El Susurro de las Flores Marchitas

Existe un mundo oculto donde la oscuridad se envuelve de sombras. Un mundo desconocido y apenas sospechado, que se esconde a los ojos de los hombres tras múltiples velos de ignorancia, superstición y rechazo. A veces te aparta como si fueras algo ponzoñoso y molesto, ajeno a sus intereses, otras te aprisiona como a un insecto en la tela de una araña. Entonces ya no puedes escapar, es demasiado tarde, la oscuridad te inyectará su veneno y, cuando tu interior no sea más que un líquido pastoso, te absorberá la médula y hasta la última gota de sangre. 
Con estas palabras empieza El Susurro de las Flores Marchitas. Atrévete a iniciar este peligroso viaje por las oscuras calles de Nueva Orleans, la patria del Vudú, el hogar de hechiceros sin nombre, en la que un detective de lo insólito, Áureo Kavanac, se enfrentará a un mundo situado en la misma línea que separa la realidad de la magia, un mundo entre la vida y la muerte, entre la razón y la locura. Un mundo en que deberá enfrentarse a sí mismo, a sus miedos, sabiendo que si no vence en esa lucha, el destino que le aguarda será mucho peor que la muerte, ya que no está en juego solo su vida, sino su propia alma.
José Miguel Cuesta Puertes y José Rubio Sánchez (ambos nacidos en 1963), residen en Valencia, a orillas del Mediterráneo. Amigos desde niños, hace décadas que compaginan sus respectivos trabajos con la escritura. Su producción abarca campos tan amplios como las Nuevas Tecnologías o la Literatura en diversos géneros: novela, relatos o ensayos. Hasta la fecha han recibido diversos premios y publicado varias obras, entre ellas: El Loto tras el Muro (Edebé, 2005); La Ciudad de las Puertas de Oro (Timunmas, 2006); El Durmiente (Edebé, 2007), finalista premio Torrevieja 2006; Sol de Misterio (Equipo Sirius, 2008), finalista premio Planeta 2007; El Tao de la Carretera (Corona Borealis, 2008); El Emperador del Sol de Medianoche (Corona Borealis 2009); El Nombre Sagrado (Ediciones Simancas), premio Ciudad de Dueñas 2009; El Octavo Jinete, premio Domingo Santos 2004; El Necroeroticón (Grupo Ajec 2010); Cuentos de Magia y Misterio (Corona Borealis 2010).

ANTICIPO:

Detective de lo insólito

Pertenecía a la generación funesta que vio derrumbarse un mundo, que había sido amputada del pasado y dudaba del porvenir. Yo estaba muy lejos de creer que la época de agobio fuese digna de respeto y que hubiésemos de empaparla de nuestro amor.
El Retorno de los Brujos, L. Pauwels y J. Bergier

Habían pasado más de treinta años desde el día en el que vi por primera vez a Mama Bessi Odette. En ese tiempo fui olvidando; era como si mi mente rechazara aquellos acontecimientos que me habían destrozado, al mismo tiempo y de un solo golpe, la vida y los sueños. Era como si actuara algún misterioso mecanismo de seguridad in­terno, que evitaba que cayera en la más profunda locura y arrinconaba en algún lugar perdido de mi memoria los recuerdos que tanto daño me hicieron.
Durante los primeros meses con Mama Bessi Odette, me había sentido como un extraño, un elemento ajeno al entorno que me acogía, incluso como un parásito. Al principio apenas tenía alguna relación más allá de com­partir las comidas y alguna breve charla. La terrible ex­periencia vivida me había dejado marcado. Tengo que decir que nunca tuve noticias de la policía. Jamás supe qué investigaciones habían llevado a cabo, aunque sí te­nía claro que no resolverían nada. Los asesinatos ritua­les ocurrían con demasiada frecuencia, y el que más y el que menos, intentaba no entrometerse. Era un campo que solían evitar en la medida de lo posible. De todas formas, permanecí oculto un tiempo en casa de Mama Bessi hasta que todo se olvidó y la policía dejó el caso sin resolver.
Con el paso del tiempo, que todo lo puede, fui abrién­dome cada vez más a mi protectora. Me enseñó muchas cosas, pero todas ajenas al mundo del vudú. Creo que lo hacía consciente de ello, porque creía que cuanto menos supiera más me alejaría del peligro que me acechaba. Era una forma de protegerme, apartando mi cuerpo y mis re­cuerdos de todo lo que pudiera tener alguna relación con las creencias que abrazó mi madre. Mama Bessi pensó que estaría a salvo si hacía solo lo que se esperaba de una per­sona normal, un hombre que no tuviera nada que ver con el vudú y todo lo que representaba. Casi llegué a querer a Mama Bessi como a una verdadera madre, pero a pesar de que ella me había cuidado y acogido como si fuera su propio hijo, al cumplir los dieciocho años decidí marchar­me. Sabía que aquel no era mi lugar. El hogar me fue arre­batado de pequeño y, aunque no deseaba ya recuperarlo, algo imposible, necesitaba encontrar mi camino. Un buen día, cuando estábamos cenando, le confesé a Mama Bessi Odette mis intenciones.
— Tengo que decirte algo importante —le dije apartando levemente el plato de comida que tenía delante de mí —. No sé cómo empezar.
— Por el principio, claro, por donde empiezan todas las cosas — Mama Bessi sonrió como siempre lo había hecho cuando, dispuesto a confesarle alguna travesura, ella ya sabía lo que iba a decirle — . Mi pequeño se ha hecho ma­yor y quiere abandonar el nido. ¿Me equivoco?
— No te equivocas — mis ojos se oscurecieron por el re­mordimiento —. Siempre he sido un libro abierto para ti. Conoces hasta mis pensamientos más escondidos.
— Por supuesto y a pesar del dolor que me produce tu decisión, entiendo que alguna vez tenía que llegar este momento. Espero que no me guardes rencor si te he fa­llado en algo. He intentado darte todo lo bueno que hu­mildemente he podido conseguir y educarte como mejor he sabido.
— Mi madre, Docelia Marie, estará orgullosa de ti, allí donde se encuentre ahora —le respondí —. No podría ha­ber deseado mejor persona para cuidarme y protegerme. A tu lado no he conocido el frío ni el hambre ni, sobre todo, el miedo.
Bueno, ya está bien de echarnos flores. Los dos hemos hecho lo que debíamos, yo como madre no deseada y tú como hijo no esperado. Los Loas nos han unido y ahora nos separan, no hay nada más que discutir, nada de lo que la­mentarse — guardó silencio durante unos segundos, pensa­do lo siguiente que iba a decir—. Ten la máxima precaución posible, pues, como ya te dije en una ocasión, a tu alrededor se mueven fuerzas ocultas que desconoces. La maldad cam­pa a sus anchas por esta ciudad en la que nos ha tocado vivir.
— Cada vez creo menos en todo eso, madre. El mundo me ha enseñado la verdadera realidad. Nunca he contem­plado nada que no tuviera una explicación lógica. Respeto tus creencias que, en el pasado, también fueron mías, pero ahora yo pienso de otra manera. Para mí las religiones, el obeah, el vudú, son solo el reflejo de una esperanza que llena el anhelo de un más allá, cuando es muy probable que después de la muerte no haya nada más que vacío y olvido.
— Quizá sea mejor que creas eso. También espero que te alejes todo lo posible de las creencias que has nombrado. Vive con entusiasmo y busca la felicidad al lado de una buena mujer que te quiera y te cuide.
— Mañana me marcharé. No quiero demorarlo más. Lo llevo pensando desde hace bastante tiempo.
— Lo sé — me dijo —, desde el primer día que lo pensaste y la idea de marchar se perfiló en tu mente. Pude verlo en tu mirada. Que Zili Freda Dahomey te proteja allá donde vayas.
— Me quedo en la ciudad, por el momento no me iré muy lejos. No conozco otras calles que las de Nueva Orleans.
— Tal vez sería interesante que conocieras otras ciuda­des. Quizá deberías ir al norte, hace más frío que por aquí, pero la gente va a lo suyo; cualquiera puede pasar des­apercibido y tener una vida tranquila y anónima. Pero sé que es inútil pedirte que te vayas lejos de estas calles, tu alma está demasiado aferrada a esta tierra que no te quie­re soltar, te abraza con mucha fuerza. Somos tan hijos de la tierra que nos acogió como la de nuestros padres. Hay que dar un poco de tiempo al tiempo. Espero que mañana cuando me despida de ti, no hayan lágrimas, ni lamentos, sabes que no lo aguanto.
— Claro ¿por qué no? — le respondí con una sonrisa —. No me marcharé sin más.
El día siguiente llegó demasiado pronto. Mama Bessi Odette estaba despierta. Me había hecho el desayuno y ya tenía un par de maletas preparadas.
— Te he puesto lo justo. No quiero que vayas cargado con banalidades, pero tampoco quiero que te vayas de vacío.
— Gracias, mamá —le dije con lagrimas pugnando por brotar de mis ojos —. Me llevo muchísimo más de lo que traje y de lo que he aportado.
— No vayas a llorar como un marica — me dijo —. Cóme­te el desayuno de una vez. He estado casi una media hora preparándolo y ahora solo falta que se enfríe esperando a que te decidas a hincarle el diente.
Me levanté de la mesa y me fundí en un largo abrazo. Al principio me pareció que no me correspondía pero luego me abrazó como un oso. Y los dos rompimos a llorar.
— Eres un verdadero marica — me dijo rotundamente.
Salí por la puerta como había entrado una vez hacía
ya mucho tiempo, en silencio y dejando atrás, de nuevo, otra vida.
Los años pasaron muy deprisa. Durante los primeros lle­gué a realizar diversos trabajos. Ejercí de camarero, aguan­té muy poco de vendedor de libros, de esos que van con­venciendo a la gente de casa en casa. También trabajé de agente de seguros y comercial de productos de hostelería. Pero lo mío no eran las ventas. En mi deambular sin senti­do cada vez iba cayendo en una mayor apatía. La creciente desgana se transformaba paulatinamente en una profunda depresión. Los trabajos no me satisfacían, los abandonaba a las pocas semanas de haber empezado. No tenía amigos, tal vez unos pocos conocidos que únicamente me reque­rían para pedirme un dinero que nunca me devolvían, o alguna ayuda, también económica, para conseguir drogas y alcohol o gastársela en putas. Algunos me buscaban para acompañarles en algún ajuste de cuentas, es decir: para darle una buena paliza a algún desgraciado. Lo único que alegraba mis días, y sobre todo las noches, era alguna pros­tituta o ligue ocasional, pero, en definitiva, mi gran compa­ñera fue la botella de whisky, sin importar marca; herencia de mi padre, el irlandés.
El alcohol entró en mi vida despacio y en silencio, como una amante, para quedarse después a tiempo completo. Cuando abandoné a Mama Bessi también abandoné, poco a poco, todo lo que me había enseñado, y al final me que­dé solo. Quizá siempre, desde que murió Docelia Marie lo había estado, aunque no era consciente de ello.
Un buen día, hace unos pocos años y estando más bo­rracho que sobrio, como ya era habitual, me llegó una ilu­minación que me pareció una buena idea. Como no tenía ningún otro oficio de provecho, ni me había preocupa­do por tenerlo, me dediqué a la investigación. Pero no a la investigación científica, sino a investigar casos de desapariciones o espiar a maridos y esposas con ataques de cuernos. Me hice detective privado y me especialicé en aquello que más y mejor conocía, lo que había estado rondando a mi alrededor casi desde el día en que nací: lo oculto, lo paranormal, lo extraño. No me hacían falta estudios para eso. Solo necesitaba algo que ya tenía, co­nocer y saber moverme por los bajos fondos, que es don­de, al menos en Nueva Orleans, se cuecen la mayoría de los problemas que le pueden acuciar a uno y prescindir de algo de lo que ya carecía: los escrúpulos. La vida me había tratado muy mal y lo primero que dejé en el camino fueron los buenos sentimientos. Sé que no era una buena persona, pero tampoco Jack el destripador, simplemente me importaba una mierda lo que le pasase al mundo y a sus habitantes, excepto claro, aquellos que me pagaban. Me establecí en un sexto piso algo desvencijado del ba­rrio Francés de Metairie, no muy lejos del lago Pontchar- train. Allí donde late el corazón y flota el alma de Nueva Orleans, donde aún se rememora el pasado, cuando el sur de Estados Unidos era una mezcla de blancos y crio­llos, de piratas y esclavos, de prostitutas y magia negra. ¡Coño! Ahora sigue siendo igual.
No puedo negar que he heredado de mi padre la sensata afición por el whisky, y de mi madre la maldición de no poder escapar del mundo oscuro en el que ella siempre estuvo envuelta. Ante lo cual opté, ya que no podía huir, al menos intentar sacar algo de provecho de todo ello. La verdad es que siempre he tenido una gran afinidad con los asuntos extraños. Magia, vudú, santería, desapariciones misteriosas, sucesos paranormales, espectros aburridos y todo tipo de fenómenos inexplicables, desde los ovnis hasta los exorcismos. Así que, como ya he dicho, me dedi­qué a la poca recomendable profesión de detective espe­cializado en casos raros.
Los clientes que venían a mí eran los rechazados por mis colegas, que los dejaban de lado con cualquier excusa para no perder su valioso tiempo en majaderías y poder centrarse en asuntos de más interés y, sobre todo, no lo olvidemos, mejor remunerados. Por mi parte, estos casos son siempre bien recibidos. Ahora soy un profesional del ocultismo, de nuevo gracias a la que fue la reina bruja, mi madre. Son curiosos los caminos por los que nos lleva el destino, pues de eso me advirtió Mama Bessi. No pue­do evitar la atracción que siento por ellos, esos pequeños monstruos de feria, raros y extraños que son los sucesos inexplicables, fenómenos que escapan a la lógica y al sen­tido común. Muchos de los casos, podría decir que la ma­yoría, no son más que situaciones normales. Entiendo por normales las fugas de adolescentes, las jodidas drogas que permiten ver, por igual, tanto a demonios obscenos como apariciones de la Virgen y los santos, los secuestros sin solicitud de rescate, los robos de objetos sin valor, alguna paliza propinada por sectarios sin ánimo de lucro, incluso los asesinatos rituales de cuatro iluminados que esperan recibir la gracia de Belzebú. Por lo general, la razón oculta en estos casos no varía demasiado: el sexo, el dinero o el ansia de poder. De todas formas, nunca los rechazo, siem­pre que haya clientes solventes y una paga de por medio, claro. Si no hay dinero, no muevo el culo de la silla. Solo quise aprovecharme de unos conocimientos en los que ni siquiera creía pero que se me daban bastante bien.
Viviendo en una ciudad como Nueva Orleans, no me podía faltar trabajo de esas características, si bien solo me entraban uno o dos casos cada tres meses. La mayoría eran simples chorradas que se podían solucionar con faci­lidad y los menos se quedaban sin resolver, nunca encon­tré ninguno que pudiera ser considerado verdaderamente paranormal. Lo que al final no le daba el prestigio que se
merecía a la ciudad.
Así creé la agencia Kavanac, detective de lo insólito. Tari­fas ajustadas a cada presupuesto, y garantía de resolución
de los problemas. Si no era así, se devolvía el dinero, hasta el último centavo y los gastos ocasionados correrían por mi cuenta, lo que me jodería una barbaridad.
Durante un tiempo estuve solo en mi oficina, pero como siempre he sido un verdadero desastre en organización y nunca he sabido hacer ni un puto huevo frito, decidí buscarme un secretario o secretaria para que me llevase los papeles, la limpieza, las pocas llamadas y las menos visitas que me llegaban. Puse un anuncio en el Daily Co- met, solicitando gente para una entrevista de trabajo y me senté a esperar. Tres días después recibí las llamadas de dos individuos mostrando cierto interés en mi oferta.
El primero que llegó era «un figura» que podía pesar alrededor de ciento quince kilos. Se me presentó con una camiseta de los Rolling que no podía contener su inmensa barriga ni con los labios del Jagger. Tenía unos cincuenta años, olía a ajo y a una mezcla extraña entre curry y sudor reseco y rancio. Yo no era un dechado de limpieza y aseo, pero aquello tiraba por tierra mis aspiraciones de batir el récord. Desde luego, tampoco era tan inocente como para creer que iba a venir una modelo a la entrevista, no espera­ba ver entrar ni a Beyoncé ni a Scarlett Johansson, pero tam­poco a ese ser deplorable que asustaría hasta al mismísimo Octavo pasajero. Le dije que me quedaba con su nombre y dirección por si, finalmente, resultaba elegido. Lo que no le dije es que el papel donde lo había escrito lo iba a utilizar para limpiarme el culo. Le invité, con toda la amabilidad que me fue posible, a que esperara mi llamada.
Media hora después de que el primer aspirante se mar­chara con viento fresco a que le dieran por el saco, volvió a sonar el timbre de la puerta.
La primera impresión que me dio fue que debía haber­se equivocado. Después de ver al esperpento anterior, me encontré con una verdadera joya. Era un joven que debía rondar los veinte años, de alrededor de un metro setenta de altura, un poco más bajo que yo, delgado, con el pelo negro y bien peinado, cara imberbe y ojos tristes. Vestido con gusto, sobre todo en la combinación de colores y teji­dos. Llevaba unas zapatillas deportivas y unos vaqueros limpios, una camisa de cuadros y un jersey azul claro que se anudada sobre los hombros.
— ¿Sí? — pregunté pensando que era un vecino que ve­nía a pedir algo que se le había acabado de la despensa.
— Me llamo Nicholas Matrie — me respondió —. Vengo por la oferta de trabajo. ¿Es aquí?
— Sí… sí, pasa y te comentaré las condiciones, por si te
interesan.
— Gracias — me respondió y entró al despacho por pri­mera vez.
La entrevista fue distendida. Yo no tenía mucho que ofrecerle, ya que no es un trabajo donde haya unos ingre­sos fijos ni abundantes, por lo que tampoco podía prome­terle un sueldo estable. Sin embargo, le aseguré que, de lo que yo pudiese ganar, le daría una parte importante. La verdad es que, aunque lo parezca, nunca me ha impor­tado mucho el dinero por sí mismo y estoy acostumbra­do a vivir con poco. Ya no pretendía hacerme rico a los cuarenta y pico años cuando nunca antes había tenido un maldito centavo.
Por mi parte, el chaval me convencía. Era aseado, se le veía culto y con buena presencia. Sabía estar y se podía mantener una conversación inteligente con él, algo bas tante inusual en el ambiente en que me había estado mo­viendo los últimos años. Incluso, como era bastante gua­po, pensé que podría atraer a tías buenas.
Él también se mostró dispuesto a trabajar conmigo. Tal vez, imaginé, su situación no era muy boyante y no po­día ir por ahí despreciando los trabajos que le surgían, no todo es el físico.
Acordamos empezar al día siguiente y que le pondría al tanto sobre la marcha de los asuntos que estaba llevando, labor bastante sencilla, porque en esos momentos no tenía ninguno. No era demasiado complicado llevar el archivo al día, sencillamente porque no lo había, y la limpieza ne­cesaria tampoco se hacía muy difícil de explicar que diga­mos. En fin, que con decirle el número de teléfono de la oficina, que ya debía conocer, y el número de mi móvil, ya tenía de sobra para comenzar.
El tipo era perfecto, sí, desde luego, quizá demasiado. El único problema que tenía el chaval y del que me di cuenta en los primeros minutos de la entrevista, consistía en que le gustaban a rabiar los palotes. Es decir, era homosexual, un maricón con todas las letras. De los que les gusta que les den por el culo a todas horas. Vamos, un mariconazo de nacimiento y, además, lo reconocía con orgullo. Yo ya sabía que en esta vida no hay nada, ni mucho menos, per­fecto. Estaba seguro que era lo mejor que podía encontrar y, como yo tampoco iba a acostarme con él, me decidí a contratarlo sin pensarlo dos veces. Que hiciera lo que le diera la gana con su vida y sus inclinaciones sexuales. Ese era su problema, no el mío.
Se despidió hasta el día siguiente, como habíamos acordado. Me dijo que tenía que arreglar unos asuntos y que llegaría sobre las nueve de la mañana, si me pare­cía bien. Antes de cerrar la puerta me lanzó una mirada acompañada de una sonrisa picara que me dejó aturdi­do el resto de la jornada. Por un momento me pregunté si había hecho bien en contratarle, pero intenté no darle más vueltas. Ya estaba acordado y decidido, y yo soy un hombre de palabra.
Nicholas me comentó que tenía veinte años y que desde hacía dos llevaba el cuerpo totalmente depilado. Solo le quedaba de pelo el de la cabeza y el de las cejas, que en­marcaban unos ojos de color marrón miel. ¿Qué me inte­resaría a mí si se afeitaba o no los pelos del culo? Como ya he dicho, era educado y culto, más de lo que yo, práctica­mente un carcamal de casi cincuenta años, llegaría a serlo nunca. Cualquier mujer, soltera o casada, hubiera pagado por acostarse con él sin dudarlo un momento. Una pena para el mundo, y más que nada para las tías, que fuera gay. Pero, de momento, no tenía nada mejor a mano. Y si esperaba que llegase algún nuevo aspirante al trabajo podía, tranquilamente, hacerlo sentado.
El chaval se amoldó enseguida a mis necesidades. El primer día ya limpió a fondo mi despacho y el resto de la oficina, arregló algunos papeles y anotó en una agenda to­dos los contactos que tenía. Encendió un viejo ordenador que descansaba el sueño de los justos desde ni me acorda­ba cuando, y para mi sorpresa, ¡funcionó!
— Vamos a necesitar una conexión a Internet —me dijo mientras le miraba atónito y sin acabar de entender lo que me había dicho. Sabía lo que era Internet, claro, pero no para qué coño lo necesitábamos.
— ¿Para? —le pregunté.
— Hoy en día Internet es la mayor fuente de informa­ción que existe. Es una herramienta fundamental para cualquier cosa que pretendamos conseguir. Datos, direc­ciones, mapas, archivos… todo.
— Está bien —consentí — . Encárgate de buscar lo que creas necesario, pero que sea algo barato.
Tres días más tarde ya estábamos conectados a la red, aunque yo no acababa de verle mucha necesidad ni senti­do. Pero he de reconocer que Nicholas le daba vida al tra­bajo. Siempre parecía que tenía algo entre manos y, cuan­do no, estoy seguro de que se lo inventaba.
Durante los primeros meses la cosa fue bastante bien, aunque tuve que decirle en más de una ocasión que de­jara de insinuarse como si fuera una secretaria salida. No podía aguantar sus miradas y sus gestos, siempre bus­cando la provocación. Como he dicho, desde el primer día que le contraté le consideré una gran persona, casi un santo. Tenía que aguantar mis desplantes y mis borra­cheras con total estoicismo. Esperaba el sueldo del mes con paciencia franciscana y, además, estaba dotado con un especial instinto que me ayudaba, más de lo que él creía y sabía, en la resolución de los pocos casos que nos llegaban. Ante esos méritos tenía que aguantar sus ma- riconadas, apretar los dientes y contar hasta cien, para ver si se me pasaban las ganas que me daban de vez en cuando de darle de hostias.
En alguna ocasión, incluso, llegué a tener encontro­nazos con su forma de ser y de actuar, alguno de ellos prefiero no recordarlos. Mi principal vicio era la bebida, día sí y el otro también. Permanecía más tiempo borracho que sobrio, creo que así alejaba a los fantasmas que me acechaban aunque a estas alturas no necesito excusas. Ni­cholas tenía sus propios vicios y sus propios fantasmas. Siempre me decía a mí mismo que cada uno es como es y, para bien o para mal, tenía que aceptarlo así. Si era mari­cón pues lo era, ¡qué coño! Entonces no podía sospechar cuánto iban a cambiar las cosas.

Pequeñas esperanzas

¿ Qué tiene de bueno la amistad si uno no puede decir exactamente ¡o que pimsa ?
El Amigo Devoto, Oscar Wilde

Los días transcurrían, por lo general, bastante anodi­nos. En tres meses solo nos entró un caso de un fulano que sospechaba de las salidas a reuniones de trabajo de su mujer. Él estaba en paro desde hacía un año y ella era una ejecutiva comercial de una empresa de cosméticos. Viendo la foto de la señora, pensé que sin duda se la estaba pegando, ya que la tía estaba buena de verdad. Supuse que algún compañero del curro se la estaba ha­ciendo día sí y día también. Ella, guapa y triunfando en el trabajo. Él, un perdedor venido a menos, casi calvo y con la personalidad de una ameba. Esperaba verle crecer, de un momento a otro, una enorme cornamenta saliendo de su frente despejada. Sin embargo, Nicho- las me dijo, en uno de sus intuitivos comentarios, que algo le decía que no era como yo pensaba. Después de seguir a la mujer durante un mes, concluí que el jodido llevaba razón, Nicholas tenía la maldita intuición de una golfa reprimida.
La mujer a la que estaba investigando era una esposa modélica. Trabajaba de sol a sol y la relación que tenía con sus compañeros era puramente profesional, lo cual no dejaba de extrañarme, ya que cualquiera de ellos va­lía diez veces más que su desconfiado marido. Pero lo más alucinante fue que un día pillé al hombre liado con una jovencita con visos de anorexia. El muy cabrón me dijo que estaba muy solo y que yo, como tío que era, lo entendería perfectamente. Le respondí que me pagara el dinero acordado y que dejaba el caso desde ese instante. Antes de irme le dije que sí, que mi investigación ha­bía tenido resultados y que, efectivamente, su mujer le estaba poniendo los cuernos, no con uno sino con dos compañeros del trabajo, uno joven y el otro de mi edad. El muy cerdo se echó a llorar allí mismo, delante de mí y de la fulana. A pesar de todo me dio pena y no quise inventarme detalles escabrosos que podrían haberlo de­jado aún más jodido.
Después de ese caso estuvimos varias semanas que, per­fectamente, podríamos haber cerrado el kiosco y haber­nos largado de vacaciones. Pero, como la vida me había mostrado en diversas ocasiones, cuando todo parece más calmado es cuando se avecina una mayor tormenta, nor­malmente de la hostia.
Recuerdo a la perfección la mañana de aquel día; era como si el cielo se hubiese envuelto en una manta gris y roída. El sol solo era una leve claridad triste y apagada. Nicholas Matrie entró en el despacho bastante agitado.
Pero lo hizo como siempre, con una asquerosa sonrisa de puta mostrando sus dientes blancos y alineados con escuadra y, también como siempre, se me quedó miran­do mientras pasaba su mano lentamente por sus pezones que resaltaban en la camiseta ajustada y blanca, con un dibujo esquemático que representaba a ese cantante de los Queen que palmó de sida. En los últimos tiempos, el marica, había cogido una confianza pasmosa, de esas que dan asco.
— ¿Sí? —le dije de forma escueta sin mirarle siquiera. Le jodia un huevo que le ignorase de esa forma.
— Ya sabes, jefe, que en cualquier momento que desees me tienes a tu completa y total disposición.
— Eres lo más guarro que me ha pasado en toda mi vida — le respondí con fingido desprecio.
— Creo que en el fondo te pongo cachondo — me miró con cara de cordero degollado—, si no, recuerda lo del otro día.
— Tuviste mucha suerte —le repliqué a punto de enfa­darme de verdad.
Hacía referencia a lo ocurrido unas dos semanas atrás. Había llegado al despacho pasadas las diez de la maña­na, con varios tragos de whisky de más en el cuerpo y el sueño arrastrado de dos días en los que apenas había dormido unas escasas e inquietas horas. Me senté, de­jándome caer sobre la silla del despacho, soportando la cabeza que amenazaba con estrellarse sobre la mesa si no la sujetaba entre mis manos. Ante mí, sobre el escrito­rio, unos pocos folios cargados de informes me parecían La Biblia: papel fino, letras pequeñas, textos a dos colum­nas; en definitiva, un verdadero infierno. No lograba, por mucho que me esforzaba en ello, centrar mi vista en las palabras, y qué decir de conseguir leer una frase con un poco de coherencia; incluso llegué a dar una cabeza­da contra el escritorio. Entonces, sin llamar a la puerta, como es su costumbre, entró Nicholas. Más lozano y di­charachero, si eso era posible, que en otras ocasiones y, sin mirarme apenas, empezó a poner encima de la mesa una cantidad ingente de fotos de jovencitas que, según creí entender entre las brumas que atenazaban mi con­ciencia, habían desaparecido en cuestión del breve plazo de unos meses.
No puedo decir cuál fue el verdadero motivo, qui­zá las fotos de las chicas que yo, en mi penoso estado, idealizaba. Tal vez el alcohol que danzaba en mis ve­nas, quizá el mismo sueño que cada vez me dominaba más. Fuera lo que fuere, comencé a notar una sensa­ción de calor dulce y reconfortante que parecía mecer mis testículos como si fueran anidados entre nubes. Después sentí cómo llegaba una incontenible erección. Tampoco puedo decir cómo Nicholas se dio cuenta de ello. Sé que, a veces, sentado enfrente de mí, solía mi­rar mi bulto al tiempo que se mordisqueaba los labios. Seguro que en esa ocasión ocurrió lo mismo, pero, lle­vado por un impulso irresistible para él, se lanzó a mi entrepierna.
Con pasmosa habilidad propia de un malabarista o mejor un prestidigitador experto, me desabrochó el pan­talón y bajó la bragueta. En esos momentos, cuando me di cuenta de lo que estaba sucediendo, tuve varias op­ciones: dejar que me la chupara, o darle un puñetazo y romperle la nariz, además de arrancarle varios dientes, o propinarle un guantazo en toda la cara. Por suerte para él, elegí la tercera opción. Con la hostia que le di se le­vantó a punto de romper a llorar como una puta. Se en­fadó y, acariciándose la mejilla herida, se dio la vuelta y se marchó de mi despacho.
— ¡Como vuelvas a intentar hacer eso de nuevo, te pon­go de patitas en la calle! —atiné a gritarle mientras él se iba y yo me abrochaba los pantalones.
— ¡No voy a volver, so cabrón! — me respondió —. Eres un hijo de puta. Ya vendrás a que te la chupe, ya. ¡Enton­ces te van a dar por el culo!
Cerró la puerta con todas sus fuerzas, que no eran mu­chas, y se marchó. A los dos días lo tenía de vuelta, sen­tado en su mesa de secretario con la cara más larga que le recuerdo. Dos días más tarde ya me hablaba. Pasados otros dos volvía a mirarme el paquete con descaro. Era un incorregible.
— Aquel día — le dije volviendo a la conversación—. Tuve que elegir entre darte un puñetazo o solo una bofetada. Fue tu día de suerte — obviamente le oculté la otra opción.
— O el tuyo — me replicó con una mezcla de gracia, iro­nía, picardía e incluso de sabiduría.
— Bien, vale, ya está bien de mariconadas, joder — ata­jé—. ¿Qué tenemos hoy?
— Pues está relacionado con lo del otro día.
— ¿Qué día? — le pregunté.
— ¿Qué día va a ser? Pues cuando casi te la chupé.
— ¡Ya empezamos otra vez!
No es eso. No tiene nada que ver con nuestra agrada­ble experiencia. Bueno, fue agradable hasta lo de la hostia — me decía esto mientras se acariciaba la mejilla que pare­cía dolerle cada vez que recordaba el golpe — . Se trata de las fotos de las jóvenes desaparecidas que te enseñé. Pero estabas tan sumamente borracho que ni te enteraste.
— Sí que me enteré. Pero ¿qué coño querías que hiciera yo? Sabes que si no tenemos clientes que nos paguen no movemos el culo de nuestros asientos.
— Ya, pero también sabes bien que tengo una intuición casi femenina — decía la verdad, ya que ese era uno de los motivos por los que lo mantenía contratado—, es como un sexto sentido, y ya sabes que pocas veces me falla.
— Suéltalo ya, que pareces un culebrón de la tele.
— Pues mira, ahí fuera, en nuestra desvencijada y miserable sala de espera, tenemos a una mujer muy nerviosa que dice que su hija ha desaparecido y, fíjate, quiere contratarte para que la localices.
— Eso es interesante. Aparte de ser un puto guarro, ten­go que reconocer que eres intuitivo, o tienes la suerte de los maricones, una de dos.
— La voy a hacer pasar antes de que se canse de espe­rar y se largue a buscar otro detective más competente y sensato.
— Claro que sí, ya estás tardando. Estos asuntos requie­ren la máxima premura — le dije apremiándole.
— Voy enseguida, Áureo.
— No me llames Áureo —le atajé — . O me llamas Ka- vanac o jefe, pero Áureo no. Sabes que no me gusta la ma­nera en que lo pronuncias. Me saca de mis casillas esa voz de marica reprimido que pones.
— Como quieras — me respondió mientras me sacaba la lengua y volvía a estirarse un pezón. ¡Joder!, le hubiera dado de hostias allí mismo. Lo que tenía que aguantar con el puto chaval.
Nicholas se fue hacia la puerta para avisar a la mujer. Antes se giró de nuevo hacia mí y me dijo con un tono de voz bastante despreciativo.
— Por cierto, es muy guapa.

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