El señor de las moscas

Una treintena de muchachos son los únicos supervivientes de un naufragio en el que perecen todos los adultos que consiguen llegar a una isla. Enseguida se plantea cómo sobrevivir en tales condiciones, y no tardan en creaser dos grupos con sus respectivos líderes. Ralph se convierte en el cabecilla de los que están dispuestos a recolectar y a construir refugios, mientras Jack se convierte en el jefe de los cazadores, animados por un espíritu aventurero. Las tensiones entre ambos bandos no tardan en aparecer.

Partiendo de este esquema, el Premio Nobel William Golding crea una fábula moral sobre el lado más oscuro de la naturaleza humana. Una novela deslumbrante en la que se ha visto desde una requisitoria moral contra la educación represiva hasta una parábola acerca de los instintos básicos del ser humano.

ANTICIPO:
Los cazadores contemplaban intranquilos el cielo, retrocediendo ante el golpe de las gotas. Una ola de inquietud sacudió a los muchachos, impulsándoles a correr aturdidos de un lado a otro. Los chispazos de luz se hicieron más brillantes y el estruendo de los truenos era ya casi insoportable. Los pequeños corrían sin dirección y gritaban. Jack saltó a la arena.

-¡Nuestra danza! ¡Vamos! ¡A bailar!

Corrió como pudo por la espesa arena hasta el espacio pedregoso, detrás de la hoguera. Entre cada dos destellos de los relámpagos el aire se volvía oscuro y terrible; los muchachos, con gran alboroto, siguieron a Jack. Roger hizo de jabalí, gruñendo y embistiendo a Jack, que trataba de esquivarle. Los cazadores cogieron sus lanzas, los cocineros sus asadores de madera y el resto, garrotes de leña. Desplegaron un movimiento circular y entonaron un cántico. Mientras Roger imitaba el terror del jabalí, los pequeños corrían y saltaban en el exterior del círculo. Piggy y Ralph, bajo la amenaza del cielo, sintieron ansias de pertenecer a aquella comunidad desquiciada, pero hasta cierto punto segura. Les agradaba poder tocar las bronceadas espaldas de la fila que cercaba al terror y lo domaba.

-¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

El movimiento se hizo rítmico al perder el cántico su superficial animación original y empezar a latir como un pulso firme. Roger abandonó su papel para convertirse en cazador, dejando libre el centro del circo. Algunos de los pequeños formaron su propio círculo, y los círculos giraron una y otra vez, como si esa repetición trajese

la salvación consigo. Era el aliento y el latido de un solo organismo.

El oscuro cielo se vio rasgado por una flecha azul y blanca. Un instante después el estallido caía sobre ellos como el golpe de un látigo gigantesco.

El cántico se elevó en tono de agonía.

-¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! Surgió entonces del terror un nuevo deseo, denso, urgente, ciego.

-¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre!

De nuevo volvió a rasgar el cielo la mellada flecha azul y blanca, al tiempo que una explosión sulfurosa azotaba la isla. Los pequeños chillaron y se escabulleron por donde pudieron, huyendo del borde del bosque; uno de ellos, en su terror, rompió el círculo de los mayores.

-¡Es ella! ¡Es ella!

El círculo se abrió en herradura. Algo salía a gatas del bosque. Una criatura oscura, incierta. Los chillidos estridentes que se alzaron ante la fiera parecían la expresión de un dolor. La fiera penetró a tropezones en la herradura.

-¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! La flecha azul y blanca se repetía incesantemente; el ruido se hizo insoportable.

Simon gritaba algo acerca de un hombre muerto en una colina.

-¡Mata a la fiera! ¡Córtale el cuello! ¡Derrama su sangre! ¡Acaba con ella!

Cayeron los palos y de la gran boca formada por el nuevo círculo salieron crujidos, y gritó. La fiera estaba de rodillas en el centro, sus brazos doblados sobre la cara. Gritaba, en medio del espantoso ruido, acerca de un cuerpo en cayo por el empinado borde de la roca a la arena, junto agua. Inmediatamente, salió el grupo tras ella; los muchachos saltaron la roca, cayeron sobre la fiera, gritaron, golpearon, mordieron, desgarraron. No se oyó palabra alguna y no hubo otro movimiento que el rasgar de dientes y uña. Se abrieron entonces las nubes y el agua cayó como una cascada. Se precipitó desde la cima de la montaña; destrozó hojas y ramas de los árboles; se vertió como una ducha sobre el montón que luchaba en la arena. Al fin, el montón se deshizo y los muchachos se alejaron tambaleándose. Sólo la fiera yacía inmóvil a unos cuantos metros de mar. A pesar de la lluvia, pudieron ver lo pequeña que era. Su sangre comenzaba ya a manchar la arena.

Un fuerte viento sesgó la lluvia, haciendo que cayera en cascadas el agua de los árboles del bosque. En la cima de la montaña, el paracaídas se infló y agitó; se deslizó la figura; se incorporó; giró; bajó balanceándose por una vasta extensión de aire húmedo y paseó con movimientos desgarbados sobre las copas de los árboles. Bajando poco a poco, siguió en dirección a la playa, y los muchachos huyeron gritando hacia la oscuridad. El paracaídas impulsó a la figura hacia delante, surcó con ella la laguna y la arrojó, sobre el arrecife, al mar.

A medianoche dejó de llover y las nubes se alejaron. El cielo se pobló una vez más con los increíbles fanalillos de las estrellas. Después, también la brisa se calmó y no hubo otro ruido que el del agua al gotear y chorrear por las grietas y sobre las hojas hasta entrar entrar en la parda tierra de la isla. El aire era fresco, húmedo y transparente; al poco tiempo cesó incluso el sonido del agua. El monstruo yacía acurrucado sobre la pálida playa; las manchas se iban extendiendo muy lentamente.

El borde de la laguna se convirtió en una veta fosforescente que avanzaba por instantes al elevarse la gran ola de la marca. El agua transparente reflejaba la claridad del cielo y las constelaciones, resplandecientes y angulosas. La línea fosforescente se curvaba sobre los guijarros y los granos de arena; retenía a cada uno en un círculo de tensión, para de improviso acogerlos con un murmullo imperceptible y proseguir su recorrido.

A lo largo de la playa, en las aguas someras, la progresiva claridad se hallaba poblada de extrañas criaturas minúsculas con cuerpos bañados por la luna y ojos chispeantes. Aquí y allá aparecía algún guijarro de mayor tamaño, aferrado a su propio espacio y cubierto de una capa de perlas. La marea llenaba los hoyos formados en la arena por la lluvia y lo pulía todo con un baño argentado.

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Interplanetaria

2 Opiniones

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    kike_PGB
    on

    Mi pregunta es porq no ay chicas en la isla?o q pasria si en vez de niños fuesen adultos?Seria Mejo o PEOR?

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    Alberto
    on

    Tienes que tener en cuenta que se trata de un libro escrito en 1954. En esa época lo normal en los colegios británicos (y en los españoles, claro) era la enseñanza segregada, así que es lógico que no haya chicas.

    En cuanto a lo de que fueran adultos, está claro que en ese caso sería otra novela, el que los protagonistas sean niños es un detalle fundamental en el libro, en el que el tema de la perversidad de la infancia es fundamental.

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