pescante y miró el camino que tenía por delante. Macro avanzó a paso ligero junto a los demás carros.

—¿A qué viene esto? ¿Por qué coño te paras?

—¡Mira! —Ático extendió el brazo.

Cuando Macro llegó a la altura del carro que iba en cabeza, miró en la dirección que le indicaba Ático. Desde el terreno más elevado vio el cruce con la carretera de Cortina que se encontraba a apenas unos cien pasos por delante, allí donde el camino se había elevado para que coincidiera con el nivel de la calzada. En esa intersección estaban los esclavos a los que habían enviado por delante para que cortaran el paso a la columna. Habían arrancado algunas losas de la calzada. Con ellas y algunos árboles talados a toda prisa, habían construido una tosca barricada. Macro calculó que habría allí más de doscientos hombres esperándoles, además de otros doscientos que iban detrás de los carros. Una trampa ingeniosa, admitió atribulado. La barricada no les proporcionaría mucha protección frente a los auxiliares de Macro, pero sí evitaría que los carros pudieran seguir avanzando si no se despejaba antes el camino. El hecho de que el camino fuera peraltado hacía imposible que los carros rodearan la barricada. Si lo hacían volcarían en la pendiente. La elección era sencilla. Macro tendría que abandonar los carros y retirarse hacia Matala con las manos vacías o continuar el avance a pesar de los que defendían el obstáculo e intentar abrirse camino a la fuerza, en tanto que los de detrás atacaban la retaguardia de la columna. Si la columna quedaba atrapada, Macro y sus hombres se verían rodeados y caerían muertos uno a uno.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ático—. ¿Y bien, Macro?

—¡Mierda! —masculló Macro—. Seguimos adelante. Tomaremos la barricada, la quitaremos de en medio y nos abriremos paso a la fuerza. La comida tiene que llegar a Matala. ¡Adelante!

Ático respiró hondo y dio un suave tirón a las riendas. Su carro avanzó con una sacudida. Los demás lo siguieron Iras una breve pausa y los auxiliares continuaron marchando pesadamente con los escudos bien pegados al costado.

Al aproximarse a la barricada Macro vio que los esclavos se preparaban a defenderla con denuedo. Las lanzas toscamente labradas y las horcas descendieron y se dispusieron a recibir a los romanos. Algunos esclavos recogían más piedras para lanzarlas contra los soldados y los caballos que se acercaban. Macro miró por encima del hombro y vio que el otro grupo de esclavos ya había apretado el paso para alcanzar al convoy. La lucha iba a ser enconada, reflexionó, y aumentaban las probabilidades de que no pudiera llevar los carros, la comida y a sus soldados de regreso a Matala. No obstante, no había forma de evitarlo, pensó con resignación. La única ruta hacia la seguridad pasaba a través de la barricada. Hundió un poco el cuello, empuñó firmemente la espada y marchó con paso resuelto hacia el enemigo.

De pronto, los esclavos situados a la izquierda de su línea dieron la espalda a los carros que se aproximaban y se pusieron a mirar camino abajo en dirección a Matala. Al cabo de un instante, algunos de ellos empezaron a retroceder y entonces hubo uno que soltó las armas y empezó a correr en diagonal por el campo alejándose de la carretera y dirigiéndose al olivar más próximo. El pánico se extendió por la línea y, antes de que los romanos llegaran siquiera a la barricada, el último de los esclavos había huido.

—¿Qué demonios pasa ahora? —Macro se volvió a mirar hacia la carretera y los carros se detuvieron.

En cuanto se acalló el retumbo de las ruedas y el crujido de las botas, Macro oyó un sonido nuevo, el lejano estrépito de unos cascos de caballos que traqueteaban por la carretera. Por una curva del camino apareció el primero de los jinetes, los cuales llevaban túnicas rojas y cascos galos y estimulaban a sus monturas a seguir adelante. Iban armados con lanzas y unos escudos que colgaban a su espalda, salvo el jinete que iba a la cabeza de la columna. Él llevaba una armadura de escamas y un casco de centurión cuyo penacho se agitaba hacia atrás mientras conducía a sus hombres hacia el cruce.

—¡Son de los nuestros! —exclamó Macro con una sonrisa radiante—. ¡De los nuestros!

Por detrás de los carros, el segundo grupo de esclavos empezó a esfumarse. Excepto el cabecilla y sus compañeros. El hombre se quedó un momento mirando a los jinetes que se aproximaban y luego volvió la vista hacia los carros. Al ver a Macro alzó la espada parodiando el saludo de un gladiador y a continuación se dio media vuelta y siguió al resto de esclavos que corrían para ponerse a salvo entre los olivos.

Macro volvió a centrar su atención en los jinetes que se acercaban y que redujeron el paso al trote y se aproximaron a la barricada. El jefe detuvo su montura e hizo que rodeara el obstáculo para acercarse a los carros del otro lado.

—Centurión Macro —dijo una voz conocida—. ¿Qué demonios te traes entre manos?

—¡Cato! —Macro se echó a reír—. Gracias a los dioses. ¿Qué diablos haces aquí?

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