El gran viaje del obelisco

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El obelisco de Paris es el monumento egipcio más importante de Europa, el más antiguo de la capital francesa (siglo XIII a.C.) y de sobras conocido por todo el mundo. Robert solé nos introducirá en la apasionante aventura del viaje de este obelisco desde Egipto hasta Paris.

Cuando en 1830 fue ofrecido a Francia, se puso en marcha un gran proyecto con tres grandes vertientes: en primer lugar, en el ámbido científico, el traslado de una pieza de estas características, que estuvo lleno problemas, riesgos y accidentes; en segundo lugar, en el ámbito estético, el debate sobre el lugar adecuado para colocar este monumento, y en tercer lugar, en el plano político y diplomático, las relaciones que a raíz de este traslado se establecieron entre Oriente y Occidente.

ANTICIPO:
En agosto de 1828,Jean-Francois Champollion llega a Egipto a la cabeza de una misión franco-toscana. Seis años después de su descubrimiento, va a verificar sobre el terreno la validez de su método y a estudiar uno a uno los monumentos faraónicos. El descifrador de los jeroglíficos pisa por fin la tierra que le apasiona desde su infancia y que le ha llevado a la gloria.

Su primera preocupación al desembarcar en Alejandría es examinar las dos agujas de Cleopatra, situadas en las afueras de la ciudad moderna. Para llegar hasta ellas hay que montar en burro y franquear dunas de arena y una multitud de montículos formados por escombros que recubren los restos de los edificios griegos y romanos de la antigua Alejandría. Es una guarida de lagartos, serpientes, insectos venenosos y perros errabundos de roncos ladridos que parecen chacales» detalla en una carta a su hermano mayor. «Al fin llegué a los obeliscos, situados frente al muro del nuevo recinto que los separa del mar, que está a pocas toesas de distancia. De estos monumentos, que son dos, uno aún permanece en pie y el otro yace tumbado desde hace muchísimo tiempo. Los dos son de granito rosa, como los de Roma, y más o menos del mismo tono; miden alrededor de sesenta pies de altura, incluido el piramidión.»

Un rápido examen de los jeroglíficos grabados en ellos le confirma que estos monolitos no merecen su nombre: son muy anteriores a Cleopatra. Fue Tutmosis III, quince siglos antes de Jesucristo, quien los mandó erigir ante el templo del Sol en Heliópolis y, más tarde, otros dos faraones de la XVIII dinastía añadieron su sello. Los ptolomeos se habían limitado a transportarlos a Alejandría, trece siglos después, para consagrarlos a un nuevo santuario.

Champollion copia y hace dibujar las inscripciones aún visibles. Mohammed Ali, que le recibe en el palacio de Ras el-Tine, dice estar interesado en esos textos. Por eso que no quede: a partir del día siguiente se le proporcionará una traducción en turco, gracias a la amable colaboración del canciller del consulado… Francia, le escribe el descifrador a su hermano, debería llevarse sin tardanza la aguja que aún permanece en pie y que les han ofrecido, pues teme que se les escape.

Poco después se enterará de que Inglaterra ha renunciado, al menos temporalmente, a llevarse «su» obelisco. La operación costaría demasiado, según un oficial de marina británico que ha ido a inspeccionar el lugar: para transportar el monolito hasta el mar habría que construir una carretera especia] y su coste ascendería a unos trescientos mil francos.

Acompañado por sus colaboradores, Champollion remonta el Nilo visitando cada emplazamiento arqueológico. Su barco le conduce hasta Tebas y, una vez allí, queda admirado ante los dos obeliscos del templo de Luxor, que él califica aún de palacio. «Un palacio inmenso, precedido por dos obeliscos de casi ochenta pies, de un solo bloque de granito rosa, de un trabajo exquisito, acompañados por cuatro colosos del mismo material y de unos treinta pies de altura, ya que están enterrados hasta el pecho. Pertenecen a la época de Ramsés el Grande.»

Le gustan tanto que le hacen olvidar las agujas de Cleopatra. «Estoy seguro —confía a su hermano— de que al ingeniero inglés se le ocurrió la idea de una carretera de trescientos mil francos para quitarle de la cabeza a su gobierno, y de paso al de Francia, esos pobres obeliscos de Alejandría; dan pena después de haber visto los de Tebas. (…) Es uno de los obeliscos de Luxor lo que hay que llevar a París; no hay nada mejor, aparte de tenerlos los dos.»

Treinta años antes, la belleza de esos monolitos no había escapado a los jóvenes ingenieros que acompañaban a Bonaparte por Egipto. Éstos habían observado que los dos obeliscos no son exactamente del mismo tamaño, pero que esta diferencia no se nota gracias a un doble artificio: el más pequeño se encuentra sobre un zócalo un poco más alto, y está un poco más adelantado. El efecto óptico es perfecto.

En cada cara están grabadas tres columnas de jeroglíficos. Las figuras, simplemente esculpidas en las partes laterales, en la columna central están talladas a una profundidad de quince centímetros. Con un cuidado extremo, Champollion copia estas inscripciones, corrigiendo y completando los dibujos efectuados por los sabios de Bonaparte (que no sabían leer egipcio) tras haber hecho retirar la base de los monumentos. Lamentablemente, ni la cara este del obelisco de la derecha ni la cara oeste del obelisco de la izquierda son visibles: para acceder a ellas habría que derribar varias casas.

Basándose en la gramática aún imperfecta que ha elaborado, Champollion lee lo siguiente: «El Señor del mundo. Sol guardián de la verdad (o justicia), aprobado por Phré, mandó ejecutar este edificio en honor de su padre Amón-Ra, y le ha erigido estos dos grandes obeliscos de piedra, delante del Rameseo de la ciudad de Amón». El sabio describe de manera muy viva lo que ve. Por ejemplo, en la cara norte del obelisco de la derecha: «El dios de Tebas, Amón-Ra, está sentado en su trono; dos largas plumas adornan su tocado; sostiene en la mano derecha su cetro habitual y en la mano izquierda la cruz con asa, símbolo de la vida divina. Frente a él, Ramsés II está arrodillado; su cabeza está adornada con el tocado del dios Ptah—Sokaris, coronado por el globo alado, y da como ofrenda al dios Amón-Ra dos recipientes de vino…".

Los obeliscos fueron erigidos a principios del reinado de Ramsés II, que duró desde 1279 hasta 1213 antes de Cristo. Tienen, por tanto, más de treinta siglos… Champollion atribuye por error a dos reyes diferentes («Ramsés II y Ramsés III Sesostris») los cartuchos que figuran en ellos. En realidad, todas las inscripciones se refieren a Ramsés II, cuyo nombre aparece a veces completo (Usima—re Setp—en—re) y a veces abreviado (Usi—ma—re). En cuanto a «Sesostris», es un nombre de leyenda, nacido de una antigua confusión entre dos grandes faraones, Sesostris I y Ramsés II. Este error volverá a encontrarse en numerosos escritos: en Francia, a lo largo del siglo XIX, muchas veces se habla del «obelisco de Sesostris»…

* * *

Champollion presiona a su hermano para que interceda con el gobierno, ya que «es una cuestión de honor nacional» tener uno de los dos obeliscos de Luxor. «Insiste en ello —le escribe—, y encuentra un ministro que quiera inmortalizar su nombre adornando París con semejante maravilla: trescientos mil francos serían suficientes.»

Pregunta inquietante: ¿por qué este sabio, que se erige en defensor del patrimonio egipcio, quiere despojar un templo tan magnífico? ¿Acaso no hará, al final de su viaje, recomendaciones muy severas a Mohammed Alí para que no se saque «bajo ningún pretexto ninguna piedra ni ladrillo, sea adornada con esculturas, sea sin esculpir, de las construcciones y de los monumentos antiguos existentes aún» en diversos lugares de Egipto? Luxor figura en su lista con todas las letras.

Hay que decir que Champollion no confía en absoluto en Mohammed Alí: «En el fondo es un hombre excelente, que no pretende sino sacar el máximo dinero posible del pobre Egipto —escribe con ironía al término de su viaje—. Como sabe que los antiguos representaban esta región con una vaca, la ordeña y la exprime de la mañana a la noche, esperando que reviente, lo que no tardará mucho en ocurrir». Charles Lenormant, que le acompaña en este periplo, se mostrará todavía más severo: «Méhémet Alí ha quemado galerías, templos, obras de arte en aras de la industria. Para construir tan bellas fabricas se requería piedra caliza, y en lugar de ir a buscarla a dos lugares de la montaña le ha parecido más sencillo cogerla de los monumentos…».

Digamos en su descargo que Champolion no forma parte de estos extranjeros que saquean alegremente el patrimonio egipcio con fines mercantiles. Su preocupación es poner las piezas antiguas a cubierto, permitir que los expertos las estudien y el público europeo las admire. Está muy orgulloso de haber podido comprar allí mismo, a pesar de su muy ajustado presupuesto el suntuoso sarcófago de Zeher (vendido por Mahmoud bey el ministro de la Guerra de Mohammed Alí…), así como la preciosa estatua de Karomama. Confiesa incluso haberse «atrevido en interés del arte, a llevar una sierra profana a la más reciente de todas las tumbas reales de Tebas para separar el magnifico bajorrelieve de Seo I, que destina, igual que el resto, al museo egipcio del Louvre del que ha sido nombrado conservador. Poner los obeliscos de Luxor «ante los ojos de Francia» permitiría, según él, «ilustrar el gusto del público», que no está acostumbrado a ver, en las ciudades francesas, mas que «decoraciones de saloncito». Porque «una única columna de Karnak es ella sola más monumento que las cuatro fachadas del patio del Louvre».

Al año siguiente, en un informe oficial, añadirá un argumento más político, con intención de adular el orgullo nacional— «El extranjero recorre nuestra capital sin hallar en ella, en ninguna parte, un solo monumento que recuerde, aunque sea de manera indirecta, nuestra asombrosa campaña de Egipto (…) Ninguna clase de monumento es más adecuada para perpetuar la memoria de esta gran expedición que uno o varios obeliscos egipcios transportados a la capital de Francia,." Ahora bien, según él, la aguja de Alejandría en absoluto satisface el objetivo propuesto— «1° En primer lugar, este obelisco es muy inferior en proporciones a la mayoría de los de Roma. 2° Está muy gastado en la base, y al menos dos de sus caras están tan corroídas por el aire salino del mar que todas las esculturas han desaparecido de ellas casi por completo

Por ultimo, embarcarlos ofrece dificultades mayores, en realidad, que las de los obeliscos de Tebas, que son infinitamente preferibles": Estos últimos, «por sí solos, adornarían una capital». Son «extraordinarios por la belleza del material, la magnitud de sus proporciones, la riqueza de las esculturas que los recubren, el pulido de sus caras y su admirable estado de conservación».

¿Cómo resistirse a semejante alegato?

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