← Gestai Dei El legado de la madona → El reino de la calderilla enero 12, 2007 Sin opiniones Emilio Carrere Género : Humor Emilio Carrere (1881-1947), el autor español más popular de la primera mitad del siglo pasado, fue poeta modernista, autor de un buen puñado de relatos de misterio, horror y aventuras, entre los que sobresale La torre de los siete jorobados, y uno de los más destacados cronistas de la bohemia madrileña de anteguerra. A esta tercera dedicación, quizá la más querida en el fondo por sus admiradores, pertenece El reino de la calderilla. Sociólogo de la «media tostada», antropólogo de campo, café, copa y puro, Carrere vivió desde dentro ese universo descentrado y anárquico, poético y miserable, artístico y casi criminal que fue la bohemia madrileña atrapada entre las dos grandes generaciones literarias de nuestra modernidad (la del 98 y la del 27). Carrere fue un ácido testigo de las glorias y también de las profundas miserias de la noche madrileña de su tiempo. Sus relatos bohemios, llenos de humor, caen a menudo en el cinismo y la ironía al retratar ese reino de pacotilla cuya turbia geografía recorre el Madrid de los Austrias, Chamberí o las orillas del Manzanares, poblados de prostitutas, chulos y estafadores que conviven hermanados con anarquistas, poetas visionarios, teósofos y reformadores sociales, un reino donde el alcoholismo, el «sablismo» y el descarado arte de la «pirueta» constituían el pan nuestro de cada noche. ANTICIPO: Cuando el bravo García de Tudela, el luchador, abrió los ojos, su cofrade de absurdas andanzas, Gonzalo Aparicio, el poeta hampón, moribundo y corvado, ocupaba su actividad en poner suela a sus zapatos desvencijados. Al verle, García de Tudela tuvo un arranque de indignación: ¿Qué haces, animal? ¡Estás estropeando mi diccionario! Efectivamente, el poeta había arrancado las tapas del Larousse, y, recortando el cartón, trataba de adaptarlo a las hechuras de sus venerables chapines, de tal guisa que cubriese los boquetes producidos por su pintoresca y cotidiana profesión de busconcillo y trotacallejas. Pero Aparicio no aparece muy satisfecho del resultado de su tarea: No cabe duda: el mejor cartón para los zapatos es el del Anuario Bailly-Baillière. Es el editor más serio. Entre los denodados paladines que llegan diariamente de los rincones provincianos a la conquista de Madrid, sin duda alguna, el más intrépido, el más soñador y el más melenudo ha sido el bravo García de Tudela, el luchador. Su padre era el propietario de un pingüe figón en una capital norteña, y a pesar de sus esfuerzos, no consiguió encauzar las aptitudes del mozo hacia el muy alto, exquisito y nunca bien ponderado arte de la culinaria. García de Tudela había salido poeta y despreciaba olímpicamente el suculento menester de su progenitor. Ya sabéis que Tristán de Kamenberg ha dicho que los poetas son la antítesis de la buena alimentación. La monotonía de su provincia, los fuertes y crasos aromas del hogar paterno iban entristeciendo cruelmente su espíritu, enfermo de esa exquisita y monstruosa pasión de la literatura; y alucinado por el espejismo de la corte, sólo soñaba en una loca expedición a la casualidad que le permitiese ver de cerca a los grandes maestros, recitar sus versos en los cenáculos de pipas y melenas e ir de tertulia a las redacciones. Pero sobre todo lo que más le seducía era hallar un ambiente propicio para la lucha, para la heroica y tartarinesca lucha por el brillo del nombre y del alucinante laurel. Y una mañana buena, mientras todos dormían en el figón, García de Tudela tomó el tren para la corte, acompañado de una maleta llena de libros, algunas camisas y un volumen de poesías inéditas, que él pensaba titular Mariposuelas, y que eran el único sostén de su vivir futuro y de su vanidad. Respecto a la nutrición no había pensado nada serio, y así fueron sus huesos de molino de calle en plazuela y de figón en zahúrda por los esquinazos dolorosos de la bohemia cortesana. Era alto y bien configurado, a pesar de la petulante extravagancia de su indumento. El sombrerillo de fieltro se arrugaba sobre la rizosa y negra melena merovingia; sus ojos, negros y audaces, parecían siempre alucinados, y el bigote incipiente se corría sobre la boca gruesa y sensual. Sus botas, sus calzones y sus chalinas eran vetustas reliquias. Pero por la prenda que él sentía una rara ternura era por un gabancillo color de aceituna, con cuello y bocamangas de astracán, y que podía decirse que había sido el fiel compañero de su juventud. A la sazón era una venerable ruina, y García de Tudela sentía el alma traspasada cuando pensaba que en breve habría de desecharlo, porque las vecindonas y los bigardos hacían ya burla de él y de su harapo glorioso. El poeta del gabán color de aceituna hablaba con un dejo atiplado, alterado y despectivo. Miraba a sus contemporáneos como desde una nube, y cuando alguien inquiría noticias de sus propósitos en esta noble villa milagrera y hambrona, García de Tudela contestaba con la fiera gallardía de un caballero de la Santa Cruzada: «Yo he venido a Madrid a luchar, ¿sabe usted? Porque yo soy un luchador». Y en efecto; sostuvo luchas homéricas con la patrona, con el sereno, con los camareros del café y otros animales inferiores. Su cofrade Gonzalo Aparicio, el poeta espectral, era un superviviente de sí mismo. Después de las hambres y de los fríos de la invernada, cuando se arrastraba moribundo por los quicios y sus camaradas le despedían todas las noches diciéndole: «Hasta mañana, amigo Aparicio; en el Depósito de cadáveres, ¿eh?»; tras de aquellas horas errantes, y vacías y miserables, el poeta desapareció, y todos supusieron que el trashumante había tomado definitivo alojamiento en alguna Sacramental. Pero Aparicio volvió a aparecer al cabo de una temporada de arreos y talante de audaz conquistador de la Puerta del Sol. Tocaba su amarilla cabeza de difunto con una especie de birretillo azul, del que descendía lacia la melena bizantina, de un rubio desvaído. Los ojos azulencos tenían una dulzura opaca de melancolía y de resignación. Su figura escuálida y enfermiza tenía los cueros tundidos en su chocar cotidiano por las encrucijadas de la mala vida; pero a pesar de su guisa de extremo apocamiento, de su aire de vencido, de débil, Aparicio poseía un alma ardiente y visionaria, una honda fe en su ideal y sufría los azares de su horrible vivir con una calma estoica y magnífica. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »