El rapto de la Bella Durmiente

Género :


Con esta admirable novela erótica Anne Rice –que aquí firma con el pseudónimo de A.N. Roquelaure– inicia su sugestiva trilogía de la Bella Durmiente. Tras cien años de sueño profundo, la Bella Durmiente abre los ojos al recibir el beso de un príncipe. Despierta completamente desnuda y sometida en cuerpo y alma a la voluntad de su liberador, quien la reclama de inmediato como esclava y se la lleva con él a su reino…
El verdadero nombre de Anne Rice es Hovard Allen. Nació en Nueva Orleans en 1941 y fue la segunda de cuatro hermanos. Rice estudió en la Universidad de Berkeley, pero terminó sus estudios en la Universidad Estatal de San Francisco donde se graduó en Filosofía y Letras, en la especialidad de Ciencias Políticas y Escritura Creativa. En 1965 publicó su primera obra titulada October 4, 1948. Anne Rice es autora de tres famosas series: Crónicas Vampíricas (Entrevista con el vampiro; Lestat el vampiro; La reina de los condenados; El ladrón de cuerpos; Memnoch el diablo; Armand, el vampiro y Sangre y oro), Las Brujas de Mayfair (La hora de las brujas; La voz del diablo y Taltos), y la más reciente Nuevas Historias de los Vampiros (Pandora y Vittorio, el vampiro). Además, ha elaborado una reinterpretación de los Evangelios en su serie sobre El Mesías (El niño judío y Camino a Caná). Todas sus obras han sido publicadas por Ediciones B. En la actualidad reside en Rancho Mirage, California.

ANTICIPO:

Bella permanecía al pie de la cama con las manos enlazadas en la nuca. Sus nalgas palpitaban con un dolor ardiente que en aquel instante casi resultaba placentero si lo comparaba con el que le produjo la zurra que había recibido poco antes.
Por un instante había dejado de llorar. Acababa de retirar con los dientes la colcha de la cama del príncipe mientras mantenía las manos a la espalda; luego, también con los dientes, llevó sus botas hasta un rincón de la habitación.
En ese momento se encontraba a la espera de nuevas órdenes y, pese a que mantenía la vista baja, intentaba observar al príncipe sin que él se diera cuenta.
Él había echado el cerrojo de la puerta, y estaba sentado a un lado de la cama.
Su pelo negro, suelto y ondulado hasta la altura de los hombros relucía a la luz de la vela de sebo. A ella su rostro le parecía muy hermoso, quizá porque su fisonomía tenía una forma delicada a pesar del tamaño de los rasgos; no lo sabía con seguridad.
Incluso sus manos la embelesaban. Los dedos eran tan largos, tan blancos, tan delicados.
Bella sintió un gran alivio al quedarse a solas con él. Los momentos transcurridos abajo, en la posada, habían supuesto una agonía terrible para ella y, aun cuando él todavía conservaba la pala de madera y ella sabía que podría recibir una zurra mucho más fuerte que la de aquella desagradable muchacha, estaba tan contenta de estar a solas con él que no sentía miedo. No obstante, le asustaba la idea de no haberle satisfecho.
Bella se preguntó en qué se habría equivocado. Obedeció todas sus órdenes; y él sabía lo difícil que esta era para ella. El príncipe tenía que ser absolutamente consciente de lo que significaba que la desnudaran y la mostraran así ante todo el mundo, públicamente, y Bella estaba segura de que él valoraba que esta sumisión de la que él hablaba surgiera de sus actos y de sus gestos mucho antes que de la propia mente del príncipe. Pero aun cuando ella se esforzaba en justificarse, no dejaba de preguntarse si hubiera podido hacerlo todavía mejor.
¿Acaso querría él que llorara más cuando la azotaba? No estaba segura. Sólo de pensar en aquella chica zurrándola delante de todo el mundo le entraban ganas de llorar de nuevo, pero no lo hizo porque sabía que el príncipe, al ver sus lágrimas, se preguntaría el motivo de sus lloros puesto que únicamente le había dicho que permaneciera inmóvil a los pies de la cama.
Sin embargo, el príncipe parecía sumido en sus propios pensamientos.
Ésta es mi vida, se decía Bella. Él me ha despertado y reclamado. Mis padres han recobrado su reino, que vuelve a ser suyo, y, lo que es más importante, su vida les pertenece otra vez, y yo a él. Pensar en estas cosas le supuso un gran descanso y un leve despertar en su interior que casi conseguía que sus nalgas doloridas y palpitantes se sintieran de pronto más reconfortadas. ¡El dolor le hacía sentir aquella parte del cuerpo con tanta vergüenza! Pero luego, mientras cerraba los ojos para impedir que brotaran estas lágrimas suaves y lentas, bajó la mirada en dirección a sus pechos hinchados, a los pequeños y duros pezones, y allí también fue consciente de sí misma, como si él le hubiera palmoteado los pechos, cosa que no había hecho desde hacía un buen rato. Todo ello le provocaba un apacible desconcierto.
La princesa se esforzaba por entender su vida. Recordó que por la tarde, en el acogedor bosque, al caminar delante del príncipe, que iba a caballo, sintió el roce de su propia melena sobre el trasero, y entonces se preguntó si a él le parecería hermosa. En aquel momento deseó que la subiera a su lado, que la besara y la acariciara. Por supuesto, no se atrevió a volver la vista. No se imaginaba lo que él habría hecho si hubiera sido tan necia, pero el sol había dibujado sus sombras por delante de ella y al ver su silueta Bella sintió tal placer que le dio vergüenza; sus piernas flaquearon y en su interior percibió la más extraña de las sensaciones, algo que nunca conoció en su vida anterior, aunque quizá sí en sueños.
En este instante, al pie de la cama, la despertó la orden que el príncipe le dio en voz baja pero con firmeza.
—Venid aquí, querida mía —dijo, e hizo un gesto para que se arrodillara ante él—. Esta camisa tiene que abrirse por delante. Aprenderéis a hacerlo con los labios y los dientes. Yo seré muy paciente con vos.
Bella pensaba que le tocaría sufrir la pala, así que al oír estas palabras se acercó con gran alivio, casi con demasiada prisa por obedecer, y tiró de la gruesa lazada que cerraba la camisa por la garganta. La carne del príncipe le pareció cálida y suave. Carne de hombre. «Tan diferente», pensó. Rápidamente soltó la segunda lazada y la tercera. Forcejeó con la cuarta, que estaba en la cintura, pero él no se movió y, luego, cuando acabó, inclinó la cabeza, mantuvo las manos, igual que antes, en la nuca y esperó. —Abridme los pantalones —le dijo él. Las mejillas se le encendieron; Bella lo intuía. Pero, una vez más, no vaciló. Tiró del tejido por encima del gancho hasta que se soltó. Entonces vio su sexo, allí abultado, dolorosamente torcido. De pronto quiso besarlo, pero no se atrevió y su propio impulso la escandalizó.
El príncipe había extraído su miembro. Estaba duro. Bella se lo imaginó entre sus propias piernas, turbulento y demasiado grande para su abertura virginal, llenándola de aquel tremendo placer que la noche anterior la inundó y la devastó. Sabía que se estaba sonrojando desesperadamente.
—Ahora, id al estante que hay en ese rincón y traed la palangana con agua.
Ella casi se precipitó por el suelo. En la fonda, él le había repetido en varias ocasiones que se moviera con rapidez y, aunque al principio le resultó odioso, ahora lo hacía instintivamente. Trajo la palangana con ambas manos y se la ofreció. En el agua había un paño.
—Escurrid bien el paño —dijo él— y lavadme, deprisa.
Bella obedeció al instante, sin dejar de observar maravillada aquel sexo, su longitud, su dureza y la punta con su pequeña abertura. El día anterior aquel miembro la había dejado escocida, aunque de todos modos el placer la había paralizado. Jamás hubiera imaginado que pudiera existir semejante placer secreto.
—Y ahora, ¿ sabéis lo que quiero de vos ? —preguntó el príncipe con voz tierna. Su mano le acarició cariñosamente la mejilla y le echó el pelo hacia atrás. Ella se moría de ganas de mirarle, deseaba tanto que le ordenara que lo mirara a los ojos. Era algo que la aterrorizaba pero tras el primer instante le resultaba tan maravilloso: su expresión, aquel rostro hermoso y casi delicado, y aquellos ojos negros que parecían no aceptar ningún compromiso.
—No, mi príncipe, pero sea lo que fuere… —empezó ella.
—Sí, querida mía… estáis siendo muy buena. Quiero que os la introduzcáis en la boca y que la frotéis suavemente con la lengua y los labios.
Ella se escandalizó. Nunca había imaginado algo así. De pronto, cruelmente, se dijo que ella había sido una princesa, y repasó mentalmente toda su existencia antes de quedarse dormida. Estuvo a punto de empezar a gemir, le estaba dando una orden su príncipe y no una persona desagradable a quien la hubieran entregado como esposa, así que cerró los ojos y se metió el miembro en la boca mientras notaba su enorme tamaño y su endurecimiento.
El pene le tocaba ligeramente la parte posterior de la garganta mientras ella empujaba la boca adelante y atrás, siguiendo las indicaciones del príncipe.
El sabor era casi delicioso; tuvo la impresión de que unas pequeñas gotitas de un líquido salado entraban en su boca. Luego, él dijo que era suficiente, y se detuvo.
La princesa abrió los ojos.
—Muy bien, Bella, muy bien —dijo el príncipe.
De pronto pudo advertir que él padecía por la necesidad, y esto la hizo sentirse orgullosa; en ella surgió, incluso en su desamparo, un sentimiento de poder.
Pero él ya se había incorporado y la ayudaba a levantarse. Mientras estiraba las piernas se dio cuenta de que aquel placer extenuante se había apoderado de ella. Por un instante sintió que no podía tenerse de pie, pero desobedecerlo era algo impensable. Rápidamente se puso firme, con las manos detrás del cuello, y evitó humillarse con cualquier movimiento de sus caderas. ¿Se habría dado cuenta él? Bella volvió a morderse el labio y sintió que estaba dolorido.
—Hoy os habéis comportado maravillosamente bien, habéis aprendido mucho —dijo el príncipe con ternura. Su voz resultaba sumamente dulce y tremendamente firme al mismo tiempo. Le hacía sentirse casi adormilada; aquel placer se fundía en su interior.
Luego se percató de que él se estiraba hacia atrás para coger la pala, y sin darse tiempo para contenerse Bella soltó un grito sofocado, y sintió que la mano de él la cogía por el brazo, le retiraba las manos de la nuca y le daba la vuelta. Bella quería gritar; «¿qué he hecho?», se preguntó.
Pero la voz del príncipe le susurraba al oído.
—Yo mismo he aprendido una lección muy importante: el dolor debilita vuestra resistencia, hace que todo os resulte más fácil. Ahora sois infinitamente más maleable que antes de que os propinaran aquella zurra en la posada.
Ella quiso negarlo con la cabeza pero no se atrevió. La atormentaba el recuerdo de todas aquellas personas que presenciaron cómo la azotaban: le habían dado la vuelta para que todos los que estaban en las ventanas vieran su trasero y su entrepierna, y para que los soldados observaran su cara. Fue terriblemente doloroso. Al menos ahora sólo estaría su príncipe. Si se lo pudiera decir: por él era capaz de hacer cualquier cosa, pero con todos los demás… era un castigo tan atroz…
Ella sabía que esto no estaba bien, que no era lo que él quería que pensara, lo que él intentaba enseñarle. Pero en ese momento era incapaz de pensar.
El príncipe se situó a su lado. Sostenía su barbilla con la mano izquierda. Le había ordenado que doblara los brazos en la espalda, algo que le resultaba difícil, pues era peor que enlazar las manos detrás del cuello. Esta posición le arqueaba el cuerpo, la obligaba a sacar el pecho y hacía que sintiera la penosa desnudez de sus senos y su cara. Bella gimió en silencio mientras él le echaba el pelo hacia atrás y colocaba la larga melena sobre el hombro derecho.
El pelo le cubría el brazo, pero él lo apartó de los pezones, que luego pellizcó con fuerza, con el índice y el pulgar, levantando ambos pechos y dejándolos caer por su propio peso.
Con toda seguridad, la cara de Bella estaba encendida, pero ella sabía que lo que vendría a continuación sería aún peor.
—Separad las piernas lentamente. Apoyaos firmemente en el suelo —dijo—, para aguantar los golpes de la pala.
Bella quiso ponerse a gritar, e incluso a través de sus labios apretados los sollozos le sonaron muy fuertes.
—Bella, Bella —ronroneó—. ¿Queréis complacerme?
—Sí, mi príncipe —lloró ella. El labio le temblaba espasmódicamente.
—Entonces, ¿por qué lloráis si ni siquiera habéis sufrido la pala? Vuestro trasero sólo está un poco dolorido. Hay que ver, la hija del mesonero tenía tan poca fuerza… Bella lloró casi con amargura, como si a su manera, sin palabras, quisiera decirle que tenía razón pero que era sumamente difícil.
En aquel instante él le sostenía la barbilla con firmeza, sujetándole todo el cuerpo, y entonces Bella sintió el primer y fuerte golpe de la pala.
Fue una explosión de dolor punzante en la caliente superficie de su carne. El segundo azote llegó mucho antes de lo que creía, y luego un tercero, un cuarto y, contra su voluntad, se puso a gritar con todas sus fuerzas.
El príncipe se detuvo y la besó con suavidad por toda la cara:
—Bella, Bella —suspiró—. Ahora os doy permiso para hablar… decidme qué queréis hacerme saber.
—Quiero complaceros, mi príncipe —ella luchaba en vano—, pero duele mucho, aunque he intentado complaceros con ahínco.
—Pero, querida mía, me complacéis soportando ese dolor. Ya os he explicado antes que el castigo no será siempre consecuencia de una falta. A veces simplemente sucederá para contentarme.
—Sí, mi príncipe —sollozó ella.
—Os diré un pequeño secreto sobre el dolor. Sois como una cuerda de arco tensada. El dolor os relaja, os ablanda, como a mí me gusta veros. Es digno de mil órdenes y reprimendas, y no debéis resistiros. ¿Comprendéis lo que os digo? Debéis entregaros al dolor. Con cada golpe estrepitoso de la pala tenéis que pensar en el siguiente y en el siguiente, y en que es vuestro príncipe quien os está pegando, provocándoos este dolor.
—Sí, mi príncipe —contestó ella con resignación.
De nuevo, él le levantó la barbilla y volvió a zurrarle en el trasero una y otra vez. Bella sentía cómo sus nalgas se calentaban más y más a causa del dolor. Los palazos le sonaban muy fuertes y casi demoledores, como si el propio sonido fuera tan espantoso como el dolor. No podía comprenderlo.
Cuando él volvió a detenerse, Bella estaba sin aliento y lloraba frenéticamente, como si aquel torrente de golpes la hubiera humillado más que el peor dolor jamás sufrido.
Entonces el príncipe la rodeó con sus brazos. Al notar la áspera ropa y la fuerza de sus hombros contra su firme pecho desnudo, Bella sintió un placer tan tranquilizador que mitigó los sollozos y su boca lánguida se fue abriendo cada vez más, apoyada en él.
Los ásperos pantalones del príncipe rozaban su sexo. Bella se apretaba cada vez más contra aquel cuerpo hasta que él la obligó a retroceder con un suave movimiento, como si la reprendiera en silencio.
—Besadme —dijo, y la sacudida de placer que recorrió su cuerpo cuando él cerró la boca sobre la suya fue tal que Bella casi se sintió incapaz de tenerse en pie, lo que la obligó a dejar caer su peso contra él.
El príncipe la volvió hacia la cama.
—Es suficiente por esta noche —dijo con ternura—. Mañana se nos presenta un duro viaje.
Él le dijo que se echara.
De repente, Bella se dio cuenta de que el príncipe no iba a poseerla. Le oyó desplazarse hasta la puerta y, de pronto, ese placer que Bella sentía entre las piernas se convirtió en una agonía. Todo cuanto podía hacer era llorar en silencio contra la almohada, e intentar impedir que las sábanas tocaran su sexo porque temía no poder evitar algún movimiento ondulante. Además, estaba segura de que él la observaba. Era evidente que el príncipe pretendía que ella sintiera placer, pero ¿sin su permiso?
Bella permaneció echada, rígida, llorando. Un momento después oyó voces a su espalda.
—Lavadla y ponedle un ungüento calmante en las nalgas —decía el príncipe— y si queréis podéis hablar con la princesa, y ella con vos. Tratadla con el mayor de los respetos —ordenó él. Luego Bella oyó cómo sus pasos se desvanecían.
Se quedó tumbada boca abajo, demasiado asustada para mirar hacia atrás. La puerta volvió a cerrarse. Oyó pasos, y el sonido de un paño en la palangana de agua.
—Soy yo, querida princesa —dijo una voz femenina. Era una mujer joven, de su misma edad, así que no podía ser otra que la hija del mesonero.
Bella hundió la cara en la almohada. «Esto es insoportable», pensó y de pronto odió al príncipe con toda su alma, aunque se sentía demasiado humillada para pensar en ello. Percibió el peso de la muchacha cuando se apoyó en la cama, a su lado y, a continuación, el roce de la tela del delantal contra su trasero avivó la irritación y el escozor de su carne.
La princesa tenía la impresión de que sus nalgas eran enormes, aunque sabía que no era cierto, o de que, debido a su rojez, desprendían algún tipo de luz espantosa. La muchacha tenía que sentir aquel calor. Precisamente esa muchacha, ella entre todas, era la que tanto se había esforzado en complacer al príncipe, azotándola con mucha más fuerza de lo que su alteza creía.
El paño húmedo le frotaba suavemente los hombros, los brazos, el cuello. Le friccionaba la espalda, luego los muslos, las piernas y los pies, mientras la muchacha evitaba con sumo cuidado tocar el sexo y la zona irritada de la princesa.
Luego, después de escurrir el paño, le tocó levemente las nalgas.
—Oh, ya sé que duele, queridísima princesa —le dijo en tono amistoso—. Lo siento, pero ¿qué podía hacer yo después de recibir las órdenes del príncipe? —El trapo era áspero al contacto con la irritación y Bella advirtió que, en esta ocasión, tenía un montón de ronchas. Gimió y, aunque detestaba a la muchacha con una repugnancia violenta que no había sentido por nadie más en su breve vida, tuvo que reconocer que el paño le produjo una agradable sensación.
Aquello conseguía calmarla; era como un delicado masaje aplicado a una picazón. Bella se serenó poco a poco mientras la muchacha continuaba lavándola con cuidadosos masajes circulares.
—Queridísima princesa —dijo la muchacha—, sé cómo sufrís, pero él es tan guapo, y siempre se sale con la suya, no se puede hacer nada al respecto. Por favor, habladme, decidme que no me despreciáis.
—No os desprecio —respondió Bella con una vocecita apocada—. ¿Cómo podría culparos o despreciaros?
—Tuve que hacerlo. Vaya espectáculo. Princesa, debo deciros algo. Quizás os enfadéis conmigo, pero tal vez os sirva de consuelo.
Bella cerró los ojos y posó la mejilla contra la almohada. No quería oírla pero aquella voz, el respeto y la delicadeza que transmitía, le gustaban. La muchacha no quería hacerle daño. La princesa sentía ese temor reverencial en la muchacha, esa humildad que Bella había reconocido en sus sirvientes durante toda su vida. En este momento no era diferente, ni siquiera con esta joven que la había sostenido sobre sus rodillas en una taberna y la había azotado en presencia de rudos hombres y pueblerinos. Bella la recordó como la había visto en la puerta de la cocina: su cabello oscuro y rizado formando bucles que le caían sobre la carita redonda, y esos grandes y recelosos ojos. ¡Qué feroz le habría parecido el príncipe! ¡Qué temor debió de sentir esperando que en cualquier momento el príncipe ordenara que la desnudaran y la humillaran a ella también! Bella, al pensar en esto, sonrió. Sintió ternura por la muchacha, y por sus dulces manos que en aquel momento le lavaban la carne caliente y dolorida con sumo cuidado.
—De acuerdo —dijo Bella—, ¿qué es lo que queréis decirme?
—Sólo que sois tan preciosa, querida princesa, que poseéis tanta belleza. Incluso cuando estabais allí, caray, ¿cuántas mujeres que aparentemente son hermosas podrían haber preservado su belleza en un trance semejante? Vos estuvisteis tan hermosa, princesa. —Una y otra vez repetía esta palabra, hermosa, aunque era evidente que buscaba otras palabras mejores que ella desconocía—. Estabais… tan graciosa, princesa —dijo—. Lo soportasteis tan bien, con tanta obediencia hacia su alteza, el príncipe.
Bella no dijo nada. Otra vez volvía a pensar en lo que debió de imaginar la muchacha. Pero hizo que Bella se sintiera tan consciente de sí misma que detuvo sus pensamientos. Esta muchacha la había visto tan de cerca… vio la rojez de la piel mientras era castigada y notó sus retortijones incontrolados.
Bella hubiera vuelto a llorar de nuevo, aunque no quería hacerlo.
Por primera vez, a través de una fina capa de ungüento, sintió sobre su piel los dedos desnudos de la muchacha que masajeaban los moratones. —¡Oooh! —gimió la princesa.
—Lo siento —dijo la muchacha—. Trato de hacerlo con cuidado.
—No, continuad. Haced que penetre bien —suspiró Bella—, de hecho, es agradable. Quizá sea el momento en el que retiráis los dedos… —cómo intentar explicarlo, sus nalgas colmadas de este dolor, picándole, las pequeñas sacudidas de intenso dolor, como de guijarros, en los moratones, y esos dedos pellizcándolas y soltándolas a continuación.
—Todo el mundo os adora, princesa —susurró la muchacha—. Todos han contemplado vuestra hermosura, sin nada que la disimule u oculte las imperfecciones. No tenéis defectos. Y se desmayan por vos, princesa.
—¿Es eso cierto o lo decís para consolarme? —preguntó Bella.
—Oh, claro que sí—dijo la muchacha—. Debíais haber oído a las mujeres ricas que estaban esta noche en el patio de la fonda. Fingían no sentir envidia, pero todas ellas sabían que desnudas no eran rivales para vos, princesa. Y, por supuesto, el príncipe estaba tan apuesto, tan guapo y tan… —Ah, sí—suspiró Bella. La muchacha ya había untado por completo las nalgas pero continuó añadiendo más ungüento para que penetrara en la carne. Esparció un poco más por los muslos. Detuvo sus dedos justo antes de llegar al vello del pubis y, una vez más, Bella sintió, con intenso malestar y vergüenza, que el placer volvía a ella. ¡Y con esta muchacha!
«Oh, si el príncipe se enterara», se le ocurrió de pronto. No le pareció que aquello fuera a agradarle y repentinamente pensó que podría castigarla en cualquier ocasión que sintiera este placer si no era él quien se lo daba. Bella intentó alejar de su mente estos pensamientos. Le hubiera gustado saber dónde se encontraba él en aquel momento.
—Mañana —dijo la muchacha—, cuando vayáis al castillo del príncipe, a lo largo de todo el recorrido, la calzada estará bordeada de gente que querrá veros. Corre la voz por todo el reino… Bella se sobresaltó al oír estas palabras. —¿Estáis segura de ello? —preguntó temerosa. Así, de repente, no podía asimilarlo. Recordó aquel momento apacible por la tarde en el bosque. Se hallaba sola delante del príncipe y casi consiguió olvidarse de los soldados que venían tras ellos. Pero de pronto, ¡la gente a lo largo del camino, esperando para verla! Recordó las calles concurridas del pueblo, aquellos momentos ineludibles cuando sus muslos desnudos o incluso sus pechos habían notado el roce de un brazo o del tejido de una falda; sintió que se le cortaba la respiración.
«Pero es lo que él quiere de mí —recapacitó—. No sólo que él me vea sino que todos me vean.» «A la gente le produce tanto placer contemplaros», le había dicho esa noche cuando entraban en la pequeña ciudad. La había empujado delante de él y ella lloró violentamente; lo único que veía a su alrededor eran los zapatos y las botas de los que no se atrevía a levantar la vista.
—Sois tan hermosa, princesa, que lo contarán a sus nietos —dijo la cantinera—. Están impacientes por regalarse la vista, y vos no les defraudaréis, no importa lo que les hayan contado antes. Imaginaos, no defraudar nunca a nadie… —la voz de la muchacha se apagó como si pensara: «Oh, me gustaría poder seguiros para verlo.»
—Pero, no lo entendéis —susurró Bella, repentinamente incapaz de contenerse—, no os dais cuenta…
—Sí, sí que me doy cuenta —dijo la muchacha—. Por supuesto… he visto a las princesas cuando pasan por aquí con sus magníficas capas cubiertas de joyas y me imagino lo que se debe sentir al verse expuesta al mundo como si fuerais una flor, mientras todos los ojos os fisgonean como dedos entrometidos, pero vos sois… tan espléndida, en definitiva, princesa, y tan única. Vos sois su princesa. Él os ha reclamado y todos saben que estáis en su poder y que le debéis obediencia. Eso no es ninguna vergüenza para vos, princesa. ¿Cómo podría serlo, con un príncipe tan admirable que os da órdenes? Oh, ¿creéis que no hay mujeres que renunciarían a todo para ocupar vuestro lugar, sólo por poseer vuestra belleza?
Bella se quedó admirada al oír esto. Pensó en ello. Mujeres que renunciarían a todo, que ocuparían su puesto. No se le había ocurrido. Volvió a recordar aquel momento en el bosque.
Pero luego también rememoró los azotes en la fonda mientras todos los demás la observaban. Recordó que había sollozado desesperadamente y que llegó a odiar su propio trasero colgado en el aire, y sus piernas separadas, así como esa pala que bajaba una y otra vez. En realidad, el dolor era lo de menos.
Pensó en la multitud que se agolpaba en el camino. Intentó imaginárselos. Todo eso iba a sucederle al día siguiente.
Ella sentiría esa inmensa humillación, ese dolor; y toda la gente estaría allí para verlo, para intensificar su deshonra.
La puerta se había abierto.
El príncipe entró en la alcoba. La joven cantinera se levantó de un brinco y le hizo una reverencia.
—Alteza —dijo la muchacha casi sin aliento.
—Habéis hecho un buen trabajo —fueron las palabras del príncipe.
—Ha sido un gran honor, alteza —contestó la muchacha.
El príncipe se acercó a la cama y, cogiendo a Bella por la muñeca derecha, la levantó y la puso de pie a un lado. Ella bajó la mirada obedientemente y, sin saber qué hacer con las manos, se las llevó rápidamente a la nuca.
Casi podía sentir la satisfacción del príncipe.
—Excelente, querida mía —dijo—. ¿No es preciosa, vuestra princesa? —le preguntó a la cantinera.
—Oh, sí, alteza.
—¿Le habéis hablado y consolado mientras la lavabais ?
—Oh, sí, alteza, le expliqué cuánto la admiraba todo el mundo y cuánto querían…
—Sí, verla —dijo el príncipe.
Se hizo una pausa. Bella se preguntaba si ambos estarían mirándola y, súbitamente, se sintió de nuevo desnuda, a la vista de los dos. Tenía la impresión de que soportaría a uno o al otro, pero los dos juntos, contemplando sus pechos y su sexo, era demasiado para ella.
El príncipe la abrazó como si comprendiera que lo necesitaba y palpó cuidadosamente la carne irritada, lo que provocó en Bella otra sacudida de placer deshonroso que le recorrió todo el cuerpo. Ella sabía que su cara se habría puesto roja; siempre se sonrojaba con facilidad. ¿Había otras maneras de que él pudiera darse cuenta de lo que sus manos le provocaban? Si no conseguía anular este creciente placer, no tendría otro remedio que gritar.
—De rodillas, querida mía —dijo el príncipe acompañando la orden con un leve chasquido de los dedos.
Bella obedeció asustada y ante sí vio las maderas rugosas del suelo. Distinguió las botas negras del príncipe y luego los toscos zapatos de la sirvienta.
—Ahora, acercaos a vuestra sirvienta y besadle los zapatos. Mostradle lo agradecida que estáis por su lealtad.
Bella no se detuvo a pensarlo, pero notó que se le saltaban las lágrimas mientras obedecía y besaba el cuero gastado de los zapatos de la muchacha con toda la gratitud que era capaz de expresar. Por encima, escuchó cómo la cantinera murmuraba las gracias al príncipe.
—Alteza —dijo la muchacha—, soy yo quien quiere besar a la princesa, os lo ruego.
El príncipe debió asentir con un gesto puesto que la joven se dejó caer de rodillas, acarició el pelo de Bella y besó su rostro con gran respeto.
—Y ahora, ¿veis los postes al pie de la cama? —preguntó el príncipe. Bella sabía que la cama tenía altos pilares que sostenían un techo artesonado sobre ella—. Atad a vuestra princesa a estos pilares, con las manos y las piernas suficientemente separadas, de modo que mientras esté echado pueda mirarla —explicó el príncipe—. Hacedlo con estas cintas de raso para que su piel no se lastime, pero atadla con firmeza porque deberá dormir en esta posición y el peso no debe hacer que se suelte.
Bella se quedó pasmada.
Sintió que deliraba mientras la muchacha la alzaba para que se quedara erguida al pie de la cama. Cuando la cantinera le dijo que separara las piernas, Bella obedeció dócilmente. Sintió el raso que le apretaba el tobillo derecho y que luego ligaba firmemente el tobillo izquierdo. Después, la muchacha, de pie ante ella sobre la cama, ligó las manos de la princesa en lo alto a cada uno de los lados del lecho.
Allí estaba, con las piernas y los brazos extendidos, la mirada clavada en la cama. Llena de terror, Bella se dio cuenta de que el príncipe veía cómo sufría; tenía que ver la vergüenza de la humedad entre las piernas, esos fluidos que ella no podía frenar ni disimular. Volvió el rostro para hundirlo en su brazo y gimoteó en silencio.
Pero lo peor de todo era que él no tenía intención de poseerla. La había atado ahí, fuera de su alcance, para que mientras él dormía ella pudiera verlo abajo.
El príncipe despidió a la cantinera, quien antes de salir depositó en secreto un beso en la cadera de Bella. Ésta, que lloraba en silencio, supo que se había quedado a solas con el príncipe, y no se atrevía a levantar la vista para mirarlo.
—Mi hermosa obediente —suspiró él.
Cuando el príncipe se acercó, Bella sintió horrorizada que el duro mango de la terrible pala de madera le tocaba levemente su lugar húmedo y secreto, tan cruelmente expuesto por sus piernas abiertas.
La princesa se esforzó por simular que esto no sucedía, pero sentía con toda certeza aquel fluido delator, y tuvo la certeza de que el príncipe estaba al corriente del placer que la atormentaba.
—Os he enseñado muchas cosas y estoy sumamente satisfecho de vos —dijo— pero ahora conocéis un nuevo sufrimiento, un sacrificio más que ofrecer a vuestro amo y señor. Yo podría calmar el ardiente anhelo que sentís entre vuestras piernas pero permitiré que lo padezcáis para que conozcáis su significado, para que sepáis que sólo vuestro príncipe puede daros el alivio que ansiáis.
Bella fue incapaz de reprimir un gemido, pese a que intentó amortiguarlo contra su brazo. Temía mover sus caderas en cualquier momento, en una súplica impotente, humillante.
El príncipe apagó las velas de un soplido. La habitación se quedó a oscuras. Bella percibió bajo sus pies que el colchón cedía con el peso del príncipe. Apoyó la cabeza en su propio brazo y cuando se dejó colgar de las cintas de raso se sintió firmemente sujeta a ellas. Pero ese tormento, esa tortura… y no había nada que ella pudiera hacer para aliviarlo.
Imploró para que cesara la hinchazón que crecía entre sus piernas, tal y como estaban cesando gradualmente y se aliviaban las palpitaciones en su trasero. Luego, cuando empezaba a quedarse dormida, pensó con calma, casi en un estado de ensoñación, en las multitudes que la esperaban a lo largo de los caminos que la llevarían hasta el castillo del príncipe.

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