← Terra Incognita I. El borde del mundo Las batallas en el desierto → El Príncipe Feliz y otros cuentos diciembre 01, 2009 Sin opiniones Oscar Wilde Género : Literatura Fantástica Oscar Wilde fue un personaje excéntrico y transgresor, un islote en medio de una sociedad -la victoriana, que se caracterizó por su mentalidad puritana, encabezada por una burguesía fuerte en los ámbitos político y económico– incapaz de comprenderlo. Sus palabras hablaban de amor, de belleza y de muerte, elementos que están presentes en cualquier vida pero que pocos se atreven a definir. Este volumen recoge los libros de cuentos The Happy Prince and Other Tales (1888) y A House of Pomegranates (1892). En ellos, con una adjetivación muy rica, Wilde describe salones de gente elegante y exóticos paisajes a la luz de la luna sobrecogidos por el canto de un ruiseñor, en una amalgama de humor y crítica inteligente —pero no por ello menos ácida— que es la seña de identidad de una obra que no envejece. ANTICIPO: Así que la golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos divirtiéndose en sus bellas casas mientras los mendigos se sentaban en los portales. Voló por callejones oscuros y vio los rostros blancos de niños hambrientos que miraban con apatía las calles negras. Bajo el arco de un puente, dos niños yacían abrazados para intentar darse calor. — ¡Tenemos hambre! —decían. —No podéis estar aquí —les gritó el vigilante. Así que tuvieron que levantarse y deambular bajo la lluvia. Entonces la golondrina volvió junto al Príncipe y le contó lo que había visto. —Estoy cubierto de oro fino —dijo el Príncipe—; debes sacarlo, lámina a lámina, y dárselo a mis pobres; los hombres siempre creen que el oro puede hacerlos felices. Lámina a lámina, la golondrina extrajo el oro, hasta que el Príncipe Feliz se quedó gris y deslucido. Y lámina a lámina de oro fino fue repartiendo entre los pobres, y las caras de los niños se sonrojaban, y reían mientras jugaban en la calle. —¡Ahora tenemos pan! —gritaban. Entonces, llegó la nieve, y después de la nieve llegó el hielo. Las calles parecían estar hechas de plata, por cómo brillaban y relucían. Largos carámbanos, como dagas de cristal, colgaban de los aleros de las casas. Todo el mundo se cubría en pieles, y los niños pequeños llevaban gorras de color escarlata y patinaban en el hielo. La pobre golondrinita tenía cada vez más frío, pero no iba a abandonar al Príncipe, porque lo quería muchísimo. Recogía migas junto a la puerta de la panadería cuando el panadero no miraba, e intentaba mantener el calor batiendo las alas. Pero al final se dio cuenta de que iba a morir. Apenas tuvo fuerzas para volar una vez más hasta el hombro del Príncipe. —¡Adiós, querido Príncipe! —murmuró—. ¿Me dejas besar tu mano? —Me alegro de que al fin te vayas a Egipto, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—. Has estado demasiado tiempo aquí. Pero bésame en los labios, porque te amo. —No es a Egipto a donde me voy —dijo la golon-drina—. Me voy a la Casa de la Muerte. La muerte es la hermana del sueño, ¿verdad? Besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies. En ese momento sonó un extraño crujido dentro de la estatua, como si algo se hubiera roto. Su corazón de plomo se había partido en dos. Realmente era una terrible y dura helada. A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde paseaba por la plaza acompañado por los concejales. Al pasar junto a la columna, alzó la vista para ver la estatua. —¡Dios mío! ¡Qué estropeado está el Príncipe! —dijo. —¡Es verdad! ¡Qué estropeado! —exclamaron los concejales, que siempre estaban de acuerdo en todo con el alcalde, y subieron para verlo. —El rubí se le ha caído de la espada, sus ojos han desaparecido, y ya no es de oro —dijo el alcalde—. ¡En realidad, es poco más que un mendigo! —Es poco más que un mendigo —corearon los concejales. — ¡Y hay un pájaro muerto a sus pies! —continuó el alcalde—. Debemos promulgar un decreto por el que no se permita a los pájaros morir aquí. Y el administrativo del ayuntamiento tomó nota de la sugerencia. Así pues, mandaron derribar la estatua del Príncipe Feliz. —Como ya no es hermoso, ya no sirve para nada —sentenció el catedrático de Arte de la Universidad. Entonces fundieron la estatua en un horno, y el alcalde celebró una reunión en el Ayuntamiento para decidir qué hacer con el metal. —Debemos poner otra estatua, por supuesto —dijo—, y debe ser una estatua mía. —Claro, la mía —dijeron cada uno de los concejales. Y se pusieron a discutir sobre el asunto. La última vez que supe de ellos, aún seguían discutiendo. —¡Qué cosa tan extraña! —dijo el supervisor de los trabajadores de la fundición—. Este corazón de plomo roto no se funde en el horno. Habrá que tirarlo. Así que lo tiraron sobre un montón de polvo donde también yacía la golondrina muerta. —Tráeme las dos cosas más hermosas de la ciudad —dijo Dios a uno de sus ángeles. Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto. —Has escogido correctamente —dijo Dios—, pues este pajarito cantará para siempre en mi jardín del Paraíso, y el Príncipe Feliz me alabará eternamente en mi ciudad de oro. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »