El Hijo de la Perdición

Londres, 1981. Las trece familias de los Illuminati se reúnen en secreto con el objetivo de establecer un nuevo orden mundial.
En 2021, cuarenta años después, tres hermanos –Jason, Adrian y Nick de Vere, respectivamente magnate de los medios de comunicación, presidente de la Unión Europea y arqueólogo– sobresalen en el reino de los humanos.
Son tiempos convulsos: la Tercera Guerra Mundial acaba de terminar, mientras se planea la inminente firma de un tratado de desnuclearización entre Rusia, la Liga Árabe e Israel.
Paralelamente, las Fuerzas de Paz de la ONU ocupan el templo Moria y las fronteras israelíes. Pronto el Templo de Jerusalén será reconstruido en el cuadrante norte. Pero entonces el Arca de la Alianza es descubierta, y el Hijo de la Perdición se prepara para gobernar…
Wendy Alec nació en Londres y creció en Sudáfrica. Tras años trabajando en el mundo de la publicidad, en 1995 decidió montar, junto a su marido, GOD TV, el primer canal de televisión europeo de corte cristiano. Desde entonces, ha compaginado su labor como empresaria y directora de cadena con la creación de un proyecto narrativo de fantasía épica de gran alcance, llamado Crónicas de Hermanos, que se ha convertido en un fenómeno de culto en Internet. A día de hoy, la serie, que gira entorno a los tres arcángeles Miguel, Gabriel y Lucifer, consta de siete entregas. Lleva vendidos más de 250.000 ejemplares y ha sido comparada con «El señor de los anillos». El Hijo de la Perdición es el primer título traducido al español. Completan la saga: The fall of Lucifer, Messiah – The First Judgement, A Pale Horse, End of Days, War of the Ages y Lake of Fire. Los derechos cinematográficos han sido vendidos a una importante productora.

ANTICIPO:

Las secuelas

Jason
Diciembre de 2021
Yate de comunicaciones de la VOX
Puerto de Nueva York

Aquélla era la cuarta campaña de lanzamiento que realizaba el ilustre grupo de comunicación VOX sólo en lo que llevaban de semana.
Y la más fastuosa.
Pese a las temperaturas bajo cero, en Nueva York había ga­nas de fiesta y también las tenía Jason De Vere, presidente y pro­pietario del multimillonario conglomerado mediático VOX.
La Tercera Guerra Mundial había terminado hacía catorce meses, después del ataque nuclear a Moscú por parte de Occi­dente, y las innumerables corporaciones multinacionales con sede en Manhattan volvían a salir a la superficie. La amenaza permanente de un ataque nuclear en el centro de Nueva York era un recuerdo que se desvanecía deprisa y la cubierta inferior del mayor de los cinco yates corporativos de Jason De Vere es­taba a rebosar, literalmente.
Financieros de Wall Street de mediana edad, propietarios y gestores de fondos de inversión directa, presentadores de televi­sión maduros y agentes del mundo del espectáculo abarrotaban la pista de baile, mezclándose con la creme de la creme de los veinteañeros y treintañeros que constituían la elite de la televi­sión, la moda y la industria editorial, moviéndose todos al com­pás de la música.
Jason De Vere había llegado en helicóptero hacía diez minu­tos. No era habitual que se presentara en actos como aquél y los colaboradores con los que trabajaba personalmente atribuían su asistencia a la presencia de cinco inversores multimillonarios de Pekín que participaban en la última aventura comercial de Jason.
Era su triunfo más reciente, el lanzamiento en China de las múltiples cadenas de televisión y productoras de cine de la
vox.
A los cuarenta y cuatro años, Jason De Vere todavía era gua­po y fornido, pero empezaba a vérsele envejecido. Su rostro bronceado estaba surcado de arrugas y sus cabellos, que llevaba muy cortos, ya adquirían tonalidades plateadas.
Y su estado de ánimo, en aquel momento, tampoco era jo­vial.
Se encontraba abrazado a una rubia excesivamente broncea­da, atrapado en medio de la pista de baile, moviéndose torpe­mente al son de la música con un vaso de whisky en la mano.
Miró a su alrededor. Qué jóvenes eran todos, pensó. Estaban más cerca de la edad de su hija Lily que de la suya. ¿Qué había sido del tiempo? ¿Adonde había ido? La clon rubia, presentado­ra de los premios musicales de la VOX de aquel año, lo atrajo hacia sí, entrelazando las manos detrás de su nuca, con lo cual impedía que Jason apurara el último trago de su siempre presen­te vaso de whisky.
De Vere puso los ojos en blanco en gesto de frustración, des­pués de tratar de encontrar en vano a una de sus secretarias eje­cutivas.
—Maldita sea la necesidad de una relaciones públicas —mur­muró.
La nueva y más joven de ellas, una elegante belleza asiática recientemente trasladada a la oficina de la VOX en Nueva York desde la corresponsalía de Singapur, estaba enfrascada en una
viva conversación con los clientes de Pekín.
Desesperado, echó un vistazo a la sala buscando a su secreta-
ría personal, una mujer de toda su confianza que llevaba dieci­nueve años trabajando para él, la señora Jontil Purvis, nacida en Charleston, Carolina del Sur, hacía cincuenta y siete años.
Jontil era la sal de la tierra y una empleada absolutamente in­dispensable para Jason. Había empezado a trabajar en la VOX en los mismísimos inicios y había vivido los primeros años difí­ciles y caóticos de la empresa.
Durante las dos décadas anteriores, se había implicado en la agotadora tarea de hacer que todos los aspectos de la brutal e implacable existencia de Jason De Vere fueran manejables.
Jontil se había ocupado de sus complejas fusiones de miles de millones de dólares, había organizado la hospitalización de Lily De Vere después del accidente y la terapia que realizó a continuación y, recientemente, se había implicado en la resolu­ción de los desagradables detalles del agrio divorcio de Jason y Julia, ampliamente publicitado.
Durante la separación, que había durado un año, Jontil Pur­vis había tratado a Jason con desdén. Adoraba a Julia St Cartier y así había sido desde que conociera a la joven y alegre esposa periodista de Jason hacía ya diecinueve años. Entre las dos mu­jeres se había forjado una profunda amistad y Jontil Purvis era muy leal. También era una devota baptista que creía en la santi­dad del matrimonio. Y creía en Jason y Julia.
Y, además, estaba Nick, su hermano pequeño. Jason frunció el entrecejo. Jontil Purvis no tenía intención de facilitarle las co­sas a Jason De Vere, eso lo sabía. Pero era ella la que recibía las llamadas de Nick y se reservaba sus opiniones para sí misma. Ja­son confiaba por completo en Jontil Purvis. Y Jason De Vere confiaba en muy pocas personas.
Finalmente, distinguió su pelo rubio perfectamente cardado y peinado. Estaba en un rincón de la sala con su omnipresente Blackberry y dos notebooks en su mano izquierda. El traje de seda lila que vestía realzaba su aire de matrona y, como siempre, se la veía serena y tranquila.
—¡Purvis! —le gritó Jason, volviéndose hacia ella. Jontil le­vantó los ojos a la llamada, miró a la rubia y a Jason de arriba abajo, asintió y desapareció.
Al cabo de una décima de segundo, una morena alta y flaca corrió a liberar a Jason del ardiente abrazo de la rubia. Luego, lo guió por el salón y encendió una pantalla con un mando a dis­tancia. En la pantalla apareció la cara de un hombre.
—Jason… —Le agarró el brazo con fuerza, desbordada por la emoción—. ¡Jason! —Movió la pantalla hacia él—. Matt está en línea, desde Teherán. Se trata de tu hermano. Tenemos la ex­clusiva. Ultimas noticias. Finalmente, se ha fijado una fecha para
el acuerdo de paz. Será un éxito, Jason.
—Me tomas el pelo, ¿verdad, Maxie? —Jason frunció el en­trecejo—. Éste es el plan de rescate de Purvis.
Ella lo miró con aire inexpresivo y Jason entornó los ojos. —El Acuerdo Ishtar —dijo y la asió por el brazo con tanta
fuerza que la mujer reculó de dolor.
—Israel, Irak, Irán, Rusia —asintió Maxie vigorosamente. —El tratado de paz de la Tercera Guerra Mundial… ¿Estás
segura?
Jason se sacó la Blackberry del cinturón y pasó los mensajes
hasta que encontró uno con la marca A.D.V.
Abrió el texto que le habían mandado hacía una hora. «Irán se ha rendido. Acuerdo de paz 7 de enero. Tu EXCLU­SIVA.»
—¡Maldita sea! —Jason apartó a Maxie de un empujón. —¿Qué ocurre, Matt?
Clavó los ojos en la imagen de Matt Barton, director de la
corresponsalía de Teherán, que aparecía en la pantalla.
—Aquí no queda prácticamente nada, jefe. Teherán es la única ciudad que sigue en pie. Mashad, Tabriz… han quedado reducidas a cenizas, habían sido ataques nucleares directos, pero los iraníes han sido más tercos que el demonio. Hasta que llegó el hermano de usted. Aceptaron la derrota hace aproximada­mente una hora. Es una noticia confirmada —asintió Matt—. Se ha fijado la fecha del acuerdo para que coincida con la inaugura­ción de la sede de las Naciones Unidas en Babilonia. Dentro de
tres semanas.
—¿En Babilonia? ¿No en Damasco? —Jason arqueó las ce­jas—. Qué interesante.
Matt frunció el ceño. —¿Y qué hay de Israel?
—Inflexible, como siempre. Dejaré que sea Melanie quien le haga el resumen.
Melanie Kelly, la jefe de corresponsales de la VOX en Orien­te Próximo, ocupó la pantalla.
—Israel está dispuesto a desnuclearizarse, señor. Lo sabe­mos seguro.
—¿Hasta qué punto lo sabemos seguro? —Seguro del todo, oh gran magnate, pero dicen los rumores que su hermano, que es un genio, ha conseguido que Israel fir­me unos preacuerdos ligados a unas importantes concesiones que, lamento decirlo, sólo él conoce. Ya sabe lo cauteloso que es… Al parecer, lo que han firmado es como un acuerdo prenup­cial. En cualquier caso, confíe en mí. Irán va a aceptarlo e Israel
lo aceptará la semana próxima. Estaremos en antena dentro de diez minutos.
Jontil Purvis puso la mano en el brazo de Jason con gesto tranquilo.
—La central de VOX está en línea, señor. Lo esperan abajo. Jason apagó el pequeño televisor y luego se abrió paso por la atestada sala de baile y el bar hasta las escaleras de caracol que llevaban a la cubierta inferior, que era la zona de los ejecutivos. Al llegar ante una puerta forrada de cuero, se detuvo. —Lily —le dijo al sistema. —Verificación de la palma de la mano. Jason levantó la mano, la puso ante el lector y, al cabo de un segundo, la puerta se abrió. Se acercó a la gran hilera de televiso­res que llenaba una de las paredes de la cubierta.
El controlador de la transmisión pulsó un botón y la emiso­ra de la VOX en Manhattan apareció en el aire.
Jason vio a docenas de jóvenes productores, recién salidos de la escuela de periodismo, entrando y saliendo de la transmi­sión con cedés de vídeo en la mano y gritando instrucciones por el teléfono móvil. Un chico de veinticinco años, con el broncea­do típico de la Costa Oeste y el pelo largo y con mechas, apare­ció en la pantalla.
—Hola, jefe. Vamos a conectar en directo con su hermano
en cualquier momento.
—Más volumen. —Jason lanzó la chaqueta al lujoso sofá de
cuero y se subió las mangas de la camisa despacio, sin apartar los ojos de los rótulos que pasaban por la parte inferior de la pan­talla.
Jontil Purvis se quedó en el umbral mirando a su jefe atenta­mente. Llevaba veinte años en el negocio y todavía se emociona­ba cuando conseguía una entrevista en exclusiva y en directo. Jason De Vere se encontraba en su elemento.
Jason miró mientras Nueva York se conectaba. —Diez, conexión, nueve… —Jason, tenemos China…
—¿Dónde está Al Jazira? —gritó Jason ante el micrófono.
—Al Jazira acaba de conectar, Jason…
Entró un ejecutivo delgado y con aire de haber estudiado en
una universidad elitista. Parecía alborozado.
—Todo el mundo está desesperado por divulgar el vídeo:
Reuters, Associated Press, la CNN, la ABC.
—Nosotros ganamos dinero —murmuró Jason—. Bien, que
estén desesperados está bien. —¿Y la BBC?
—Ahora conectaremos con Londres y enlazaremos con
Mel, en Teherán.
Melanie Kelly, corresponsal en Oriente Próximo, visible en
dos de las pantallas de vista previa, se llevó la mano al auricular.
—Clay está terminando de poner el micro al presidente. Es­taremos listos dentro de ocho.
Jason miró alborozado a Melanie en la pantalla del televisor.
Junto a ella estaba Adrián De Vere, que acababa de jurar el
cargo como presidente de la Unión Europea.
—Decidle hola a mi hermano pequeño —murmuró ante el
micrófono.
—Lo haremos, jefe.
Jason no podía apartar los ojos del televisor. En la pantalla de la vista previa, Adrián sonrió y levantó la mano en señal de
reconocimiento.
—Pregúntale si Israel ya está en el saco.
Adrián asintió y levantó el pulgar en señal de triunfo.
Jason sacudió la cabeza, sonrió y extendió la mano hacia Jontil Purvis. Esta le había preparado un whisky y se lo dio. Ja­son lo cogió, bebió un trago y se concentró en el presentador de las noticias de Nueva York, que retransmitía desde los estudios de la VOX en Manhattan.
—Tenemos noticias de que, hace una hora, en Teherán, se
ha fijado una fecha para la firma del tratado de paz más frágil de
la historia del Occidente, el acuerdo de paz que pondrá fin a la
Tercera Guerra Mundial, el Acuerdo Ishtar para Oriente Pró­ximo.
Jason se sentó en el sofá sin apartar los ojos de la pantalla.
—Lo firmarán los principales contendientes de la guerra nu­clear más sangrienta de la historia, la guerra ruso-panárabe-israelí: Irak, Irán, Siria, Turquía y Egipto, así como Rusia, Israel, Estados Unidos y la Unión Europea.
»Ahora cedemos la palabra a Melanie Kelly, jefa de corres­ponsales de la VOX en Oriente Próximo, que nos habla en di­recto desde Teherán.
La cámara enfocó un primer plano de la rubia y delgada Me­lanie Kelly.
—Aquí, conmigo en Teherán, se encuentra el principal ne­gociador del acuerdo en representación de las Naciones Unidas y nombrado recientemente presidente del superestado europeo. Con sólo treinta y nueve años de edad, muchos lo comparan con John E Kennedy. Con ustedes, Adrián De Vere.
La cámara enfocó a Adrián De Vere y Jason se puso en pie, alborozado.
—Este es un día histórico para Oriente Próximo…
Adrián esbozó una radiante sonrisa con su acostumbrada expresión serena y relajada.
—… y para el mundo.
Jason estudió a su hermano. El rostro de Adrián tenía unas proporciones perfectas para la cámara. Era un rostro fuerte, cin­celado, de pómulos altos. Casi hermoso. Su aspecto era urbano, refinado. Tenía un pelo negro azulado que le rozaba el cuello de un traje de corte perfecto y lucía su habitual bronceado cari­beño.
Jason frunció el entrecejo.
Los dientes de su hermano se veían distintos, de un esmalte perfecto y más blanco. Sin lugar a dudas, aquello se debía a la in­fluencia de Julia. La empresa de relaciones públicas que acababa de crear había conseguido dos clientes famosos en menos de dos semanas, el equipo nacional de fútbol de Inglaterra y Adrián De Vere, recién nombrado presidente de la Unión Europea. Jason arrugó la frente. Después de veinte años de matrimonio, se en­orgullecía del hecho de que, hasta el divorcio, se había resistido tercamente a los intentos de Julia para que cambiara de estilo. Aun así, tenía que admitir que, gracias a los esfuerzos de Julia De Vere, Adrián era ahora el epítome de un astro cinemato­gráfico.
—Tanto Oriente como Occidente han anhelado que llegue el día en que podamos estar tranquilos sabiendo que nuestras familias y las generaciones futuras no tendrán que sufrir más la amenaza de una guerra nuclear, de terroristas suicidas, de rehe­nes que terminan asesinados. —Adrián dudó unos instantes—. Los hijos de Oriente y los hijos de Occidente ya no morirán más en combate.
Jason sacudió la cabeza. Había que reconocerlo: en toda la historia de la televisión, ningún político, presentador o estrella de cine había logrado nunca una conexión personal tan intensa con los telespectadores.
Era instantánea. Era hipnótica. Era claramente cautivadora y le salía sin esfuerzo.
Adrián De Vere era la niña de los ojos del público televiden­te internacional. Durante las dos legislaturas en que había sido primer ministro británico había ocurrido lo mismo. Daba lo mismo que los espectadores fuesen iraquíes, sirios, alemanes, in­gleses, americanos, chinos o franceses. Todos lo consideraban su padre, su hijo, su hermano, su vecino, su amigo… Jason sacudió la cabeza con incredulidad. Era quien ellos querían que fuese.
Bebió otro largo trago y apuró el whisky. De repente, se fijó en el titular de la sección de negocios del New York Times. Rezaba: «En 2021, el Producto Interior Bruto en Europa doblará el de Estados Unidos.»
—Hermanito… Hermanito mío —murmuró con los ojos fi­jos en la pantalla—. Eres el hombre más poderoso de Occidente.
Nick
Diciembre de 2021 Soho, Londres
Nick De Vere se recostó en el sillón rojo de piel de cocodri­lo. Era atractivo, casi guapo, con unos inteligentes ojos grises, una nariz aguileña y unos pómulos altos. Sus hermosos cabe­llos, aclarados por el sol, le rozaban el cuello de la chaqueta de cuero.
Bebió un trago de su café, disfrutando de la elegancia de la interminable clientela de ejecutivos de A & R, productores de de discos, artistas y los habituales aspirantes a estrellas del rock que se arremolinaban alrededor de la barra del bar.

El Soho. Londres de noche.

La ciudad había recuperado su ambiente tras el final de la Tercera Guerra Mundial.
Londres había vivido bajo la amenaza de la aniquilación nu­clear por parte de Irán y Rusia durante ocho interminables me­ses. El almacén de armas nucleares de Aldermaston, a menos de cincuenta kilómetros de la ciudad, y la base de submarinos nu­cleares de Faslane, en Escocia, habían sido arrasados por el equi­valente ruso de una mini bomba nuclear B61-11. En cuanto a Manchester y Glasgow… Nick suspiró.
Todo el mundo estaba muy nervioso esperando la ratificación del Acuerdo Ishtar pero, teniéndolo todo en cuenta, la semana anterior los teatros habían reabierto al público e innumerables agencias de creación de contenidos, sellos discográficos, estudios de posproducción y de grabación funcionaban ya a pleno rendi­miento.
En el barrio del Soho, era como si no hubiese sucedido nada.
Nick se apartó un mechón de flequillo rebelde que siempre le caía sobre sus ojos grises y observó el restaurante de la planta baja. Su innato sentido de arqueólogo se había puesto en mar­cha. El hotel boutique había sido construido a partir de dos ca­sas señoriales del barrio del Soho, antaño ocupadas por el MI5. Tenía cine privado y azotea ajardinada. Los taburetes de la barra eran de época y combinaban cuero y metal. Las paredes estaban cubiertas de tejido adamascado.
Observó las caras de la entrada en busca de Klaus von Hausen. De momento, no había ni rastro del delgado y elegante ex­perto en antigüedades. Von Hausen, fiel a su herencia germana, era muy quisquilloso con la puntualidad y el detalle. Era el conservador más joven del departamento de Oriente Próximo del Museo Británico y supervisaba la mayor colección del mundo de antigüedades asirias, babilonias y sumerias. Por teléfono, Klaus se había mostrado desacostumbradamente cauteloso. Cuando tomaran algo juntos, Nick averiguaría qué le ocurría. Cerró los ojos. En su expresión había una rara tranquilidad. No había rastro de los entrometidos paparazzi británicos que lo acosaban permanentemente. Hoy les había dado el esquinazo. Cuatro años atrás, cuando tenía veinticuatro, Nick De Vere, bri­llante arqueólogo, heredero de las dinastías financieras y petrole­ras y también icono de la cultura pop londinense, había sido nombrado sex symbol del año, agasajado por todas las revistas de la prensa rosa de Occidente. Observó la hilera de televisores col­gados sobre la barra de cuero granate del bar. Todos mostraban el familiar logo de la VOX en el ángulo superior derecho.
La VOX. La monolítica empresa de comunicaciones valo­rada en miles de millones de su hermano mayor. Nick suspiró. Jason, pensó.
Jason no le había perdonado nunca el accidente.
Dejó la taza de café y la cambió por el vaso de cerveza John
Smith que tenía a su izquierda.
En realidad, él tampoco se perdonaría nunca a sí mismo. Lily De Vere, la hija de siete años de Jason, había quedado in­válida para siempre. Julia, como si fuera la hermana mayor que no había tenido nunca, lo perdonó al instante. Pero Jason, no.
Jason no había vuelto a hablar con él desde ese día. El joven y rico playboy había ahogado sus penas y una parte importante de su desmesurado fondo fiduciario en una serie de exclusivos clu­bes privados desde Londres a Roma, pasando por Montecarlo.
Sus devaneos habían salido en las portadas del News of the World y del Sun, para vergüenza de su padre, desesperación de su madre y auténtico horror de su hermano mayor.
Su padre, James De Vere, estrictamente aferrado a las tradi­ciones, había descubierto su aventura con Klaus von Hausen y había congelado el fondo fiduciario de Nick antes de sufrir un ataque cardíaco mortal.
Y ahora Nick tenía el sida. Una noche como muchas: el sexo, la heroína, la adrenalina de salir a ligar. Nick De Vere agonizaba.
—¡Eh! —Alguien con un leve acento alemán se entrometió en sus ensueños.
Klaus hundió su alto y magro cuerpo en el otro sillón de piel de cocodrilo, enfrente de Nick. Su relación había sido intensa, pero de breve duración. Sin embargo, seguían siendo íntimos.
—Hola —murmuró Nick—. Me alegro de verte.
—No puedo quedarme mucho rato. —Klaus consultó su re­loj—. Tengo que hacer las maletas. Me han ascendido. Nick arqueó las cejas.
—Una excavación clasificada en Oriente Próximo. —Klaus acercó el sillón al de Nick—. Han descubierto un antiguo obje­to histórico de importancia internacional. Mira, Nick, no sé de qué se trata —añadió bajando la voz—, pero es algo extraordi­nario, eso seguro. El MI6 y la Interpol están implicados. —Frun­ció el entrecejo—. Hoy han venido al museo. Y está involucra­do el Vaticano.
—¿Y no sabes dónde? —quiso saber Nick.
—En Irak, Siria o Israel. —Klaus sacudió la cabeza—. Los orígenes de la civilización. Sé cómo trabajan. El lugar será secre­to hasta mi llegada a él.
Los ojos de Klaus brillaron de emoción.
—Nada de móviles, ni ordenadores portátiles. No podré co­municarme con nadie hasta que regrese a suelo británico.
—Y eso, ¿cuándo será?
—Estaré allí el tiempo que sea necesario. —Hizo una seña a una camarera y le pidió un café—. Y tú, ¿cuándo te marchas
a Egipto?
—Mañana —respondió Nick—. Haré noche en Alejandría y
luego me reuniré con St Cartier en el monasterio.
—Ah, Lawrence St Cartier. —Klaus arqueó las cejas—. El
enigma…
Se volvió hacia la hilera de televisores que había sobre la barra. —Parece que tu hermano ha logrado sentar a los iraníes a la mesa de negociación. Ha salido en todos los noticiarios.
Nick miró las seis pantallas. En todas aparecían las atractivas
facciones angulares de Adrián De Vere.
—Gracias a Dios. Me alegro mucho por Adrián —murmuró
Nick.
Klaus posó la mano con suavidad en el frágil antebrazo de Nick.
—¿Sigue pagándote la medicación?
—La medicación, las clínicas, mis apartamentos en Monte- cario, Londres, Los Ángeles, el Ferrari… Me ha salvado la vida. Literalmente. Esta semana me llegará el dinero jordano y vol­veré a ser económicamente independiente. Dios mío —Nick sacudió la cabeza—, papá nos odiaba a ti y a mí. Odiaba nues­tra relación.
—Son cosas del pasado, Nicholas —dijo Klaus con dulzu­ra—. Lo que tenemos que conseguir es que te pongas fuerte. Ya sabes que puedes contar conmigo para todo lo que necesites.
—Gracias, Klaus. —Nick esbozó una débil sonrisa—. Siem­pre has sido el mejor.
—¿Cómo está la princesa, la jordana? —Las cosas van bien —respondió en voz baja.
—¿En serio?
—Completamente en serio —respondió Nick tras beber un
trago de su cerveza. —¿Y Jason?
—Ya conoces a Jason. —Nick se encogió de hombros—. Yo no existo.
—Te han dado seis meses de vida. Ni siquiera una llamada telefónica… —Klaus se encogió de hombros, visiblemente dis­gustado—. Es él quien tiene el problema.
Volvió a fijarse en las pantallas de televisión. —En Alemania llaman Der Wunderkind a Adrián —aña­dió—. Incluso mi abuela en Hamburgo. Lo que ocurrió en Ber­lín fue tan horrible… —Se interrumpió y sacudió la cabeza con tristeza.
—¡Eh, suban el volumen! —gritó un ejecutivo de A&R mal
afeitado y con un reluciente traje negro que le quedaba muy ajustado.
Nick lo miró intrigado y en el restaurante se hizo el silencio.
Todos los ojos estaban clavados en Adrián De Vere, ex pri­mer ministro británico.
—Por primera vez en la historia del mundo desde Hiroshi­ma, grandes ciudades han sufrido la destrucción total de un ata­que nuclear.
La voz de Adrián era muy tranquila aunque sonaba firme.
—Moscú, San Petersburgo, Novosibirsk, Damasco, Tel
Aviv, Mashad, Tabriz, Alepo, Ankara, Riad, Haifa, Los Angeles,
Chicago, Colorado Springs, Glasgow, Manchester, Berlín… La lista es interminable.
Dudó unos instantes.
—Ciudades enteras han quedado borradas de la faz de la tie­rra. Comunidades, familias, padres, madres, hijos, hijas. Sus cuerpos han quedado reducidos a cenizas.
Adrián miró directamente a la cámara y en el restaurante se hizo el silencio.
—El mes próximo, se firmará en Babilonia un pacto entre Rusia, los países árabes, las Naciones Unidas, la Unión Euro­pea e Israel. Un pacto de desarme nuclear que tendrá una vi­gencia de cuarenta años. La primera fase, el Acuerdo Ishtar, que durará siete años, se firmará en Babilonia. Es mi aspiración per­sonal más ferviente. Con esto quiero decir que estoy decidido…
—Hizo una pausa—. Permítanme que lo repita, estoy deci­dido…
Sus ojos brillaron con gran pasión e intensidad.

compra en casa del libro Compra en Amazon El Hijo de la Perdición
Interplanetaria

Sin opiniones

Escribe un comentario

No comment posted yet.

Leave a Comment

 

↑ RETOUR EN HAUT ↑