El rebaño ciego

La contaminación atmosférica ha llegado a tales extremos que ponerse una máscara de gas para salir a la calle es ahora lo más corriente del mundo. Las tasas de mortandad infantil siguen subiendo, y todo el mundo parece estar aquejado de algún tipo de enfermedad. El agua es tóxica y sólo los pobres beben del grifo. Las acciones del gobierno son inútiles, cuando las emprende, y las grandes corporaciones se disputan los beneficios de las ventas de purificadores de agua, máscaras de gas y alimentos «biológicos».

El ecologista Austin Train vive a la carrera. Los trainitas, activistas medioambientales y terroristas ocasionales, quieren que encabece su movimiento. El gobierno lo quiere entre rejas o, a ser posible, ejecutado. Los medios de comunicación quieren espectáculo. Todo el mundo tiene algún plan para Train, pero él ya ha trazado los suyos. Y pronto dejará de correr…

Un clásico de la ciencia ficción de la mano del legendario autor John Brunner, galardonado con el Premio Hugo y dos veces ganador del British Science Fiction Award; un visionario que predijo la creación de Internet y acuñó el término «gusano» para describir ciertos virus informáticos.

Contiene un prólogo de David Brin, y un epílogo del ecologista James John Bell.

«Un cautivador diario de la que se nos avecina… el futuro elige el método de pago contra reembolso.» Washington Post

«Brunner se ha labrado un lugar en la cima de la literatura especulativa más seria.» Library Journal

«El rebaño ciego es, en mi opinión y por todo tipo de razones, la mejor novela de ciencia-ficción jamás escrita, sin discusión.» John Grant, coeditor de The Encyclopedia of Fantasy

«La mejor novela de Brunner que he leído… asombrosamente controlada y dramática… una obra de arte.» James Blish

ANTICIPO:
No en nuestras estrellas

«¡Usted se merece seguridad al estilo Baluarte!», dijo la radio. Bloqueaba el acceso al aparcamiento de la empresa a la izquierda de la calle un enorme autobús alemán, articulado y eléctrico del que se estaban apeando los viajeros. Philip Mason, que esperaba impacientemente a que se moviera, aguzó el oído. ¿Cuñas publicitarias de una corporación rival?

La voz untuosa continuó, respaldada por una música que no era música de chelos y violas. «Usted se merece dormir sin interrupciones. Irse de vacaciones tanto tiempo como se lo permita el bolsillo, sin preocuparse por el hogar que ha dejado atrás. ¿No dicen que la casa de un hombre es su castillo… y no debería ser eso verdad en su caso?»

No. No se trataba de seguros. Sería algún asqueroso promotor inmobiliario. Pero bueno, ¿qué cuernos hacía ese autobús ahí parado? Pertenecía a la ciudad de Los Ángeles, sí —el color adecuado, el nombre pintado en el lateral— pero en vez de un letrero indicando su destino sólo lucía un cartel impreso que declaraba: ALQUILADO, y la suciedad de sus ventanas le impedía distinguir cualquier detalle de sus ocupantes. Lo que no era de extrañar, puesto que también su parabrisas estaba cubierto de mugre. Había levantado la mano para tocar el claxon; en vez de eso, accionó el mando del agua y el limpiaparabrisas, e instantes después se felicitó por la decisión que había tomado. Ahora podía ver media docena de niños de cara apagada y sin vida, tres negros, dos amarillos, uno blanco, y la cabeza de una muleta. Oh.

El discurso de la radio continuaba. «Lo que hemos hecho por usted es construir ese castillo. Por la noche hay hombres armados que vigilan todas nuestras puertas, los únicos puntos de acceso en nuestros muros coronados de pinchos. En Urbanizaciones Baluarte empleamos a los profesionales mejor cualificados. Nuestros vigilantes proceden de la policía y todos nuestros tiradores son ex marines.»

Que no escasean desde que nos sacaron a patadas de Asia. Ah, el autobús ha puesto el intermitente. Al asomar el morro con cuidado por la parte de atrás y ver por el rabillo del ojo en la ventana de atrás una placa que identificaba a la organización arrendataria como el Fondo para Beneficencia Social de la Tierra S.A., hizo una señal con las luces al coche que tenía inmediatamente detrás, solicitando permiso para colarse. Le fue concedido, aceleró… y segundos después tuvo que volver a pisar a fondo el pedal del freno. Un inválido estaba cruzando la entrada del aparcamiento, un adolescente asiático, probablemente chino, con una pierna raquítica recogida bajo la cadera y los brazos extendidos en cruz para ayudarle a mantener el equilibrio en una especie de jaula de aluminio abierta con numerosas correas.

Harold, gracias a Dios, no es tan grave.

Todos los vigilantes armados negros. Sintió que empezaba a sudar al pensar que podría haber atropellado al muchacho justo debajo de sus cañones. Ser amarillo es como ser negro honorífico. Es agradable tener compañeros en la adversidad. Y, hablando de compañeros… ¡Oh, cierra el pico!

«No hay ningún motivo para temer por sus hijos», reflexionaba la radio. «Nuestros autobuses acorazados los recogen a diario frente a su puerta y los transportan al colegio de su elección. Sus acompañantes, adultos responsables y afectuosos, no los perderán de vista ni un segundo.»

El joven completó su renqueante trayecto al lugar donde se reanudaba la acera, y Philip puedo mover el coche por fin hacia delante. Uno de los guardias reconoció el adhesivo de la empresa que llevaba en el parabrisas y subió la barrera roja y blanca que cerraba el aparcamiento. Miró a su alrededor sudando más que nunca porque, aunque no era culpa suya que fuese a llegar tarde, lo embargaba un abstracto sentimiento de pecado que le producía la vaga impresión de que ese día todo era culpa suya, desde los bombardeos de Baltimore al golpe de estado comunista en Bali. Oh, mierda. Lleno hasta arriba. No había un solo resquicio en el que pudiera colarse sin indicaciones a menos que desperdiciara un tiempo precioso en maniobrar a uno y otro lado con centímetros de margen.

«Jugarán en salones recreativos con aire acondicionado», prometía la radio. «Y cualquier tipo de atención médica que puedan necesitar estará a su alcance las veinticuatro horas del día… ¡por un módico, módico precio!»

Perfecto para el que se levante cien mil al año. Para la mayoría de nosotros hasta los precios módicos son exorbitantes; si lo sabré yo. ¿Es que no piensa ayudarme a aparcar ninguno de esos guardias? Cuernos, no, se vuelven todos a sus puestos.

Furioso, bajó la ventanilla y agitó violentamente la mano intentando llamarles la atención. De inmediato el aire le hizo toser y empezaron a llorarle los ojos. Sencillamente no estaba acostumbrado a esas condiciones.

«Y ahora un comunicado de la policía», dijo la radio.

El guardia más próximo se dirigió hacia él con un suspiro, sin máscara, revelando con su expresión una traza de —¿qué?, ¿sorpresa?, ¿desprecio?— algo, en cualquier caso, que equivalía a un comentario gráfico sobre ese imbécil que ni siquiera podía respirar aire no refinado sin atragantarse.

«Los rumores que afirman que el sol ha salido en Santa Ynez carecen de fundamento», decía la radio. «Repetimos». Y lo repitieron, apenas audible contra el ronroneo de un avión que sobrevolaba escondido tras una nube. Philip salió atropelladamente, sacándose un billete de cinco dólares del bolsillo.

—Cuídeme este trasto, ¿quiere? Me llamo Mason, responsable de la zona de Denver. Llego tarde a una entrevista con el señor Chalmers.

Sólo le dio tiempo a decir eso antes de que otro ataque de tos lo doblara en dos. El aire punzante le irritaba la garganta; no le costó nada imaginarse cómo los tejidos se volvían córneos, densos, impermeables. Como este trabajo implique que tenga que venir a Los Ángeles con frecuencia en viaje de negocios, tendré que comprarme una máscara con filtro. Me la suda si parezco un mariquita. De camino hacia aquí he visto que ya no las usan sólo las chicas.

La radio balbució algo acerca de un monumental atasco que afectaba a todas las carreteras en dirección norte.

—Vale —dijo el guardia; cogió el billete y lo enrolló diestramente con una sola mano hasta formar un cilindro, como si fuera un canuto—. Pase usted sin llamar. Estaban esperándolo.

Señaló con el dedo al otro lado del aparcamiento, donde un letrero luminoso colgado encima de una puerta giratoria le deseaba al mundo Feliz Navidad de parte de la Mutua Interestatal de la Ciudad de los Ángeles.

¿«Estaban» esperándome? ¡Espero que eso no signifique que se cansaron de esperar y hayan empezado sin mí!

Los pies plantados sobre los signos de Libra, Escorpio, Sagitario, mientras la puerta giratoria bisbiseaba. Se movía a trompicones; debían de haber renovado hacía poco los sellos herméticos que la rodeaban. Tras ella, un fresco vestíbulo con paredes de mármol, igualmente adornado con emblemas zodiacales. La publicidad de la Ciudad de los Ángeles se sustentaba sobre el pilar de la evasión de la suerte que le hubiera tocado a cada uno al nacer, y tanto quienes se tomaban en serio la astrología como los escépticos apreciaban el carácter cuasi poético de los eslóganes publicitarios.

Aquí el aire no sólo estaba purificado, sino ligeramente perfumado. Sentada en un banco con cara de aburrimiento esperaba una joven muy atractiva de tez café con leche, embutida en un vestido verde de mangas recatadas cuya falda tocaba los pulcros tacones cubanos —corrección: Miranda— de sus zapatos negros.

Abierta hasta la cintura por delante, sin embargo. Además, llevaba puestas unas bragas púbicas, con una sugerente mata de vello en la ingle.

Anoche en Las Vegas. Dios, debía de faltarme un tornillo, sabiendo que tenía que dormir bien para estar hoy en plena forma. Sólo que en aquel momento no opinaba lo mismo. Sólo que… Oh, Dios, ojalá hubiera tenido más luces. ¿Bravuconería? ¿Ganas de probar algo nuevo? Dennie, te juro que te quiero, no pienso tirar mi preciado trabajo por la borda, ni siquiera voy a mirar a esta chica. Chalmers está en la tercera planta, ¿no? ¿Dónde está el directorio? Ah, detrás de esas máquinas expendedoras de máscaras con filtro.

(Así y todo, entremezclado, orgullo por trabajar para esta firma, cuya imagen progresista quedaba puesta de manifiesto al asegurarse de que sus secretarias vistieran a la última. Ese vestido tampoco era de orlón ni de nylon, por si fuera poco; era de lana.)

Era imposible no mirar, empero. La mujer se levantó y lo saludó con una amplia sonrisa.

—¡Usted debe de ser Philip Mason! —Un poco ronca, su voz. Era reconfortante saber que había otras personas a las que afectaba el aire de Los Ángeles. Si por lo menos la ronquera no le prestara esa característica tan sensual—. Nos vimos la última vez que estuvo usted aquí, aunque seguramente no se acuerda. Soy Felice, ayudante de Bill Chalmers.

—Sí, la recuerdo —la tos había remitido, aunque persistía una tenue sensación de picor en sus párpados. Su respuesta tampoco era meramente de cortesía… ahora sí que se acordaba de ella, pero su última visita había sido en verano y entonces lucía un vestido corto y un peinado distinto.

»¿Puedo asearme en alguna parte? —añadió, enseñándole las palmas de las manos para demostrar que realmente necesitaba lavarse. Las tenía casi pringosas por culpa de las impurezas del aire que habían escapado a la depuradora de su coche. No estaba diseñado para vérselas con California.

—¡Desde luego! Siga el pasillo a la derecha. Lo estaré esperando.

El símbolo de Acuario señalaba el servicio de caballeros, como hacía el de Virgo con el de señoras. En cierta ocasión, recién ingresado en la empresa, había suscitado las risotadas de un grupo de colegas sugiriendo que en aras de la verdadera igualdad tendría que haber una sola puerta, marcada con el signo de Géminis. Hoy no estaba de humor para chistes.

Bajo la puerta trancada de uno de los cubículos: pies. Precavido por la incidencia de atracos cometidos en los servicios de caballeros en los últimos días, se refrescó con un ojo puesto en aquella puerta. Un suave sorbido llegó hasta sus oídos, seguido de un sonido metálico. ¡Dios, alguien estaba llenando una jeringuilla! ¿No será un adicto de vicios caros que se ha colado aquí para tener un poco de intimidad? ¿Debería sacar la pistola de gas?

Así empezaba la paranoia. Los zapatos se veían elegantemente abrillantados, no parecían propios de un adicto que descuidara su aspecto. Además, habían pasado ya más de dos años desde que lo atracaran por última vez. Las cosas estaban mejorando. Se dirigió hacia la fila de lavabos, aunque tuvo cuidado de elegir uno cuya superficie reflejara el cubículo ocupado.

Para no dejar marcas grasientas en la tela clara de sus pantalones, rebuscó cuidadosamente en su bolsillo una moneda que meter en el dispensador de agua. Maldición. Habían modificado el asqueroso trasto desde su última visita. Llevaba encima monedas de cinco y de veinticinco centavos, pero el letrero decía que sólo las aceptaba de diez. ¿Es que no había ni uno gratis? No.

Estaba a punto de salir a pedirle cambio a Felice cuando se abrió la puerta del cubículo. Emergió de él un hombre vestido de oscuro, encogido dentro de una chaqueta cuyo bolsillo de la mano derecha colgaba pesadamente. Sus rasgos le sonaban vagamente. Philip se relajó. No se trataba ni de un adicto ni de un desconocido. Diabético, seguramente, o aquejado de alguna enfermedad hepática. Parecía sobrellevarlo bien, en cualquier caso, a juzgar por sus orondos carrillos y su tez rubicunda. ¿Pero quién…?

—¡Ah! ¡Debes de haber venido por lo de esta conferencia de Chalmers! —El no desconocido avanzó a largas zancadas e hizo ademán de tenderle la mano, antes de cancelar el gesto con una risita.

»Perdona, será mejor que me lave antes de darte la mano. Por cierto, me llamo Halkin y soy de San Diego.

Y diplomático al respecto, además.

—Mason, de Denver. Esto… ¿no tendrás una moneda de diez de más, o sí?

—¡Claro! No te cortes.

—Gracias —musitó Philip; tuvo cuidado de tapar la boca del desagüe antes de dejar que corriera el agua. No sabía cuánta se podía comprar con diez centavos, pero si era la misma cantidad que el año pasado costaba cinco apenas si le daría tiempo a enjabonarse y aclararse. Tenía treinta y dos años, pero hoy se sentía como un adolescente desgarbado, inseguro y confuso. Le picaba la piel como si fuera polvo. El espejo le indicó que no lo aparentaba, y todavía conservaba atildado el pelo castaño echado hacia atrás, de modo que todo estaba en orden, pero Halkin vestía ropa informal, casi negra, mientras que él se había puesto su traje más nuevo y elegante (según los estándares de Colorado, influidos en gran medida, naturalmente, por la afluencia anual de la jet set atraída por los deportes de invierno), de color azul celeste porque Denise decía que hacía juego con sus ojos, y aunque era imposible que se arrugara, mostraba ya señales de suciedad en el cuello y los puños. Nota mental: la próxima vez que venga a Los Ángeles…

El agua era horrible, indigna de los diez centavos. El jabón —por lo menos la empresa dejaba pastillas en los lavabos en vez de exigir otra moneda por una toallita de papel impregnado— apenas si hacía espuma entre sus manos. Cuando se lavó la cara, un reguero se le metió en la boca; sabía a cloro y salitre.

—Te habrán entretenido, como a mí —dijo Halkin mientras se daba la vuelta para escurrirse las manos debajo del secador de aire caliente. Eso era gratis—. ¿Qué ha sido… esos asquerosos trainitas que tienen Wilshire ocupada?

Lavarse la cara había sido un error. No había toallas, ni de papel ni de ningún otro tipo. A Philip no se le había ocurrido comprobarlo antes. Está el tema este de las fibras de celulosa en el agua del Pacífico. Leí algo al respecto y no supe establecer la conexión. Su sensación de torpeza adolescente se acrecentó cuando tuvo que ladear la cabeza para colocarla debajo del chorro de aire caliente, mientras se preguntaba: ¿qué usan en vez de papel higiénico… piedras redondas, al estilo musulmán?

Mantén la fachada a cualquier precio.

—No, mi retraso se produjo en la autopista de Santa Mónica.

—Ah, ya. Había oído que hoy iba a haber mucho tráfico. ¿Algún rumor sobre la salida del sol?

—No fue eso. A algún —reprimiendo el ridículo impulso de cerciorarse de que no hubiera nadie de color cerca, como Felice o los guardias del aparcamiento— negrata chiflado le dio por apearse del coche en medio de un atasco e intentó cruzar corriendo la otra mitad de la carretera.

—No me digas. Estaría colocado, ¿no?

—Supongo que sí. Oh, gracias. —Halkin, abriéndole educadamente la puerta—. Como es lógico los vehículos que todavía seguían moviéndose por los carriles rápidos tuvieron que frenar y dar un volantazo y bang, debieron de besarse el parachoques como cuarenta. Yo lo esquivé de milagro, aunque no le sirvió de nada.

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