El testamento del señor de Chauvelin. La liebre de mi abuelo

Alexandre Dumas (1802-1870), autor de más de cien novelas y obras de teatro, maestro indiscutible de los relatos de capa y espada, dedicó una parte de su ingente obra a la literatura fantástica y la reunió bajo el título de Los mil y un fantasmas (1848-1851). De las siete narraciones que contiene la recopilación, el presente volumen incluye dos: El testamento del señor de Chauvelin narra la historia de un cortesano a quien habían predicho que moriría dos meses antes que el rey Luis XV. Presintiendo la muerte del monarca cercana, decide viajar al castillo familiar para ocuparse en persona de su herencia y vivir los últimos días en compañía de su mujer e hijos. El marqués redactaba su testamento cuando recibe la llamada urgente del monarca y ha de abandonar el castillo sin firmar el documento. Chauvelin no llegará nunca a su destino y empiezan a producirse extraños acontecimientos de índole sobrenatural… La liebre de mi abuelo nos cuenta la historia de Jerome, boticario de Theux, un pueblo francés cercano a la frontera con Bélgica, librepensador y consumado cazador que un día decide ampliar sus cacerías furtivas a los terrenos del obispo. Pero es sorprendido por el guardabosques y acaba en la cárcel. Aquel mismo invierno Jerome mata al guardabosques, pero nadie lo advierte. A partir de ese momento sufrirá extrañas visiones en sus sueños y cacerías.

ANTICIPO:
El médico del rey

El 25 de agosto de 1774 el rey Luis XV estaba en Versalles, enfermo, en la habitación azul; junto a su lecho, un lecho de sangre, dormía el cirujano Lamartiniere.

En el reloj del patio real sonaban las cinco de la mañana, y en el castillo empezaba el movimiento.

Movimiento de sombras inquietas que cuidaban el sueño del príncipe a esa hora; desde hacía algún tiempo Luis XV, fatigado por las vigilias y los excesos, encontraba un poco de reposo comprado con el abuso del insomnio, y con narcóticos cuando el abuso del insomnio no bastaba.

El rey ya no era joven: entraba en sus sesenta y cinco años. Después de haber agotado hasta las heces los placeres, los goces, los elogios, no le quedaba nada por conocer; se aburría.

La peor de sus enfermedades era la fiebre del aburrimiento; aguda con la señora de Chateauroux, se había vuelto intermitente con la señora de Pompadour, y crónica con la señora Du Barry.

A quienes no les queda nada por conocer, les queda a veces algo por amar: es un recurso soberano contra la enfermedad que sufría Luis XV Hastiado del amor individual por aquel que había inspirado a todo un pueblo y que había sido llevado hasta el frenesí, ese hábito del alma le había parecido demasiado vulgar para que un rey de Francia se abandonase a él.

Así pues, Luis XV había sido amado por su pueblo, por su mujer y por sus amantes; pero Luis XV no había amado nunca a nadie.

Hay también aquellos a quienes aburre una preocupación excitante: es el sufrimiento. Dejando a un lado las dos o tres enfermedades que había tenido, Luis XV nunca había sufrido; y, mortal privilegiado, sólo experimentaba, como presentimiento de la vejez, un principio de fatiga que los médicos le presentaban como una señal de retiro.

Algunas veces, a esas famosas cenas de Choisy, donde las mesas salían completamente cargadas del estrado, donde el servicio lo desempeñaban los pajes de las cuadras, cuando la condesa Du Barry provocaba a Luis XV a buenos tragos, al duque de Ayen a la carcajada y al marqués de Chauvelin a la alegría epicúrea, Luis XV, sorprendido, se daba cuenta de que su mano era perezosa para levantar el vaso lleno de licor burbujeante que tanto había amado, que su frente se negaba a contraerse con esa risa inextinguible que las salidas de Jeanne Vaubernier habían hecho brotar a veces, como flores de otoño, en las fronteras de su edad madura; en fin, que su cerebro permanecía helado ante las pinturas seductoras de esa vida bienaventurada que procuran el soberano poder, la suprema riqueza y la excelente salud.

Luis XV no era de carácter abierto, concentraba en él alegría y tristeza; tal vez, gracias a esa absorción interior de sus sentimientos, hubiera sido un gran político si, como él mismo decía, no le hubiera faltado el tiempo.

Inmediatamente, cuando se percibió del cambio que empezaba a realizarse en él, en lugar de tomar su decisión y de respirar filosóficamente esas primeras brisas de la vejez que arrugan la frente y platean los cabellos, se replegó sobre sí mismo y se observó.

Lo que hace tristes a los hombres más joviales es el análisis de la alegría o del sufrimiento; el análisis es un silencio arrojado entre las risas y los sollozos.

Hasta entonces se había visto al rey sólo aburrido; luego se le vio triste. Ya no ríe las obscenidades de la señora Du Barry, no sonríe ya con las maldades del duque de Ayen, no se adorne ya con las amistosas caricias del sefior de Chauvelin, su amigo íntimo, el ácate de sus escapadas reales.

La señora Du Barry se queja particularmente de esa tristeza, que con ella degeneraba, sobre todo, en frialdad.

Este cambio moral hizo decir a los médicos que si el rey no estaba malo todavía pronto lo estaría.

Por eso, el 15 de abril anterior, Lamartiniere, su primer cirujano, después de haber hecho tragar al rey su medicina mensual, se aventuró a haced e observaciones que consideraba urgentes.

-Sire -le había dicho Lamartiniere-, si Vuestra Majestad ya no bebe, si Vuestra Majestad ya no come, si Vuestra Majestad no… se divierte más, ¿qué va a hacer entonces?

-Maldita sea, mi querido Lamartiniere -había respondido el rey-, pues lo que pueda parecerme más divertido al margen de todo eso.

-Es que no conozco gran cosa nueva que ofrecer a Vuestra Majestad. Vuestra Majestad ha hecho la guerra, Vuestra Majestad ha tratado de amar a los sabios y a los artistas, Vuestra Majestad ha amado a las mujeres y el vino de Champagne. Ahora bien, cuando se ha probado la gloria, el elogio, el amor y el vino, aseguro a Vuestra Majestad que busco inútilmente un músculo, una pulpa, un ganglio nervioso que me revele la existencia de alguna otra aptitud para una distracción nueva.

jAh, ah! -dijo el rey-. ¿Creéis de veras eso, Lamartiniere?

-Sire, pensadlo bien; Sardanápalo era un rey muy inteligente, casi tan inteligente como Vuestra Majestad, que vivió algo así como dos mil ochocientos años antes que vos. Amaba la vida, y se preocupó mucho de empleada bien. Creo saber que buscó minuciosamente los medios de ejercitar el cuerpo y el espíritu en el descubrimiento de los placeres menos conocidos. Pues bien, los historiadores nunca me han informado de que hubiera encontrado algo distinto a lo que vos mismo habéis encontrado.

-¡Vaya, Lamartiniere!

-Exceptúo el vino de Champagne, Sire, que Sardanápalo no conocía. Tenía, en cambio, por bebida los vinos espesos, pesados y pastosos del Asia Menor, esas llamas líquidas que filtran por la pulpa uvas del Archipel, vinos cuya embriaguez es un furor, mientras que la embriaguez del vino de Champagne no es más que una locura.

-Cierto, mi querido Lamartiniere, cierto; el vino de Champagne es un vino espléndido, y me ha gustado mucho. Pero decidme, ese Sardanápalo, ¿no terminó quemándose sobre una pira?

-Sí, Sire, era el único género de placer que todavía

no había experimentado; lo reservó para el final.

-¿Y sin duda fue para recibir ese placer lo más vivo posible por lo que se quemó con su palacio, sus riquezas y su favorita?

-Sí, Sire.

-¿Acaso me aconsejaríais, mi querido Lamartiniere, quemar Versalles y, junto con Versalles, quemarme a mí mismo con la señora Du Barry?

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