← Buick 8. Un coche perverso La plica de Balbino, el viejo → El que acecha en la oscuridad febrero 12, 2003 Sin opiniones H. P. Lovecraft Género : Terror H.P. Lovecraft está considerado con justicia el creador de la narrativa de terror moderna. Lovecraft abandona a lo largo de su obra los motivos y tópicos del terror tradicional, muy gastados ya, para crear un horror de tipo cósmico, donde los espectros y la magia son sustituidos por seres y poderes que no son sobrenaturales, sino simplemente inhumanos. El remoto pasado, otras dimensiones, el espacio exterior, de todo ello echará mano el autor para crear todo un corpus, Los mitos de Cthulhu, que ha tenido no pocos continuadores. La obra de Lovecraft está llena del horror a los milenios, al vacío exterior, a las inmensidades hostiles y deshabitadas de nuestro propio planeta, tales como la Antártica o los océanos, y muchas veces su narrativa tiene tanto que ver con la ciencia-ficción como con el terror. El fragmento que aquí les ofrecemos, extractado de su narración larga La sombra más allá del tiempo incluida en la antología El que acecha en la oscuridad-, es buen exponente de todo eso, ya que el propio relato versa sobre un profesor de economía que, tras sufrir un extraño lapsus de varios años durante los cuales cambió totalmente de comportamiento-, comienza a sufrir extraños sueños, cada vez más vividos, que acaban por empujarle a unirse a una expedición arqueológica, a las profundidades del desierto australiano, en busca de una ruinas de antigüedad inmemorial. ANTICIPO: Tenía que ser un sueño, pero debía comprobar el horror sacando aquel objeto y, si era una realidad, mostrárselo a mi hijo. Mi cabeza daba vueltas, espantada, aunque no había objetos dentro de la luz que pudieran girar en torno a mí. Ideas e imágenes preñadas de terrible horror provocadas por lo que acababa de ver- se agolpaban sobre mí y nublaban mis sentidos. Pensé en esas posibles impresiones en el polvo y temblé ante el sonido de mi propia respiración. De nuevo encendí la luz y miré la página, como una víctima de serpiente puede mirar a sus destructivos ojos y colmillos. Luego, con dedos desmañados, en la oscuridad, cerré el libro, lo puse en su caja y cerré la tapa y el curioso seguro de gancho. Aquello era lo que debía sacar al mundo exterior, si es que era real si es que todo aquel abismo era real- y si yo, y el mundo mismo, existíamos también. No sabría decir cuándo me incorporé y emprendí el regreso. Se me ocurre, de forma extraña y como una muestra de hasta qué punto me sentía distante del mundo normal-, que ni siquiera miré el reloj durante esas espantosas horas bajo tierra. Linterna en mano, y con la ominosa caja bajo el brazo, pasé de puntillas, preso de una especie de pánico silencioso, junto al abismo, de que surgía aquella corriente de aire, y las inquietantes sugerencias de pisadas. Aminoré mis precauciones mientras trepaba por la interminable rampa, pero no pude librarme de una sombra de aprensión que no había sentido en el viaje de bajada. Temía pasar de nuevo a través de la cripta de basalto negro, que era más antigua que la propia ciudad, donde frías corrientes surgían de las profundidades desguarnecidas. Pensé en aquello a lo que la Gran Raza había temido, y en lo que podía estar aún al acecho aun cuando fuera debilitado y agonizante- ahí abajo. Me vinieron a la cabeza esas huellas de cinco círculos y lo que mis sueños me habían dado a conocer sobre tales marcas, así como sobre los extraños vientos y sonidos sibilantes asociados a ellas. Y pensé en las leyendas de los aborígenes modernos, que habían desarrollado un horror a los grandes vientos y a las indescriptibles ruinas subterráneas. Sabía, por un símbolo tallado en el muro, en qué piso tenía que abandonar la rampa y, al cabo tras rebasar aquel otro libro que había examinado-, llegué al gran espacio circular con el portal de la ramificación. A mi derecha, y reconocible, se hallaba el arco por el que había entrado. Por allí pasé, a sabiendas de que el resto del camino sería más arduo, debido al ruinoso estado de la sillería situada en el exterior de edificio de los archivos. Mi nueva carga, la caja de metal, me pesaba y me resultó cada vez más difícil mantenerme tranquilo, mientras iba trastabillando entre escombros y restos de todo tipo. Después llegué a aquel montículo de ruinas, que casi llegaba al techo, por el que había abierto un somero paso. El miedo a arrastrarme de nuevo por allí era infinito, ya que la primera vez había hecho algún ruido y, ahora luego de ver aquello que pudieran ser pisadas-, temía, sobre todas las cosas, despertar sonidos. La caja también aumentaba el problema de atravesar la angosta hendidura. Pero trepé por aquella barrera lo mejor que pude, y empujé la caja por la abertura, delante de mí. Luego, la linterna en la boca, me arrastré yo también, con las estalactitas lacerándome la espalda. Mientras trataba de coger de nuevo la caja, esta cayó a alguna distancia, delante y bajando la ladera de restos, alzando un perturbador resonar y provocando ecos que me cubrieron de sudor frío. La cogí al punto y que quedé sin hacer más ruido… pero, un momento después, el deslizar de bloques bajo mis pies, causó un estruendo repentino y sin precedentes. Ese estrépito fue mi perdición. Ya que, con razón o sin ella, creí escuchar una respuesta terrible, procedente de las áreas que había dejado atrás. Me pareció escuchar un sonido silbante y agudo, sin comparación posible con nada de la Tierra y más allá de cualquier adecuada descripción verbal. Si así fue, lo que siguió después alberga una sombría ironía, ya que, de no ser por el pánico que me provoco esto, no hubiera tenido lugar un segundo suceso. Mi pánico fue absoluto e imposible de aplacar. Cogiendo la linterna con la mano, y asiendo débilmente la caja, di un brinco y me lancé enloquecido hacia delante, sin idea alguna en la cabeza, fuera de un loco deseo de salir corriendo de esas ruinas de pesadilla y emerger al mundo vigil del desierto y la luz de la luna, muy arriba de donde me hallaba. Apenas me di cuenta de que había llegado a la montaña de escombros que se alzaba en la gran negrura, más allá del techo hundido, y me lastimé y corté en repetidas ocasiones, mientras trepaba por esa empinada ladera de bloques mellados y fragmentos. Entonces tuvo lugar el gran desastre. Al cruzar ciegamente la cima, sin pensar en el brusco descenso que la seguía, resbalé y me vi sumido en una arrolladora avalancha de sillería en movimiento que llenó el aire de la caverna, con su estruendoso deslizar, con una ensordecedora serie de retumbantes reverberaciones. No recuerdo cómo salí de aquel caos, pero un momentáneo fragmento de consciencia me muestra saltando, corriendo y trepando a lo largo del corredor entre el estrépito, caja y linterna aún en mano. Luego, mientras me acercaba a la primigenia cripta de basalto que tanto temía, me atacó la locura más extrema. Ya que, mientras se apagaban los ecos de la avalancha, se hizo audible una repetición de ese espantoso y extraño silbido que había creído oír antes. Esta vez no había duda al respecto… y, lo que era peor, no procedía de ningún punto situado a mis espaldas, sino enfrente. Probablemente lancé un gran grito. Tengo una velada imagen de mí mismo huyendo a través de la infernal y arcaica bóveda de basalto, escuchando cómo ese detestable sonido surgía silbante de la abierta y desconocida portilla que daba paso a la ilimitada negrura inferior. Había viento también, aunque no era ya tan sólo un flujo frío y húmedo, sino ráfagas violentas y deliberadas, que surgían salvajes y heladas de la misma y abominable sima de la que procedía el obsceno silbido. Recuerdo haber ido saltando y dando tumbos sobre obstáculos de toda clase, con ese torrente de viento y sonidos gritones haciéndose más fuerte a cada instante, pareciendo rizarse y arremolinarse, con voluntad propia, a mi alrededor, según surgía perversamente de los espacios situados detrás y abajo. Aún soplando a mis espaldas, ese viento tenía la peculiaridad de retrasar más que ayudar a mi avance, como si obrase como un lazo o gaza sobre mí. Sin preocuparme del ruido que hacía, me abalancé por la gran barrera de bloques, hasta encontrarme de nuevo sobre la estructura que conducía a la superficie. Recuerdo haber entrevisto la arcada que llevaba a la sala de máquinas y casi haber gritado cuando vi la rampa que llevaba abajo, a una de esas blasfemas trampillas que se abrían dos niveles más abajo. Pero, en lugar de chillar, musitaba para mis adentros, una y otra vez, que todo eso era un sueño del que pronto despertaría. Quizás me encontrase en el campamento, o quizás en mi casa de Arkham. Con tales esperanzas apuntalándome la cordura, comencé a remontar la rampa hacia niveles más altos. Sabía, por supuesto, que tenía que volver a pasar aquella brecha de más de un metro que me esperaba delante, pero estaba demasiado agobiado por otros miedos, de forma que no caí en el horror que representaba hasta que estuve casi encima de ella. En mi descenso, había sido fácil saltarla, ¿pero cómo salvar ahora aquel hueco cuando iba cuesta arriba, estorbado por el espanto, la fatiga, el peso de la caja de metal y la anormal tracción hacia atrás de ese viento demoníaco? Pensé en todo eso, en el último momento, y se me vinieron también a la cabeza las indescriptibles entidades que debían estar al acecho en los negros abismos bajo la sima. La errática luz de mi linterna se hacía más débil, pero contaba con algún tipo de oscuro recuerdo a la hora de acercarme a la grieta. Las frías ráfagas de viento y los nauseabundos chillidos silbantes que sonaban detrás de mí resultaban, en aquel momento, un misericordioso opiáceo, y nublaban, en mi imaginación, el horror del bostezante abismo que se abría delante de mí. Pero entonces caí en la cuenta del añadido soplo y silbido que sonaban también delante… mareas de abominación que surgían de la propia sima, desde profundidades inmaginadas e inimaginables. 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