← Nuestro agente en Judea Saga de las Islas Orcadas → El último escalón abril 19, 2004 Sin opiniones Richard Matheson Género : Terror Tom Wallace lleva una vida normal hasta que un acontecimiento fortuito despierta en su ser unas habilidades psíquicas que ignoraba poseer: puede oír los pensamientos más íntimos de las personas que lo rodean y conocer sus secretos más sobrecogedores. Su existencia se convierte en una verdadera pesadilla cuando descubre que es el receptor involuntario de un apremiante mensaje procedente del más allá. Richard Matheson es un creador polifacético, que se ha forjado a lo largo de los años un estilo visual y directo, llevando sus argumentos hasta el final con un pulso narrativo único. Es un maestro en el tratamiento de la percepción extrasensorial, pero la clave de su éxito radica en su habilidad para conseguir que el lector se identifique con sus personajes. Ha sido considerado por Ray Bradbury como «uno de los mejores escritores del siglo XX». Profusamente premiado, sus novelas más conocidas son El hombre menguante, Soy Leyenda y La Casa infernal. Su obra llama la atención en Hollywood y no tarda en incorporarse al terreno audiovisual como guionista, productor e incluso actor. En su faceta de guionista cinematográfico ha colaborado con Jack Arnold, Roger Corman y Steven Spielberg. ANTICIPO: No podía dormir. Estaba tumbado junto a Anne, contemplando el techo. Tenía resortes en los ojos porque, cada vez que los cerraba, volvían a abrirse de golpe. Seguí contemplando el techo y escuchando los sonidos de la noche: el susurro de un arbusto mecido por la brisa al otro lado de la ventana; el crujido del colchón cuando Anne se movía; el débil chasquido de la casa al asentarse; un perro ladrando brevemente a algún enemigo imaginario, al final de la calle. Tenía la boca seca. Tragué saliva y suspiré. Me giré sobre un costado y observé la masa oscura del tocador. -¿Qué ocurre? -preguntó Anne, en voz baja. -Oh… no puedo dormir -respondí. -¿Te encuentras mal? -No. Supongo que he tomado demasiado café. -No deberías beber café por la noche. -Lo sé. Bueno… vuélvete a dormir, cariño. Estaré bien. -De acuerdo. Suspiró somnolienta. -Pero si empiezas a encontrarte mal, despiértame añadió. -Estoy bien. -Me acerqué a ella y besé su cálida mejilla-. Buenas noches, mamaíta. -Buenas noches. Se estiró y sentí la calidez de su cadera contra la mía. Poco después todo quedó en silencio, excepto por el sonido uniforme de su respiración. Me quedé ahí tumbado, como si estuviera esperando algo. Era incapaz de cerrar los ojos. Cuando estaba en la universidad y estudiaba intensamente durante varias horas, sentía algo similar a lo de ahora: tenía la mente tan repleta de información y conocimientos que me resultaba imposible relajarme; era como una máquina que alguien había olvidado apagar. Me giré sobre el costado. Nada. Me apoyé sobre la espalda y cerré los ojos. Duerme, me dije a mí mismo. Sonreí en la oscuridad al recordar la voz seria de Phil diciéndome que durmiera. Bueno, lo había conseguido. No podía pincharlo respecto a ese tema. Si no hubiera conseguido hipnotizarme, podría haberme burlado de él, pero lo había hecho… y, al parecer, no le había costado demasiado. En cuanto había dejado de tomarle el pelo y me había relajado, lo había conseguido. Enfadado, me tumbé sobre el costado y pegué un puñetazo a la almohada. Al oír que Anne murmuraba algo, apreté los dientes con fuerza. Si no dejaba de moverme y dar vueltas, iba a volver a despertarla. ¿Por qué me sentía tan inquieto? Había tomado café, sí, pero _o la cafetera entera. En totat no habían sido más de tres tazas. Fruncí el ceño. ¿Era posible que se debiera a la hipnosis? A lo mejor, Phil había olvidado unir algún cabo mental suelto. Quizá había dado alguna orden a mi cerebro y había sido incapaz de anularla. No, eso era ridículo. Phil sabía perfectamente lo que hacía. La culpa la tenían el café y la conversación. Desde que vivía en este barrio, estaba tomando mucho de lo primero y manteniendo muy poco de lo segundo. Suspiré con fuerza. Mi cerebro estaba vivo. No se me ocurre otra forma de expresar con palabras lo que ocurría en mi mente. Los pensamientos se movían como gases abrasadores, chispeantes e irisados. Los recuerdos venían y se iban como destellos de una luz medio vista. Mi madre, mi padre, Corky, el instituto, el colegio, el parvulario, la universidad, el césped del campus, los libros que leí, las chicas que amé, el sabor del jamón y los huevos. Me incorporé y sacudí la cabeza del mismo modo que alguien agitaría un reloj, aunque yo no quería ponerlo en marcha, sino apagarlo. Pero no podía. Tenía la impresión de que mi mente palpitaba. Era como si tuviera una esponja viva en la cabeza, empapada de los abrasadores jugos del pensamiento y chorreante de recuerdos e ideas. Me levanté, respirando con dificultad. Sentía un hormigueo en el cuerpo. Tenía el pecho y el estómago tensos. Avancé por la moqueta, me detuve ante la puerta y cerré los ojos. -Dios mío -recuerdo haber murmurado, siendo apenas consciente de haber hablado. Sacudí la cabeza. Una estampida de pensamientos inundó mi mente. Frank, Elizabeth, Ron, Elsie, Anne, Phil, mi madre, mi padre; todos ellos corrían por ella, en una escena que parecía obra de un cámara perturbado. Decenas de impresiones a medio formar se concentraban en mí, entretejiéndose en un núcleo abrasador de conciencia multiforme. Tragué saliva y entré en el cuarto de baño. Parpadeando ante la deslumbrante luz, cerré la puerta y avancé hasta el espejo dando bandazos. Observé mi rostro, carente de expresión. No me dijo nada. Algo va mal. No sé si pronuncié o si pensé estas palabras, pero la idea estaba allí. Algo iba mal. Esto no era simplemente un estado de agitación provocado por el café ni las repercusiones de una charla animada. Sin embargo, no sabía qué era; lo ignoro por completo. Empecé a llenar un vaso de agua, pero el ruido del líquido al caer me pareció tan estruendoso que cerré el grifo con rapidez. Bebí un poco, pero sabía a mil demonios. Di media vuelta, apagué la luz, abrí la puerta y me dirigí a la habitación de Richard. Escuché. Sólo se oía la respiración de Phil. Me acerqué a la camita de mi hijo y apoyé la palma de la mano en su espalda. Está tan quietecito por la noche…, recuerdo haber pensado, distraído. Sentí cómo subía y bajaba suavemente su espalda y retiré la mano. Regresé al vestíbulo, intentando calmarme. Entré en el salón y, durante un rato, estuve mirando por la ventana que daba al patio posterior. Podía ver la oscura forma del cochecito de Richard sobre el césped del jardín y, en el bloque adyacente, la débil iluminación de una farola. En el vecindario reinaba un silencio sepulcral. Me giré bruscamente. Nada. Sólo oscuridad y el oscuro contorno de los muebles. Sin embargo, podía jurar que había oído algo. Me estremecí y sentí que los músculos de mi estómago se encogían de forma espasmódica. Deslicé una temblorosa mano por mi cabeza. ¿Qué diablos estaba sucediendo? Avancé hasta el otro lado de la habitación y me dejé caer en un sillón. Cansado, apoyé la cabeza con un suspiro. El zumbido de mis oídos se intensificó. Casi podía sentirlo físicamente. Acerqué los dedos a las sienes, pero no sirvió de nada. Apoyé las manos en el regazo y estiré las piernas. Aflorando. Algo estaba aflorando en mí. Tenía la impresión de ser un recipiente en el que se estuvieran vertiendo conocimientos alienígenos. Sentía cosas, percibía cosas… cosas que no comprendía, cosas que ni siquiera veía con claridad: fragmentos de extraña percepción; percepciones imposibles de comprender, que fluían y centelleaban por mi mente. Era como estar en una esquina, envuelto por la niebla, viendo pasar por mi lado a personas desconocidas: pasaban lo bastante cerca para que pudiera verlas, pero no lo suficiente para que pudiera reconocerlas. Cada vez era más fuerte. La conciencia inundó mi mente. Me había convertido en un canal para un millón de imágenes. Que se interrumpieron. Levanté la cabeza. Hasta aquel momento no había sabido qué era estar tan asustado como para que te falte el aliento, tu cuerpo deje de funcionar y seas incapaz de hacer algo más que contemplar sobrecogido lo que tienes ante ti. Tenía unos treinta años, la tez pálida y, el cabello moreno y desordenado. Vestía un extraño vestido de color oscuro y un collar de perlas. Me quedé clavado en el sillón. Mis extremidades no me respondían. La miré. No sé cuántos minutos transcurrieron mientras aquella mujer y yo nos mirábamos. Tampoco se me ocurrió preguntarme por qué podía verla con tanta claridad en la oscuridad, por qué parecía irradiar una especie de luz. Los minutos pasaron. Sabía que era necesario que algo rompiera aquel terrible silencio. Abrí la boca para hablar, pero fui incapaz. Mi garganta emitía un sonido seco y chasqueante. Entonces, con brusquedad, el aire escapó por mis labios. -¿Quién eres? -pregunté. La mujer retrocedió, aunque no vi que sus extremidades se movieran. Prácticamente estaba junto a la ventana. Volvía a faltarme el aliento; había escapado con un aspirante sonido de terror. Mi cuerpo retrocedió en el sillón. Seguí mirándola fijamente, temblando, porque podía ver la farola de la calle… A través de su cuerpo. Se me escapó un breve y débil grito; un sonido sofocante emitido por mi garganta. Me quedé ahí sentado, observando el punto que la mujer había ocupado. Ignoro cuánto tiempo permanecí allí, inmóvil. Era incapaz de levantarme. Supongo que debió pasar una hora o más antes de que me atreviera a levantarme. Entonces, muy despacio y temblando, como si estuviera acechando a algo letal, avancé hasta el lugar que ella había ocupado. Nada. Di media vuelta y corrí hacia el dormitorio. Sólo cuando me hube deslizado bajo las sábanas me di cuenta del frío que tenía. Empecé a tiritar y no pude parar durante largo rato. Por suerte, Anne estaba profundamente dormida. En más de cinco ocasiones me sentí tentado de despertarla para contarle lo sucedido… pero me contuve al imaginar lo mucho que se asustaría. Al final decidí contárselo por la mañana. Incluso intenté convencerme a mí mismo de que había tenido una pesadilla, de que aquello nunca había ocurrido. Por desgracia, era consciente de que había sido real. Sabía que me había ocurrido algo que nunca había creído posible. Escribir esa palabra es sencillo: basta con efectuar una serie de movimientos rudimentarios con el lápiz. Sin embargo, es una palabra que puede cambiar por completo tu vida. Esa palabra es fantasma. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »