El Hijo de la Profecia. Sieteaguas III

Hija de un amor prohibido entre Niamh y el druida Ciarán, la tímida y solitaria Fainne ha crecido en el exilio, lejos de Sieteaguas. Tras la desaparición de su madre, ha sido educada por su padre, que le transmite todos sus conocimientos de magia. La tranquila vida de Fainne cambiará de rumbo cuando su abuela, la malvada y retorcida Lady Oonagh, la obligue a llevar a cabo una terrible misión. La enviará a la fortaleza de Sieteaguas, de donde procedía Niamh, a vengarse de la familia a la que nunca ha conocido y a destruir a Johnny, el hijo de la profecía. ¿Podrá Fainne sobrevivir a esta batalla de odios tan antiguos y salvar a quienes ama?

Con esta apasionada entrega concluye una fascinante y violenta trilogía de magia céltica que ha cosechado un gran éxito internacional, ha sido traducida a varias lenguas y ha obtenido algunos de los más prestigiosos galardones del género.

ANTICIPO:
Aquel día puse en orden todas mis cosas. Me hice el camastro y doblé la manta. Barrí el suelo de piedra de mi dormitorio, una de las muchas cavidades que se sucedían en la intrincada red de grutas y subterráneos de Honeycomb. Guardé el chal y las pesadas botas en el pequeño baúl de madera que contenía mis pocos efectos personales. La nuestra era una vida simple: trabajo, descanso, comida cuando era estrictamente necesario. No necesitamos gran cosa. En el fondo del baúl, cubierta a medias bajo las prendas invernales, estaba Riona. Riona era una muñeca. Cuando la gente hablaba de mi madre contaba que era bonita y flexible como un joven abedul, y cuánto la quería mi padre. También dijeron que estaba un poco loca, y que todos quedaron conmocionados cuando cumplió aquel gesto terrible. Pero nadie hablaba nunca de su talento, del mismo modo en que por ejemplo se decía que Dan era insuperable con la gaita o Molly tejiendo cestos o que Peg era la mejor cocinera de todo Kerry preparando el paste) de manzana.

Daban a entender que mi madre no había tenido talento alguno, aparte de belleza y locura. Pero las cosas no eran así. Bastaba con echar un vistazo a Riona para comprender que mi madre era una hábil cosedora. Después de todos aquellos años, Riona estaba desmadejada y raída, con los rasgos ya irreconocibles y el vestido zurcido. Pero al principio era compacta y estaba muy bien cosida, con puntos regulares, casi invisibles. Tenía dedos en las manos y en los pies y pestañas bordadas. Tenía largos cabellos de lana, amarillos como la genista, y un vestido de seda rosa sobre unas enaguas de encaje. El collar que llevaba Riona, de tres vueltas alrededor del cuello, era el accesorio más sólido de todos. El cordoncillo estaba compuesto por fibras entrelazadas de un modo tal que lo hacía extremadamente robusto, capaz de resistir fuertes tirones. En él iba enhebrada una pequeña piedra blanca con un agujero en el centro. Yo no jugaba con Riona delante de mi padre. Y ahora ya era demasiado mayor para hacerlo. Habría sido malgastar el tiempo, justo como aquellas locas y peligrosas zambullidas desde las rocas, gestos completamente inútiles.

En el curso de los años, sin embargo, Riona compartió innumerables aventuras conmigo y con Darragh. Exploró profundas cuevas y gargantas escarpadas; amenazó con precipitarse al mar cayendo desde los riscos; fue olvidada sobre la playa poco antes de la marea alta. Vistió coronas de margaritas y capas de piel de conejo. Se había sentado bajo los monolitos, a observarnos como una reina que controla a sus súbditos. Los oscuros ojos bordados parecían leer dentro de mí de un modo a veces desconcertante. Riona no juzgaba, no exactamente. Observaba. Sopesaba todo.

Aquel día sentí un fuerte impulso de mantenerme ocupada, de concentrar la mente en asuntos prácticos— Por eso, cuando la habitación estuvo limpia y en orden, me dirigí al lugar donde teníamos nuestras modestas reservas de provisiones y cogí el pescado que nos había traído la niña, y dos nabos. El pescado ya estaba limpio de escamas y entrañas. Mi padre y yo no éramos gran cosa como cocineros. Comíamos porque era necesario, nada más. Pero aquella mañana tenía un poco de tiempo libre, así que encendí el fuego y lo dejé morir, luego asé los nabos en las brasas y los coloqué sobre el pescado para que se cociera. Cuando estuvo listo le llevé un plato a mi padre, abajo, a la habitación de trabajo. Pero la puerta estaba cerrada por dentro. En el interior de aquella gruta de techo abovedado no oí su voz cantando rítmicamente o pronunciando fórmulas. El único sonido audible era el estridente graznar de un pájaro. Eso significaba que Fiacha había vuelto. Me sentí amilanada, ya que experimentaba una profunda aversión hacia su presencia. El cuervo iba y venía a su antojo, y cuando se quedaba dentro de casa siempre me miraba fijamente con aquellos ojos pequeños y brillantes, que parecían inspeccionarme de pies a cabeza y manifestarme su escaso aprecio. Luego, de vez en cuando, desaparecía de improvisto, sin tampoco pedir permiso. Quizá traía mensajes. Mi padre nunca me decía nada. De Fiacha no me gustaba ni su agudo pico ni aquel amenazador centelleo en sus ojos. Una vez, cuando era pequeña, me dio un picotazo, y me hizo mucho daño. Mi padre dijo que había sido un accidente, pero yo nunca estuve completamente segura.

Dejé la comida en la puerta. Una de nuestras reglas tácitas establecía que cuando se encontraba una puerta cerrada no había que tratar de traspasarla. Algunas ramas de la magia tenían que ser practicadas en soledad, y mi padre siempre trataba de profundizar y ampliar sus conocimientos. Para un extraño es hasta demasiado fácil juzgarnos de un modo equivocado, ver una amenaza en lo que hacemos sencillamente porque no conoce nuestro mundo. Aquellos como nosotros no son siempre bienvenidos, no en todos los rincones de Erin, y eso es así porque la gente cuenta historias que una mitad está compuesta por verdades y la otra por una mezcla de miedos y supersticiones. No al azar mi padre se había establecido en aquel rincón remoto y solitario de Kerry. Allí las personas eran de voluntad simple, y confiaban la propia subsistencia al mar y al tiempo; vivían en un mundo donde el lujo de las habladurías y los prejuicios no tenían lugar. Ellos habían aceptado a mi padre y a mi madre como a dos simples nuevos habitantes de la bahía, dos personas tranquilas y amables que era mejor dejar en paz. Y además todos sabían que una aldea con un brujo propio era el lugar más seguro donde vivir. Mi padre dio demostración de ello cuando un verano, justo después de su asentamiento en Kerry, llegaron los vikingos. Se contaban sus razias a lo largo de toda la costa: las matanzas brutales, las violaciones, los incendios y el secuestro de mujeres y niños; otras historias relataban en cambio que desembarcaron de sus grandes barcos y se establecieron en la costa, requisando chozas y granjas como si tuvieran el derecho de hacerlo. En nuestra bahía, en cambio, no hubo asentamientos vikingos. En eso ya había pensado Ciarán. La gente todavía contaba la historia de los grandes barcos, cuyas proas entalladas aparecieron en el horizonte y se dirigieron a fuerza de remos hacia la orilla con tal rapidez que a nadie le dio tiempo de huir en busca de refugio. Los rayos del sol se reflejaban sobre las hachas y sobre los yelmos de formas extravagantes que portaban aquellos hombres; los innumerables remos se sumergían y hendían el agua, rítmicos y veloces, mientras los pescadores permanecían inmóviles por el terror, viendo la muerte acercarse. Entonces el brujo subió hasta la roca más alta de Honeycomb blandiendo su cayado, lo levantó en el aire y, un instante más tarde, densas nubes borrascosas se agruparon al oeste y las olas aumentaron hasta formar grandes murallas de espuma que se estrellaban contra la orilla. Los grandes barcos empezaron a cabecear y a balancearse, y la ordenada fila de remos acabó en la más total confusión. En pocos instantes el cielo se volvió plomizo y el mar hirviente, y entonces la gente observó con ojos sorprendidos cómo, una tras otra, las embarcaciones de los vikingos cedían, se partían y acababan hechas pedazos. Más tarde, los niños encontraron en la orilla extraordinarios objetos de formas extravagantes. Un brazalete con efigies de serpientes y perros, hábilmente repujado. Un collar compuesto por una pequeña y afilada hacha enhebrada en un hilo metálico ensortijado. Una escudilla de bronce. El asta de un remo, de apreciable factura. El cadáver de un hombre de piel clara y de largo pelo trenzado del color del trigo en Lugnasad. Esa es la razón por la que en nuestra bahía nunca hubo aldeas vikingas. Después de aquel episodio, mi padre fue reverenciado y protegido, un hombre que no habría podido hacerles daño. Cuando mi madre murió, ellos se unieron a su dolor. Eso a pesar de que siempre había sido mantenido aparte.

Durante todo aquel largo día mi padre permaneció en su habitación de trabajo con la puerta cerrada. Cuando por fin salió para coger el plato y comer con aire despistado, sin tampoco percatarse de que mientras tanto la comida se había enfriado, su aspecto era pálido y consumido. Sentado junto a lo que quedaba del pequeño fuego que yo había encendido para cocinar, mordisqueó el pescado ya helado sin decir una palabra. Fiacha lo había seguido, y se había posado sobre un saliente rocoso por encima de él, mirándome fijamente. Yo le devolví al pájaro la siniestra mirada.

—Será mejor que te vayas a dormir, hijita —dijo mi padre entre violentos accesos de tos—. Esta noche no soy una compañía agradable.

—Padre, estás enfermo. —Lo miraba alarmada mientras luchaba por volver a respirar—. Necesitas ayuda. Un curandero, al menos.

—Tonterías. —Su expresión era feroz—. No es nada grave. Vamos, ahora a la cama. Se me pasará enseguida. No es nada Pero ni siquiera logró convencerme un poco.

—Papá, te lo ruego, dime qué es lo que pasa.

Soltó una risotada breve, un sonido privado de toda alegría.

—No sabría por dónde empezar. Y ahora basta. Estoy cansado. Buenas noches, Fainne.

Así fui despedida. Lo dejé allí inmóvil, los ojos fijos sobre el resplandor del fuego moribundo. Mientras me dirigía a mi habitación, el sonido de su tos profunda me siguió, retumbando en las cuevas subterráneas.

Ella llegó una mañana de finales de otoño, mientras mi padre había salido a buscar agua. Al oír su voz llamando desde la entrada, fui a recibirla. Recibíamos bien pocas visitas, y en cambio allí estaba ella: una anciana arrebujada en un montón de chales que arrastraba los pies sin ni siquiera una cesta o una bolsa. Tenía la cara completamente arrugada y los ojos tan hundidos que se hacía difícil identificar el color. Tenía una cabellera blanca y desordenada, y una voz estentórea.

—¡Bueno, espabila, niña! ¿A qué esperas para dejarme entrar? No me digas que no estabais esperándome. ¿A qué está jugando Ciaran?

Pasó por mi lado deprisa, encaminándose a lo largo de la galería que conducía a la habitación de trabajo como si estuviera en su casa. Yo troté tras ella, esperando que mi padre no tardara demasiado. De repente se volvió hacia mí, mucho más rápido que cualquier mujer de su edad, y yo me encontré frente a sus ojos, ojos escrutadores.

—Sabes quién soy, ¿no?

—Sí, abuela —respondí, porque, a pesar de parecer muy distinta de la mujer elegante de mis recuerdos, advertía su magia transpirando por cada uno de sus poros, potente y antigua, y por lo tanto era bien obvio que supiera quién era.

—Uhm. Has crecido, Fainne. —El tono fue verdaderamente poco entusiasta. Me dio la espalda para continuar su ágil avance a lo largo de los oscuros subterráneos de Honeycomb. Se detuvo frente a la gran puerta del laboratorio. Alargó una mano y empujó, pero la puerta no se movió. Construida en sólida encina y enclavada sobre una maciza jamba firmemente asegurada al arco de piedra, aquella puerta solamente se abría tirando del cerrojo de hierro y pronunciando la fórmula apropiada. Que mi padre se había ocupado en hacerme aprender. La vieja probó a empujar de nuevo.

—No puedes entrar —le advertí alarmada—. Mi padre no deja entrar a nadie. Sólo entra él, y a veces yo. Tendrás que esperar.

—¿Esperar? —Dibujó una sonrisa y arqueó las cejas. Aquella expresión produjo un efecto horrible en su cara de anciana. Sus OJOS me perforaron como si quisieran descubrir cada uno de mis secretos—. ¿Tu padre te ha enseñado el truco de salir de una habitación dejándola cerrada por dentro?

Asentí, y la expresión se me entristeció.

—¿Y de cómo abrir una puerta como ésta?

—Ni se te ocurra pedirme que te la abra yo —contesté, mientras la voz se me encendía de pura cólera frente a tanta temeridad. Sentí que el rubor subía a mis mejillas, y supe que las pequeñas llamas que también vio Darragh aquella vez empezaban a crepitar en las puntas de mis cabellos—. Si mi padre quiere que esté cerrada, entonces estará cerrada. No la abriré.

—Claro, porque no eres capaz de hacerlo. —Ahora se estaba burlando.

—No pienso abrirla, te lo repito.

Estalló en carcajadas, carcajadas sonoras de chica joven.

—Entonces tendré que hacerlo sola, ¿no es así? —continuó con ligereza, y levantó una mano nudosa y deformada en dirección a las macizas tablas de encina. Un simple chasquido de dedos y una vivida línea de llamas apareció en todo el perímetro de la puerta, a lo largo de la jamba. Empezaron a elevarse volutas de humo, y yo tosí. Por un instante ya no vi nada. Se oyó como un sonido de chasquidos y un crujido. El humo se desvaneció. Ahora la gran puerta estaba entreabierta, la superficie tiznada y cubierta de burbujas, los pesados cerrojos colgaban inertes en el punto en que habían sido arrancados de la madera requemada.

Me quedé en el umbral y observé mientras la anciana avanzaba tres pasos y entraba en la habitación secreta de mi padre.

—Esto no le va a gustar —declaré entre dientes.

—No se enterará —replicó ella en un tono helado—. Ciarán se ha ido. No volverás a verle hasta que tú y yo hayamos acabado aquí, niña. Y eso no ocurrirá antes del final del próximo verano. Para él, sencillamente, no le es posible quedarse, no conmigo aquí. No existe un lugar en el que ambos podamos estar a la vez. Pero mejor así. Nosotras dos, Fainne, tenemos un montón de trabajo por hacer.

Me quedé petrificada, el corazón casi desgarrado por la insólita noticia recibida. ¿Cómo podía haberme hecho esto, mi padre? ¿Adonde se había ido? ¿Cómo podía dejarme sola con aquella anciana horrorosa?

Ahora ella estaba de pie frente al espejo de bronce, aparentemente contemplándose, porque de un bolsillo de su voluminosa indumentaria había sacado un peine y se afanaba en pasarlo por la enredada mata de pelo. A mi pesar, me acerqué a ella.

—¿Es posible que Ciarán no te haya hablado de mí, hijita? ¿Que no te haya explicado nada? —Miró intensamente su reflejo en el espejo. Yo me puse detrás de ella, como obligada a mirar la brillante superficie por encima de su hombro.

La mujer del espejo me devolvió la mirada. Podría tener dieciséis años, ni uno más. El cabello brillante, más bonito que el mío, se rizaba sobre los hombros como si tuviera vida propia, el color de un cobrizo cálido e intenso. La tez era blanca como la leche, tan pálida que su superficie perlina dejaba entrever las leves huellas azuladas de las venas. Su figura era esbelta pero sinuosa, con todas las curvas en su lugar justo. Era la misma figura en la que intenté transformarme el día en que bajé al campamento. Creía ser hábil pero, en comparación con lo que veía ahora, mis esfuerzos me parecieron patéticos. Aquella mujer tenía un dominio total de las artes mágicas. La miré a los ojos. Eran profundos, oscuros, del color de las moras maduras. Los ojos de mi padre. Mis ojos. La anciana me devolvió la sonrisa en el espejo, curvando los labios rojos y enseñando sus dientes blancos y afilados.

—Como ves —dijo acompañando las palabras con una risa privada de toda jovialidad—, tengo mucho que enseñarte será mejor empezar enseguida. Convertirse en una señora elegante será un verdadero desafío.

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