El salario del miedo

Se ha producido un incendio en un pozo petrolífero de la Crude and Oil en Guatemala. La única manera de sofocar el incendio es con una gran explosión. Para ello es preciso transportar allí una gran cantidad de nitroglicerina. Muchos son los candidatos que se presentan para el transporte, deseosos de cobrar los mil dólares que paga la compañía y así poder escapar de ese país muerto, pero solo son cuatro los elegidos. Dos camiones se ponen en marcha con dos conductores en cada uno. Ante el menor bache o ante una subida de la temperatura, la explosión de la carga está cantada. Los hombres luchan contra la carretera, contra el tiempo y las adversidades, pero sobre todo contra el miedo, que transformará sus vidas para siempre.

ANTICIPO:

El camión se detuvo luego de haber pasado el úl­timo agujero. Los dos bajaron. Gérard se sentía embrutecido Tenía la mirada turbia y los párpados le ardían cuando los cerraba. El dedo despellejado le dolía, y los demás también, a fuerza de aferrar la madera lacada del volante. Se secó las palmas húmedas en los pan­talones. Se había levantado un poco de brisa, que les pegaba al cuerpo las camisas mojadas y les hacía estre­mecerse. Gérard se quitó la suya y sacó una limpia de la mochila. Pero esperó a secarse un poco para ponérsela; ahora, sobre la piel desnuda, el viento le parecía tem­plado. Paseó un momento estirando las piernas, con la camisa en la mano.
Johnny arrancó como un principiante. Faltó poco para que el camión diera una sacudida al desembragar con demasiados nervios. Parecía tantear los pedales como si fueran arenas movedizas, y el cambio de mar­chas le quemaba las manos. Ante ellos se extendía un terreno llano, tentador como una autopista a no ser por aquella mierda de grietas. Los faros barrían unos doscientos metros delante de las ruedas. En el salpica­dero, cuya luz había reducido el rumano, la aguja osci­laba entre quince y veinte por hora. Habían metido las dos primeras marchas. Quedaban tres…
Entraron en una zona arenosa. Parecía lisa, haría falta un volantazo condenadamente torpe para que el camión derrapase de lado, como solo sucede en las curvas. Pero el camino seguía todo recto hasta el hori­zonte. Lo veían incluso más allá de la luz de los faros, más claro que el resto de la noche, corriendo hacia de­lante hasta el borde de la meseta y desembocando en el cielo circular.
—Venga, chico. Es el momento. Aprieta a fondo.
Johnny no parecía muy decidido. Acariciaba el ace­lerador blandamente, con reticencia. Treinta y cinco, cuarenta. En cuarta, a tan poca velocidad, el motor re­chinaba. Si el otro no apretaba, no podrían seguir.
—¿Te vas a pasar toda la noche en cuarta? Aprieta y mete la quinta, chico. Te quedan diez segundos, o la jodes.
Ya se había jodido. La aguja bajó en tres sacudidas. Llevado por su propio impulso, el camión se mantuvo un instante en cuarta. La mano de Johnny vaciló dos veces sobre la palanca de cambios; hizo una pequeña mueca. El pie, indeciso, presionó débilmente el acele­rador dos o tres veces. Luego renunció, capituló. Gé­rard echó mano de toda su calma.
—Para un momento.
Dócilmente, el rumano llevó el camión al borde del camino. Se aclaró la garganta, escupió por la ven­tana. Y volvió la cabeza, despacio, hacia Sturmer:
—No lo conseguiré. Tengo miedo. No puedo evi­tarlo. Tengo miedo.
Sturmer respiró hondo. Fue casi un suspiro. No era momento para irritarse.
—¿No lo entiendes? —Continuó Johnny—. Me gus­taría no tener miedo. Créeme, no me hace la menor gracia. Quiero acabar este viaje, embolsarme la pasta, salir de este país. No quiero abandonar.
—No quieres abandonar, pero te cagas de miedo y me dejas a mí todo el trabajo…
—Sí. Mira, hace un momento, cuando tenía que meter quinta, creí que iba a desmayarme. A correrme de miedo; la tenía durísima. ¿Qué vamos a hacer?
Pasaron mucho rato pensándolo. No podían se­guir rodando a treinta por hora. Cuando la muerte te pisa los talones, tienes prisa por quitártela de encima. No podían contar con otro terreno tan arenoso, liso y llano como aquel para tomar velocidad. El francés bajó de la cabina. Examinó el suelo y la cuneta con una linterna. Sí, el camión de Luigi había tomado im­pulso desde aquí. Las salpicaduras de arena estaban cada vez más lejos de la huella de los neumáticos en la tierra blanda, como ocurre cuando se acelera a gran velocidad. Luigi, al pasar por allí, había dejado aquella señal para sus compañeros. El bueno de Luigi.
¿Dar media vuelta? Malo. No es que ofreciera en sí grandes dificultades; pero, en aquel terreno suelto, las ruedas del KB se hundirían, ararían la tierra. Y en­tonces, cuidado al volver a pasar por allí a ochenta. Así que no había más remedio, tenían que intentarlo otra vez. Y llevaría tiempo. Pero, aunque pareciese tiempo perdido, sería tiempo ganado. Para conducir sin tumbos por la chapa ondulada, solo hay dos velo­cidades posibles: diez por hora u ochenta. Y, una vez sobre el terreno, ¿cómo pasar de una a otra?
—Escucha, Johnny. Voy a retroceder hasta donde empieza la arena. En marcha atrás, sin acelerar en lo más mínimo y sin mirar. Tú me guiarás. Yo, mientras tanto, me encargaré de no salirme de las rodadas ni de hacer baches o agujeros para cuando volvamos…
—Pero…
—No. Lo haré yo. Lo llevaré a la velocidad nece­saria. Y cuando estemos lanzados, te lo pasaré otra vez. ¿Hecho?
—Lo intentaré.
—No, chico. No vale intentarlo. Lo harás, y santas pascuas.
Algo en el tono de Sturmer le dio que pensar al rumano. Se miraron en silencio.
—Si esta mierda de recorrido no cansara tanto, lo terminaría solo, qué te has creído. No me habría tomado la molestia de relevarte después de que me de­jaras tirado cuando se recalentó la rueda. Pero es dema­siado difícil, no puedo hacerlo solo.
—No tienes por qué.
—Me gusta oírte decir eso, pero no por la razón que a ti te interesa. Por lo demás, no podemos seguir rodando en tercera en un camión de cinco velocidades solo porque el señor es un pusilánime, ¿te entra en la cabeza?
—No seas injusto, Gérard. Sabes muy bien que no soy más rajado que cualquier otro. Tú me conoces. Tú…
—Yo… A mí me importas un pito y estoy harto. La cuestión no es tu valor en general, sino esta mierda jodida de trabajo que hace que me cague de miedo tanto como tú y con el que los dos contamos para lar­garnos. Preferiría tener que vérmelas con el peor de los cobardes si esta noche, gracias a una feliz casualidad, no se cagase en los calzones cada vez que el contador marca más de veinte kilómetros por hora… ¡Y se acabó!
—Tengo miedo. ¿Cuántas veces tengo que decír­telo? Estoy enfermo. Enfermo.
Carraspeó. Apenas conseguía articular palabra. La cara entera, gelatinosa, le temblaba.
—Enfermo —repitió.
—Enfermo o no, esta noche llegamos o reven­tamos. La oficina de quejas no está aquí, está en Las Piedras, y no hay sucursales. Oye, si no te necesitara, te habría matado hace un rato. Te habría matado, ¿me entiendes?
—No lo dudo —dijo Johnny.
—Y no lo he hecho, primer motivo para que me estés agradecido. Segundo, te arrastro conmigo en busca de la pasta. Porque la nitroglicerina es solo un episodio, un accesorio novelesco en todo esto. ¿Me si­gues? Lo verdadero, lo sólido, lo eterno de la aventura en la que nos hemos embarcado juntos, te lo recuerdo, es la pasta, y se acabó: dos tipos que buscan dinero para su billete de ida. ¿No?
—Tienes razón. Pero eso no es motivo para que…
—Eso no es motivo para que te deje echar a perder la oportunidad que tenemos por un problema de nervios. Si la pasta estuviese hundida en mierda y la regla del juego fuese cogerla con los dientes, lo ha­rías, ¿no? Pues no está hundida en mierda, está atada a un saquito de muerte repentina que llevas colgado del cuello y que puede explotar de un segundo a otro. Ahora, por ejemplo.
—¡Tu puta madre!
Johnny lo había gritado en voz baja. Una voz que le salía del fondo de las tripas y que, a su paso, debía de haberle arañado la garganta hasta hacerla sangrar. Sturmer se encogió de hombros.
—No hagas el avestruz, ya no tienes edad. Esto es lo que vamos a hacer: voy a lanzar esta bomba itinerante a la velocidad que necesitamos, y luego te la paso en marcha. No dirás que es difícil, no tienes que hacer malabarismos. Y luego me siento a tu lado y echo un sueñe- cito. No podemos hacer otra cosa. No quiero pasarme la vida con la pata atada a este montón de dinamita.
—Sí, pero…
—No, Johnny. No te digo, date cuenta, no te digo «hazlo o si no…». Te digo que es así y no de otro modo, y se acabó; ya me lo agradecerás, y si no me lo agra­deces es igual. ¿Vale de una vez?
Paso a paso, Mihalescu caminó junto al camión, que retrocedía sin sacudidas ni paradas. La linterna del rumano era del ejército de los Estados Unidos, un modelo de foco regulable. El haz de luz, perfectamente cilíndrico, barría el suelo a treinta pasos de distancia. Pero la luz oblicua rodeaba cada montículo, cada re­pliegue del terreno de sombras fantásticas. Y Johnny sentía crecer su angustia. Aquella noche lo veía todo ma­ligno, injusto. Los objetos se habían puesto de acuerdo, eran cómplices de la máquina infernal. Todo estaba contra él, era demasiado fuerte para él; todo estaba de acuerdo para que él dejara de existir, para esparcir sus cenizas por el paisaje.
De vez en cuando, con un gesto de la mano, Sturmer corregía la dirección sin dificultades. El ca­mión respondía dócilmente. Las ruedas traseras lo arrastraban sin salirse de sus propias rodadas. Eso era muy importante: no dejar rodadas nuevas con las que pudiese tropezar después, al acelerar de nuevo. En tal caso, Dios sabe lo que podría pasar…
Alcanzaron el final de la zona de arena. Había lle­gado el momento.< /p>

Se han visto condenados a muerte más risueños que Johnny cuando se sentó al lado de Gérard. Mien­tras Sturmer rozaba el acelerador con un gesto que solo le sirvió para darse valor a sí mismo, al rumano se le llenó la boca de saliva.
—¿Será que voy a vomitar?
Ya está. Han arrancado. Esta vez, adelante. Ambos tienen la mirada fija; Sturmer, por el esfuerzo que pone en atender. El motor desgrana una por una sus cantinelas in crescendo, interrumpidas por pausas en las que Johnny se siente revivir. Silencios sorprendentes, durante los cuales la pierna izquierda de Gérard se le­vanta dos veces y luego descansa con una calma de pa­quidermo: el doble embrague; y es que sabe hablar con su camión, ni que decir tiene.
Tercera, cuarta… Aparte de breves paradas durante los cambios de marcha, la aguja del contador sube sin desviarse; cuarenta y cinco, cincuenta…, queda la mitad de la zona lisa para alcanzar los ochenta.
Sesenta. Quinta. Hace diez segundos, por lo menos, que Johnny se ha olvidado de respirar. Con la boca entreabierta, observa cómo los mil pequeños acci­dentes del terreno se precipitan bajo el camión, cómo la noche se abalanza contra él. Un poco de polvo de arena se arremolina en el haz luminoso de los faros, y estas migajas arrancadas a la tierra se suman a la danza, atrapadas en el enloquecido frenesí de la carrera.
El motor llega al límite. De una verdadera patada, llena de furia o, más aún, de rabia, Sturmer aplasta contra el suelo el pedal del acelerador. Qué te has creído. Sesenta, sesenta, ni un grado más en la esfera. Le echa una ojeada a Johnny. El tipo está encogido en su rincón, aplastado contra el asiento de tanto apretar los pies contra el salpicadero. Grita; no muy fuerte, pero grita. Un largo alarido sin modular siquiera. No puede evitarlo, sale solo de su cuerpo.
Pero ¿qué le pasa a este camión? Y la idea brota en la boca de Gérard, y brama con todas sus fuerzas:
—¡El limitador!
Para evitar que los conductores impongan veloci­dades exageradas a sus camiones, las compañías yan­quis precintan los carburadores. Seguro que los mecá­nicos de O’Brien se olvidaron de quitar el sello, y nadie se ha dado cuenta.
La arena termina a treinta o cuarenta metros. En condiciones normales, harían falta al menos cin­cuenta. Pero Gérard ya ha empezado a frenar. No es cosa de abordar la chapa ondulada a sesenta. Es la peor velocidad. Hay que parar antes.
Más fuerte, más fuerte sobre el pedal. Y, sin em­bargo, no demasiado fuerte. Al pisar, Gérard siente en la espalda, en todos los huesos de su cuerpo, la masa del explosivo, que, a causa del impulso, se afianza contra la pared del contenedor…, y cada molécula pre­siona sus venas. El mismo se siente empujado hacia de­lante; la sangre le golpea en los oídos. No puede ser la fuerza del freno. Debe de ser el miedo.
Quedan diez o doce metros de arena. Y la aguja todavía marca veinticinco. Es el frenazo final, el más te­rrible: si el camión no se inmoviliza progresivamente, la presión del líquido en la pared delantera de la cis­terna, que no ha dejado de crecer, va a retroceder de golpe. Un simple chapoteo. Eso bastará… Y, por otro lado, hay que parar antes de que se acabe la arena. ¿Parar? ¡Parece que no!
Justo al pisar suelo firme, Sturmer suelta el pedal y agarra el freno de mano para ayudar a reducir: la ve­locidad, pero sin brusquedad. Tres puntos nada más. Suenan como notas picadas, y su ruido tranquilo hace que Gérard, de pronto, se dé cuenta de que ha conser­vado toda su sangre fría. Entonces, revolucionando el motor en vacío a todo lo que da el regulador, cambia a la velocidad inferior. No es momento para errores: se trata de encontrar en el acelerador, embragando, el régimen de motor que corresponde a la velocidad. Luego hay que soltar el embrague y después, suave­mente, el acelerador. El contador marca todavía veinte, desde luego demasiado, y los guardabarros delanteros devoran la primera zanja del terreno duro.
Una serie de traqueteos consecutivos sacuden el tren delantero como si fueran a partirlo. Si, como hasta hace un rato, los amortiguadores no hubieran funcio­nado bien… Pero el lastrado está muy bien hecho. El ra­bioso temblor de las ruedas delanteras no se transmite al resto de la carrocería. Y un camión amable, dócil y obediente, entre las manos de un agotado Gérard, vuelve como hace una hora a reptar por el camino, franqueando cada bache con su cadencia de caracol domesticado.
Detrás, la presión ha abandonado poco a poco el máximo, el paroxismo. Y también el miedo deja de atenazar, deshace el nudo.
Lo primero es un cigarrillo, ahora mismo. Y bajan otra vez del camión, otra vez en silencio. Las brasas rojas iluminan gran parte de los rostros vacíos. Tienen mal aspecto.
—¡Mierda! Lo que hay que aguantar…
Mihalescu suspiró sin contestar.
—Venga, chico. Hay que volver a empezar.
—¡No…! ¡No!
Un grito inhumano. Un grito de hombre que muere con las tripas reventadas, con las tripas col­gando. Un grito de mujer demasiado estrecha que em­puja a un crío fuera de su sexo.
Sturmer lo agarró por la camisa y lo sacudió a ritmo de trémolo entre sus manos asesinas. El dedo herido le dolía otra vez. Gruñó sordamente y reforzó la presa. La camisa cedió, se desgarró como a disgusto.
—He dicho que volvemos a empezar. ¿Me oyes, ga­llina?
—No, Gérard, no…
Aquel Johnny tenía una vocecilla ridícula. Una voz suplicante, como de crío que teme que le peguen. Sturmer estaba pálido, temblaba un poco. Rabia, can­sancio, el miedo pasado, el miedo porvenir.
—Oye, escúchame, maricón de mierda, escucha lo que voy a decirte: si sigues haciendo el imbécil, te rompo la cara, cargo contigo, te subo a la cisterna y te ato allí. Como estoy cansado, seguro que los dos saltamos por los aires. Tienes miedo, ¿eh? Tienes miedo, cerdo. Pues yo también, animal. Pero llegados a este punto lo prohíbe la ley.

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