El Ojo de la Luna.

Querido lector, Tienes en tus manos El Ojo de la Luna. ¿Estás seguro de lo que haces? ¡Muchas almas han perecido en el camino! Tras dieciocho años de asesinatos (y una exagerada cantidad de whisky), es hora de que Kid Bourbon deje de matar. Pero Peto, el monje de Hubal, ahora en posesión del Ojo de la Luna, regresa a Santa Mondega en busca del asesino encapuchado… y no está solo.
Se acerca la noche de Halloween. Héroes tan dispares como Dante y Kacy se ven una vez más envueltos en una violenta espiral de maldad… junto con pandillas de vampiros y algún hombre lobo. Los acompañarán Sánchez, el camarero entrometido, Jessica, el ángel de la muerte, un Lord Oscuro recién llegado… ¡Préparate para un nuevo baño de sangre! 
Tras el fracaso de un atentado a Kid Bourbon, aquellos que lo quieren muerto descubren que las cosas han cambiado: él tiene su propia lista de víctimas. Y esta vez, no dejará escapar a nadie… Esta sangrienta pero estupenda secuela de El libro sin nombre continúa, con el mismo humor negro, la escalofriante historia de matanzas, caos y mentes desquiciadas.

ANTICIPO:

Joel Rockwell no se acordaba de cuándo había estado tan nervioso como ahora. Su trayectoria profesional de guardia de seguridad nocturno del Museo de Arte e Historia de San­ta Mondega había transcurrido sin incidentes, por no decir otra cosa. Su deseo había sido imitar a su padre, Jessie, e in­gresar en el cuerpo de policía, pero no alcanzó el nivel que exigía la academia. En algunos aspectos se sentía aliviado de haber suspendido: el trabajo de policía era mucho más peli­groso, tal como quedó demostrado precisamente tres días an­tes, cuando su padre fue abatido de un disparo por Kid Bour- bon tras el eclipse que tuvo lugar durante el Festival Lunar. De modo que un empleo tranquilo de guardia de seguridad se reveló como una opción más segura. O por lo menos eso ha­bía parecido hasta cinco minutos antes.
La parte más pesada de sus obligaciones nocturnas era la de tener que pasarse el tiempo sentado en la oficina de segu­ridad observando una fila de monitores, los cuales, por regla general, no mostraban que estuviera ocurriendo absoluta­mente nada dentro de las paredes del museo. Además, el uni­forme de color gris que estaba obligado a llevar le provocaba unos picores tremendos; lo más seguro era que lo hubieran usado innumerables empleados mucho antes de que se lo hu­bieran entregado a él el primer día de trabajo, y desde luego no estaba pensado para que uno lo llevara puesto estando sentado. Normalmente, sentirse cómodo con él era la tarea más importante que tenía que realizar durante toda la noche, excepto que lo que acababa de ver en el monitor número tres lo había cambiado todo.
Joel Rockwell no era un hombre imaginativo. Tampoco tenía una inteligencia especial, y la falta de estas dos cualida­des fue lo que terminó por llevarlo al fracaso en la Acade­mia de Policía. Tal como anotó en su informe confidencial uno de sus instructores —un teniente de treinta años y ca­bello entrecano—: «Este tipo es tan tonto que hasta sus compañeros cadetes se han dado cuenta de ello.» Así y todo, poseía cierto tesón y una sinceridad que lo convertían en un testigo certero y un guardia de fiar, aunque sólo fuera por­que carecía de imaginación y de inteligencia para ser otra cosa.
Si la vista no le engañaba, acababa de presenciar un homi­cidio en la pantalla. Al parecer, su colega Carlton Buckley había sido agredido y asesinado mientras deambulaba por la planta situada por debajo del nivel de la calle. Hubiera llama­do a la policía, pero cuando describiese lo que creía haber vis­to sólo conseguiría que se echaran a reír y acaso que lo arres­taran por hacerles perder el tiempo. Así que hizo lo segundo que le pareció mejor y llamó al profesor Bertram Cromwell, uno de los directores del museo.
Tenía el número del profesor registrado en su teléfono móvil, y a pesar de que lo incomodaba un poco molestarlo a aquella hora tan intempestiva, siguió adelante con su plan y lo llamó de todas formas. Cromwell era uno de esos caballe­ros de modales exquisitos que de ningún modo le harían sentirse mal por llamarlo, por muy trivial que fuera el moti­vo.
Con el corazón retumbando en el pecho y el teléfono pe­gado a la oreja a la espera de que Cromwell atendiera la lla­mada, salió de la oficina de seguridad y bajó al nivel inferior para comprobar por sí mismo lo que acababa de ver en la sala egipcia.
Llegó al pie de un tramo de escalera, y justo acababa de doblar a la derecha para tomar un largo pasillo cuando Cromwell contestó por fin. Cosa nada sorprendente, la voz del profesor sonó como la de un hombre al que acaban de des­pertar de un sueño profundo.
—Diga. Al habla Bertram Cromwell. ¿Quién es, por
favor?
—Hola, Bernard, soy Joel Rockwell, del museo.
—Hola, Joel. Por cierto, es Bertram, no Bernard.
—Como sea. Verá, me parece que tenemos un intruso en el museo, pero no estoy seguro del todo, así que se me ha ocurrido llamarlo a usted, ya sabe, antes de hacer venir a la policía y todo el tinglado.
Cromwell pareció despejarse un poco.
—¿De veras? ¿Qué es lo que pasa?
—Pues… le va a parecer una chorrada, pero creo que ha salido una persona de la sala de las momias egipcias.
—Repítelo.
—La sala de las momias. Creo que alguien acaba de salir de esa maldita tumba.
—¿Qué? ¡Eso es imposible! ¿De qué diablos estás ha­blando?
—Sí, ya sé que parece una chorrada. Por eso lo he llama­do a usted primero. Verá, me parece que quienquiera que sea acaba de agredir al otro guardia de seguridad.
—¿Quién está contigo esta noche?
—Carter Bradley.
—¿Te refieres a Carlton Buckley?
—Eso, como sea. No sé muy bien si no será él, que me está gastando una broma o algo así. Pero si no es una broma, la verdad es que tiene un problema grave. Lo que se dice muy grave.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? —El profesor, ya des­pierto del todo, calló unos segundos para ordenar sus ideas y después dijo en voz baja—: ¿Qué es lo que has visto en reali­dad, Joel? Hechos, muchacho, necesito hechos. Perdona que te lo diga, pero lo que dices no tiene mucha lógica que diga­mos, y yo tengo bastante sueño.
Durante la conversación con Cromwell, Joel había segui­do avanzando por el pasillo, ancho y tenuemente iluminado, hasta que, antes de lo que hubiera querido, llegó al final del mismo. Respiró hondo y a continuación giró a mano derecha en dirección a la amplia galería abierta conocida como Salón Lincoln. Entonces fue cuando oyó la música. Alguien estaba tocando una leve melodía al piano, una melodía suave y tris­te, no muy distinta del tema «El solitario» que sonaba al final de la serie de televisión El increíble Hulk que tanto le gusta­ba de pequeño, a finales de los años setenta. Sabía que por allí abajo había un piano, ¿pero quién coño lo estaba tocando? Y además tan jodidamente mal…
—Aguarde un minuto, profesor Crumpler. No se lo va a creer, pero estoy oyendo un piano. Voy a guardarme el telé­fono en el bolsillo un segundo. Si espera un poco, le cuento lo que vea.
Rockwell deslizó el pequeño aparato en el interior del bolsillo frontal de su camisa gris y se sacó la porra del cinto. Seguidamente, entró en el enorme salón para investigar un poco más. El piano se encontraba escondido detrás de una pared de color arena situada a su izquierda y que llegaba has­ta la mitad de la estancia. Todo a lo largo de la misma se veían varios retratos de músicos famosos. Durante unos instantes hizo caso omiso de la música y centró la atención en la sala egipcia que tenía a su derecha, una impresionante exposición permanente denominada «La tumba de la momia». Estaba patas arriba. El suelo estaba cubierto de cristales allí donde habían destrozado la vitrina que protegía los objetos exhibi­dos. Y, mezclada con los cristales, había sangre. Un montón de sangre.
Lo más curioso era que el sarcófago de oro que se hallaba colocado en posición vertical en el centro de la sala estaba abierto. La tapa yacía en el suelo, y los restos momificados de su ocupante habían desaparecido. Rockwell sabía que el pro­fesor Cromwell adoraba aquel tesoro en particular, y que se alteraría muchísimo si su preciada posesión hubiera sido ro­bada o siquiera manipulada. Constituía la pieza central del museo, el objeto más raro y más valioso de toda aquella vas­ta colección. Y ahora había desaparecido la mejor parte de la misma.
Rockwell volvió a pensar en lo que estaba convencido de haber visto en el monitor de la oficina de seguridad, y sacu­dió la cabeza en un gesto de confusión. Desde entonces sólo habían transcurrido unos minutos, pero ya estaba empezan­do a pensar que la agresión sufrida por Buckley había sido producto de su imaginación. Aquello tenía que ser una bro­ma pesada, sin duda. No una bien programada, teniendo en cuenta los homicidios cometidos recientemente en Santa Mondega y sus alrededores —más bien carentes de gusto, en su opinión—, pero una broma de todos modos. ¿Y de qué iba lo del puñetero piano? «¡Aprende a llevar una melodía, quienquiera que seas!», pensó con lo que, incluso para él, era una sobrecogedora falta de seriedad.
Para llegar hasta el piano —el cual, si lo que se rumoreaba era verdad, en cierta época había sido propiedad de un com­positor famoso— iba a tener que maniobrar rodeando el es­tropicio de cristales y sangre y pasar por delante de una esta­tua gigantesca de Aquiles, el héroe de la Grecia clásica, para alcanzar un nicho pequeño que había al otro lado de la larga pared de color arena. Si la memoria no le fallaba, sentado al piano había un maniquí de madera de tamaño natural, vesti­do y caracterizado de modo que se pareciera al afamado compositor que había sido el propietario de dicho instru­mento. «¿Quién era? —reflexionó—. ¿Beethoven? ¿Mozart? ¿Manilow?» El dato no era lo bastante importante para darle demasiadas vueltas, y en cualquier caso no tardó en encontrar la respuesta. Tras dejar atrás la estatua del magnífico, aunque hosco, guerrero griego y doblar el extremo de la pared color arena, vio al maniquí tendido de espaldas en el suelo, un poco alejado del piano, como si lo hubieran arrojado con una fuer­za considerable. Llevaba puesta una chaqueta morada y una camisa blanca, y como remate un pantalón bombacho oscuro y unos zapatos negros de charol. En la solapa izquierda de la chaqueta lucía una placa con un nombre. «Beethoven», decía, pero Rockwell no se fijó en ella al pasar por encima de la fi­gura de madera, así que se quedó sin saber de qué compositor se trataba.
Quedó claro que el que tocaba el piano no era el maniquí.
Era otra cosa. Dio unos cuantos pasos hacia el instrumento, ubicado en el rincón del nicho, para echar un vistazo al músi­co responsable de tan mala interpretación. Cuando por fin estuvo lo bastante cerca, vio una figura sentada frente al pia­no de cola, en la pequeña banqueta de delante, que toquetea­ba las teclas con más entusiasmo que habilidad. Aquella vi­sión le provocó un escalofrío que le bajó por la columna vertebral.
La figura vestía un manto largo y con capucha, de intenso color escarlata. Con la capucha echada sobre la cabeza, dicha prenda se parecía al albornoz que usan los boxeadores cuan­do se dirigen al cuadrilátero. El individuo, cubierto por el manto y con el rostro oculto por la capucha, se movía apasio­nadamente de un lado a otro, agitando la cabeza igual que Stevie Wonder y tocando su melodía tremendamente desafi­nada. No había rastro del colega de Rockwell, Buckley, aun­que, cosa más bien preocupante, había una hilera de salpica­duras de sangre que atravesaba el suelo en dirección a la figura encapuchada que estaba sentada al piano.
Manteniendo cierta distancia, Rockwell decidió interpelar al misterioso pianista con la esperanza de alcanzar a verle la cara. Si no le gustara lo que viera, por lo menos contaba con una ventaja de veinte metros para salir corriendo en el caso de que tuviera que echar mano de la opción de «huir como alma que lleva el diablo».
—¡Eh, usted! —exclamó—. ¿No sabe que está cerrado? ¡No debería estar aquí! Tiene que irse, amigo.
La figura dejó de tocar y sus huesudos dedos temblaron casi de forma imperceptible, suspendidos por encima de las relucientes teclas blancas y negras. Entonces habló:
—¡Si tú la acallas, yo la reanudaré! —graznó una voz he­rrumbrosa bajo la capucha escarlata. A continuación se oyó una fuerte carcajada, y después las manos volvieron a posarse en las teclas y la melodía volvió a sonar.
—¿Qué? Oiga, ¿dónde está Carterton? —voceó Rock­well dando otro paso adelante, al tiempo que asía fuertemen­te la porra con una mano sudorosa.
Una vez más la figura dejó de tocar, y volvió la cabeza para mirarlo directamente. Rockwell, como no se dirigía ha­cia ella precisamente deprisa, no tuvo dificultad alguna para frenar en seco. Siguió un instante de desconcierto durante el cual Rockwell estudió seriamente la posibilidad de mearse en los pantalones.
En el interior de la capucha, la figura tenía sólo media cara. En la sombra que formaba la tela, el aterrorizado guar­dia de seguridad tan sólo logró distinguir algo que parecía en su mayor parte un cráneo amarillo. Todavía llevaba algu­nos horribles colgajos de carne adheridos a las mejillas, la mandíbula y la frente. También había un ojo verde de lo más extraño, pero la cuenca del otro se hallaba vacía, y por lo que parecía, aquel rostro no tenía ni labios ni nariz. Rock­well, asqueado, apartó la vista, y entonces se dio cuenta de que los huesudos dedos que antes aporreaban el piano eran exactamente eso: huesos. Dedos sin nada de piel encima. Ay, Dios…
Antes de que tuviera tiempo para dar media vuelta y echar a correr, la figura encapuchada se levantó de la banque­ta y se irguió en su más de metro ochenta de estatura. Daba la impresión de dominar aquella amplia galería, con sus dedos de hueso apuntados en dirección a Rockwell. Entonces hizo una cosa extraña: agitó una mano en el aire como si estuviera manipulando los hilos de una marioneta invisible. En todo momento, su rostro inexpresivo se las arregló para dar la im­presión de mostrar una sonrisa satisfecha.
Para Rockwell, a pesar de que se encontraba a unos vein­te metros de distancia, aquellas manos huesudas estaban a punto de lanzarse hacia él de un momento a otro. Al girar so­bre sus talones con la intención de salir corriendo de la sala a toda pastilla —joder, no podía ser que aquel muerto fuera ca­paz de esprintar tanto— recibió la segunda conmoción de aquel breve ratito.
El maniquí de Ludwig van Beethoven se había incorpora­do, animado de algún modo por las manos que agitaba la cosa, y ahora estaba justo delante de él, mirándolo fijamente con la expresión vacía de aquellos ojos de vidrio enmarcados por una tupida melena, y con las manos de madera extendidas para aferrarlo por el cuello. El guardia de seguridad, es­tupefacto, intentó golpearlo con su porra, pero el efecto que consiguió fue únicamente un sonoro impacto producido por la cabeza de madera al absorber el golpe, aunque logró asti­llar parte de una oreja. Con un hormigueo en los dedos, Joel tiró la inútil arma, se sacó el móvil del bolsillo de la camisa y se lo acercó al oído, a pesar de que el maniquí cerró las ma­nos en torno a su garganta. Cuando cayó al suelo con el ase­sino de madera encima, estrujándole el cuello y vaciándole el aire de los pulmones, consiguió emitir un breve grito de so­corro por el teléfono, esperando contra toda esperanza que Cromwell lo oyera y de algún modo acudiera a rescatarlo, o por lo menos enviase alguien en su ayuda.
—¡Bernard, por el amor de Dios! ¡Tiene que ayudarme! —dijo con voz ahogada—. ¡Me está atacando el jodido Barry Manilow!
Rockwell no llegó a saber si el profesor le respondió o lo oyó siquiera. Dejó caer el teléfono y peleó hasta con el último gramo de energía que le quedaba para zafarse de su agresor, pero no sirvió de nada. El maniquí era demasiado fuerte, y también impasible a los débiles intentos que hacía él por libe­rarse. Simplemente lo mantuvo aprisionado contra el suelo, con las manos cerradas en torno a su cuello.
Rockwell continuó debatiéndose con desesperación hasta que por fin vio una figura que se erguía sobre él, y entonces se encontró mirando de frente la horrible cara de la momia. Aquel egipcio no muerto necesitaba engullir más carne hu­mana para rellenar su cuerpo putrefacto, y la de Rockwell le iba a ir muy bien para dicho fin.
Durante los diez minutos siguientes, el aterrado guardia de seguridad fue despedazado y devorado por la salvaje cria­tura. Tardó varios minutos en morir en medio de un sufri­miento insoportable. Sólo había tardado tres días en seguir a su padre a la otra vida.
Después de darse un festín con la carne de los dos guar­dias de seguridad muertos, la momia —los restos inmortales y embalsamados del faraón que en otra época fue conocido como Ramsés Gaius— se sintió casi preparada para entrar de nuevo en el mundo de los vivos. Pensaba buscar —en reali­dad, exigir— dos cosas: venganza contra los descendientes de aquellos que la habían tenido tanto tiempo confinada y la re­cuperación de lo que había sido su posesión más preciada mientras gobernó Egipto: el Ojo de la Luna.

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