El secreto del padre Brown

En las historias detectivescas del padre Brown hay un rasgo que llama la atención: el protagonista no es un detective privado, ni un policía, ni siquiera un aficionado a resolver crímenes; es un sacerdote papista en plena Inglaterra anglicana, y ni siquiera se preocupó de hacerlo simpático a los lectores. Todo lo contrario: lo retrató como un personaje resabiado, de aspecto y trato corrientes, muy lejos del porte aristocrático de un Sherlock Holmes o del cosmopolitismo de un Hercule Poirot. Al final, sin embargo, da lecciones con una humildad insoportable a todos los que le rodean, ya sea la policía inglesa o las autoridades locales, y, para colmo, en nombre de la razón y la lógica, a pesar de que casi siempre la explicación inicial del misterio sea de tipo demoníaco o mágico.

Chesterton, como Conan Doyle, tuvo predilección por el relato policíaco breve, en el que hace gala de un humor delicioso, y de una imaginación extraordinaria, hasta el punto de que no hay una sola página en ellos, como dijo Borges, que no encierre una felicidad.

Jorge Luis Borges dijo una vez que las historias protagonizadas por el padre Brown se recordarían aún cuando el género policíaco hubiese caducado.

El presente volumen reúne los siguientes relatos: “El espejo del magistrado”, “El hombre de las dos barbas”, “La canción del pez volador”, “El actor y su coartada”, “La desaparición de Vaudrey”, “El peor crimen del mundo”, “La luna roja de Meru”, “El aflicción del marqués de Marne” y “El secreto de Flambeau”.

(Nº 4 de la colección “Padre Brown”)

ANTICIPO:
-Por favor, no se molesten -dijo el hombre llamado Carver con tonos claros y corteses. Pero para la mente perturbada de Devine, esa cortesía tenía un parecido ominoso con la de un bandido que mantiene a un grupo inmovilizado con una pistola.

-Por favor, siéntese, señor Devine -dijo Carver- y, con el permiso de la señora Bankes, seguiré su ejemplo. Mi presencia aquí requiere una explicación. Creo saber que usted sospechaba que yo era un ladrón eminente y distinguido.

-Lo sospechaba -dijo inflexiblemente Devine.

-Como usted remarcó -dijo Carver-, no siempre es fácil distinguir entre una avispa y una abeja.

Después de una pausa, prosiguió:´

-Puedo afirmar que soy ¡uno de los insectos más útiles, aunque también molestos. Soy un detective, y he venido para investigar la reanudación de las actividades de un criminal que se denomina a sí mismo Michael Moonshine. El robo de joyas era su especialidad, y acaba de producirse uno de ellos en la Casa Beechwood, el cual, según todos los exámenes técnicos, ha sido obviamente obra suya. No sólo coinciden las huellas, quizá sepan que la última vez que fue arrestado, y se cree que en otras ocasiones también, empleó un simple pero efectivo disfraz que constaba de una barba roja y de un par de gafas con un borde ancho de concha.

Opal Bankes se arrojó hacia adelante con violencia.

-Ése fue -gritó excitada-, ése fue el rostro que vi, con grandes gafas y una barba roja y andrajosa como Judas. Pensé que era un fantasma.

-Ése fue también el fantasma que vio la criada en Beechwood -dijo fríamente Carver.

Puso unos papeles y paquetes encima de la mesa, y comenzó a abrirlos con cuidado.

-Como decía -prosiguió-, me mandaron aquí para llevar a cabo investigaciones sobre los planes criminales de ese hombre, Moonshine. Por eso es que me interesé por la apicultura y me quedé con el señor Smith.

Hubo un silencio y de repente Devine se sobresaltó y dijo: -No pretenderá decir en serio que ese simpático anciano… -Venga, señor Devine -dijo Carver con una sonrisa-, usted creía que una colmena era un buen escondite para mí, ¿por qué no puede serlo para él?

Devine asintió tristemente, y el detective regresó a sus papeles.

-Como sospechaba de Smith, quería deshacerme de él y registrar sus pertenencias; así que aproveché la gentileza del señor Bankes de darle una vuelta en el coche. Mientras inspeccionaba su casa, encontré algunas cosas que me resultaron curiosas para un inocente y viejo rústico interesado sólo en abejas. Ésta es una de ellas.

Del papel abierto levantó un objeto largo y peludo de un color casi escarlata: el tipo de barba falsa que se usa en el teatro.

A su lado había un viejo par de gafas con un borde ancho de concha.

-Pero también encontré algo -prosiguió Carver- que concierne a esta casa más directamente, y ésa es mi excusa para inmiscuirme aquí esta noche. Encontré un memorándum, con notas de los nombres y del valor conjetural de varias piezas de joyería en la vecindad. Inmediatamente después de la nota de la tiara de Lady Pulman venía mencionado el collar de esmeraldas perteneciente a la señora Bankes.

La señora Bankes, que hasta ese momento consideraba la invasión de su casa con un aire de altiva perplejidad, de repente

comenzó a prestar más atención. De pronto su rostro pareció haber envejecido diez años y haberse vuelto mucho más inteligente. Pero antes de que pudiera hablar, el impetuoso John se había levantado en toda su altura como un elefante trompeteando.

-Y la tiara ya ha desaparecido -rugió-, y el collar, voy a ver si está el collar.

-No es mala idea -dijo Carver cuando el joven ya había salido disparado de la habitación-, aunque, naturalmente, hemos estado alerta desde que llegamos. Bueno, me tomó algo de tiempo descifrar el memorándum, pues estaba en clave, y el mensaje telefónico del padre Brown desde la casa llegó casi cuando había terminado. Le pedí que viniera rápidamente aquí primero con las noticias y que yo le seguiría; y así…

Su discurso fue interrumpido por un grito. Opal estaba de pie señalando rígidamente hacia la ventana redonda.

-¡Allí está de nuevo! -gritó.

Por un momento todos vieron algo, algo que libró a la joven dama de todos los cargos de mentira e histeria que comúnmente se le echaban en cara. Contrastando con la oscuridad de color azul pizarra del exterior, la cara parecía pálida, o quizá empalidecida por la presión contra el cristal; y los grandes ojos intensos, rodeados como con anillos, le daban el aspecto de un gran pez fuera del mar azul oscuro, husmeando por la portilla de un barco. Pero las agallas o las aletas del pez eran de color rojo cobrizo; eran, en verdad, bigotes fieramente rojos y la parte superior de una barba roja. Un instante después había desaparecido.

Devine se dispuso a avanzar con una gran zancada hacia la ventana cuando un grito resonó por la casa, un grito que pareció sacudida. Parecía casi demasiado ensordecedor como para identificado con palabras; sin embargo, bastó para detener a Devine en su zancada, pues supo de inmediato lo que había ocurrido.

-¡El collar ha desaparecido! -gritó John Bankes, apareciendo enorme y pesado en el umbral de la puerta, y casi inmediatamente volvió a desaparecer con la precipitación de un perro al acecho.

-¡El ladrón acaba de estar en la ventana! -gritó el detective, lanzándose hacia la puerta y siguiendo al temerario John, que ya estaba en el jardín.

-Tengan cuidado -gimió la dama-, tienen pistolas y esas

cosas.

-Yo también -retumbó la voz distante del intrépido John

desde la oscuridad del jardín.

En efecto, Devine se había dado cuenta, cuando el joven pasaba por su lado, de que blandía un revólver con actitud desafiante, y esperaba que no tuviera necesidad de defenderse. Pero mientras estaba ocupado en esos pensamientos, se oyeron dos disparos, como si uno respondiera al otro y despertara un conjunto salvaje de ecos en ese jardín tan silencioso de las afueras. Finalmente, se perdieron en ese m!smo silencio.

-¿Está muerto John? -preguntó Opal con voz baja y trémula. El padre Brown ya se había introducido en la oscuridad y estaba dándoles la espalda, mirando hacia abajo. Fue él quien contestó: -No -dijo-, es el otro.

Carver se le había unido, y por un momento las dos figuras, la alta y la baja, bloquearon la vista que permitía la espasmódica y tormentosa luz de la luna. Después se echaron a un lado y los demás vieron la figura pequeña y nervuda yaciendo ligeramente torcida, como en sus últimos estertores. La barba postiza roja se había quedado en posición vertical, como si mirase desdeñosamente hacia el cielo, y la luna brillaba en las grandes gafas falsas del hombre al que habían llamado Moonshine.

-¡Qué final! -murmuró el detective Carver-. Después de todas sus aventuras, que lo mate casi por accidente un corredor de bolsa en el jardín de un barrio periférico.

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