El Secreto de la tumba y otros casos de Steve Harrison

El presente volumen, dedicado a los casos macabros de Steve Harrison, incluye algunas de las historias más tétricas y truculentas que jampas escribiera Robert E. Howard. Desde una secta oriental con una macabra predileción a arrancar los dientes de los cadáveres, hasta un malvado culto vudú en los pantanos de Louissiana, pasando por voces fantasmales que incitan al asesinato, o a indios fantasmas, cabezas cortadas, ratas infernales o bosques encantados… todo un catálogo del terror pulp, pero siempre bajo el marco de la investigación criminal. Un Howard en estado puro.

ANTICIPO:

Saul Wilkinson se despertó bruscamente, y yació en la oscuridad, con una lámina de sudor frío envolviéndole el rostro y las manos. Se estremeció al recordar el sueño del que acababa de despertarse.
Pero los sueños horribles no eran algo poco común. Desde su tierna infancia, su sueño se había visto atormentado por espeluznantes pesadillas. Era otro tipo de miedo el que aferraba su corazón con gélidos dedos… tenía miedo del sonido que le había despertado. Se trataba de pisadas furtivas… y de manos que se movían en la oscuridad.
Y ahora, un pequeño golpeteo resonó en la habitación… una rata, que corría por suelo.
Se acurrucó bajo la almohada con dedos temblorosos. La casa estaba en silencio, pero la imaginación poblaba la oscuridad con formas de un horror absoluto. Pero no se trataba del todo de su imaginación. Una suave brisa de aire indicaba que la puerta que daba al amplio vestíbulo estaba abierta. Sabía que había cerrado esa puerta antes de irse a la cama. Y sabía que no era propio de sus hermanos entrar a escondidas en su habitación.
En aquella residencia, maldita por el odio y crispada por el miedo, a ningún hombre se le ocurría venir en plena noche a la alcoba de su hermano, sin antes hacérselo saber.
Aquella costumbre se había acentuado especialmente desde que una antigua enemistad se había cobrado la vida de su hermano mayor hacía ya cuatro días… John Wilkinson, había sido asesinado a balazos en las calles de la pequeña ciudad de montaña, a manos de Joel Middleton, que había escapado a los bosques de las colinas, jurando una venganza aún mayor contra el resto de los Wilkinsons.
Todo esto pasó por la mente de Saul mientras sacaba el revólver que guardaba debajo de la almohada.
Al deslizarse de la cama, el crujido de los muelles le sobrecogió el corazón, y permaneció inmóvil unos instantes, conteniendo el aliento y esforzando sus ojos para que vieran en la oscuridad.
Richard dormía en el piso de arriba, al igual que Harrison, el detective de la ciudad, que Peter había llamado para que diera caza a Joel Middleton. La habitación de Peter se encontraba también en la planta baja, pero en la otra ala de la casa. Si gritaba pidiendo ayuda, podría despertar a los tres, pero eso podría atraer sobre él una lluvia de plomo, si Joel Middleton se escondía por allí en la oscuridad.
Saul sabía que aquella era su lucha, y que tendría que lucharla solo, envuelto en la oscuridad que siempre había temido y odiado. Y, en todo momento, sonaban aquellas suaves pisadas de patitas que correteaban por la habitación, arriba y abajo…
Agazapándose contra la pared, y maldiciendo la agitación de su corazón, Saul se esforzó por calmar sus nervios deshechos. Estaba de espaldas contra la pared que formaba la partición entre su habitación y el vestíbulo.
Las ventanas eran tenues rectángulos grises en medio de la negrura, y, vagamente, pudo ir distinguiendo los objetos y los muebles… excepto en una parte de la habitación. Joel Middleton debía de encontrarse ahí mismo, agazapado junto a la gran chimenea, que resultaba invisible en la oscuridad.
Pero ¿por qué aguardaba? Y ¿por qué esa condenada rata correteaba arriba y abajo junto a la chimenea, como poseída por un frenesí en el que se mezclaban el miedo y la codicia? Hasta entonces, Saul sólo había visto ratas en el almacén de carne, correteando siempre de un lado a otro, frenéticas por alcanzar las reses muertas que colgaban del techo, fuera de su alcance.
Sin hacer el menor ruido, Saul se movió en paralelo a la pared, en dirección a la puerta. Si había un hombre en la habitación, su figura no tardaría en recortarse entre él y la ventana. Pero, mientras se arrastraba pegado a la pared como un espectro de la noche, ninguna forma amenazante se perfiló en la oscuridad. Llegó hasta la puerta y la cerró en silencio, parpadeando ante la cercanía de la absoluta negrura que penetraba desde el vestíbulo exterior.
Pero no sucedió nada. Los únicos sonidos eran el salvaje latido de su corazón, y el vaivén del péndulo del viejo reloj sobre su mesilla de noche… así como el enloquecedor correteo de la rata invisible. Saul apretó los dientes, intentando controlar sus nervios torturados. Incluso en medio de su creciente terror, encontró tiempo para preguntarse de un modo frenético por qué aquella maldita rata corría de un lado a otro junto a la chimenea.
La tensión se volvió incontenible. La puerta abierta probaba que Middleton, o alguien… o algo… había entrado en la habitación. ¿Para qué entraría Middleton como no fuera para matarle? Pero, en nombre de Dios, ¿por qué no le había atacado ya? ¿A qué estaba esperando?
Los nervios de Saul estallaron de repente. La oscuridad parecía asfixiarle y aquellas diminutas pisadas que correteaban obraban el efecto de atizadores al rojo vivo sobre su maltrecho cerebro. Debía encender la luz, aunque al hacerlo atrajera sobre sí una lluvia de plomo ardiente.
Con tambaleante premura, se lanzó hacia la mesilla, tanteando en busca de la lámpara. Y gritó… un graznido ronco y horrible que, seguramente, no fue escuchado fuera de su habitación. ¡Pues su mano, al tantear en la oscuridad, había rozado el cabello de la cabeza de un hombre!
Un furioso chillido resonó en la oscuridad, a sus pies, y sintió un dolor agudo en el tobillo mientras la rata le atacaba, como si fuera un intruso que pretendiera robar algún objeto muy preciado.
Pero Saul no fue consciente del mordisco, mientras pateaba al roedor y retrocedía un paso, con la mente dándole vueltas como en un remolino. Sobre la mesa había velas y cerillas, y se lanzó hacia allí; sus manos tantearon la superficie de la mesa en la oscuridad, y encontraron lo que buscaban.
Encendió la vela y se dio la vuelta, con el arma a punto, aunque empuñada con una mano temblorosa. No había otro hombre en la habitación, a excepción de él mismo. Pero sus ojos atentos se fijaron en la mesilla de noche… y en el objeto que había sobre ella.
Se quedó helado; al principio, su mente se negaba a aceptar lo que sus ojos le revelaban. Luego emitió un graznido inhumano y el arma se estrelló contra el suelo, al soltarse de sus dedos lacios.
John Wilkinson había muerto de un balazo en el corazón. Habían pasado tres días desde que Saul viera su acribillado cadáver en el tosco ataúd, y lo bajara a la tumba en el viejo cementerio de la familia Wilkinson. Durante tres días, el duro suelo de arcilla se había caldeado al sol, por encima del confinado cuerpo de John Wilkinson.
Y, aún así, el rostro de John Wilkinson le sonreía desde la mesilla de noche… pálido, frío… y muerto.
No era ninguna pesadilla, y tampoco un sueño producto de la locura. Allí, sobre la mesilla de noche, descansaba la cabeza cercenada de John Wilkinson.
Y, junto a la chimenea, correteando arriba y abajo, había una criatura de ojos rojizos, lanzando agudos chillidos… una gran rata gris, enloquecida por haber fracasado en conseguir la carne que necesitaba para saciar su necrófago apetito.
Saul Wilkinson empezó a reír… con unos gritos espantosos, que helaban el alma, y que se mezclaron con los chillidos de la pequeña carroñera gris. El cuerpo de Saul se balanceó arriba y abajo, y la risa devino en un sollozo insano, que acabó por convertirse en espeluznantes alaridos que arrancaron ecos en la vieja casa, arrancando del sueño al resto de los durmientes.
Eran los gritos de un loco. El horror de lo que había contemplado había destrozado la razón de Saul Wilkinson como una vela cuya llama se extinguiera.

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