El pozo de todas las almas

Nacida para ser perfecta, con un cuerpo capaz de hacer que cualquiera entregue su alma sólo por poseerlo. Literalmente. Criada sin más alegrías que sus clases de lucha. Creyéndose maldita. Con un alma humana cuyo dolor no entiende. Alimentada a través de la carne. Diseñada para ser el segundo ser más poderoso del mundo aunque ella misma piense que su vida no vale nada.
Y cuando se acerca la noche de su cincuenta y cinco cumpleaños, la mayoría de edad para los suyos, descubre una antigua venganza que no está completa. Se da cuenta de que es un importante peón en una guerra que lleva siglos fraguándose. Y eso la lleva a dudar de lo que siempre ha creído ser.
Cazarrecompensas, de madre asesinada y padre ejecutado, transgresora y sarcástica, protegida por el único nosferatu al que no desea estacar con sus tacones… Por sus venas corre la sangre demoníaca más seductora y peligrosa. Así como el potencial para acceder al poder del pozo de todas las almas.

ANTICIPO:

Habían abierto una discoteca no demasiado lejos de mi casa y me ape­tecía probarla. Así que me duché intentando alejar los problemas del día de mi cabeza. Después me enfundé mis viejas botas, unos vaqueros y una camiseta azul claro de tirantes, y salí de casa. Como siempre que iba a un garito nuevo, el portero, una especie de armario 4×4 con cara de pocos amigos, se quedó mirando mi DNI con desconfianza.
—¿Dieciocho? ¿Seguro?
Reconocí que tenía motivos para sentirse escéptico: mi carné era fal­so. Pero había pagado lo suficiente por él como para que nadie que no fuese un experto pudiera verificarlo.
—Claro.
Lo miré desde el fondo de mis largas pestañas con la actitud más an­gelical que mis ojos azules, mis facciones de adolescente y mi melena rubia por los hombros pudieron darme. Y sabía que eso lo exasperaría aún más. Debería ser lo suficientemente madura como para no disfrutar de estas situaciones, pero no podía evitarlo. Había tenido un día malo y sabía apreciar una pequeña diversión cuando me la ofrecían. ¿Que aparentaba menos de dieciséis? Si tú supieras…
—Ya —murmuró mientras escudriñaba mi DNI. Como si éste pu­diera decirle que yo era lo que parecía, una baby con un carné falso. Por más que las curvas que ceñían mi ajustada camiseta no estuvieran de acuerdo.
Me mordí el labio en actitud insegura, y conseguí no reírme cuando no le quedó más remedio que dejarme entrar, pese a estar convencido de que le estaba dando el pego. Chico listo. Reprimí el impulso de soltar una risita de colegiala al pasar por su lado. Tampoco era cuestión de excederse.
Nada más cruzar la puerta, mi cuerpo vibró con el sonido de la música. La discoteca estaba llena. Quizás pudiera desconectar un rato antes de comenzar a trabajar. Había tenido un día frustrante.
Sorteando gente sobre mis tacones de siete centímetros (junto con el pintalabios, mi única concesión al lugar en el que me encontraba), me acerqué a la barra. Un taburete, una bebida y un poco de paz eran todo lo que necesitaba por el momento. Pero era pedir demasiado, pues comen­cé a atraer las miradas. Nunca había podido evitarlo. Aunque no llevara maquillaje, vestido ni minifalda, sino tan sólo unos vulgares vaqueros, las atraía igual. Mis ojos eran de un atípico azul claro, mi cabello lucía siem­pre muy brillante, mi piel demasiado perfecta… y, sobre todo, siempre me habían dicho que poseía un algo que me hacía provocativa de un modo sexual. A mi padre le pasaba lo mismo, cuestión de genética. Si quería paz, debería haberme quedado durmiendo en mi cuarto.
Al cabo de unos minutos, comenzaron a acercarse. Como pude, fui rechazando de un modo más o menos amable todos los intentos de con­versación hasta que, cansada, me dirigí a la pista de baile. Y justo cuando comenzaba a moverme al son de la música (para mí, el ir sola a un bar nunca había sido un problema), una mano sujetó mi brazo.
—Ésta es tu noche, preciosa —susurró una voz seductora en mi oído.
Sí, claro, mi noche, seguro… Sobre todo si no me dejaban tranquila. Me giré para soltarle una lindeza nada cortés. Me estaba mirando como si yo fuera un aperitivo y ésta fuese de hecho su noche de suerte. Normal­mente, eso habría incrementado la rudeza de mi contestación de un «te has equivocado de esquina» a un «¿quieres la denuncia por abuso ahora o cuando te haya machacado las pelotas de una patada?». Tampoco podía evitarlo, tener poca paciencia y poco talento también era genético. Lo heredé de mi madre. O eso decía mi padre, pues la asesinaron al poco de nacer yo por meterse en líos.
En todo caso, parecía que en cierto modo sí iba a ser mi noche de suer­te Al mirar a los ojos a ese tío pesado me quedé colgada de su mirada, enganchada como si él fuese el centro de mi mundo y yo no pudiera más que caer a sus pies como una boba enamorada. Oh, reconocía esa sensación de flotar y dejarse llevar propia del primer amor. Era sencillamente maravillosa.
—Sí —le dije sonriente—, es mi noche de suerte.
Y él se inclinó y me besó con suavidad. Mis rodillas temblaron. A con­tinuación, me tomó del codo y me guió hacia la calle.
El portero lo miró mal cuando salimos. ¿Cómo se atrevía a juzgar a mi amado ? Le habría dicho algo grosero, pero era demasiado delicioso limitar­me a avanzar pegada a su cuerpo. Nos alejamos de la gente que disfrutaba de la noche veraniega en la puerta de la discoteca. Enseguida noté adónde me llevaba, a un parquecillo cercano donde muchas parejas, amparadas por la oscuridad, se besaban. Aunque yo sabía que él buscaba algo más. Y él no sabía que yo lo sabía. ¿ Pero cómo iba a saberlo ? No era vidente, tan sólo un vampiro.
Solté una risita estúpida. Atontada por su hechizo de seducción, que era el típico modo que tenían de cazar, no me resultaba difícil parecer una quin- ceañera. Me guió al rincón más oscuro, enredó sus dedos en mis cabellos y me besó. Esta vez con lengua.
En fin, yo sabía lo que pretendía. Consideré si permitirle el polvo que tanto les gustaba a los de su calaña antes de beberse a sus víctimas. En otras circunstancias quizás lo hubiera hecho. El sexo, cuando estabas inducida de manera mágica a creer que él era tu dios, solía ser explosivo. Sobre todo conmigo. Aunque haberme encontrado al vampiro cuya guarida me había pasado todo el día buscando en vano me había puesto en una actitud pu- ñetera y cabrona. Y eso que, encontrarlo, en realidad no había sido tanta casualidad, pues un chivatazo me había indicado que con toda seguridad estaría allí. Pero qué se le iba a hacer, me hubiera gustado bailar y relajarme un rato antes de pasar al trabajo. Así que, injusta y molesta por lo inopor­tuno que había sido, saqué mi daga de la bota y se la clavé en el pecho. En el lugar exacto donde le dolería. Podía amarle, pero no era idiota.
—Pero qué maaala suerte —ronroneé, disfrutando de su expresión de sorpresa—. Ves a una chica cuya belleza te llama, tu libido te susurra sobre mi cuerpo y mi sangre… , y resulta que te sale el tiro por la culata.
Con una estaca de madera los matabas. Con un metal los inmovilizabas totalmente. Justo como a mí me gustaba. No me engañaba; yo era fuerte, pero no podía con uno de ellos a no ser que lo debilitara la luz del día o que no estuviera pensando precisamente con la cabeza. Lo cual, por cierto, ocu­rría en un elevado porcentaje de las veces cuando había hembras cerca.
Lo miré con descaro y cambié mi tono de voz a un registro más duro.
—Los niños, ¿dónde los guardas?
—No te diré nada, zorra —escupió en mi cerebro con su habilidad te­lepática.
—Pobrecito, ¿no puedes moverte? —retorcí el cuchillo.
No fue sádico. O al menos no demasiado. Quería saber dónde ocultaba a los niños que había raptado como tentempiés de la fiesta que pensaba dar.
—Libérame.
Sentí el impulso de hacerlo. Lo resistí.
—Hummm, déjame pensar… No. Lo siento, chico, pero como deberías haber notado cuando no caí rendida ante tus encantos, no soy humana. Ni menor de edad, ya que estamos.
Lo cierto era que me había dejado hipnotizar de modo parcial, lo justo para que me creyese suya sin dejar de pensar por mí misma.
—Sí —continué ante su silencio. Por fin pareció darse cuenta. Normal, las de raza mezclada éramos bastante raras y mi caso era único—, sólo mi madre era humana. Y tú piensas demasiado con tu segundo cerebro como para haberlo notado. Claro que, siendo medio súcubo, puede que yo tenga la culpa de ello —le sonreí, lasciva.
—No puede ser.
Con el corazón atravesado por mí y aún así no me creía. Vampiros.
—Sí puede.
Comenzaba a aburrirme, ¿es que siempre tenía que ir explicando que mi padre cometió la debilidad de enamorarse de mi madre y por ello no le robó el alma tras llevarla al éxtasis?
—Pero eso no te importa —continué—. Y ahora habla, o voy a recordar que fueron los de tu especie los que mataron a mi madre.
—¿Quieres venganza?
Pude imaginar cómo su cerebro barajaba datos del estilo de «¿matar nosotros?, ¿el Consejo?» o de «no entiendo cómo ha podido ocurrir». Y si me era sincera, yo tampoco.
«¿Ser tan débil como para amar a tu comida y ser condenado así a fi­nalizar tu vida eterna? —pensé—. Ah, papá… nunca conseguiste que lo entendiera».
—¿Venganza? —repetí—. No, eso ya lo hice. Y se me dio tan bien que en vez de castigarme ahora me pagan por entregar a los que desafiáis al Consejo. ¿Es que no sabes que esas fiestecitas están prohibidas porque cuesta explicarlas ante la población humana? Así que, si deseas que te entregue de una pieza, comienza a decirme dónde los guardas.
Silencio en mi mente. Esto era lo malo de parecer un juguete sexual. Por mucho que te pusieras seria nunca te hacían caso. Y no sería porque no lo hubiera intentado a menudo en mis cincuenta y cuatro años de vida. Saqué una pequeña sierra de la otra bota y comencé por su mano derecha. Asqueroso, lo sabía, era la primera a la que se le revolvía el estómago. Pero para ser medio demonio no tenía mucha más fuerza que un humano varón bien musculado. Lo de arrancar miembros era un mito. Mis habilidades eran más bien del tipo nublar mentes y robar almas para alimentar mi ju­ventud. El típico rollo del éxtasis a cambio de tu vida. Lo cual hacía de vez en cuando. Salvaría niños, pero no era una santa. Tan sólo algunas veces mi parte materna me hacía demasiado humana.
Estaba a la mitad del segundo brazo cuando me dio la dirección. No me engañaba. Sabía que regeneraría. Pero también que le dolía. Y que los del Consejo acabarían con él. Saqué mi móvil y marqué el número de mi con­tacto. Otro vampiro; pero por lo menos, como miembro del Consejo, no provocaba baños de sangre innecesarios. En vez de eso mantenía una ci­vilizada corte de humanos de la cual se alimentaba. Encantador, ¿verdad? Para que luego me llamaran a mí demonio.
—Lo tengo. Parque oeste —le dije en cuanto descolgó.
Cuanto más breve mejor. Sabía que cuando yo fuera más una molestia que otra cosa él acabaría conmigo. Y lo disfrutaría, seguro. Pero por el mo­mento le hacía el trabajo sucio.
—Van a buscarlo. ¿La dirección de su casa?
—Yo me encargo —crucé los dedos.
¿Sería hoy ese día? Pretender salvar a tantos niños era salirme un poco de mi cuota habitual de irritante. Pero no podía evitarlo, a veces era tan propensa a meterme en follones como mi madre. ¿ Había dicho ya que esos líos por los que la asesinaron fueron la consecuencia de no querer separar­se de mí ? ¿Que su poco talento fue protegerme ? Si el amor te hacía débil. Pero alguien tenía que frenar a esos cabrones, Consejo incluido. Era una pena que yo no tuviera los recursos necesarios, porque agallas no me fal­taban, y tampoco tenía nada que perder.
—Tú te encargas… —sonó molesto—, sabes que no nos gustan tus mé­todos. Sería más limpio reubicarlos entre nuestro ganado.
—Cazo al vampiro malo, libero a los niños. Lo sabes. Y tú me llamaste.
—Querida, sabes de sobra que eres el cebo perfecto, un sex-appeal de súcubo en una inocente envoltura humana —por el tono de su voz parecía estar recreándose en mi imagen—. Estaba claro que lo ibas a atraer como la luz a las polillas.
Su enfado se mezcló con risa y deseo. Por lo visto, hoy no sería ese día. No sabía si sentirme aliviada o decepcionada. Por algún motivo, con Casio me gustaba apostar duro.
—Me alegro de ser útil.
—Podrías serlo más si quisieras… —su voz fue suave e invitadora.
Mierda. Incluso por teléfono lograba que mi cuerpo se tensara, expec­tante.
—Bien… —accedió—, te dejo que soluciones tú lo de los niños. Ya he ingresado tu paga por el rebelde.
—Un placer servirte… cazando —dejé que mi voz se cargara de deseo en un juego de insinuaciones.
Vale, si seguía viva después de esto que era mi noche de suerte. ¿Cin­cuenta y cuatro años y todavía no era capaz de controlar mis hormonas cuando se trataba de Casio?
—Tranquila —noté la diversión en su tono—, el placer será mío algún día.
Y colgó. Me dejó con una sensación de miedo que recorría mi columna. Nada como recordar quién era el predador más fuerte. Cuando llegara ese día se iba a cobrar todas las deudas pendientes conmigo, y no era el tipo de hombre que no hubiera hecho sus deberes sobre los modos de matar a un súcubo. Claro que, yo también había hecho los míos y guardaba un par de ases en la manga. En todo caso, como cazarrecompensas, no esperaba una vida larga. Para haber nacido medio humana tenía demasiada fe en la muerte. Aunque en la de otros demonios, claro. Cuestión de carácter. Por más que esas lascivas sanguijuelas se empeñaran en creerlo, podía parecer perfecta, pero nunca había pretendido serlo.

compra en casa del libro Compra en Amazon El pozo de todas las almas
Interplanetaria

Sin opiniones

Escribe un comentario

No comment posted yet.

Leave a Comment

 

↑ RETOUR EN HAUT ↑