← Misterios a la luz de la ciencia Lo mejor que le puede pasar a una agente literaria → El síndrome de Ambras julio 17, 2008 10 Opiniones Pilar Pedraza Género : Terror Pocos escritores españoles, en el pasado o en el presente, han dedicado su obra a la literatura fantástica y de terror. Pilar Pedraza ha cultivado el género con gran maestría y ha escrito novelas como Paisaje con reptiles (1996), Piel de sátiro (1997) y La perra de Alejandría (2003), relatos como los reunidos en Arcano Trece (2006), y ensayos sobre arte y cine fantásticos como Máquinas de amar (1998) y Espectra (2004), todos ellos publicados en Valdemar. El síndrome de Ambras, su última novela, es una inquietante narración gótica de ambientación histórica cuyo título hace referencia a esa extraña y siniestra enfermedad consistente en una aparición anómala y excesiva de pelo. Lord Alexander Ashton, un apuesto noble inglés ha sido comisionado para hacer determinadas gestiones secretas cerca del gobierno español en pleno trienio liberal (1820-1823). El viaje a caballo y en carruaje, de posada en posada, por la geografía española, acompañado por su joven mujer de origen vasco, lady Florence Losada, su ayuda de cámara y amigo Brian OCasey, y la doncella Emily Farrell, prima de Florence, irá adoptando un sesgo terrible y parejo a la evolución del extraño mal que ha hecho presa en lord Alexander, y que tal vez tenga alguna relación con la temida licantropía. ANTICIPO: La gran ventaja que Florence encontraba en el doctor Filarete era que vivía en su misma calle, a dos pasos de la Candelaria, por la parte de la Virgen de Alfileritos, en una casona pegada a la joroba de la iglesia. Podía venir en cualquier momento del día o de la noche que se le necesitara, y pese a su aspecto era buen médico y persona de trato afable. Les visitaba todas las mañanas para comprobar cómo había pasado la noche el enfermo, y volvía a la caída de la tarde. Él mismo proporcionó a Florence un par de mujeres del hospital, que se turnaron en la atención del enfermo y libraron a las damas de los cuidados más penosos y repugnantes. Aunque eran fuertes como descargadores, les costaba gran trabajo mover entre las dos, aun con ayuda de OCasey o de Pavel Pizska, aquel corpachón, que permanecía en la cama comiendo y bebiendo con voracidad insaciable. Sus síntomas parecían alarmantes por ser desconocidos. Vomitaba con frecuencia una especie de baba en la que flotaban largos pelos negruzcos, mucho más largos y duros que los de su cabeza. Su cuerpo crecía y, pese a su dolencia o por causa de esta, perdía sus formas gráciles. Se quejaba de dolor insoportable en las articulaciones, sobre todo en los codos y las rodillas. En las uñas de pies y manos se acumulaba también sangre, y una costra blanquecina, apelmazada, tanto en su nacimiento como bajo lo córneo, en el pulpejo, que se deshacía en un polvillo grasiento parecido a la caspa. Aquella fase de la enfermedad culminó en una gran crisis durante la que Alexander perdió sangre espontáneamente por todos los poros de su cuerpo. Parecía desollado. Tuvo que pasar unos días en el hospital en una cama de hule, frotado suavemente con esponjas marinas empapadas en agua con vinagre y posteriormente envuelto en vendas como una momia. Muchos de los médicos estaban interesados en la naturaleza de su mal. La mayoría lo achacaba a las largas estancias de lord Ashton años atrás en el sur de la India. Decían los más osados que algunas enfermedades de Oriente podían contraerse sin que despertaran o se manifestaran hasta mucho tiempo después, cuando ya no había remedio. Algunos se llevaban, con permiso de Filarete, unas gotas de aquella sangre para estudiar sus misterios. Tanto Esquivel como el doctor Filarete desaconsejaban la entrada de lady Ashton en el hospital de san Carlos para visitar a su marido, hasta que un día la joven dama se hartó y, sorteando incluso a su prima y cancerbera, y al joven Pavel Pizska, que velaba por ella como un ángel de la guarda, salió del palacio sin ser vista y tomó un coche de punto. El templo de Esculapio le impresionó por sus dimensiones y por la bizarría arquitectónica de su fachada. Cruzó el portalón central de la entrada sola, con la cabeza descubierta y algo despeinada, cosas todas impropias de una dama, de modo que parecía una niña que se hubiera escabullido de su institutriz. Casi se dio de bruces con el doctor Filarete, que salía deprisa con otros caballeros. Debían ser médicos como él, pues mostraban el porte desenvuelto y a la vez severo propio de su profesión. Por un momento temió que el doctor la regañara. Como es natural, Filarete no sólo no hizo tal cosa, sino que la condujo obsequiosamente a través de unos soportales a una puerta lateral, con toda la caballerosidad que cabía en su adusta naturaleza. Subieron por una rampa interminable, en la que se cruzaron con enfermeros que llevaban enfermos en camillas, y gente miserable que se apoyaba en bastones y muletas. Por ella accedieron a un piso más soleado. Finalmente, atravesaron largas estancias vacías en cuyos rincones se acumulaban aparatos polvorientos y especímenes en cera y escayola. El doctor Filarete procuraba amoldar su paso al de la damita, pero ella notaba que tenía prisa y que en los espacios despejados casi corría. Florence miraba con curiosidad los objetos, algunos inauditos, que iban saliéndoles al paso. Nunca había estado en un hospital y menos en los intestinos de uno de ellos, como en aquel momento. Sobre una repisa cerca de una ventana vio una cabeza de mujer de inmensa cabellera. Este raro despojo flotaba en el interior de un gran tanque de cristal que contenía un líquido brumoso de color azul claro. A su lado se hallaba una escayola que representaba un enano contrahecho y desnudo, que sólo tenía media cara siendo el resto una especie de tubérculo, y grandes testículos. A Florence, encantada con aquella sucesión de rarezas, le pareció que no estaba en un hospital sino en el teatro de anomalías de Magnos Dampierre o en algún lugar siniestro de su propia mente. Por doquier hedía a corrupción, a heces y a sopa; en eso se diferenciaba principalmente del teatrillo de Dampierre, que olía a una mezcla embriagadora de bosta y almizcle. El médico la condujo a un cuarto soleado de aspecto agradable. Un hombre desnudo, cubierto por una sábana de blancura inmaculada, yacía en una cama estrechísima, donde sólo cabía un cuerpo. Tenía cinchado el pecho y las piernas a la altura de las rodillas con unas correas que lo inmovilizaban. Florence tardó un momento en reconocer a Alexander. Le habían peinado hacia atrás y recogido la melena en la nuca, de modo que parecía más aseado que de costumbre, pero la barba le había crecido en poco tiempo e invadía su cuello y sus hombros, juntándose con el vello del pecho. Había envejecido más de diez años. De pie a la cabecera del lecho, le secaba la frente con un paño una mujer robusta, con cuerpo de gladiador y mirada tierna. Vestía de gris, con un delantal tan blanco como las sábanas ¿cómo podía conservarlo así, si continuamente debía rozarse con la sangre y con los humores más viles?, se preguntó la joven señora, y una cofia que ocultaba sus cabellos. En sus movimientos se apreciaba que estaba familiarizada con su propio cuerpo y el de los demás. Esta es la señora Lanuza, que se encarga de cuidar de lord Ashton día y noche. Mientras esté en sus manos, puede usted estar tranquila, milady dijo Filarete a modo de presentación. La mujer hizo un titubeante amago de reverencia y sonrió mirando a los ojos a la dama forastera sin descaro ni servilismo. Los dos hombres que había en la estancia la necesitaban y apreciaban su trabajo. Ella lo sabía. Eso la colocaba en una posición especial respecto a lady Ashton, acostumbrada a que cualquier mujer con cofia de trabajadora se inclinara ante ella con los ojos bajos. No hubo tiempo de pronunciar palabra, pues unos enfermeros requirieron la presencia del doctor, quien salió diciendo que volvería enseguida. Florence permaneció junto a Alexander. La señora Lanuza se había retirado hacia otro extremo de la habitación. Luego salió a la galería con una cesta de ropa, dejando la puerta abierta y habiendo dicho que la llamara si la necesitaba. Lady Ashton se sentó en una silla minúscula que había junto a la cama y tomó la mano de su marido. Seguía sin reconocerlo apenas, pero le hallaba hermoso en su terrible desfiguración. ¿Qué vamos a hacer, Alex? ¿Cuándo vas a detenerte? Te siento tan lejano como si me hubieras abandonado dejando a otra persona en tu lugar… dijo. No esperaba que le contestara, ni siquiera que pronunciara una palabra, en el estado en que se encontraba, pero él dijo con voz ronca y decidida: Perdóname. Siento mucho lo que está ocurriendo. Florence pensó que Alexander deseaba seguir hablando o tal vez iba a besarla porque, incorporándose ligeramente, apoyado en un codo, entreabrió la boca. En lugar de palabras brotó por ella un río de sangre y flemas que le hizo echarse hacia atrás bruscamente. Asqueada, se levantó de la silla, y salió a pedir ayuda a la enfermera o a quien pudiera oírla. No encontró a la mujer por ninguna parte, ni tampoco al doctor Filarete. Buscó y preguntó a unos y otros sin obtener una respuesta clara antes de internarse en aquel matadero de enfermos pues no cabía llamar de otra forma lo que vio, que en nada se parecía a la sala limpia y hasta cierto punto agradable donde habían acomodado a Alexander, sin duda por ser extranjero y persona principal. Caminó al azar, siguiendo el dictado de su intuición, ya que no sabía dónde se hallaba ni cuál era el dibujo y estructura del lugar. Empezaba a estar algo sofocada cuando se encontró en una sala larguísima, que luego supo que era uno de los cuatro brazos de la cruz en que se comprendía el hospital de infecciosos, que ella llamó inmediatamente infierno. Al desplazarse, crujía bajo la suela de sus botines una gruesa y sucia capa de arena que iba absorbiendo toda clase de inmundicias y fraguando con ellas una especie de terracota multicolor, en la que predominaban el marrón y el granate de la sangre seca, y un moco opalino como si hubieran transitado por su superficie centenares de babosas o caracoles. Algún día o siglo, se dijo Florence, se limpiaría aquello con las escobas de las brujas gigantonas que había visto en los aguafuertes de un pintor atormentado, en el barrio de los libreros, que había visitado con Pavel y Emily. Pero lo peor no estaba debajo de sus tacones sino a la altura de sus ojos. Veía deambular por la sala esqueletos desnudos, barbudos, con la cabeza rapada, envueltos en la misma manta raída que les servía de cobertor en sus camastros, donde dormían sin sábanas sobre colchones de borra apelmazada y chorreante de orines. Algunos se apoyaban en parientes y niños que les ayudaban a cambio de unas monedas de cobre, pero muchos estaban reducidos a la mayor soledad que ella había visto en su vida, porque ni alma propia parecían tener que guiara a sus pobres cuerpos. Eran sólo espectros, armazones miserables, carcomidas perchas de andrajos. Sus ojos sin brillo, como los de los muertos, carecían de mirada, y sus movimientos parecían los de siniestros autómatas de feria. De pronto, sintió una presión fuerte sobre su hombro y al volverse dio un grito de terror y echó a correr por los pasillos entre las camas. El monstruo, un hombre desnudo, gordo y blanco, chorreando sudor y babas, la siguió durante unos minutos torpemente, tropezando, gritando un nombre que no era el suyo y preguntando a voces si le había traído naranjas. Alcanzó su falda y estiró, descosiéndole un buen trozo de la cintura. Ella gritó aterrada. Le enloquecía la posibilidad de que aquel energúmeno le pusiera la mano encima. Había perdido el dominio de sí misma, del que estaba tan orgullosa, y dudó qué hacer hasta que vinieron a sacarla de su espanto unos brazos amigos que la envolvieron librándola del agresor. No tema. Es sólo un enfermo, ni siquiera contagioso. La ha confundido con alguna mujer de su familia. Qué más quisiera, el pobre. Florence sintió alivio ante Filarete, pero también se avergonzó, porque evidentemente el doctor tenía mucho trabajo y ella no hacía más que crearle problemas. En efecto, los ojos del médico brillaban de forma poco tranquilizadora. Salgamos de aquí, madame la apremió, tomándola del brazo y empujándola con suavidad. Lo siento, me he perdido. No quería curiosear, no vaya usted a creer… se excusó. Pero lo ha hecho, ¿no es así? ¿Y qué le ha parecido? ¡Penoso! Tal vez insoportable… Caminaban por un claustro que encerraba un jardín donde sorprendió a lady Ashton un rosal de sus rosas favoritas, pequeñas y blancas con pétalos parecidos a uñas. Filarete se había calmado, aunque continuaba con el ceño fruncido. Procuraba disimular lo molesto que estaba con ella. Y ella se encrespaba por momentos involuntariamente, desbocándose al recordar lo que había visto. No sé cómo puede usted trabajar en estas condiciones dijo, sin poder evitarlo. Quien no ha trabajado nunca, no entiende de condiciones de trabajo replicó el médico, solemne y agrio. Aquí tratamos de salvar vidas humanas. No hay tiempo ni recursos para poner flores en las habitaciones. Pero barrer la arena del suelo no creo yo que sea un dispendio… Eso se hace dos veces al día, por la mañana temprano y por la noche, antes de que los enfermos duerman. Más, no se puede. No hay personal, no hay tiempo, no hay nada. Además, la enfermedad es sucia, querida señora; es asquerosa, con perdón. ¿Qué le vamos a hacer? No era eso lo que estaba reprochando a su país, como pensaba él. Florence sabía que tampoco en Inglaterra podían presumir del cuidado sanitario de los ciudadanos. En sus hospitales había rincones dantescos. Ella había estado en el manicomio de Bedlam con su madre y contempló el espectáculo de los dementes corriendo desnudos por los gélidos patios, o inertes como muertos sobre la paja de las celdas y las jaulas, sirviendo de advertencia a los niños, cuyos acaudalados padres les mostraban aquellos duros ejemplos para que aprendieran a apreciar todo lo bueno que tenían en sus hogares y los recordaran a la hora de conservarlo. También sabía, aunque no lo hubiera visto con sus ojos, cómo se desarrollaba la vida de miles de mujeres incurables y locas en París, en la Sâlpetrière, bajo la mirada sabia de Pinel, que al menos abolió las cadenas de los alienados. La pregunta era si no se podía hacer nada más para combatir tanta miseria en la civilizada Europa. No se puede, no. Además, una cosa es que se pueda y otra que se quiera murmuró Filarete amargamente. Mientras estemos gobernados por la ignorancia y la revancha, hay poco que hacer, pero no le quepa duda de que ese poco se hace. Lord Ashton podrá relatarlo cuando se halle en condiciones de seguir su viaje, si es que conseguimos que salga adelante. Hay que contar lo malo, pero también lo bueno, porque aquí todos los de dentro y los de fuera ven sólo las miserias, y así no hay progreso posible. Ya quisieran ustedes un hospital como este y unos médicos como los nuestros. Y nosotros, que las ayudas no se las comieran todas la Iglesia y otros buitres. Así podríamos parecer más limpios y eficientes. Los ojos de Florence se habían llenado de lágrimas por primera vez en el curso del viaje. Se sentía injusta y desagradecida. Al fin y al cabo, aquellos bárbaros estaban cuidando de Alexander, y muy bien por cierto. Pero allí estaba también, clamando al cielo, aquella arena ensangrentada y purulenta, aquel cíclope obeso que pedía fruta aferrándose a cualquier falda en demanda de atención maternal. La joven heredera todavía no era capaz de unir los dos extremos del enigma ni había esperanza alguna de que lo hiciera por sí sola. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »
coronel pike on 9 mayo, 2008 at 8:03 pm He visto en Valdemar que Pilar Pedraza saca nuevo libro, El sindrome de Ambras…al loro con esta mujer, que escribe muy ricamente. Si no han leido nada, prueben La fase del rubí, Las joyas de la serpiente, Arcano 13. Una gozada. Saludos. Répondre
Wamba on 10 mayo, 2008 at 8:46 am ¿Ensayo o ficción? Caerá igualmente, supongo, pero por saberlo. Répondre
Marc R. Soto on 10 mayo, 2008 at 9:41 am Ficción. Habló sobre este libro en su conferencia sobre la hipertricosis aguda (que es el otro nombre del síndrome de Ambras) durante el congreso de la Carlos III. Tiene muy buea pinta. Y lo mismo el ensayo sobre este tema que sacará el año que viene Répondre
Wamba on 10 mayo, 2008 at 9:55 pm Supongo y espero que desde el lado cultural, no médico, no? Su próximo libro, digo. Répondre
Marc R. Soto on 22 mayo, 2008 at 2:37 pm Cultural, por supuesto. Es un tema que da mucho juego. Répondre
coronel pike on 12 junio, 2008 at 9:59 pm Lo compré el martes en la Feria del Libro de Madrid y acabo de terminarlo. Me ha encantado, sinceramente. Pilar Pedraza me parece una escritora tan impresionante como desconocida…me ha quedado tan buen gusto que he vuelto a la Feria, por si encontraba La Fase del Rubí, que lo leí hace mil años sacado de la biblioteca y tenía necesidad de releer…lo encontré en la caseta de Tusquets…una edición de 1987…el librero me dijo que era más valioso que un incunable…creo que hasta le dio pena vendermelo. En fin. Que aquel que pueda, lea a la Pedraza. No se arrepentirá. Saludos. Répondre
Wamba on 18 junio, 2008 at 11:05 pm Como diría el señor Burns: ¡Excelente! Pedazo de novela. Desde la primera frase crea una atmósfera que no abandona en todo el libro. Juega con el ritmo, acelerándolo o ralentizándo para hacer que el lector no se acostumbre ni acabe de ver venir las cosas. La estructura, aparentemente lineal, tienen pequeños avances de lo que pasará y referencias a lo que pasó antes. Pedazo de lectura para este verano. Muy recomendable. Répondre
gandalin on 4 julio, 2008 at 1:21 pm Hola Wamba: Yo lo estoy leyendo, voy por la mitad, y me está dejando un muy buen sabor de boca. El clima macabro que envuelve toda la novela es espeluznante. No he leido nada de licantropía hasta ahora . Creo que en Valdemar hay alguna recopilación de cuentos sobre hombres-lobo. Répondre
Wamba on 4 julio, 2008 at 4:09 pm Si te refieres a El libro de los hombres lobo, de Sabine Baring-Gould, tengo entendido que es un ensayo sobre la licantropía, aunque incluye relatos para ilustrar la explicación. No lo he leído, así que no sé cómo está. Buena lectura y, como decía Joan-Lluïs Goas en Noche de lobos, buena luna. Répondre
lun on 14 julio, 2008 at 8:04 pm Es un libro bestial. Hay situaciones escalofriantes que ponen los pelos de punta y el estómago revuelto. Mejor no leerlo después de una comida abundante, o, al menos, después de comer chuletas. Répondre