El quimérico inquilino

Género :


Roland Topor (1938-1997) fue un personaje polifacético e inclasificable, dotado de un perturbador y macabro sentido del humor. Sus influencias surrealistas le llevaron a fundar en 1962, junto con Fernando Arrabal y Alejandro Jodorowsky, el ya legendario Grupo Pánico. El quimérico inquilino es la primera novela de Topor, un relato sórdido e inquietante que Roman Polansky llevó al cine y protagonizó con bastante acierto. Es la historia de la progresiva autodestrucción psicológica y física de su protagonista al quedar atrapado en la espiral de la locura y sus terrores. Trelkovsky, un joven parisino correcto y discreto, alquila un apartamento que ha quedado libre en la calle Pyrénées. Poco a poco, las relaciones con los vecinos y su obsesión por la trágica desaparición de la antigua inquilina, le van sumergiendo en una pesadilla llena de extrañas visiones, una grotesca trampa que adquiere las precisas dimensiones de un agobiante apartamento. El final inesperado constituye una obra maestra del «tercer acto», un desenlace en el que el autor sugiere la terrible idea de la historia circular, del eterno retorno del tormento. Sobre El quimérico inquilino, el prestigioso escritor y guionista John Collier dijo lo siguiente: «Una historia de terror realmente actual, tan estrechamente enrollada sobre sí misma, tan fría, sigilosa y mortal como una serpiente en la cama».

ANTICIPO:

Hacía cuatro noches que los vecinos habían golpeado en las paredes.
Ahora, cada vez que los amigos se lo encontraban, se burlaban de él. En la oficina, sus compañeros, que se habían enterado, se ponían de acuerdo para reírse de su pánico.
–Tú tienes la culpa por dejarte intimidar –le repetía Scope–. Si les das cuerda ahora, ya no te dejarán en paz. Créeme, haz como si no existieran, se cansarán antes que tú.
Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, Trelkovsky era incapaz de «hacer como si no existieran».
En ningún momento de su vida en apartamentos había ignorado que alguien vivía justamente encima, alguien debajo, y otros a los lados. Por otra parte, si lo hubiera hecho, alguien se habría encargado de recordárselo. ¡Oh! Ellos no hacían ruido, por supuesto que no, eran únicamente discretos roces, pequeños crujidos imperceptibles, toses lejanas, puertas que rechinaban suavemente.
A veces alguien llamaba. Trelkovsky iba a abrir, pero no había nadie. Salía al descansillo y se asomaba a la escalera. Entonces escuchaba una puerta que se cerraba en el piso inferior, o un paso irregular que empezaba a bajar en el piso de arriba. De todos modos, aquello no le concernía.
Por la noche, unos ronquidos le hacían despertarse sobresaltado. Pero no había nadie en su cama. Venían de otra parte, era un vecino el que roncaba. Trelkovsky se quedaba dos horas, inmóvil y silencioso en la oscuridad, escuchando al vecino anónimo roncar. Entonces intentaba representárselo mentalmente. Hombre o mujer, la boca abierta, la sábana subida hasta la nariz, o al contrario, la sábana caída descubriéndole el pecho. Quizá le colgaba una mano. Al final acababa por volver a dormirse, pero, al poco rato, le despertaba el timbre de un despertador. En otra parte, una mano tanteante restablecía el silencio apretando un pequeño botón. La mano tanteante de Trelkovsky, buscando maquinalmente el interruptor, no lograba su objetivo.
–Ya verás –le repetía Scope–, te acostumbrarás. También había vecinos en tu antigua casa y no te preocupabas tanto.
–Si dejas de hacer ruido –añadió Simon–, creerán que han ganado. Entonces ya no te dejarán tranquilo. Suzanne me ha contado que al principio sus vecinos intentaron causarle problemas por el niño. Pues bien, su marido compró un tambor, y cada vez que le decían algo, lo aporreaba durante dos horas seguidas. Ahora les han dejado en paz.
Trelkovsky admiraba sinceramente el valor del marido de Suzanne. Debía de ser alto y fuerte. Para actuar de ese modo, debía de serlo. A menos que, por el contrario, fuera pequeño y delgado, pero decidido a no dejarse humillar, precisamente debido a su estatura. Pero, en ese caso, lo que le extrañaba es que los vecinos no le hubieran ido a buscar para partirle la cara. Evidentemente si era alto y fuerte, no se atreverían. Pero si era pequeño y delgado… Seguramente los vecinos no le darían importancia al asunto. Pero, de hecho, la tenía. Y además, ¿pensarían todos los vecinos de igual modo? Y, suponiendo que así fuera, ¿le ocurriría a él lo mismo con los suyos? En ese momento recordó una cláusula del contrato que le prohibía expresamente tocar cualquier instrumento musical.
Cuando se le caía un portaplumas al suelo, en la oficina, sus compañeros golpeaban la pared con el puño gritando con voz ronca: «¿Es que no se va a poder dormir aquí?», o bien: «¿Va a durar mucho este jaleo?» Se divertían como niños con la expresión aterrada de Trelkovsky. Aunque sabía que no iba en serio, tenía que hacer grandes esfuerzos para calmarse, y el corazón le palpitaba en el pecho. Al final sonreía como un infeliz, de un modo muy gracioso.
Una noche, Scope le invitó a su casa.
–Ya verás –le dijo–. A mí no me asustan esas tonterías.
Scope puso el tocadiscos al máximo de volumen. Estupefacto, Trelkovsky escuchaba cómo la orquesta se desa¬taba, rugían los metales y estallaba la percusión. Daba la impresión de que la orquesta estaba en la misma habitación. Todo el mundo debía de tener esa misma impresión, sobre todo los vecinos. Trelkovsky se sintió enrojecer de vergüenza. Sólo deseaba una cosa, girar el botón y restablecer el silencio.
Scope se reía por lo bajo.
–Esto te deja de piedra, ¿eh? Tranquilo, tranquilo, que yo no tengo ningún problema.
Trelkovsky tenía que realizar esfuerzos sobrehumanos para contenerse. ¡Qué indecencia! ¿Qué pensarían los vecinos? Le parecía que toda la música era un enorme pedo inconveniente. La manifestación ruidosa de un organismo que tendría que haberse callado.
Ya no podía más.
–Pongámoslo un poco más bajo –propuso tímidamente.
–Tranquilo, hombre, tranquilo. ¿Por qué te preocupas, si te digo que no tengo ningún problema? Están acostumbrados –añadió con una carcajada.
Trelkovsky se tapó los oídos.
–Incluso para nosotros, está un poco fuerte.
–Esto es nuevo para ti, ¿no? ¡Aprovéchate, que no podrás hacer lo mismo en tu casa!
En ese momento, alguien llamó a la puerta.
Trelkovsky se estremeció.
–¿Un vecino? –preguntó ansiosamente.
–Ojalá. Vas a ver cómo hay que hacer las cosas.
Y en efecto, era un vecino.
–Perdone que le moleste, señor, veo que tiene visita… ¿Podría bajar un poco el volumen?, mi mujer está enferma…
Scope se puso rojo de cólera.
–¡Ah! ¡Está enferma! ¿No? ¿Qué se cree, que voy a dejar de vivir por complacerle? ¿Qué quiere que haga, que me muera? ¡Si está enferma, que se vaya al hospital! Puede guardarse sus historias para otro, no conseguirá nada de mí con ese cuento. ¡Qué se ha creído! ¡Pondré discos si me apetece! ¡Y al volumen que me dé la gana! ¡Soy sordo y no hay ninguna razón para que tenga que privarme de la música por ese motivo!
Su amigo echó al vecino y dio un portazo tras él.
–¡No intente jugar a ver quién es más listo conmigo! –le gritó a la puerta–. ¡Conozco al comisario!
Entonces se volvió sonriendo hacia Trelkovsky.
–¿Has visto? Liquidado, el pobre tipejo.
Trelkovsky no dijo nada. Se sentía incapaz. Estaba sofocado. No soportaba ver cómo se humillaba a un ser humano en su presencia. Imaginaba ahora la lastimosa cara del vecino retrocediendo ante los gritos de Scope. Había visto el abismo del desconcierto reflejado en sus ojos. ¿Qué le contaría a su mujer cuando llegara a casa? ¿Intentaría a pesar de todo quedar bien, o reconocería su total fracaso?
Trelkovsky estaba conmovido.
–Pero si su mujer está enferma… –aventuró.
–¿Entonces qué? Me importa una m… su mujer. No voy a fastidiarme cada vez que eso ocurra. Entonces no acabaría nunca. ¡No volverá, te lo garantizo!
Por fortuna Trelkovsky no encontró a nadie en la escalera al salir.
Se prometió no volver a casa de Scope.
–Si hubieras visto la cara de Trelkovsky cuando echaba al vecino –contaba Scope a Simon–, ¡no sabía dónde meterse!
Se echaron a reír. Trelkovsky los encontraba odiosos.
–Puede que no fuera descaminado –dijo Simon–, mira.
Sacó un periódico del bolsillo y lo abrió.
–¿Qué me dices de este artículo?: «EBRIO, CANTABA LA TOSCA A LAS TRES DE LA MAÑANA, SU VECINO LO MATÓ A TIROS». ¿No es un titular extraordinario?
Los otros se disputaron el periódico.
–No os peleéis –dijo Simon–, os lo voy a leer: «Esta noche ha sido movida para los vecinos del inmueble situado en el número 8 de la avenida Gambetta de Lyon. Para uno de ellos, ha sido incluso fatal. El señor Louis D… de cuarenta y siete años, soltero, representante de comercio, había estado festejando en compañía de unos amigos un negocio felizmente concluido, y había bebido más de la cuenta. Al volver a su casa, hacia las tres de la mañana, le entraron ganas de regalar a sus vecinos con algunos fragmentos de ópera, pues estaba muy orgulloso de su voz. Después de interpretar largos pasajes de Fausto, acometió la Tosca, hasta que uno de sus vecinos, el señor Julien P…, de cincuenta años, casado, corredor de vinos, le ordenó que se callara. El señor D… se negó y, para demostrar su voluntad de continuar el concierto, salió a cantar a la escalera. El señor P… volvió entonces a su apartamento en busca de una pistola automática que descargó sobre el infortunado borracho. El señor D… fue conducido con urgencia al hospital, donde falleció poco después. El homicida ha ingresado en prisión».
Mientras Simon leía y Scope se reía burlón, Trelkovsky había sentido que un nudo de emoción se instalaba en su garganta. Había tenido que apretar los dientes para no echarse a llorar. A menudo le ocurría lo mismo por los motivos más ridículos, y él era el primero en estar molesto por ello. Un irresistible deseo de deshacerse en lágrimas se apoderaba de él y le obligaba a sonarse abundantemente, aunque no estuviera resfriado.
Al salir de la oficina compró un ejemplar del periódico, a fin de conservar el artículo y poder releerlo en casa.
A partir de entonces le fue imposible ver a Scope o Simon sin tener que padecer una multitud de anécdotas referentes al trato con los vecinos. También se interesaban por la evolución de su situación. Se morían de ganas por que Trelkovsky los invitara a su casa, con la esperanza de poder provocar un escándalo tal que desencadenara lo peor. Y cuando Trelkovsky les mostraba su negativa, le amenazaban con visitarle aunque no les invitara.
–Ya verás –decía Simon–, un día iremos a tu casa a las cuatro de la mañana y aporrearemos la puerta gritando tu nombre.
–O incluso llamaremos a las puertas de tus vecinos en ropa interior preguntando por ti.
–O, aún mejor, invitaremos a cientos de personas a una reunión en tu casa sin que lo sepas.
Trelkovsky se reía de dientes para fuera. Probablemente Scope y Simon decían esto sólo para burlarse de él, pero nunca se atreverían a hacerlo. Se daba cuenta de que su presencia les excitaba. A fuerza de tenerle por una víctima, podían llegar a convertirse en sus verdugos.
«Y cuanto más me vean, más se cebarán».
Trelkovsky se daba perfecta cuenta de lo ridículo de su comportamiento, pero era incapaz de modificarlo. Este ridículo estaba enraizado en él, era probablemente el aspecto más auténtico de su personalidad.
Por la noche releyó los sucesos.
«Yo, aunque estuviera borracho, no cometería jamás la inconsciencia de cantar ópera a las tres de la mañana».
Pero imaginaba lo que pasaría si, a pesar de todo…
Y se tronchaba de risa él solo en su cama, hasta el punto de tener que ahogar el sonido de su risa bajo las mantas.
En adelante intentó evitar a sus amigos. No quería que su presencia les disparara la imaginación. Si se mantenía a distancia, se calmarían. Ya no salía apenas. Disfrutaba de las veladas que pasaba tranquilamente en casa, sin ruido. Pensaba que serían como pruebas de buena fe para los vecinos.
«Si más adelante sucediera que, por una u otra razón, algún día volviera a hacer ruido, tendrían que poner en la balanza todas las noches transcurridas en el más absoluto silencio y se verían obligados a absolverme».
Por otra parte, el inmueble era escenario de extraños fenómenos a los que dedicaba horas de observación. Trataba en vano de comprenderlos. Seguramente concedía demasiada importancia a pequeños sucesos anodinos desprovistos de significado. Era posible. Sin embargo, cuando bajaba la basura…
La basura se acumulaba durante días y días en el apartamento de Trelkovsky. Como comía casi siempre en restaurantes, su basura estaba compuesta fundamentalmente de papeles y materias putrescibles. No obstante, había también trozos de pan que se traía clandestinamente del restaurante en los bolsillos y restos de queso que metía en su caja de cartón. Hasta que llegaba la noche en que ya no podía aplazarlo más. Amontonaba sus desperdicios en el cubo de la basura azul y lo bajaba a la cubeta de las basuras. Del cubo, repleto hasta los topes, iban cayendo restos de pelusa, mondas de frutas y otros residuos por toda la escalera, pero Trelkovsky iba demasiado cargado para pararse a recogerlos.
«Ya lo recogeré a la vuelta», pensaba.
Pero a la vuelta ya no había nada. Alguien se había llevado los desperdicios. ¿Quién? ¿Quién acechaba su salida para hacerlos desaparecer?
¿Los vecinos?
¿Su interés no consistía, más bien, en sorprenderle para injuriarle y amenazarle con las peores represalias por haber ensuciado las escaleras? Indudablemente, los vecinos no habrían dejado escapar una ocasión tan buena para tiranizarle.
¿No sería otra persona… u otra cosa?
A veces, culpaba a las ratas. Grandes ratas que habrían subido del sótano o de las alcantarillas en busca de alimento. Los roces que escuchaba frecuentemente no descartaban esta hipótesis. Sólo que, en ese caso, ¿por qué las ratas no atacaban directamente la cubeta de las basuras? ¿Por qué motivo tampoco había visto nunca una?
Este misterio le asustaba. Cada vez le costaba más sacar la basura y, cuando finalmente se decidía, iba tan nervioso que se le caían más desperdicios todavía. Su desaparición era entonces mucho más extraña.
Pero no era éste el único motivo por el que odiaba esta operación. También se le hacía penosa por un abrumador sentimiento de vergüenza.
Cuando levantaba la tapadera de la cubeta de las basuras para verter el contenido de su cubo, siempre se asombraba de la pulcritud que reinaba en ellas. Sus basuras le parecían las más inmundas del inmueble. Repugnantes y abyectas. No tenían ningún parecido con las honestas basuras domésticas del resto de los vecinos. Las suyas no tenían ese aspecto respetable. Estaba convencido de que, a la mañana siguiente, la portera, al hacer inventario del contenido de las cubetas, reconocería perfectamente cuál era la parte que le pertenecía.
Sin duda haría una mueca de asco al pensar en él. Se lo imaginaría en una actitud desagradable y frunciría la nariz, como si fuera su propio olor el que exhalaban las basuras. A veces, para hacer la identificación más difícil, Trelkovsky llegaba incluso a remover y mezclar sus basuras con las de los demás. Pero esta estratagema estaba condenada al fracaso, pues sólo él podía tener interés en una maniobra tan descabellada.
Aparte de esto, había otro misterio que le fascinaba. Era el de los W.C. Desde su ventana, como cínicamente le había revelado la portera, podía estar al tanto de todo lo que pasaba en ellos. Al principio, había intentado luchar contra la tentación de mirar pero, poco a poco, se había sentido atraído de forma irresistible por su puesto de observación. Se pasaba las horas muertas sentado ante la ventana con todas las luces apagadas, para poder ver sin ser visto.
Trelkovsky asistía como un espectador apasionado al desfile de los vecinos. Hombres y mujeres, los veía bajarse los pantalones o levantarse la falda sin pudor, ponerse en cuclillas y, tras las indispensables maniobras higiénicas, volver a abrocharse y tirar de la cadena de la cisterna, que estaba demasiado lejos para poder oírla.
Todo esto era normal. Lo que no lo era tanto era el extraño comportamiento de ciertos personajes. Éstos no se ponían en cuclillas, ni se remangaban. No hacían nada. Trelkovsky los observaba durante varios minutos seguidos sin poder advertir en ellos el menor signo de actividad. Era absurdo e inquietante. Verles abandonarse a prácticas indecentes u obscenas habría sido para él un verdadero alivio. Pero no, nada.
Permanecían inmóviles, de pie, durante un lapso de tiempo indeterminado y después, obedeciendo a una señal invisible, tiraban de la cadena y se iban. Eran tanto hombres como mujeres, pero Trelkovsky no lograba distinguir las facciones de sus rostros. ¿Qué razones podían mover a aquellos individuos a conducirse de ese modo? ¿Deseo de soledad? ¿Vicio? ¿Obligación de adaptarse a ciertos ritos, dado que pertenecían todos a la misma secta? ¿Cómo saberlo?
Trelkovsky compró un par de gemelos de teatro de ocasión. Pero no le desvelaron nada nuevo. Los individuos que le intrigaban no se entregaban realmente a ninguna actividad y sus caras eran desconocidas. Además, no eran nunca los mismos, y nunca volvió a ver a ninguno de ellos.
Para salir de dudas, una vez, aprovechando que uno de estos personajes estaba enfrascado en su incomprensible tarea, bajó corriendo hasta el W.C. Pero llegó demasiado tarde.
Olfateó: ningún olor. En el sumidero del cuadrilátero esmaltado de blanco, ninguna mancha.
En vano intentó sorprender en otras ocasiones a los visitantes. Siempre llegaba cuando ya se habían ido. Una noche, creyó haberlo conseguido. La puerta no se abrió, estaba cerrada por el pequeño gancho metálico que garantizaba la intimidad de los usuarios y Trelkovsky esperó pacientemente, decidido a no moverse sin haber visto quién estaba dentro.
No tuvo que esperar demasiado. El señor Zy salió majestuosamente abotonándose el pantalón. Trelkovsky le sonrió con amabilidad, pero el señor Zy no se dignó a contestarle. Se alejó con la cabeza alta, como un hombre que no tiene por qué avergonzarse de ninguno de sus actos.
¿Qué hacía el señor Zy en aquel lugar? Seguramente tendría W.C. en su propio apartamento. ¿Por qué razón no lo utilizaba?
Trelkovsky renunció a aclarar estos misterios. Se limitó a observar y a hacer conjeturas, ninguna de las cuales le satisfacían.

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