El tiempo escondido

En la iglesia de una aldea apartada del occidente montañoso de Asturias se descubren los restos de dos hombres que desaparecieron sesenta años atrás. El hijo de uno de ellos contrata a un investigador privado para averiguar la identidad del asesino. El detective, al que los avatares de su propia existencia han convertido en un escéptico, va adentrándose en una trampa apasionante, rescatando de un tiempo escondido las vivencias de unos personajes inolvidables que enlazan la última batalla de la guerra de Cuba con el final del siglo XX. Un misterio, una investigación y un viaje que le llevará por derroteros insospechados a encontrar su propio destino. El tiempo escondido es una novela que conjuga la calidad literaria con el rigor histórico. El lector, atrapado desde el principio por una narración que va creciendo en intensidad y dramatismo hasta llegar a un final sorprendente, disfrutará de este relato que se sirve de los recursos del thriller para construir un hermoso y emocionante canto al Amor que trasciende las barreras del tiempo. Libros con Huella es una colección, avalada por un consejo editorial de importantes libreros de toda España, que pretende acercar a los lectores libros imprescindibles para disfrutar de la buena literatura.

ANTICIPO:

9 de enero de 1943

Era el momento. Antes del ruido. Antes de que la desa­parición de José Vega fuera un hecho consciente que moti­vara la alarma. ¿Quién imaginaría un robo en el pueblo, tan menguado de habitantes? En realidad, ¿quién se atrevería a robar en esos días aquí o en otro lugar? La dictadura era pro­funda y el terror, cotidiano para muchos. En altas esferas se larvaban fortunas y nada trascendía ni se castigaba/Pero el que robaba para comer era apaleado y llevado a prisión. La Guardia Civil de los pueblos de esa España en sombras era incansable a la hora de dar palizas. Había que mantener el orden en el inmenso cuartel. El hombre decidió ir primero a casa para dejarse ver. Entró y se quitó las madreñas, pero no el tabardo, cuya capucha echó para atrás.
—Hola —dijo, llevando unos troncos de leña.
—Vaya nochecita. ¿Terminasteis por hoy? —dijo la mujer.
—Sí. —Se dejó caer en una esquina del iscanu y se escan­ció un vaso de vino.
—Estarás cansado. Quítate el tabardo. Estás chorreando.
—Voy a la huerta un momento. Me acostaré pronto.
Salió y bajó a la puerta. Se puso las madreñas. La lluvia seguía imperturbable. Cruzó hasta la huerta y caminó hacia las afueras. Luego dio un rodeo, cruzando por delante de otras casas, de las que salían tenues resplandores de las lla­mas de los faroles. En algunas se oían débiles voces y risas de niños. En la oscuridad matizada vio a uno de casa Duque salir. El otro no le vio a él. Se acurrucó bajo un carro, fundiéndose en la sombra. El de los Duque se había bajado el pan­talón, guarecido por un castaño, y estaba haciendo crepitar el culo. El hombre esperó inmóvil hasta que el otro terminó y volvió a su casa. El hombre permaneció unos segundos sin moverse. Luego se desplazó por entre las huertas y hórreos. Como en África, donde no había segunda oportunidad para quienes daban el paso equivocado. Entró en el establo de los Carbayones, procurando pisar despacio para que el chapo­teo sobre el barrizal de bostas no levantara ruido. Con maes­tría fue acariciando a las vacas, animales fácilmente asusta­dizos. Les musitó al oído y sobó sus lomos, para evitar movimientos bruscos, sin dejar de mirar a la pequeña puer­ta situada al otro lado del establo por donde podría venir al­guien de los Carbayones, bajando de la casa. Agachado, bus­có expectante bajo los pesebres. Había un hueco bajo cada uno de ellos, pero estaban taponados con el lodazal de las ca­gadas. Metió la mano en la masa y fue tocando las paredes una a una, sin prisas. En el cuarto pesebre notó un ladrillo más grande sobresaliendo del plano vertical. Un trueno re­tumbó en ese momento. No había visto el relámpago. El choque eléctrico había sido lejos. Sintió el movimiento de temor en los animales. Tiró del ladrillo hacia un lado y, arro­dillándose, metió el brazo. Tocó botes y botellas de cristal. Sacó todas las botellas, siete en total. Las fue metiendo en pe­queños talegos y luego las distribuyó entre sus ropas, en los bolsillos del capote. Colocó el ladrillo en su lugar original y con un manojo de hierbas se ayudó para empujar el lodo so­bre el fondo, tapando el vestigio. Se levantó. Estaba cubierto de porquería. Caminó despacio con los oídos como antenas. Un relámpago iluminó la entrada. El trueno se abalanzó de­trás. Notó que la lluvia arreciaba. Los relámpagos podían descubrirle, pero no tenía tiempo. Se asomó. Su mirada de águila no apreció ningún movimiento. Otro relámpago. Se pegó a la puerta y bajó el rostro. El estampido estaba enci­ma. Salió y se desplazó, corriendo agachado sobre el terre­no sin dejar de mirar a los lados. Dejó las casas y las huertas atrás. Otro relámpago. Se detuvo hecho un ovillo y prosi­guió al volver la oscuridad. La lluvia era torrencial y lavaba sus ropas. Ayudó con sus manos a limpiar el pantalón de ex­crementos. Llegó al fondo de un prado y se pegó al muro, avanzando agachado. Otro relámpago. Nueva parada. Al fin se detuvo. Movió una piedra grande que dejó ver un hueco. Esperó un nuevo relámpago, que tardó más tiempo que el anterior. De inmediato, metió los talegos con las botellas cuidadosamente y los apoyó en el fondo. También metió la bolsita con los objetos recogidos del cuerpo de José. Puso la piedra en su sitio, la encajó fuertemente y la aseguró con piedras menores. Borró las huellas con hierba y se aseguró de que la lluvia igualara la superficie. Desanduvo el camino, desplazándose encorvado a lo largo del muro. En un punto lo saltó y volvió al pueblo dando un rodeo, mientras de vez en cuando algún rayo aclaraba la lejanía. Llegó a las casas, pasó debajo del hórreo y entró en la casa. Se quitó las ma­dreñas, el tabardo, el chaquetón, la chaqueta, el pantalón y la boina. Se echó en la cama, siempre a oscuras, y se tapó con la manta. Afuera la lluvia seguía cayendo.

6 de marzo de 1998

—Tu hijo —habló Sara, pasándome la comunicación por la línea interior.
—Carlos, ¿cómo te va?
—Bien, pero no contestas a mis mensajes. ¿Problemas?
Dudé un momento. El muchacho era ya un adulto y no tenía sentido ocultar cosas que involucran a la familia.
—Sí. El mamón de Gregorio.
—¿Ha vuelto a…?
—Parece que le ha cogido el gusto.
—Hay que pararlo. Como sea.
—Me amenazó. Me dijo que me daría una paliza si in­tento algo. Y que me denunciaría para que me quiten la li­cencia.
Carlos guardó un silencio prolongado. Luego habló con furor.
—Si tú no puedes hacer nada, lo haré yo. Puedo reunir a unos colegas y joderle duro.
—No he dicho que no pueda hacer nada.
—Sabes que puedes contar conmigo.
—Lo sé; no te preocupes. ¿Llamabas para algo en par­ticular?
—Sí, quiero que nos veamos para presentarte a mi novia.
—¿Cuál de ellas? ¿Seguro que no la conozco?
Rió a través del hilo.
—No la conoces. Esta vez va en serio.
—Esa canción la he oído antes.
—No, de verdad. Esto es definitivo. Cuando la veas lo comprenderás.
—Bien. ¿Qué te parece… —busqué en la agenda—, la se­mana que viene? ¿El miércoles doce? ¿A las dos? Comere­mos juntos.
—Vale. En el de Huertas.
—Venga.
Colgó. Me levanté y salí a la sala de recepción. El despa­cho de David estaba abierto. Entré. —Hola.
David tiene treinta años, el pelo rubio largo y una per­manente actividad en su cuerpo de altura media. No llama mucho la atención, lo que es bueno para su trabajo. Exper­to en electrónica, su curiosidad no encuentra meta. Es un buen ayudante. Estaba siguiendo los movimientos de un pez gordo de una gran empresa por encargo de su mujer.
—¿Cómo te fue?
—El tipo tiene un lío innegable. Le tenemos cogido. Es­toy preparando el informe. ¿Quién es ese gigante que ha sa­lido?
Le expliqué la entrevista.
—Coño, es un buen asunto para ti —dijo.
—Sí, pero el tema de Diana y ese cabrón me tienen ab­sorbido.
—Dale una paliza a ese hijoputa.
—Es lo que deseo, pero debo hacerlo en su justo mo­mento y de forma que no haga prosperar una posible denun­cia suya.
Me miró dubitativamente.
—Ni acabas ese asunto ni te concentras en el trabajo.
Debes resolver.
Tenía razón. Salí, y los ojos de Sara me atraparon.
—¿Tiempo para decirte las llamadas? —Sonrió.
—Luego —dije, y entré en mi despacho.
Miré los últimos informes de los casos abiertos. Pensé en Vega. Era en verdad un asunto de interés. Un reto más. Si tu­viera tiempo… Sonó el móvil. Mensaje. Pulsé: «Ven, Diana.»
Era la clave de emergencia convenida, que nunca tuvo tiem­po de usar. Me incorporé y noté la adrenalina inundar mi cuerpo. El asunto se había precipitado. Los acontecimientos marcaban el horario. La acción.
—Diana —susurré a Sara, cruzando como una exhala­ción frente a su rostro preocupado. Ya en la calle corrí hacia el aparcamiento de plaza de España, donde guardo el coche. Conduje el BMW 320 por la cuesta de San Vicente hasta la M-30 y salí luego a la avenida de América. Eran las once y cuarto de un viernes lluvioso. Me desvié a la avenida de Lo­groño y busqué Parqueluz, donde vivían. Sabía que estaban allí, porque el día anterior Diana me había llamado, después de recibir una paliza, para decirme que no iría a trabajar con la cara en tan lamentables condiciones. Busqué un hueco y lo encontré en la misma acera, algo alejado, detrás del hotel. Cogí un maletín del coche, me dirigí al portal y lo abrí con mi copia de llave. En ese momento la tensión había remiti­do en mi pulso. Mis movimientos eran rápidos, pero calcu­lados. Subí hasta la sexta planta. Por las ventanas del pasillo se veían las pistas del aeropuerto y el movimiento de los aviones. Nunca entendí por qué les gustaba vivir en esa zona. Llegué a la puerta y escuché. Atenuados, se oían rui­dos, voces y llanto. Introduje los pies en unas fundas de plás­tico, como las que se usan en los hospitales. Luego, me puse unos guantes de cirujano. Abrí con mi llave. El pasillo esta­ba libre. Oí el llanto desconsolado de mi hermana. Cerré con estrépito. Del dormitorio de la izquierda salió Gregorio. Es­taba desnudo y empalmado. Era claro que se estimulaba con el daño ajeno.
—¿Qué haces aquí, cabrón? —exclamó al verme.
Se abalanzó hacia mí con su impresionante masa de músculos ejercitados, balanceando el falo como si fuera el badajo de una campana. Tengo un golpe favorito, que es la pa­tada en el bajo vientre. Si se aplica bien, el receptor queda de­sarmado. Y yo soy un especialista. Gregorio cayó de rodillas, sujetándose sus partes y gritando. Le agarré por el cuello con ambas manos, le arrastré hacia la cocina e incrusté su cara contra un armario. Quedó inmóvil, boca abajo, mientras algunos platos y cubiertos caían sobre él y rodaban por el suelo.
Diana apareció, refugiada en una bata. En su rostro tu­mefacto destacaban sus ojos desorbitados.
—¿Lo has, lo has…?
Negué. Fui hacia ella, que me abrazó llorando descon­soladamente. La abracé y acaricié en silencio su pelo. Mi her­mana.
—Coge algo de ropa y lo que creas conveniente —dije, separándola—. Abajo está mi coche, en esta misma acera, junto al hotel. Toma las llaves. Espérame dentro.
—No…, ésta es mi casa —opuso ella.
—Ya no. Se acabó. —Toqué su rostro. Con la hinchazón no parecía la bella mujer que es y que su verdugo conoció.
—¿Qué…, qué vas a hacer? —En la pregunta latía un te­mor invencible.
—No te preocupes. Ahora quiero que te vayas. Hazlo.
Cuando salió volví a la cocina. Gregorio seguía en la misma postura. Un hilo de sangre le impregnaba la frente. Tenía la boca abierta y una baba le colgaba como si fuera la huella de un caracol. Llené una jarra de agua y se la eché so­bre su cara. Abrió los ojos, movió los brazos e incorporó la cabeza. Empezó a recordar.
—¿Me ves? —le dije.
Intentó moverse. Le sujeté y le tendí en el suelo, boca arriba. Movía los miembros impetuosamente deseando mo­dificar la posición de ambos. Mi fuerza le abrumó. Le di va­rios agobiantes puñetazos en el estómago. Boqueó como un pez y se puso en posición fetal. Al poco rato, volví a tender­le y repetí la ración. Empezó a gemir como un bebé. Para en­tonces, su otrora poderoso pene se había convertido en un pingajo sin relevancia. Por tercera vez le golpeé el estómago varias veces. Se desmayó. Me incorporé. Hacía calor, con la calefacción en el punto más alto, como a él le gustaba. Tuve sed. Bebí mientras miraba por la ventana a los aviones ate­rrizando y despegando por las pistas. «Como un río, sin des­canso», me dije. Como la vida misma. Nada se detiene. Me acerqué al caído. Le puse los brazos en la espalda, le doblé las rodillas y le subí sus pies por detrás. Até los brazos a los pies con una cuerda que saqué del maletín. Para eliminar huellas, coloqué en sus tobillos y muñecas, bajo la cuerda, unas tobilleras y muñequeras acolchadas. Le contemplé. Aun en tan mal estado, tenía buena pinta, como el actor de cine americano al que se parecía. No era de extrañar que Diana se enamorase de él. Volví a echarle otra jarra de agua en la cara. Regresó a la consciencia. Se puso a vomitar enci­ma. Se percató de que estaba atado e intentó soltarse. Sus músculos se tensaron, pero no aflojaron la atadura. Se aquie­tó y me miró con odio.
—Te vas a cagar cuando esté suelto —dijo, escupiendo baba.
Corté un trozo de adhesivo y se lo pegué en la boca. Del maletín saqué un motor de función múltiple. Sobre el eje puse una hoja de sierra circular. Lo conecté a un enchufe y lo probé. La sierra giró a 2.400 vueltas por minuto. Con ella en la mano le miré y noté sus ojos aterrorizados. Del male­tín saqué un alicate y le cogí el pene, sin contemplaciones, estirándoselo. Gritó sordamente, moviéndose con violencia. Sin soltar el miembro, pisé su cuerpo contra el suelo y apro­ximé la silbante radial.
—Si te mueves, adiós —advertí.
Quedó quieto, con los ojos descolocados. La girante hoja se detuvo a unos centímetros del sexo, del que manaba un hilillo de sangre por donde lo sujetaba el alicate. Horro­rizado negaba «¡huooooo, huooo!». Supuse que decía: «No, no.» Retiré y aproximé la herramienta, repitiendo varias ve­ces el ciclo hasta que no aguantó y volvió a desmayarse. Apagué la máquina y le solté el miembro. Nuevo jarro de agua. Tosiendo, volvió a su cruda realidad. Quité la hoja de sierra y puse una broca del número cuatro. Lloraba, aun­que todavía había fiereza en sus ojos. Le sujeté la cabeza contra el suelo y conecté la máquina. La broca giró veloz­mente mientras la aproximaba a uno de sus ojos. Intentó moverse, pero le inmovilicé. Repetí la función de antes, esta vez acercando y retirando la broca de sus ojos. Las lágrimas le caían como si dentro tuviera un grifo. Apagué la máqui­na, quité la broca y lo guardé todo en el maletín. Luego le desaté y guardé también la cuerda y los almohadillados. Él se había enroscado como un puerco espín al ser atacado. Le obligué a estirarse. Saqué una bolsa de plástico transparente de un bolsillo y rápidamente metí dentro de ella su cabeza, a pesar de sus manotazos y patadas. Golpeé otra vez su vien­tre varias veces. Cedió en su resistencia. Cerré la bolsa en su cuello. Intentó quitársela agarrando mis manos y luego bus­có romperla pero era un plástico duro. Sus ojos se desequi­libraron de un modo penoso mientras todo mi peso aplasta­ba su cuerpo. La bolsa se llenó de niebla. Sus miembros se relajaron. Quité la bolsa y vi que aspiraba el aire. Se acurru­có y lloró en voz alta, agitando el apolíneo cuerpo. Llené la jarra con agua y se la eché encima. Se sacudió, reptó hacia atrás hasta chocar contra la pared de azulejos, dejando un rastro de orín y heces. Ya no había odio en su mirada, sino verdadero miedo. Cogí una banqueta y me senté frente a él.
—Escucha —inicié—. Nunca más volverás a tocarle un solo pelo a Diana. Ya no es tu mujer. Quizá la veas algún día. Si ello ocurriera, pon tierra de por medio. ¿De acuerdo?
Me incliné hacia él.
—No te oigo. Quiero saber si has entendido lo que te he dicho. —Volví a golpearle, esta vez en el sexo. Se quedó quieto, totalmente apiltrafado, con la cabeza caída sobre su castigada cintura.
—Síííí… sííííí.
—Bien. Mírame. —Lo hizo, mostrando las huellas de su sufrimiento—. Con la bolsa has sabido lo que es el terror y la soledad de la víctima. Has visto llegar la muerte. Pero en realidad no pienso matarte.
En sus ojos brilló una tenue luz.
—Veo que no me has entendido. Te lo explicaré mejor para tu corto conocimiento. —Hice una pausa—. Los maltratadores sabéis que no recibís castigo. Dais palizas a inde­fensas mujeres sin costo alguno a cambio. Y si se os va la mano y matáis, unos años en el trullo y a la calle, a seguir en lo mismo. Las leyes os protegen, pero yo tengo las mías.
Siguió mirándome, mientras alrededor de sus ojos se in­sinuaban los primeros moratones.
—Si le haces algo a Diana, si la amenazas, si la llamas si­quiera, te cortaré la polla y te taladraré los ojos. Estarás vivo, pero ciego y sin paquete. Un eunuco ciego.
Guardé silencio. El permanecía desmadejado y respiran­do entrecortadamente. Su arrogancia había desaparecido del todo.
—Quizá desees ponerme una denuncia. No te lo acon­sejo. No tienes pruebas ni huellas de mi actuación. No he estado aquí. No te he visto. Y si el rencor te ciega y caes en tentaciones absurdas, como la de enviarme algunos mato­nes, olvídalo. Un castrado ciego no es algo a envidiar.
El ruido de un avión puso tregua a mis sentencias. Con­tinué:
—Esta casa ya no es tuya. Ni de Diana. No quiero saber nada de este lugar. Hablaremos con la financiera. Resolvere­mos el crédito. El piso también es mío, porque soy el avalista y porque he ido pagando la parte de Diana. Te llevarás la par­te que has pagado más la parte proporcional si se vende con beneficios. Ni un duro más. Ni una peseta menos. No quiero deberte nada. Te informaré cuando llegue el momento.
Me levanté y bebí más agua. Sin sentarme añadí:
—Mientras, no vas a vivir aquí. Coge tus cosas y lárga­te. Te doy hasta esta tarde. Si no te has ido te mandaré esca­leras abajo. ¿Entendido?
Asintió con la cabeza. Se le estaba hinchando la frente. Dejé que viera en mis ojos la furia inhumana que su presen­cia me producía. Cogí el maletín y busqué la salida. Miré por el pasillo. Nadie. Antes de cerrar, oí su respiración entrecor­tada. Seguramente le saldría una úlcera en el estómago y su pene entraría en cuarentena. Me quité los plásticos de los pies y los guantes. Bajé al coche sin encontrarme con ningún vecino. Diana tenía una bufanda sobre su cara. Huellas ne­gras sombreaban sus ojos. Volvió a llorar. No intenté consolarla. La llevé a la Casa de Socorro de la calle Alameda, don­de la curaron y le hicieron un informe. Después fuimos a la sociedad médica que yo pagaba para ambos, desde el acci­dente, y que no dejé de hacerlo cuando se casó. Le hicieron radiografías. No tenía nada roto, aunque su rostro era ya como una careta de feria. Conduje hasta la ronda de Toledo y detuve el coche cerca de la comisaría. Pusimos la denuncia y entregamos los informes. Más tarde, en mi apartamento de la calle de Atocha, y con una taza de café en sus manos, ella dejó escarpar su amargura.
—Cuando me paro a pensar, creo que todo es de otro mundo. Tan enamorada como estaba de ese hombre…
—No te molestará más. Le di hasta esta tarde para sacar sus cosas del piso. Mañana iré con un cerrajero y cambiaré la cerradura.
—¿Y si no se quiere ir o te arremete? Sabes que es un malvado.
—Creo sinceramente que no estará. Y si está, peor para él.
—¿Qué ocurrió, qué le has hecho?
—Le puse el futuro tan negro como él te puso tu pasa­do. Porque tu vida con esa calamidad ya es el pasado.
—¿Qué piensas hacer con el piso?
—Venderlo. Aunque legalmente es tuyo y de Gregorio, en cuanto retire el aval la financiera resolverá el hipotecario. No ejerceré el derecho por no entorpecer la venta. Pero soy el árbitro. No quiero que vuelvas por allí. Si has de iniciar una nueva vida, habrá de ser lejos de lo que fue tu mundo con ese miserable.
—Es una pena, es un piso muy bueno.
—Encontraremos otro mejor. Y sin aviones molestando.
Quiso iniciar una sonrisa y el dolor le dibujó una mue­ca. Se echó a llorar. Cogió mi mano derecha entre las suyas y la acercó a su mejilla.
—Si no te tuviera…
—Siempre me tendrás. Conseguiremos que seas feliz.
—Tú no lo eres.
Sonreí hacia ella.
—No puedo quejarme.
—Eres fuerte, como la piedra berroqueña, pero sé que Paquita te hizo mucho daño. Por mi culpa. —Su voz se llenó de congoja.
—Quedamos en que no volverías a decir eso. Nunca más. Porque no es cierto. No tienes ninguna culpa de lo que ocurre en el mundo.
—Si hubiera…
Levanté una mano.
—Nunca más.
Volvió a su café, que ya no humeaba. Hubo un silencio. El ruido de los coches llegaba amortiguado con las nuevas ventanas de PVC.
Me puse en pie y miré abajo, a través del doble vidrio. La calle estaba atascada. Sin embargo, la zona me gusta. Es una parte de la ciudad con personalidad. La finca es sólida. El apartamento tiene un salón relativamente espacioso, dos ha­bitaciones, un baño grande y una cocina esmirriada.
—¿Dónde voy a vivir, Corazón?
—Aquí. Puedes usar una habitación. O si quieres, pue­des ir al piso de Moralzarzal. El aire de la sierra te sentaría bien y te curaría mejor.
—Prefiero quedarme aquí, contigo.
—Quizá sea lo mejor. Aquí estarás más vigilada.
—¿Crees que él me seguirá?
—Nunca se sabe qué hará un maltratador. La estadísti­ca dice que vuelven a las andadas. Son enfermos mentales. Pero creo que éste se lo pensará dos veces.
—Vi cómo lo manejaste. Siempre creí que te vencería. Por eso nunca te dije nada hasta que ya no pude más. Eres verdaderamente rudo. Incluso a mí me asustaste.
—Te asusté… —musité, mirándola.
—No…, no fue temor de que me hicieras algo, ¡Dios mío!, hacerme daño tú… No. Fue una sensación, algo así como…, como si hubiera entrado una fiera. Ahora sé que nada puede vencerte.
Miré a la gente, abajo. Hormigas en el gran misterio.

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