← La cámara de ámbar Los crímenes del mosaico → El halcón del mar mayo 09, 2005 Sin opiniones Rafael Sabatini Género : Aventuras El halcón del mar es una historia de traiciones entre hermanos, en la que el sentido del honor y el de la amistad cobran especial importancia. A través de las aventuras de su protagonista, Oliver Tressilian, convertido a su pesar en uno de los piratas más temidos y respetados del Mediterráneo después de sobreponerse a muchas penalidades. Sabatini despliega todos su talento en la recreación de la vida en el norte de África en el siglo XVI, en la narración de apasionantes combates navales, en la caracterización de unos personajes que cobran vida ante los ojos del lector y en la construcción de una emocionante trama que atrapa al lector en su vorágine de acción. Publicada originalmente en 1915 y popularizada por la versión cinematográfica protagonizada por Errol Flyn en 1940, esta novela es uno de los clásicos imperecederos de la novela de aventuras. Las impactantes ilustraciones de Ballestar añaden interés a una historia apasionante. ANTICIPO: Los corsarios pusieron sus manos en Lionel. Éste hizo una vana tentativa por luchar, pero se observó que la mujer que estaba a su lado se inclinaba para decirle algo rápidamente. En el acto cesó en su resistencia y se dejó arrastrar al lugar en que mejor podían observarlo todos. -¿Lo quieres para el remo, Alí? -gritó Ayoub-elSamin desde el extremo del cuarto. Aquella broma hizo reír a todo el mundo. -¿Para qué, sino? -replicó Alí-. No obstante, he de comprarlo barato. -¿Barato? -pregúntó el dalal fingiendo sorpresa-. De ninguna manera. Es un muchacho apuesto y joven. ¿Qué querrás dar? ¿Cien felipes? -¿Cien felipes? -exclamó despectivamente Alí-. ¿Cien felipes por ese saco de huesos? ¡Ma´sh Allah! ¡Mi precio, oh, dalal, es cinco felipes! La multitud prorrumpió en otro coro de carcajadas, pero el dalal se irguió con mayor dignidad.Algunas de aquellas carcajadas parecían ser un insulto personal para él y no era persona que se resignara a soportar las burlas. -Eso es una broma, señor -dijo con tono indulgente, aunque desdeñoso-. Mira cuán vigoro es. -Hizo seña a uno de los corsarios, que se apresuró a quitar el jubón a Lionel, dejándolo desnudo hasta la cintura, gracias a lo cual pudieron verse un físico y un vigor que nadie antes habría sospechado. Avergonzado e irritado por aquella indignidad, Lionel se libró de las manos de sus guardianes, hasta que uno de los corsarios dio un ligero golpe con un látigo para evitar que continuara en su rebeledía-. Vedlo ahora -dijo el dalal señalando su torso desnudo-, y fijaos en lo sólido que es. Mirad qué magnífica dentadura tiene -añadió apoderándose de la cabeza de Lionel y obligándole a abrir la boca. -Sí -replicó Alí-; pero ten en cuenta esos flacos tobillos y los brazos propios de una mujer. -Esos defectos los remediará el remo -insistió el dalal. -¡Perros asquerosos! -exclamó Lionel, sollozando de rabia. -Está insultándonos y maldiciéndonos en su lengua -observó Alí-. Ya ves que su carácter no es bueno. He dicho cinco felipes. No deseo aumentar el precio. El dalal se encogió de hombros y empezó a dar la vuelta, seguido por Lionel y los corsarios. Algunos espectadores se levantaron para examinarlo, mas no parecían dispuestos a adquirirlo. -Cinco felipes es un precio disparatado por este joven franco -protestaba el dalal-. ¿No habrá ningún verdadero creyenta que quiera pagar diez a cambio de tan buen esclavo? ¿No quieres, Ayoub? Y tú, Hamed, ¿quieres dar diez felipes? Los aludidos menearon la cabeza en señal negativa. La expresión del rostro de Lionel era ominosa y todods sabían ya muy bien que los esclavos de aquel tipo siempre daban disgustos. Además, sus músculos eran demasiado débiles, de manera que aun por cinco felipes era caro. El dalal, desilusionado, volvió al lado de Alí. -Es tuyo por cinco felipes -le djo-. Alá perdone tu avaricia. Alí sonrió y sus hombres se apoderaron de Lionel para llevarlo a segundo término, donde se hallaban ya los dos nubios. Antes de que Alí pudiera solicitar que se pusieran en ventas otros esclavos, un jadío alto de cierta edad, vestido con un jubón negro y calcetas, como si fuese caballero castellano, gorguera en el cuello, gorro con plumas sobre sus cabellos grises y un puñal de gran tamaño con empuñadura de oro, llamó la atención del dalal. Entre los cautivos se hallaban también los esclavos capturados en expediciones menores llevadas a cabo por Biskaine, y uno de ellos era una muchacha andaluza, que tendría veinte años y contaba con la belleza propia de aquella región de España. Su rostro tenía la cálida palidez del marfil, su cabello abundante era negro como el ébano, las cejas de igual color y finamente dibujadas, y en cuenato a los ojos eran muy grandes, bellos y de color castaño oscuro. Vestía un traje sencillo y gracioso, propio de las campesinas de su país, que dejaba al descubierto su hermoso cuello. Estaba muy pálida y sus ojos tenían una mirada extraviada, aunque nada de eso disminuía su belleza. Había llamado la atención del judío, y no es imposible que despertara en él el deseo de vengarse por más de un motivo: los perjuicios y los tormentos sufridos, las propiedades confiscadas, las prohibiciones y expulsiones sufridas por las gentes de su propia raza a manos de los hombres de la raza de ella. Quizá le hizo pensar en los guetos invadidos, en las doncellas judías violadas, en los niños judíos asesinados en el nombre de aquel Dios que adoraban los cristianos españoles, puesto que sus ojos la miraron rabia, y extendió la mano para señalarla con displicencia. -Por esa moza castellana doy cincuenta felipes. El dalal hizo una seña y los corsarios obligaron a avanzar a la joven, a pesar de su resistencia. -Tanta belleza no puede comprarse por cincuenta felipes, oh, Ibrahim -dijo el vendedor-; Yusuf, aquí presente, pagará por lo menos sesenta -añadió mirando esperanzado al moro. -Alá sabe -replicó éste, meneando la cabeza- que ya tengo tres esposas, y que en una hora destruirían la belleza de esa muchacha, con lo cual saldría perdiendo. El dalal siguió adelante, seguido por la joven, aunque ésta se resistía a cada paso que daba, insultando cruelmente en castellano a sus aprehensores. Clavó las uñas en el brazo de uno y escupió en la cra de otro corsario. Rosamund la miraba, compadeciéndose de ella. Mas us conducta impresionó de distinta manera a un turco levantino, que enderezó y dijo: -Doy sesenta felipes por el goce de amestrar a esa gatita salvaje. Ibrahim no se dejó acobardar. Ofreció setenta felipes, pero el turco pujó a ochenta; de manera que el judío ofreció noventa. Entonces hubo una pausa. -¿Vas a dejarte vencer, y por un israelita? -dijo el dalal al turco-. ¿Habrá de pertenecer esa hermosa doncella a un pervertidor de las Escrituras, a un heredero del fuego, a uno que pertenece a una raza que no se desprendería a favor de un hermano ni siquiera por valor de un hueso de dátil? Eso sería una vergüenza para un verdadero creyente. Así estimulado, el turco ofreció cinco felipes más, pero con evidente mal humor. El judío, por su parte, sin hacer caso de aquella parrafada contra él por haberla oído muchas veces en el curso de sus tratos comerciales, sacó una pesada bolsa del cinto. -Aquí van felipes -anunció-. Es demasiado, pero los ofrezco. Antes de que la piadosa y seductora lengua del dalal pudiese alentarle a pujar, el turco se sentó, abandonando la empresa. -Se la ceda -dijo. -Así es tuy,a Ibrahim, por cien felipes. El israelita entregó la bolsa a uno de los ayudantes del dalal y se adelantó a recibir a la muchacha. Los corsarios la empujaron hacia él, aunque todavía se resistía, y los brazos del judío la rodearon por un instante con ademán de posesión. -Cara me has costado, hija de España -dijo-. Pero esoty contento. Ven. Y se dispuso a llevársela. De pronto, sin embargo, feroz como un grito de dolor, él aflojó sus brazos y en aquel momento, rápida como el rayo, la joven se apoderó del puñal que de un modo tentador se le ofrecía al alcance. -¡Dios me valga! -exclamó ella, y antes de que nadie pudiese impedírselo, se hundió la acerada hoja en su hermoso pecho y cayó de rodillas riendo y tosiendo a los pies del judío. Al cabo, se estremeció y quedó completamente inmóvil, mientras Ibrahim la observaba anonadado en el silencio que reinaba en el mercado y el rumor de asombro que siguió después. Rosamund se había incorporado y un leve rubor cubrió sus pálidas mejillas, al tiempo que sus ojos se encendían levemente. Dios le había mostrado el camino mediante aquella pobre muchacha española, y seguro que Dios le facilitaría los medios llegado el momento. De pronto se sintió enardecida, animada. La muerte pondría punto y final de un solo golpe a sus sufrimientos, sería una vía de escape al horror que se cernía sobre ella, y Dios en su misericordia justificaría el suicidio en circunstancias como las sufridas por la pobre andaluza y por ella. Por último, Ibrahim salió de su momentáneo estupor. Volviéndose al impasible dalal gritó: -¡Está muerta! He sido defraudado. Devuélveme mi oro. -¿Crees que podemos devolver el precio de todos los esclavos que se mueran? -le preguntó el dalal. -Aún no me había sido entregada -replicó enojado el judío-. Mis manos no la habían tocado todavía. Devuélveme mi oro. -¡Mientes, hijo de asno! -contestó el dalal sin apasionarse-. Ya era tuya. Yo te había tribuido y, puesto que te pertenece, llévatela. -¡Cómo! -exclamó el judío congestionado, y al parecer dispuesto a luchar-. ¿Voy a perder cien felipes? -Lo que estaba escrito, escrito está -replicó el dalal muy sereno. -No creo que estuviese escrito que… -¡Paz! -contestó el dalal-. Si no hubiese estado escrito, no habría sucedido. Es la voluntad de Alá. ¿Quién se atreve a rebelarse contra ella? Entre la multitud se levantó un fuerte murmullo. -Quiero mis cien felipes -insistió el judío, lo cual fue causa de que el murmullo se convirtiese en rugido. -¿Oyes? -preguntó el dalal-. Alá te perdone por alterar la paz de este mercado. Vete antes de que te suceda algo desagradable. -¡Fuera! ¡Fuera! -rugía la multitud. algunos avanzaron amenazadores hacia el desdichado Ibrahim-. ¡Vete, cerdo! ¡Fuera! Tan amenazadora era la actitud de la gente, que Ibrahim perdió el ánimo y se olvidó del quebrante que acababa de sufrir. -Me voy -dijo, volviéndose presuroso para alejarse. Pero el dalal le llamó, diciéndole: -Haz el favor de llevarte tu propiedad -Y señaló el cadáver. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »