El sueño de los dioses

Tras La Espada de Fuego y El espíritu del mago, llega el esperado desenlace de la saga de Tramórea. Acompaña a Derguín y Kratos en la batalla final contra las fuerzas del dios loco Tubilok y descubre los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.
En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada.
Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.
Mil años después de ser forjada, la Espada de Fuego se enfrenta a su batalla decisiva. Pero el arma del Zemalnit no estará sola… Negrete demuestra una vez más su talento para la fantasía épica.

ANTICIPO:

Lago de Bórax

Apenas un par de días después, bardos y juglares cantarían cómo el Zemalnit se abrió paso hasta el centro del campamento de los Aifolu, y cómo con la hoja ígnea de Zemal hizo trizas a Gankru, el demonio alado de fuego y metal que había sembrado la destrucción en las murallas de Malib y de la desdichada Ilfatar.
En aquella lucha lo acompañaron varios escuadrones de Atagairas. Pero el grueso de sus fuerzas, mandado por la rei­na, se enzarzó en un sañudo combate contra los Glabros y sus pájaros del terror.
Durante la batalla, Ziyam comprobó que los Glabros eran contrincantes tan peligrosos como se esperaba de ellos. Con sus dientes negros y afilados y los colores casi fosforescentes con que se pintaban el cráneo, parecían serpientes venenosas, impresión reforzada por los insultos que proferían en su sali­voso y silbante lenguaje.
Sus gigantescas aves poseían cierta belleza siniestra, pero de cerca olían mucho peor que los caballos y los urimelos: su aliento hedía a sangre corrompida y a matadero. Y mordían a la mínima oportunidad, de modo que las Atagairas no sólo debían protegerse de las lanzas y los machetes de los Glabros, sino también de los aguzados picos de sus monturas. Uno de esos picos precisamente le había arrancado la cabeza a Visunam, jefa de las Teburashi, tan cerca de Ziyam que a ésta le había salpicado la sangre. Por suerte, los corceles de las Ata
gairas estaban protegidos con bardas y testeras de metal o de cuero acolchado. Incluso a través de la armadura, un picotazo de un pájaro del terror resultaba tan doloroso como el tajo de una espada, pero los caballos los resistían con tanta bravura como sus amazonas.
La batalla se prolongó durante horas. Las Atagairas logra­ron apartar a los Glabros del resto del Martal y los llevaron hasta las orillas de un lago cercano. Taniar se acercó al hori­zonte oeste y lo tiñó de sangre, y su luz roja pareció fundirse con los numerosos fuegos que empezaban a levantarse en el campamento enemigo. En aquel momento, los Invictos aca­baban de romper las filas de los Aifolu, pero las Atagairas to­davía no lo sabían.
Rimom pintaba de azul las aguas del lago a cuyo borde lu­chaban los Glabros, muchos de ellos ya descabalgados. Se de­cía que cuando un jinete perdía a su ave, los demás lo descuar­tizaban y se lo daban como alimento a los demás pájaros. Pero eso debía ocurrir lejos del combate. Ahora, con monturas o sin ellas, los Glabros se resistían literalmente con uñas y, sobre todo, con sus aguzados dientes.
Poco a poco, los enemigos quedaron cercados entre las aguas del lago y unas escarpas cárdenas que se levantaban del suelo como las crestas que los inhumanos desplegaban en sus espaldas. Antea, segunda capitana de la guardia personal y ahora convertida en su jefa por la muerte de Visunam, rugía:
-¡Haced todos los prisioneros que podáis! ¡La reina pagará una moneda de oro por cada Glabro que capturéis con vida!
Las Atagairas no necesitaban el acicate del oro para esfor­zarse por apresar cautivos. Durante días, sus conversaciones se habían centrado en imaginar rebuscados tormentos para vengar la violación colectiva de la princesa Tildara y sus gue­rreras. Si en general consideraban a los varones de otras razas seres inferiores, y a los suyos poco más que bestias de trabajo y crianza, a los Glabros los habían convertido en paradigma de mal y vileza. Aquellos criminales no se merecían una muerte honorable en combate, de modo que las Atagairas in­tentaban enganchar con lazos y cuerdas a todos los que podían para arrastrarlos fuera de sus líneas, con la intención de torturarlos sin prisas después de la batalla.
La refriega se había estancado. Aunque los enemigos ha­bían dejado miles de hombres y bestias sobre el terreno, los supervivientes se replegaron formando un frente de apenas veinte metros entre las rocas y el agua y, desmontados, levan­taron una muralla de picas y machetes. Con tales angosturas, las Atagairas apenas podían aprovecharse de la superioridad numérica que habían ganado tras las dos primeras horas de batalla.
Cuando el último resplandor rojo de Taniar se apagó en el horizonte, los ojos de Ziyam, habituados a la oscuridad como los de todas las Atagairas, vieron cómo sobre las crestas de roca que dominaban el lago se recortaban centenares de siluetas.
-¡Ahora! -gritó la reina, y Antea transmitió su orden, que se convirtió en un toque de trompeta.
No habría sido necesario. Los urimelos bajaron por aque­llos peñascos saltando como cabras montesas. Sobre sus lo­mos, las amazonas se sacudían y agitaban como si fueran a descoyuntarse, mas pese a los brincos de sus monturas conse­guían disparar lanzas y flechas contra los Glabros. Aquella re­serva de dos mil guerreras cayó sobre la retaguardia enemiga como un rayo de Manígulat, y los Glabros se vieron de repen­te encerrados entre dos frentes.
Era la primera batalla de Ziyam, que hasta entonces sólo había combatido en escaramuzas. Una veterana guerrera que ha­bía sido amante suya le había dicho:
-Al final del combate, cuando parece que ya todo está re­suelto, es cuando debes tener más cuidado si quieres conser­var la vida.
Sus palabras debían de ser proféticas: fue en ese momento cuando Ziyam se encontró ante las fauces de la muerte. Dece­nas de Glabros montados rompieron su propio frente, piso­teando a sus compañeros, y embistieron contra las Atagairas. En medio del caos, la yegua de Ziyam se encabritó y giró de lado, ofreciendo el costado izquierdo a los enemigos. Un pája­ro del terror se lanzó sobre Cellisca, le clavó el pico en la ijada
y abrió una herida por la que sacó una ristra de intestinos en­sangrentados.
La yegua se desplomó y Ziyam, fatigada tras varias horas de cabalgar y luchar, no fue lo bastante ágil para sacar la pier­na a tiempo y su pantorrilla derecha quedó atrapada bajo el peso de Cellisca. Ni siquiera sintió el dolor. Tan sólo vio cómo una enorme garra de tres dedos se posaba sobre el pecho de la yegua y un cuello alargado bajaba desde las alturas. El pico naranja de la bestia, del que colgaba un trozo de carne hedion­da, se acercó a su cara, y unos ojos que parecían de vidrio la miraron sin parpadear.
Un salpicón de sangre le cayó sobre la mejilla. El pico del ave golpeó contra la loriga que cubría su pecho, no contra su cabeza. Con un grito de miedo y rabia, Ziyam consiguió sacar la pierna de debajo de la yegua.
Mientras se apartaba y se ponía de pie, usando la espada a modo de bastón, vio cómo el cuerpo del pájaro del terror caía junto al de Cellisca. Su madre, que había decapitado a la bestia de un tajo, estaba levantando el brazo sobre la cabeza para acabar con el jinete Glabro, que había perdido el equilibrio al caer su montura.
Mi madre me ha salvado la vida, pensó Ziyam, con una mezcla de alivio y rencor, pues no quería deberle nada. Un instante después, ella misma atacó al Glabro por el lado iz­quierdo y le clavó una estocada entre las costillas.
Sobre el gorgoteo ahogado de aquel demonio se oyó un alarido de dolor. Ziyam levantó la mirada. La reina se había quedado con el brazo en alto, congelada en el gesto de descar­gar el tajo. El arma resbaló de su mano y ella trató de agarrarse al arzón de la silla para no caer.
El Glabro que la había alanceado por detrás profirió un
alarido salvaje: ¡Kashúuuuk! Su triunfo fue fugaz. Las Teburashi que rodeaban a la reina lo hirieron desde tres puntos a la vez, y una vez abatido los hicieron picadillo a él y a su montura a golpe de espada.
Ziyam se acercó a su madre y le puso una mano en el cos­tado para evitar que resbalara de la silla.
-¡Estoy bien! -exclamó Tanaquil- ¡No necesito tu ayuda!
Cuando Tanaquil hizo girar a la yegua que montaba, Zi­yam vio que una mancha oscura se extendía poco a poco por su espalda. Aprovechando que la lucha se alejaba de ella, reco­gió del suelo la lanza que había herido a su madre. La sangre fresca manchaba casi un palmo de la moharra de hierro. La herida había sido profunda. De haber recibido un tajo de ma­chete, los anillos de la loriga la habrían detenido y, aunque se habrían hundido en la carne produciendo una fea contusión, la herida no habría pasado más allá del hueso. Pero una punta tan aguzada… Tras abrir los anillos, debía haber penetrado entre las costillas e interesado el pulmón. Ahora mismo su ma­dre debía estar respirando sangre, con el pecho cada vez más encharcado.
Para Ziyam, la conclusión estaba clara.
Vas a ser reina.
Sabía que la acusarían a ella, que en la corte más de una pensaría que alguna de sus partidarias había herido a traición a su propia soberana.
Le daba igual. Ya reprimiría esas calumnias con mano dura.
-¡Alteza, toma mi montura!
Ziyam levantó la mirada. Una guerrera de la marca de Acruria acababa de desmontar y le tendía las riendas de su yegua. Ziyam le agradeció el gesto, pisó el estribo y se encara­mó a la silla. Pero una vez montada, se cuidó mucho de acer­carse a ningún otro Glabro. La suerte le había sonreído esa noche, y no era cuestión de tentarla más.

Campamento del Martal

Tras encabezar la carga de las Atagairas y romper las filas de los Glabros, Derguín había destruido al demonio Gankru, salvando así a su maestro Kratos. Des­pués se había enfrentado al nigromante Ulma Tor, y durante ese combate Mikhon Tiq consiguió por fin salir del encierro de su syfrón y unirse a su cuerpo petrificado. Entre ambos, y con la irrupción del mago Kalitres, habían derrotado a Ulma Tor.
Demasiadas emociones seguidas. Cuando se quedó a solas con Mikhon Tiq, Derguín no pudo resistir más, se quitó la coraza y se abrazó a su amigo.
-Te he echado de menos, Mikha. Me sentía solo sin ti.
Mikhon Tiq estaba tan aturdido que durante un rato se quedó con las manos caídas a los costados, sin saber qué ha­cer. Por fin, devolvió el abrazo a su amigo.
-No puedes hacerte idea de lo solo que me he sentido yo, Derguín.
Los dos rieron y lloraron un rato, apartándose para mirar­se incrédulos.
-Ahora eres un Kalagorinor -dijo Derguín.
-Y tú eres el Zemalnit -respondió Mikha.
Por fin, Derguín volvió a ponerse la coraza y el yelmo.
-Qué curiosa armadura -dijo su amigo.
-Con ella parezco una criatura de otro mundo, ¿verdad?
No sabes hasta qué punto, pensó Mikhon Tiq, rozando la coraza con los dedos. Tenía algo de metálico, pero no era de auténtico metal. Eso despertó recuerdos de conocimientos ad­quiridos, o más bien recuperados, dentro de su syfrón. Pero por el momento no le dijo nada a Derguín. Recién regresado al mundo «real», era preferible esperar, observar y compren­der antes de ofrecer información alegremente.
Estoy haciendo justo lo que no soportaba en el viejo Linar, pensó.
-¿Adonde vas ahora, mi señor Zemalnit? -preguntó con una sonrisa un tanto forzada.
-La batalla no ha terminado, Mikha. Y quiero ver qué tal está Kratos. Ha pasado demasiado rato en Urtahitéi. ¿Me acompañas?
-Quiero saludar a ese calvo gruñón. Pero no ahora. Tengo que pensar algunas cosas.
-¿No has tenido tiempo más que de sobra para pensar?
Escondido detrás del visor de cristal, era difícil saber si Derguín pretendía ser irónico. Mikha le hizo un gesto con la mano.
-Tranquilo. Me reuniré contigo luego.
-Estamos en un campo de batalla. ¿No crees que deberías…?
-Estaré a salvo, Derguín. No te preocupes por mí.
Cuando su amigo se fue, Mikha observó a su alrededor. La tienda en la que él y Derguín habían combatido contra Ulma Tor había volado por los aires, arrastrada por el vendaval so­brenatural conjurado por Kalitres. A unos cuantos metros se veían otros dos pabellones negros, con las lonas desgarradas.
Por lo demás, se hallaba solo dentro de aquella empaliza­da. Dejando aparte los cadáveres, claro está. Cuerpos retorci­dos, contraídos en extrañas posturas, con la piel grisácea y quebradiza y las mejillas encogidas, cual si llevaran años muer­tos y embalsamados.
Más allá se veían pasar grupos de soldados, algunos orga­nizados y otros más anárquicos. Había hombres armados y otros que llevaban las manos atadas, y los primeros conducían a los segundos en reatas como si fueran ganado. También ha­bía mujeres guerreras; sin duda, Atagairas. Mikhon Tiq no sabía quién había combatido contra quién ni por qué. Ya tendría tiempo de enterarse.
Tiempo.
Tiempo.
Ahora el tiempo significaba algo muy distinto para él. Du­rante diecinueve años había llevado una vida más o menos nor­mal: su infancia en Malirie, sus estudios frustrados en la Acade­mia de la Guerra de Koras, después su aprendizaje con Yatom…
Pero todo eso había terminado junto a un pino. El pino del que lo había ahorcado Linar. El pino junto al que había muer­to. Para después despertar, o más bien resucitar, como un Kalagorinor. Un hombre sin corazón, o al menos con un corazón inútil, parado. Su sangre seguía corriendo por arterias y venas, pero ya no lo hacía a empujones partiendo desde aquel mús­culo encerrado entre costillas y pulmones. Ahora lo hacía en un flujo suave y constante, un río interno que parecía fluir siempre cuesta abajo, movido por la energía que formaba el núcleo de su syfron.
Morir a los diecinueve años estrangulado por una soga de cáñamo no era una experiencia agradable. Pero aquel recuer­do había resultado fácil de olvidar o al menos de arrinconar, ya que Mikhon Tiq estaba embriagado por el descubrimiento de la syfron que había heredado de Yatom y de los poderes que se escondían en ella.
Mas esos poderes se le habían concedido con una limita­ción. Era como si a Derguín le hubieran entregado la Espada de Fuego añadiendo una cláusula: «Jamás debes sacarla de su funda». Cuando Mikhon Tiq realizaba algún conjuro simple, un hechizo que podría haber realizado cualquier encantador de feria, todo iba bien. Pero si empleaba más poder, si la emi­sión de energía de su syfron superaba cierto punto, el suelo empezaba a temblar bajo sus pies y una colosal criatura subte­rránea despertaba y acudía a su llamado, tan voraz como un tiburón al olor de la sangre.
Una cruel iniciación como Kalagorinor. El destino le había entregado la llave de un poder cuyo alcance apenas empezaba a concebir, y se la había arrebatado un segundo después. Mikhon Tiq se sentía como un eunuco vigilando un harén po­blado por las mujeres más bellas del mundo.
A la postre, aquella maldición se había revelado útil. Siete eran los Kalagorinór, «los que esperan a los dioses». De uno de ellos, Kalitres, no se había sabido nada durante siglos. Otros cua­tro habían sido corrompidos por el nigromante Ulma Tor, de modo que en el certamen por la Espada de Fuego habían decidi­do apoyar al príncipe Togul Barok, pese a que sus ojos de do­bles pupilas proclamaban que pertenecía al linaje de los dioses.
Contra esos cuatro combatieron Mikhon Tiq y Linar en los pantanos de Purk, y si consiguieron derrotarlos fue preci­samente gracias a la maldición: el poder desatado de Mikhon Tiq invocó al leviatán subterráneo, que devoró en sus inmen­sas fauces a los Kalagorinór renegados. Cuando los cuatro magos perecieron, sus syfrones colapsaron, provocando una explosión que se elevó a los cielos como un monstruoso hongo de vapor coronado por un sol en miniatura.
¿Había destruido aquella catástrofe a la criatura subterrá­nea? Al principio, Mikhon Tiq quiso creer que sí, que a partir de aquel momento era libre para utilizar su poder. Cuando en aquella selva insalubre se enfrentó contra Ulma Tor, el joven mago desató todas sus energías, y sin embargo no llegó a sentir en el suelo la trepidación que anunciaba la llegada de la bestia.
Pero aquel combate había sido muy breve, tal vez dema­siado para alertar al monstruo de la tierra. Apenas llevaban unos minutos peleando cuando Ulma Tor se había abrazado a Mikhon Tiq y le había besado en la boca. Durante aquel beso, el joven Kalagorinor sintió cómo algo inmaterial penetraba en él, una especie de garfio formado por una cinta que se enrollaba sobre sí misma en más dimensiones de las que podía definir la geometría convencional. Aquel anzuelo enganchó el túnel que unía el cuerpo de Mikhon Tiq con su syfrón, y al engancharlo se convirtió en un lazo, apretó y cerró el pasillo.
Era como si un ratero hubiese usado ese lazo para robarle una bolsa con un tesoro dentro. El tesoro era su syfrón, el cas­tillo que había heredado de Yatom, donde moraba su espíritu y de donde obtenía su poder. De repente, Mikhon Tiq se había encontrado atrapado dentro de sí mismo, desterrado en un mundo fuera del mundo.
De este modo había empezado su encierro. Su inacabable encierro. En su nuevo universo no existía nada más que el cas­tillo, rodeado por una nada oscura y cubierto por un firma­mento negro en el que no brillaban lunas ni estrellas. El único ritmo que medía el paso de las jornadas lo marcaba el reloj in­terno del propio Mikhon Tiq.
Y gracias a ese reloj había llevado la larga cuenta de los días. Veintiséis mil trescientos. Más de setenta años.
Convertirse en Kalagorinor significaba dejar de ser mortal y apartarse del resto de la humanidad, un destino para almas solitarias. Pero la soledad dentro del mundo no podía compa­rarse con la que había sufrido Mikhon Tiq confinado entre los muros de su syfron. Desesperado, no había tardado en crear compañeros, sirvientes del castillo con los que al menos podía conversar: el chambelán Kuraufur, el bibliotecario Panuque o el más fiel de todos, el alcaide Subiluntar. Sin embargo, cuan­do hablaba con ellos no conseguía olvidar que estaba conver­sando consigo mismo, con efluvios emanados de su propio ser.
A la larga, la única distracción que alivió el tedio de aque­llos años consistió en explorar el castillo. En su primer viaje por la syfron, cuando Linar lo despertó/mató, encontró una reja de hierro con un cartel y una advertencia: No pases de aquí, Mikhon Tiq. Pero la desobedeció, descendió a las mazmorras del castillo y allí despertó a la criatura subterránea. Desde en­tonces, no se había atrevido a trasponer de nuevo la reja.
Pero después de miles de jornadas encerrado en su syfron, había decidido que no tenía nada que perder. Y cruzó de nue­vo la reja, bajó hasta los mismísimos cimientos del castillo y se asomó a un pozo mucho más hondo y negro que aquel en que despertara al leviatán.
No debes asomarte aquí, Mikha, le alertó la voz de su maes­tro Yatom. Es demasiado pronto. Sólo cuando sea el momento, cuando lleguen los dioses…
¿Demasiado pronto?, se preguntó Mikhon Tiq. Llevaba una eternidad dentro del castillo e ignoraba cuánto tiempo le quedaba aún, o si alguna vez saldría de aquel encierro. En los lími­tes de su syfron había sentido los embates del enemigo, arietes de energías oscuras embistiendo contra los muros que lo pro­tegían, y sabía que era Ulma Tor, intentando penetrar en aquel reducto fuera del espacio y el tiempo normales. Para lu­char contra aquella criatura maligna, que no era un Kalagorinor ni un dios ni ningún poder de este mundo, sino una enti­dad surgida de las entrañas del infernal Prates, necesitaba todo conjuro y todo conocimiento que pudiera invocar.
De modo que se asomó al pozo negro, subió al brocal… y se dejó caer al abismo. Al insondable abismo que él mismo llevaba dentro.
Y, como dijo un filósofo en una era tan remota que ni siquie­ra los cielos eran los mismos, el abismo le devolvió la mirada.
Mikhon Tiq sacudió la cabeza. Sus recuerdos tomaban la for­ma de volúmenes perfectamente organizados en una enorme biblioteca dividida en salas. Ahora cerró el libro en el que guardaba la memoria de la lucha en los sótanos del castillo y lo colocó en su anaquel. Ya llegaría el momento de rememorar aquello.
Abrió los ojos. Casi había olvidado dónde estaba. A su al­rededor continuaban los sonidos de la batalla, o más bien de la matanza. Algunas tiendas de campaña ardían mientras otras, las más lujosas, eran saqueadas y se convertían en botín de los vencedores. Mikhon Tiq alzó la cabeza y observó las estrellas, el cinturón de Zenort y la luna azul. ¡Qué placer contemplar un firmamento con luces después de una vida entera bajo una cúpula de negra nada!
Aunque ese mismo firmamento escondía una amenaza que Mikhon Tiq intuía cada vez más cercana. Comprendía ahora que el Mito de las Edades que les contó Linar no era más que una burda simplificación narrada desde una época que ya no podía comprender la ciencia y el conocimiento del pasado, y que las luchas entre dioses, humanos y otras criatu­ras indefinibles habían sido mucho más complicadas.
¿Lo sabría también Linar? La syfron del mago tuerto era un bosque, no una fortaleza. ¿Escondería en el corazón de la espesura algún rincón prohibido, el equivalente vegetal de las mazmorras de su castillo? ¿Se habría atrevido a visitarlo para consultar los recuerdos más profundos? Mikhon Tiq sospe­chaba que no, pues en caso contrario Linar también habría despertado a la bestia subterránea.
Se dio cuenta de que seguía teniendo en la mano el frag­mento de lanza. La lanza de Prentadurt, que perteneció al rey de los dioses, Manígulat, y que en aquel entonces, según el mito, era roja. Después, cuando Tubilok se apoderó de ella, se convirtió en negra.
Pero no tenía por qué ser negra ni roja. Mikhon Tiq se la acercó al rostro para examinarla mejor y acarició su superficie con los dedos. Aunque ahora parecía de madera, no lo era en realidad, sino que estaba fabricada en algún tipo de materia transmutable. ¡El sueño de un alquimista!
-Bronce -pronunció Mikhon Tiq en Ritión. No ocurrió nada. Pensó en recurrir al lenguaje de los Arcanos y dijo-: Khalkós.
Bajo la mano notó una corriente, un suave calambre que recorrió sus dedos, y la vara renegrida se convirtió en bronce frío y dorado. Y sin embargo, del mismo modo que no había sido madera, Mikhon Tiq percibió que no era del todo bron­ce, sino una especie de falso metal que tan sólo lo parecía en su superficie.
Pero lo más interesante estaba en su interior. Para verlo y sentirlo mejor, pronunció Krústallos y la vara se hizo transpa­rente.
Dentro de ella latía un finísimo hilo de luz azulada. Mikhon Tiq cerró los ojos y recurrió a otros sentidos que no poseía cuando era un simple mortal.
Aquel tenue resplandor ocultaba, en realidad, una energía mucho mayor. Muchísimo mayor. El hilo era una especie de grieta en el espacio, una irregularidad geométrica en la que se concentraba tanta masa como en una gigantesca montaña. Si Mikhon Tiq podía levantar la vara era porque esa grieta estaba rodeada por un cilindro forjado de un material que no cum­plía las leyes de este mundo, un elemento que, de haberlo sol­tado en el aire, en lugar de caer al suelo se habría elevado hacia las alturas huyendo de la masa de la tierra.
Tanto el hilo de luz como el cilindro de materia antinatural estaban rodeados por una delicada filigrana de hilos y peque­ños relieves interiores, tan minúsculos que ni siquiera los sen­tidos acrecentados del Kalagorinor podían discernir sus deta­lles. Y dentro de esa filigrana se escondía algo más.
Almas. Eran vidas humanas, absorbidas por el poder de la vara. Diminutas luces orbitando alrededor del hilo central. Mikhon Tiq comprendió por qué los cadáveres tendidos en el suelo parecían momias. La lanza de Prentadurt había absorbi­do su esencia, los había drenado de aquello que los convertía en personas, algo más vital que la misma sangre.
Pero allí dentro había muchísimas más almas que cadáve­res dentro de la empalizada, miles de veces más. ¿Cuántas vi­das habría arrebatado aquel objeto diabólico?
-Xúlon -dijo Mikhon Tiq, y la materia transmutable del exterior se convirtió de nuevo en madera.
Aquella vara era una maravilla creada por una magia o una ciencia ya perdidas. En su interior albergaba grandes poderes en liza, fuerzas primordiales que se contraponían y anulaban. Pero Mikhon Tiq sospechaba que el equilibrio era inestable y que, si manejaba el fragmento de lanza sin precaución, podía sembrar la destrucción a su alrededor y aniquilarse a sí mismo.
Decidió abandonar aquel lugar y buscar de nuevo a Der­guín. Absorto en el objeto que llevaba en la mano, casi se tro­pezó con una máscara de madera. Bajó la mirada y la observó unos segundos. Era triangular, casi tan grande como un escu­do. Tenía tres rubíes encastrados, grandes como huevos de codorniz. Nada que pudiera interesar a un Kalagorinor, así que Mikhon Tiq la apartó con la puntera.
De haberla recogido del suelo, Mikhon Tiq tal vez habría salvado a Narak. O tal vez no, porque, como rezaba un antiguo proverbio Ritión: Lo que está por pasar tiene mucha fuerza.

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    Alberto
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    «Como sabréis, hace ya unos meses anunciamos la publicación en octubre de [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=ElSuenoDeDiosesJavierNegrete][i]El sueño de los dioses[/i][/url], como tercera y última parte de la saga de Tramórea.

    En realidad, durante el año anterior había comentado en diversos foros y encuentros que mi intención era terminar la serie con dos novelas más. Sin embargo, a finales de 2009 decidí, de acuerdo con la editorial Minotauro, que esas dos novelas se reducirían a una. Aunque más de una vez había preguntado públicamente “Pero ¿quién demonios ha dicho que va a ser una trilogía?”, y aseguraba que escribiría cuatro, cinco, siete libros o los que fueran, cualquier cifra menos tres…, al final me vi ante la perspectiva de cerrar una trilogía, la que parece ser la forma canónica de cualquier serie de fantasía épica.

    El problema es que las ideas argumentales son como archivos comprimidos en .zip. En la mente, mientras permanecen en el nivel de la abstracción, ocupan poco sitio. Pero luego, al trasladarlos a la pantalla, se despliegan e invaden mucho más espacio. No estoy hablando de “enrollarse”, defecto en el que a menudo caemos los escritores. ¿Por qué descomprimimos estos archivos mentales? En primer lugar, hay que desarrollar los personajes para que los lectores se involucren emocionalmente con ellos, y eso requiere tiempo. Por otra parte, cada escena debe estar llena de detalles concretos, de modo que podamos sumergirnos en ella. No vale decir “un bosque siniestro”, por ejemplo. Hay que hacer sentir esa atmósfera, y para eso hay que plasmar olores, texturas, sonidos. En cierto modo, los escritores tenemos que crear un 3D. Y eso exige espacio, como lo exigen los diálogos, los puntos de giro inesperado, las escenas de acción y las batallas si realmente queremos que impacten, etc.

    Además, [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=ElSuenoDeDiosesJavierNegrete][i]El sueño de los dioses[/i][/url]es continuación de [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=Elespiritudelmago][i]El espíritu del Mago[/i][/url], una novela en la que aparecían muchos personajes. Algunos han desaparecido, pero también intervienen otros nuevos —los propios dioses, sin ir más lejos—. Conforme avanzaba en la escritura, me di cuenta de que la trama, o más bien la suma de tramas, pedía bastante más de las 600 páginas que había planeado. Se trata de responder muchas preguntas planteadas en las dos novelas previas, más otras que surgen en [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=ElSuenoDeDiosesJavierNegrete][i]El sueño de los dioses[/i][/url].

    Finalmente, comprendí que la historia pedía más tiempo y más páginas. Pese al agotamiento del que hablaba, lo cierto es que me daba pena despedirme de Tramórea. De modo que cuando decidí escribir una cuarta novela —aunque eso me supone más trabajo, más tensión y comprimir en el tiempo otros proyectos—, y la editorial Minotauro aceptó mi propuesta, sentí alivio y también alegría. Alivio, porque me estaba dando cuenta de que necesitaba desarrollar más el desenlace, y el final de la serie quedaría mucho mejor así. Alegría, porque podía disfrutar unas semanas más conviviendo con personajes que, después de estos años, son mis familiares y amigos.

    Ahora, el 26 de octubre, se publicará [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=ElSuenoDeDiosesJavierNegrete][i]El sueño de los dioses[/i][/url]. Mientras el libro está en la imprenta, sigo trabajando en la cuarta parte —y última, esta vez sí—. Debo añadir que, así como [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=Laespadadefuego][i]La Espada de Fuego[/i][/url] y [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=Elespiritudelmago][i]El espíritu del Mago[/i][/url] son novelas prácticamente independientes, [url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=ElSuenoDeDiosesJavierNegrete][i]El sueño de los dioses[/i][/url]y [i]El corazón de Tramórea[/i] forman una unidad clara.

    En cualquier caso, la espera no será tan larga como en el pasado: [i]El corazón de Tramórea[/i] saldrá a la venta en mayo de 2011, así que espero que mis lectores no se impacienten demasiado. Y, sobre todo, que disfruten con la lectura de ambos libros tanto como yo he disfrutado —y estoy disfrutando— escribiéndolos.»

    [b]Javier Negrete[/b]

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    Interplanetaria
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    [b]Javier Negret[/b]e, autor de la Saga de Tramórea (Minotauro), presentará su última novela, [i][url=https://interplanetaria.com/ficha.php?id=ElSuenoDeDiosesJavierNegrete]El Sueño de los Dioses[/url][/i], en la librería Generación X ([url=http://goo.gl/maps/ml3b]C/Puebla, 15 de Madrid[/url]), el próximo 26 de octubre 2010,a las 19:00. ¡Ven a conocer los secretos de esta nueva entrega!

    Ese mismo día sale a la venta el libro.

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