El quinto día

La misteriosa muerte de un sacerdote católico (y el silencio sepulcral con que dicha noticia es recibida por las autoridades eclesiásticas) despierta las sospechas del hermano del clérigo, Thomas Knight. La única información de la que Thomas dispone es que su hermano murió en Filipinas, la última parada de un viaje por todo el mundo investigando la historia de los símbolos cristianos. Pero Thomas y la conservadora de museos Deborah Miller no estarán solos cuando decidan seguir los pasos del sacerdote por tan peligrosa y laberíntica ruta. Todos y cada uno de sus movimientos estarán vigilados por un grupo de fanáticos que intentarán por todos los medios silenciar el asombroso secreto con el que dio el hermano de Thomas y no dudarán en matar para mantenerlo oculto bajo las sombras de la historia.

ANTICIPO:

Prólogo

La cólera de Dios

Tendría que regresar pronto a la aldea. Llevaba nadando casi una hora y, a pesar de que había hecho poco más que flotar en el agua, estaba comenzando a cansarse. La luna ya se había puesto y si bien se había acostumbrado a la oscuridad del cielo y el mar, no podía evitar estremecerse de vez en cuando, aunque no por culpa de las oscuras aguas. El mar estaba extraordinariamente calmo, las olas regresaban a la orilla con tal suavidad que apenas si las oía por encima de su propia respiración y de sus lentas brazadas. Tendría que regresar a la aldea y al día siguiente tendría que regresar a casa. Fuera lo que fuese lo que había estado buscando en aquellas islas tropicales, no lo había encontrado.
Aunque aquello no era del todo cierto. No había encontrado lo que había estado buscando, pero quizá sí hubiera encontrado algo más en la silenciosa tranquilidad del mar aquellas tres últimas noches. Iba a tener que abandonar su investigación, su búsqueda, sobre la que tenía sentimientos encontrados, pero quizá su estancia en la isla lo hiciese un poco más sencillo, quizá pudiera aplacar el persistente y azotador ímpetu de regresar allí o de marchar a algún otro lugar.
Pero ¿adónde iba a ir? Si no estaba allí, quizá no estuviera en ninguna parte.
Era un pensamiento que no se había permitido albergar hasta ese momento, y sonrió para sí, se giró boca arriba y contempló las estrellas, millones de estrellas apiñadas en formas que jamás podría contemplar en Estados Unidos. Con algo de tiempo, pensó, probablemente podría contarlas…
Dejó que la corriente lo arrastrara y sintió el frío del agua bajo su cuerpo mientras la playa se alejaba rápidamente. El agua lo golpeó de repente y lo empujó hacia la roca, que se estrechaba a la altura del mar como si de la cola de algún enorme lagarto se tratara. Recordó la esperanza —no, la convicción— que lo había embargado la primera vez que vio aquel montículo de piedra recortado: sin duda estaría allí.
Pero no había hallado nada, y sus exiguos recursos hacía tiempo ya que se habían agotado.
Normalmente el muelle habría estado salpicado de faroles de humildes barcos pesqueros, pero aquella noche estaba solo, al igual que lo había estado las dos noches anteriores, convertido en el rey del mar por obra y gracia de una mezcla de sentido común y superstición por parte de los habitantes del lugar. Podría continuar nadando otra semana más y tener el horizonte para él solo. Pero ¿qué sentido tendría aquello…?
Sintió que las aguas se movían debajo de él, como si poseyera un sexto sentido. Durante un segundo pensó que algo lo había rozado, pero no había sido así. Algo se había deslizado cerca de él. Algo grande.
El desasosiego que le producía la oscuridad, las historias de tiburones y extrañas criaturas que había oído en relatos a medio traducir de los aldeanos… todo se agolpó en su cabeza en un instante. Trató de enderezarse en las aguas, manteniéndose a flote enérgicamente, e intentó orientarse para ver de qué manera llegaría antes a tierra firme. Se dirigió hacia las rocas.
Hubo de nadar unos cuantos metros hasta que el pánico inicial amainó. No podía ver nada en las aguas que lo rodeaban, no había indicio de ningún movimiento, ni de que lo hubiera habido. Tomó aire, ya calmado, y rompió a reír, alzando la cabeza hacia la oscuridad que se cernía sobre él. Su imaginación, siempre hiperactiva, como a sus superiores les gustaba observar, le estaba jugando una mala pasada. Se dio la vuelta y dio dos suaves brazadas hacia la playa, preguntándose distraídamente a cuánta profundidad estaría. Estiró los pies, contuvo la respiración, cerró los ojos y se sumergió todo lo que pudo con los brazos por encima de la cabeza.
Tocó algo a poco más de medio metro debajo de él, pero no era una roca, ni tampoco arena. Ese algo cambió de posición cuando lo tocó, pero solo levemente. Era grande y duro, y se hallaba suspendido, casi inmóvil, bajo él en las oscuras aguas.
¿Tiburones?
No. Los tiburones nadan. Se mueven constantemente. Tienen que hacerlo o se ahogan. Eso… lo que quiera que fuera, pendía bajo el agua, como si estuviera encadenado al fondo.
Le entró de nuevo pánico, y subió deprisa a la superficie, tomando aire como si llevara varios minutos sumergido. Tan pronto como hubo salido a la superficie comenzó a nadar, con más rapidez que nunca, en dirección a la playa y a la aldea.
Nadó todo lo rápido que pudo, apartando el agua con las manos con tanta fuerza que con cada brazada elevaba el pecho y los hombros fuera del agua.
Quizá debería haber ido hacia las rocas. La playa estaba más lejos y no hubiese tenido que nadar tan rápido para llegar a tierra firme. Ahora tendría que nadar hasta allí y después avanzar a trompicones durante varios metros con una lentitud agonizante por aguas que le llegaban a la cintura…
Siguió nadando, consciente de que estaba perdiendo energía, consciente de que probablemente no podría mantener ese ritmo hasta la orilla, consciente de que si había algo que estuviera nadando a su lado sería más rápido de lo que él nunca podría ser. Pero como los segundos transcurrían y no había fauces que lo arrastraran bajo el agua, tomó aire de nuevo y siguió nadando.
La luna iluminaba la playa de un tenue blanco azulado; una playa que en ese momento parecía lejana e irreal, conforme aquella idílica escena tropical iba adquiriendo un curioso tinte de pesadilla. Parecía increíblemente lejana, pero lo que fuera que hubiese tocado no lo atacaba, no lo mordía, no parecía ir tras él, así que siguió avanzando, agitando los brazos a ciegas, sus brazadas ya desprovistas de cualquier atisbo de gracilidad. Había abandonado su compostura en alta mar, y ahora solo le quedaban el pánico y la voluntad desesperada de seguir con vida…
Se le antojaron minutos, aunque puede que solo hubieran transcurrido segundos cuando sus pies tocaron la arena del fondo. Intentó correr, pero el agua le llegaba hasta el pecho y, presa de algo muy similar a la desesperación, volvió a nadar, casi gritando de la frustración. A continuación su rodilla se topó con el fondo del mar y se incorporó. Comenzó a avanzar con torpes zancadas, esperando en todo momento que ese algo se abalanzara sobre él. Finalmente sintió la arena, el aire de la noche golpeándole el cuerpo, y se encontró fuera del agua, tambaleándose en dirección hacia la pálida playa. Se echó a reír al pensar en su huida, permitiéndose al fin pensar que no había nada allí, que todo había sido fruto de su imaginación. Su cerebro estaba rebosante de posibilidades: una palmera, el casco hundido de un barco, una boya inutilizada…
Fue entonces cuando se volvió. No estaba seguro de por qué lo había hecho, pero no le gustaba sentir el mar a sus espaldas.
Pronto descubrió el motivo.
Durante un segundo solo pudo mirar, incapaz de creer lo que sus ojos estaban viendo, y entonces, movido por una mezcla de terror embotado y una extraña euforia, comenzó a correr hacia los tejados de paja de la aldea.
Tenía razón. Todo ese tiempo había estado en lo cierto.
Comenzó a gritar. El miedo y la agitación afloraron de su interior mientras corría desde la playa, gritando a las luces de las luciérnagas que iluminaban la aldea.
Ahora podría contárselo. A todos ellos. Ahora podrían verlo y el mundo cambiaría.
Estaba pensando en ello sin cesar de correr, movido por su extasiado terror, cuando alcanzó la primera choza de bambú, y seguía en su cabeza cuando aquella choza, y todas las demás de la aldea, se vieron de repente succionadas por un gran destello cegador que también los elevó a él y a toda alma durmiente por los aires para a continuación hacerlos pedazos con atroz violencia. El sonido tuvo lugar medio segundo después, como un disparo de cañón que sacudió el aire, tornándolo en un rugido leve y continuado.
Cuando finalmente remitió, cuando las olas que golpeaban la orilla dejaron de bullir, cuando el silencio descendió una vez más sobre la ennegrecida playa y la otrora fértil tierra que se alzaba sobre ella, la aldea y todo lo que había en ella habían dejado de existir.

1

Thomas Knight vació su escritorio en cinco minutos. Lo cierto era que nunca había tenido allí nada demasiado personal. Separó los libros que eran suyos: las obras completas de Shakespeare, una muestra demasiado selectiva de los románticos, algunas obras de Austen, Dickens y las de Stephen King y J. K. Rowling con las que intentaba enganchar a los chavales a la lectura, y los metió en una caja de cartón combada por el peso e imposible de cerrar.
Al menos no hay nadie a quien tenga que darle la primicia, pensó. Ya no.
¿Por el mismo motivo que ya no había trabajo?
No del todo, se respondió a sí mismo. Aquello fue por otras cagadas completamente distintas.
Thomas sonrió sombríamente, alzó la caja y recorrió aquel interminable pasillo que conducía hasta el gimnasio y la sala de profesores y que lo llevaría en última instancia al aparcamiento y al desempleo. Se despidió de Frank Samuels, el conserje, extremadamente viejo, que estaba fumando junto a los contenedores, riendo sonoramente y estrechándole con fuerza la mano por si alguien estaba contemplando la escena. A continuación se abrió paso por entre la nieve hacia su coche, silbando de forma poco melodiosa como si fuera un día cualquiera, como si no tuviera ninguna preocupación; si bien ambas afirmaciones eran ciertas, se recordó a sí mismo, tampoco aquello le servía demasiado. Al menos los medios de comunicación se habían marchado.
De camino a casa pidió en la tienda de vinos y licores Toni’s, en Old Orchard, que le pusieran un litro de güisqui escocés barato en una botella de plástico y le dio las buenas noches al dependiente.
—Buenas noches, señor Knight —dijo el dependiente, imitando las formas de alguien que no lo había visto en semanas y que podría tardar incluso más en volverlo a ver.
Thomas cogió una pizza en la pizzería Carmen y condujo hasta casa a través de la cada vez mayor penumbra de las calles plagadas de árboles de Evanston mientras su indignación iba tornándose en una sensación más familiar de fracaso y estupidez. Decidió salir a correr para sacarse todo aquello de la cabeza.
Nunca había corrido bien (ni siquiera cuando estaba en plena forma) y aborreció cada paso que daba mientras corría torpemente por las peligrosas aceras como si de un perezoso en patines se tratara. Correr le aburría, siempre lo había hecho, a pesar de que, por lo general, le reportaba la compensación de sentirse vagamente orgulloso. Esta vez no pudo olvidarse de lo acontecido en el día, cuyos recuerdos avanzaban pesadamente tras él como un perro lobo perdido.
Su despido venía de lejos. Peter, el director del instituto (Thomas siempre pensaba en él como una ardilla de dibujos animados: Peter el Director), le había dado una oportunidad tras otra y él las había echado a perder como un hombre que va dinamitando cuidadosamente los puentes que deja tras de sí. Quizá Peter no era el único personaje de dibujos animados de esta historia.
Regresó a casa resollando; se duchó; se comió la pizza, que sin duda fue la mejor parte de aquellas últimas doce horas, y comenzó con el güisqui. A las ocho ya se había bebido casi un cuarto, una cantidad peligrosa. Bebía el güisqui en un vaso de cristal bueno, dos hielos por vaso, y lo tomaba a sorbos en vez de a tragos, si bien de manera constante, apenas sin una pausa entre trago y trago, o, mejor dicho, entre vaso y vaso. El vaso había sido parte de un regalo de bodas, recordó mientras lo estudiaba al igual que haría un tasador del Antiques Roadshow mientras especulaba sobre alguna época perdida.
A las diez fue dando tumbos hasta el baño, cogió todas las pastillas que pudo encontrar y las metió en otro vaso de güisqui, que colocó en la mesa de centro que tenía junto a su sillón de cuero. Lo prosaico (blanco y marrón, y rojo y amarillo) mezclado con lo exótico (comprimidos translúcidos e iridiscentes de color azul y verde neón). Fundamentalmente eran aspirinas e ibuprofeno, pero algunas eran para un propósito más difícil de dilucidar que había olvidado tiempo atrás. ¿Antigripales? ¿Laxantes?
—¡Vaya, esto va a ser divertido! —dijo en voz alta.
Durante algunos minutos se limitó a permanecer allí sentado y mirar el vaso, reflexionando: no más luchas con las verdades eternas, no más desesperación, no más pensamientos angustiosos acerca de qué deparará el futuro. Pensó que tomaría la decisión a su antojo, como si se tratara de elegir qué abrigo llevar cuando hace un tiempo inestable.
No es lo suficientemente bueno, ¿verdad? Y, además, parecería una respuesta por haber perdido tu trabajo. Peor, parecería un gesto teatral.
—Dios —dijo—. No. Cualquier cosa menos eso.
Cogió el vaso de pastillas y lo agitó, tras lo cual lo puso otra vez en la mesa, lentamente, pero con convicción. Nada de melodramas baratos, no esa noche, incluso a pesar de no tener razón alguna para levantarse por la mañana.
Ante eso comenzó a reírse para sus adentros. A continuación hizo rechinar los dientes, se echó algo de agua por la cara en el fregadero de la cocina y tiró las pastillas en el triturador de basura. Solo una vez que el crujido ensordecedor de la máquina se hubo convertido en el familiar silbido que indicaba que el contenido había sido triturado por completo y desechado, pensó que quizá necesitara alguna de ellas por la mañana.

Permaneció en casa todo el día siguiente leyendo distraídamente algunos fragmentos de Paraíso perdido porque encontraba familiar el ritmo de los versos, reconfortante incluso. No tenía tiempo para el Dios de Milton esos días (ni para el Dios de nadie), pero volver a leer aquel poema lo remontó a sus años de instituto y le hizo olvidar su sensación de fracasos acumulados.
Al día siguiente vio un par de películas malas en la televisión y fue a una churrasquería, si bien regresó a casa para beber porque era más barato y menos humillante que sentarse a beber solo en un bar. Y corrió, por supuesto, castigando su cuerpo por las deficiencias de lo que Peter el Director llamaba su «carácter».
Tenía treinta y siete años, aunque se sentía mayor; un hombre larguirucho de extremidades desmañadas y una manera lenta y pesada de moverse. Su ex mujer lo llamaba por todos los nombres de animales que se le venían a la mente (en ocasiones cariñosamente), sobre todo de animales torpones y poco impresionantes que la mayoría de la gente obviaba en el zoo para ver a los grandes felinos: toros y camellos, búfalos de agua y rinocerontes.
Y mulas, pensó. No te olvides de las mulas.
Porque no solo se trataba de su cuerpo y de cómo lo usaba. También era su temperamento. Su inteligencia no era precisamente la de una mula. A Kumi le gustaba decirle que era demasiado listo en el buen sentido. Pero tenía una veta terca, una leve rebeldía que podía tornarse en beligerante si lo incitaban lo suficiente y, si iba a ser totalmente honesto a aquel respecto, una falta de sensibilidad obstinada en cuanto a as prioridades de los demás.
No era de extrañar, quizá, que hubiese vivido solo durante los últimos seis años, el tiempo suficiente para acostumbrase a ello. En aquellos seis años se había levantado solo todas y cada una de las mañanas, por lo que había llegado a percibirlo como algo normal, y no solo porque no había tenido la oportunidad de llevarse a nadie a la cama con él. Dejando el melodrama ebrio a un lado, se dijo para sí, se sentía cómodo solo.
Lo que me viene muy bien, porque nadie me soporta demasiado tiempo… Dibujó otra de aquellas sonrisas reprobatorias y sombrías que comenzaban a formar parte de su expresión habitual.
La casa estaba oscura y fría, y pensó que quizá debería economizar al menos en calefacción, así que añadió un par de troncos al fuego y se sirvió otro vaso de Cluny, que calentó en sus manos hasta que los vapores cosquillearon sus orificios nasales. Su mente seguía rememorando la reunión con la que su trayectoria profesional había terminado.
—La primera vez que vino aquí —le había dicho el director—, pensamos que nos había tocado la lotería. Los chavales lo adoraban. Los padres lo adoraban. El consejo escolar lo adoraba. Demonios, hasta los medios lo adoraban. Sus estudiantes sacaban excelentes notas en los exámenes, lograban becas y creaban sus propios clubes de lectura y escritura. ¡Sus propios clubes de lectura! Era increíble. Usted siempre se mostraba dogmático, pero también era muy trabajador y una persona de principios y, francamente, el mejor profesor que había visto jamás.
Thomas asintió, sonriendo levemente, recordándolo como si le hubiese ocurrido a otra persona. Por supuesto, así no era como había concluido la conversación.
—Pero desde hace unos cinco años —había proseguido Peter—, todo comenzó a irse a pique. Todo. Ahora… no lo sé. No es por sus malditas causas o su bravuconería, Thomas. Se queja de todos esos… esos asuntos, pero en el fondo no creo que realmente le importe ninguno de ellos.
Thomas seguía sentado frente al director, todavía muy lejos de poder dar una respuesta. Al final había dicho:
—No sé cómo arreglarlo. Es lo que soy, supongo. Es lo que hago.
A lo que Peter le había respondido de un modo tan tajante que había sido la única sorpresa real del día:
—Ya no, Thomas. No aquí.
Y así había terminado.
Cuando el teléfono sonó, Thomas apenas si estaba consciente y su primer impulso fue hacer caso omiso.
Probablemente fuera Peter, que llamaba para explicarle la presión a la que estaba sometido, esperando que Thomas no se lo tomara como algo personal. Peter el Director no era un mal tipo, después de todo.
No señor. Peter es un ciudadano íntegro, un príncipe entre los hombres.
Thomas se movió lentamente hacia el teléfono y permaneció un instante mirándolo con la mente en blanco, sintiendo tan solo perplejidad y cierto cansancio. Lo cogió para que dejara de sonar y, supuso, para poner fin a todo aquello. Si dejaba que saltara el buzón de voz, tendría que escuchar las sinceras disculpas de Peter en la oscuridad y luego otra vez cuando inevitablemente volviera a llamar y Thomas no pudiera eludirlo por más tiempo.
—¿Sí? —dijo.
—¿Podría hablar con Thomas Knight, por favor?
Era un hombre, pero no Peter, y la voz sonaba extrañamente formal.
¿La prensa?
—Podría —dijo Thomas—, pero ahora mismo está ocupado con una botella de güisqui. Me sorprende que todavía sea de interés periodístico. Quiero decir, han pasado ya más de diez minutos desde que lo despidieron. —Una exageración muy hamletiana, pensó, dignificando así lo que a todas luces era una burla petulante e inmadura—. ¿O se trata de un artículo planteado desde el punto de vista del interés humano de la noticia?
Se produjo una breve pausa. Cuando la voz volvió a hablar sonó más prudente, seria incluso.
—¿Disculpe? Estoy buscando a Thomas Knight, el hermano del padre Edward Knight.
Y entonces la habitación comenzó a dar vueltas y el nombre de su hermano mayor lo crispó por lo inusual.
—Al aparato —respondió, añadiendo sin necesidad—: Aquí el hermano de Ed Knight.
—Soy el padre Frank Harmon. Soy el superior provincial de la Compañía de Jesús en Chicago.
Thomas asintió y se obligó a decir:
—¿Sí?
Lo dijo con cierto deje sarcástico y burlón, una vieja amargura que no podía contener cuando trataba con autoridades de la Iglesia católica, una amargura que sobresalía incluso a través del terror que en ese momento sentía cernirse sobre él cual neblina.
—Lamento tener que comunicarle malas noticias —dijo la voz.

2

Los asientos del taxi eran fríos y duros, pero su viejo Volvo, tras dos días parado en la nieve, se había negado a mostrar cualquier señal de vida. Mientras observaba desde el asiento trasero como las calles cuadriculadas de Oak Park se abrían ante él y el conductor (parapetado tras la mampara de seguridad) conversaba por la radio en hindi, Thomas no pudo evitar sentirse como si lo hubieran detenido. Todavía quedaba nieve en el suelo, de unos cuantos centímetros de espesor, pero aquellas calles y carreteras plagadas de baches estaban limpias, por lo que la impresión general era la de un trabajo a medio hacer. Eran calles de viviendas unifamiliares que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y las nimias diferencias entre ellas no hacían sino reforzar su uniformidad. La rectoría, si es que esa era la palabra adecuada, era diferente en la forma, pero no en el aspecto.
Estaba unida a una iglesia de ladrillo en estado ruinoso (mucho más pequeña de lo que Thomas recordaba) que pedía a gritos una reparación; el techo tenía varios parches provisionales, las paredes estaban manchadas y a punto de venirse abajo, y la franja de esmalte azul estaba podrida y comenzaba a descascarillarse. «Parroquia de San Antonio», rezaba el letrero, con letras doradas resquebrajadas. Thomas se apostaría una importante cantidad de dinero a que aquel lugar solo llenaba un cuarto de su capacidad los domingos y mucho menos todavía el resto de la semana. Era una iglesia como aquella a la que él acudía de niño, un edificio que de alguna manera estaba desapareciendo, parte de un mundo pasado. No lo suficientemente viejo como para resultar pintoresco, pero tampoco lo suficientemente espléndido como para inspirar respeto; un edificio construido sobre la expectativa de un futuro abundante, ahora oscuro, cuya impronta iba perdiendo relevancia cada día…
Déjalo.
Thomas hizo caso omiso de su estado de ánimo, dejó en el suelo el maletín vacío que había llevado consigo para recoger las cosas de Ed y llamó al timbre. Se escuchó un sonido metálico y monótono en la distancia. Y a continuación, nada salvo el viento. Thomas se parapetó tras su abrigo con pesar. Observó un Honda de color blanco deslavado que había en la calle. Era lo suficientemente antiguo como para tener aquellos ángulos tan cuadrados y la carrocería estaba carcomida por el frío de Chicago y (peor todavía) la sal que echaban en las calles y carreteras.
La puerta se abrió y tras ella apareció un hombre que llevaba en la mano un sándwich a medio comer. Tendría unos cincuenta años, era delgado y calvo, y estaba masticando. Le hizo una seña con el sándwich y se echó a un lado, dejando que Thomas entrara. Cuando la puerta se cerró de golpe tras ellos, el viento cortante amainó, pero el pasillo no era mucho más cálido. También estaba oscuro, y olía a humedad y moho.
—¿Una taza de té? —dijo el hombre mientras seguía masticando su sándwich y avanzaba rápidamente por el pasillo.
—Eh… sí —dijo Thomas. Siguió la estela del enjuto hombre y se apresuró tras él, percibiendo el aroma a mantequilla de cacahuete que dejaba tras de sí.
—Hace frío hoy, ¿eh? —dijo el hombre cuando entraron a una cocina austera y desvaída.
—Empeorará antes de mejorar —dijo Thomas.
—Le daré algo para ahora y veré si puedo llamar a algún refugio —dijo el hombre mientras hurgaba entre una pila desnivelada de papeles. La habitación parecía hacer las veces de cocina y despacho, insuficiente en ambos casos—. Pero suelen quedarse cortos de camas en esta época del año —dijo sin levantar la vista.
—Perdone —dijo Thomas—, mi nombre es Thomas Knight.
—Jim —dijo el hombre mientras alzaba la vista y asentía con la cabeza. Tenía acento irlandés, o quizá escocés. Siguió rebuscando por entre los papeles, descartando los que consideraba que no le eran de utilidad, con la mirada totalmente concentrada en la tarea.
—Ed Knight era mi hermano —dijo Thomas.
Quizá le llevara medio segundo, pero a continuación el hombre que había dicho llamarse Jim se quedó inmóvil, se irguió lentamente y dejó escapar un largo y vocalizado suspiro, en parte por haber caído finalmente en la cuenta y en parte en reprobación a sí mismo.
—Sí —dijo—. Lo siento. Pensé…
—Pensó que era un vagabundo —dijo Thomas. Para su sorpresa, se percató de que estaba sonriendo.
—Es la maleta —dijo Jim señalando con la cabeza hacia su estropeado equipaje—. Y la costumbre.
—No hay problema —dijo Thomas mientras pensaba que, en otras circunstancias, también él podría haber tomado a aquel hombre por un vagabundo—. ¿Y usted es…?
—Jim —dijo Jim—. Perdone, creía que se lo había dicho.
—Así es —dijo Thomas—. Me refería a si es el encargado de la casa o el jardinero…
—¿Acaso ha visto algún jardín? Aquí no hay ningún maldito jardinero. No, soy el sacerdote de la parroquia. El padre Jim Gornall. Encantado de conocerlo. Su hermano fue enviado aquí a echar una mano. Era un buen hombre.
Un buen hombre. No enfatizó el «buen», como si estuviera haciendo una afirmación acerca de la piedad o la moral de Ed. Lo dijo como un soldado habla de un compañero caído en la batalla.
Thomas dudó un instante demasiado largo mientras procesaba la idea de que aquel irlandés despeinado y desgarbado fuera sacerdote, y Jim se encogió de hombros sin mostrar vergüenza ni indignación. No le importaba, y a Thomas inmediatamente le resultó simpático.
—¿Sigue queriendo un té? —dijo Jim.
—Estaría bien.
—La costumbre de nuevo —dijo el irlandés—. Cuando se necesita entrar en calor, ser acogido o algo de consuelo, el té es generalmente la primera línea de ataque.
—A menos que se pueda pasar directamente al güisqui.
—Exacto —dijo el sacerdote con una sonrisa repentina que le iluminó todo el rostro—. El vicio católico obligatorio. ¿Le gustaría tomar uno?
—Un poco pronto para mí —dijo Thomas, añadiendo después a modo de disculpa conforme la mentira iba haciendo mella en él—: Hoy no.
—Bien —dijo el sacerdote—. Té entonces.
Bebieron de tazas pesadas, descascarilladas pero limpias, sentados a ambos lados de una insuficiente estufa eléctrica que estaba puesta en el modo más bajo.
—No vale para nada —dijo el sacerdote—. Si la subo más revientan todas las luces del edificio.
Thomas rió entre dientes.
—¿Y qué hace un genuino sacerdote irlandés en Chicago?
—Escasez de sacerdotes —dijo este—. Quería venir a Estados Unidos, así que solicité realizar mi seminario aquí en vez de en casa. Eso fue hace mucho tiempo. Me gusta pensar en mí mismo como una especie de misionero —dijo sonriendo de nuevo.
—¿No cree que Estados Unidos ya tiene suficiente religión? —dijo Thomas mirándolo a los ojos.
—Por eso necesitan un misionero —dijo Jim.
—Creo que no lo sigo —dijo Thomas.
—Olvídelo —dijo el sacerdote, haciendo caso omiso de su comentario—. Es una broma privada. Me resulta familiar. ¿Nos hemos visto antes?
—No lo creo. La gente dice que me parezco a Ed.
—Quizá sea por eso. ¿Cuándo quiere ocuparse de las pertenencias de Ed? —dijo el sacerdote—. No le llevará mucho tiempo. Aquí no hay demasiadas cosas.
—¿Qué hay de… dónde murió? —dijo Thomas—. No me lo dijeron. Me dijeron que había ocurrido en el extranjero, pero no dónde. —Dejó de hablar y el silencio pareció largo y cargado—. Supongo que debería haber preguntado —añadió de manera poco convincente.
El sacerdote torció el gesto.
—No tenía muchas cosas —dijo—. Nada más que un maletín o dos. Sus bienes materiales, los que sean, están aquí, y lo que no reclame irá a la orden.
—¿Qué estaba haciendo? —dijo Thomas—. No era misionero, ¿verdad?
—No —dijo Jim—. Al contrario que yo. Había sido enviado aquí para unos meses. Soy sacerdote diocesano. Él era un jesuita, un miembro de la Compañía de Jesús. Lo tenía, digamos, en préstamo para que me ayudara durante un tiempo. Cuando las cosas se calmaron, se marchó de retiro espiritual. Esperé su regreso durante un tiempo, pero probablemente habría sido enviado a otro sitio a finales de año. Se rumoreaba que podrían enviarle a dar clases en Loyola.
Thomas asintió, pero había algo en el sacerdote que le parecía cauteloso, evasivo incluso, a pesar de mostrarse alegre y simpático. Aquel sacerdote era muy ágil mentalmente y, si su aspecto disperso y despeinado no era una pose, realmente conducía a equívocos.
—Las cosas de Ed —dijo Thomas—. ¿Solo cojo lo que quiera y el resto lo tiro?
Aquello no había estado bien, había sido irrespetuoso.
—Por lo que tengo entendido, usted es más un albacea que un heredero —dijo el sacerdote—. Los jesuitas hacen un voto de pobreza, por lo que no poseen bienes como podemos poseerlos usted o yo. Van a mandar a un abogado para echar una mano. Técnicamente todo pertenece a la orden, pero estoy seguro de que respetarán sus deseos si hay cosas personales que desee quedarse.
—No creo que las haya —dijo Thomas con mayor brusquedad de la que había pretendido. El sacerdote asintió y Thomas apartó la vista. No quería llegar a una conversación acerca de por qué había perdido el contacto de esa manera con su único hermano.
—Entonces será una visita breve —dijo el sacerdote mientras le daba un sorbo al té y observaba a Thomas por encima del borde de la taza—. Pero puede pasar aquí la noche, si lo desea.
—No será necesario —dijo Thomas—. Vivo por la zona.
—¿Qué es «necesario»? —Jim se encogió de hombros—. Un poco de compañía no me vendría mal.
Thomas pensó con rapidez. No tenía ninguna prisa por llegar a casa y, por extraño que pareciera, la perspectiva de estar (aunque fuera durante un instante) en el espacio de su hermano, en lo que había sido su vida, le resultaba atractiva.
—De acuerdo —dijo—. Gracias.
—Puede ir a la habitación de Ed —dijo el sacerdote—. Al final de las escaleras, a la izquierda. Illinois juega esta noche. ¿Le gusta el baloncesto?
—Lo cierto es que no.
—Perfecto —dijo Jim—. A mí tampoco. Podemos pedir una pizza, un par de cervezas y ver a gente extrañamente alta corriendo sin razón aparente.
Aquel acto tan franco de generosidad cogió a Thomas desprevenido, así que transcurrió un instante hasta que el agradecimiento pudo abrirse paso hasta su rostro y voz.
—Eso estaría muy bien —dijo—. ¿Puedo subir?
—Por supuesto. Si no le importa, debo dejarle —dijo el sacerdote—. Tengo una reunión de dirección espiritual.
Thomas se echó a reír.
—Eso no me vendría mal —dijo mientras subía las escaleras, evitando la mirada del sacerdote.

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