El valle de la muerte y otros cuentos de fantasmas

Ralph Adams Cram (Hampton Falls, 1863-Boston, 1942) fue un arquitecto de renombre y el principal protagonista a comienzos del siglo XX del revival gótico norteamericano inspirado en la estética de John Ruskin y los prerrafaelitas ingleses. Entre los treinta y treinta y cinco años escribió ocho historias de ficción, una de las cuales (El Valle de la Muerte) fue destacada por H.P. Lovecraft como una obra maestra del horror moderno norteamericano. Si bien publicó numerosos textos de arquitectura y estética, no volvió a escribir ficción. El Valle de la Muerte y otros cuentos de fantasmas reúne, pues, la obra completa de ficción de Ralph Adams Cram: su célebre colección Black Spirits and White –seis relatos de fantasmas que harán las delicias de los gourmets del género, entre los que destacan La hermana Magdalena, una narración basada en el mito de la monja fantasma, y El Valle de la Muerte, clásico en multitud de antologías, un relato envolvente sobre un lugar maldito en el que toda la naturaleza, animales y hombres incluidos, sucumbe a una influencia maligna desconocida—, además de dos relatos que aparecieron en revistas: El decadente, escrita en honor a Oscar Wilde y su filosofía de vida, y De cómo cabalgó Jamie por el rey, relato histórico en el que un niño salva al rey Estuardo de las garras de los ingleses con ayuda de los clanes escoceses.

ANTICIPO:
VIGILIA EN KROPFSBERG

(In Kropfsberg Keep)

El viajero que se dirige desde Innsbruck a Munich a lo largo del hermoso valle del plateado Inn, puede contemplar un castillo tras otro, unos sobre abruptos peñascos, otros sobre suaves colinas, que aparecen y desaparecen entre las oscuras masas de árboles que se extienden a cada lado del camino, en Laneck, en Lichtwer, en Ratholtz, en Tratzberg, en Mateen, en Kropfsberg, aumentando el número de ellos alrededor del oscuro y maravilloso Zillerthal.

Pero para nosotros —para Rendel y para mí— solo hay dos castillos: ni el maravilloso y principesco castillo de Ambras, ni el noble y más antiguo de Tratzberg, con todo su espléndido y solemne medievalismo, un tesoro en sí mismo, sino el pequeño castillo de Matzen, donde inmortal hospitalidad caballeresca, y el de Kropfsberg, en ruinas, cayéndose, arrasado por el fuego y castigado por el paso inclemente de los años —un lugar muerto y encantado—, con infinitas y extrañas leyendas a su costa, elocuente de misterio y tragedias.

Visitábamos en Matzen a von C…, gozando por vez primera de la cordialidad que impera en los castillos del Tirol, lo que es decir gozando de la delicada hospitalidad de los nobles austriacos. Brixleg ya no era sólo un lugar señalado en el mapa, sino un sitio en el que descansar y deleitarse, un destino ideal para los vagamundos sin hogar que recorren la faz de Europa, así como Schloss Matzen era sinónimo de iodo cuanto hay de gracioso, agradable y bello en la vida. Los días pasaban permanentemente envueltos en una dorada estancia en la que montábamos a caballo, paseábamos y cazábamos, bien en Landl y en Thiersee para abatir gamuzas, o bien río abajo hasta el mágico Zillerthal, a través de Schmerner Joch, y hasta más allá, hasta la estación de trenes de Steinach. Y por las noches, después de cenar ya tarde en la terraza más alta, donde los perros de caza dormitaban pesadamente aunque mirándonos con ojos suplicantes, muy cerca de nuestros sillones, en esas noches en que el fuego se extingue lentamente en la chimenea de la biblioteca, venía el relato de historias y leyendas. Historias, leyendas y cuentos fantásticos mientras los rostros de aquellos retratos imponentes colgados de las paredes parecían cambiar de expresión según la luz más o menos fuerte que aún exhalara el fuego de la chimenea. Todo al tiempo que el murmullo del caudaloso Inn se expandía con exquisita suavidad por las praderas.

No importa que parezca inadecuado contar la historia que siempre cuento de Schloss Matzen, pues se trata de un lugar que no es sino un fantástico oasis desierto de viajeros, de turistas y de hoteles. Pero es ahora Kropfsberg el Silencioso lo que cobra la mayor importancia, precisamente porque fue en Matzen donde se la oí a Fräulein E…, la pelirroja sobrina de Frau von C…, una Calida noche de julio, cuando estábamos sentados ante el gran ventanal del salón que daba al oeste, tras una larga cabalgada por Stallenthal. Todas las ventanas permanecían abiertas para que entrara un poco de aire, y a través de ellas contemplábamos la región alpina del

Otzethaíer, que desde la distancia parecía adquirir una tonalidad rosada en la dirección de Innsbruck, y poco después, a medida que se ponía definitivamente el sol, una tonalidad violeta a la que despaciosamente, como con mimo, envolvía la blanca neblina que iba extendiéndose hasta Lichtwer, Laneck y Kropfsberg, que parecían escarpadas islas en un mar de plata.

Mas he aquí la historia tal y como nos fue referida por Fräulin E… He aquí la historia de la vigilia en Kropfsberg.

Hace muchos años, poco después de la muerte de mi abuelo, cuando heredamos Maceen, siendo yo aún una niña y por lo tanto careciendo de la capacidad de recordar apenas algo del caso, salvo que todo aquello me daba bastante miedo, dos hombres jóvenes que habían estudiado pintura con mi abuelo llegaron a Brixleg desde Munich, en parte para pintar yen parte para divertirse… cazando fantasmas, según decían a quien quisiera oírles. Eran dos jóvenes sensibles pero un tanto pagados de si mismos, que se reían abiertamente de toda superstición acerca de la cual se hablara, y en particular de las que se refieren a los fantasmas y aparecidos. Nunca, claro está, habían visto un fantasma; en realidad pertenecían a ese tipo de gente que no puede creer en lo que no ve… Una gente, en fin, que siempre me ha parecido bastante engreída. .. Bien, el caso fue que sabían de los preciosos castillos que hay en esta parte del valle que nos pertenece, y supusieron con razón que a propósito de cada uno de nuestros castillos habría al menos una leyenda que los relacionara con la existencia de un fantasma, así que decidieron iniciar su particular caza de fantasmas, en vez de dedicarse a cazar gamuzas como suele hacerse en escás tierras. Su plan no era sino el de visitar en principio cada lugar que considerasen propicio para su caza, cada lugar que suponían encantado, con la intención de descubrir al reputado fantasma de la leyenda propia al castillo del que se tratase, aunque albergando la intención ultima de demostrar que realmente no había ningún fantasma, que todo aquello no era más que pura superchería.

Había entonces una pequeña posada en la villa, regentada por un anciano llamado Peter Rosskopf, que los jóvenes convirtieron en algo así como su cuartel general. Ya la primera noche de su estancia en la posada pidieron al anciano Rosskopf que les contase todo lo que sabía acerca de las leyendas y de las historias sobre fantasmas que corrían por la región de Brixleg y sus castillos, y como era acaso el anciano más gárrulo con el que jamás se habían topado, consiguieron que les contara efectivamente las más brutales y a la vez divertidas historias de fantasmas que puedan oírse. Claro está, el anciano creía palabra por palabra todo lo que les decía, y podéis imaginar su espanto y sorpresa cuando, después de referir a sus huéspedes la historia particularmente sangrienta de Kropfsberg y sus encantamientos, el mayor de ambos jóvenes, cuyo apellido no recuerdo, pero si que tenía por nombre de pila el de Rupert, dijo con absoluta tranquilidad:

—Su historia es magnífica; dormiremos en Kropfsberg mañana por la noche, así que procúrenos cuanto nos sea necesario para pasar la noche de manera confortable.

El anciano se enojó sobremanera al oír aquello.

—Pero ¿cómo puede ser usted tan cabeza hueca? —Gritó abriendo los ojos con espanto—. ¡Ese lugar está encantado por el fantasma del conde Albert, se lo advierto!

—Pues por eso estamos aquí, por eso queremos pasar allí la noche—.. En realidad no deseamos otra cosa que trabar amistad con el conde Albert.

—Hubo una vez un hombre que fue a pasar allí la noche y amaneció muerto…

—Pues seria muy tonto… Pero nosotros somos dos y además tenemos pistolas —Se trata de un fantasma, se lo repito… —casi gritó el anciano—. ¿Acaso han de temer los fantasmas las armas de fuego?

—Nos da igual a qué tengan miedo o dejen de tenerlo… A nosotros no nos asustan ellos.

Intervino entonces el más joven de los dos, cuyo nombre sí recuerdo, Otto von Kleist1… Lo recuerdo porque tuve una vez un maestro de música que se llamaba así… Este muchacho se rió del pobre anciano y le dijo que habían ido hasta allí para pasar la noche en el castillo de Kropfsberg, lo quisieran o no el conde Albert y Peter Rosskopf, y que además tenían dinero suficiente como para hacer lo que les viniese en gana y divertirse cuanto apetecieran.

En una palabra, que al final doblegaron al viejo Rosskopf y apenas se hizo el día les dio todo lo que precisaban para su suicidio, que así consideraba él la pretensión de los jóvenes, silencioso aunque moviendo de continuo la cabeza en sentido negativo pues todo aquello le parecía una estupidez ominosa.

Ya han visto ustedes en qué condiciones se encuentra el castillo en el presente, una ruina auténtica… Bien en aquel tiempo del que hablo aún se conservaba en un estado relativamente bueno. El incendio que prácticamente lo redujo a escombros fue cosa de hace pocos años, fue la fechoría de unos muchachos llegadas desde Jenbach para divertirse de manera tan malvada… Pero cuando llegaron al castillo aquellos dos pretendidos cazadores de fantasmas, la tercera planta permanecía casi intacta aunque las dos plantas inferiores se hubieran hundido parcialmente en la cripta. Según los campesinos de la región, aquella tercera planta se mantenía simplemente porque no podía caer, porque era preciso que siguiera tal cual hasta el día del Juicio Final en tanto allí estaban los aposentos del malvado conde Albert, que había presenciado impávido cómo gran parte del castillo se derrumbaba bajo las llamas provocadas por él mismo para matar a unos invitados que allí tenía, metiéndose después en la armadura de uno de sus antecesores que vivió en el medioevo, el primer conde de Kropfsberg.

Nadie osó tocarle, y así estuvo, protegido por la antañona armadura, durante doce años, y en todo ese tiempo jóvenes aventureros y hombres dispuestos al de desafío anduvieron por allí, subiendo los peldaños de la escalera de piedra incólume para escrutar no sin cierto temor los aposentos del conde a través de las grietas de su puerta, donde estaba aquel extraño fantasma metido en una armadura, a la vez criminal y a la vez suicida, que según se decía por la región iba así volviendo lenta mente a ser polvo, el mismo al que había quedado reducido tiempo atrás su cuerpo morral, tras el incendio. Al cabo, desapareció un buen día. Nadie volvió a ver siquiera la armadura y nadie volvió a saber de él, y durante otros doce años la habitación siguió vacía, con sus muebles pudriéndose.

Así que, cuando aquellos dos jóvenes subieron por la escalera de piedra hasta la habitación encantada, contemplaron las cosas en un estado muy distinto del actual. La habitación estaba tal cual había quedado la noche en que el conde Albert pegó fuego al castillo, salvo que la armadura en donde al parecer había morado su fantasma se había esfumado.

Nadie se había atrevido a entrar allí hasta que lo hicieron aquellos dos jóvenes, por lo que supongo que al menos durante los últimos cuarenta años ningún humano había hollado con sus pasos aquella habitación maldita.

A un lado estaba la gran cama de madera negra con su dosel damasquinado cubierto de moho y de polvo. La cama, sin embargo, estaba perfectamente hecha, y se veía un libro abierto sobre ella, aunque dado la vuelta.

El único mobiliario que había además de la cama no era otro que el compuesto por unas pocas sillas antiguas, un arcón de roble y un gran escritorio lleno de libros y de pergaminos. Había también, en un rincón, varias botellas con sedimentos en el fondo, además de un vaso oscurecido por los restos del vino igualmente sedimentados, pues había sido escanciado al menos medio siglo atrás… Los tapices que adornaban las paredes estaban igualmente cubiertos, con dosel de la cama, de un moho verdoso, no obstante lo cual, como todo lo que en la habitación había sido cubierto por el polvo acumulado durante más de cuarenta años, se hallaban en un estado de conservación suficiente, recuperable. No se veía ni una sola telaraña, ni huellas que anunciaran la presencia de ratones, ni moscas muertas, ni polillas, en las repisas de las ventanas; en resumen, la habitación parecía albergar suficientes condiciones para que ella se diera la vida.

Los jóvenes no pudieron por menos que contemplar atentamente todo aquello, y estoy segura de que lo hicieron levemente sobrecogidos, experimentando un temor tan cierto como ignoto. No obstante, aunque hubieran sentido algún estremecimiento, la verdad es que ninguno dijo una palabra al respecto, y de inmediato se pusieron a adecentar todo aquello para dejar la habitación en un estado pasablemente habitable. Decidieron, sin embargo, no tocar ni mover nada, salvo si era estrictamente necesario, y al cabo se habilitaron un lecho rudimentario en un rincón del cuarto con el colchón, las mantas y las sábanas que habían llevado desde la posada para hacerlo. Apilaron un buen montón de leña en la chimenea donde las cenizas llevaban muertas más de cuarenta años, hicieron del viejo arcón de roble una mesa, y se dispusieron a pasar la noche de la mejor y más divertida de las maneras, para lo cual tenían alimentos, un par de botellas de vino, sus pipas y una buena provisión de tabaco, y el tablero de ajedrez que siempre llevaban en sus viajes como compañero inseparable.

Naturalmente hubieron de prepararlo todo ellos solos, incluso el acopio de provisiones, pues el posadero les dijo que por nada del mundo colaboraría en aquella insensatez que se proponían, insistiendo en que prefería lavarse las manos y quedar limpio de culpa en todo aquel asunto, en aquella terrible estupidez que podría matarlos, limitándose a poner a su disposición las cosas que le pidieron. Así, como él no quería colaborar en nada, uno de los muchachos encargados de los establos de la posada les llenó la cesta de aumentos, ayudándoles a portarla, junto con el colchón, las mantas y [as sábanas, y la leña, hasta el castillo. Pero por nada del mundo, ni por todo el dinero que le ofrecieran, subiría las escaleras de piedra hasta la incólume tercera planta una vez se iniciara el declive del sol, limitándose a mirar a aquellos muchachos con el cerebro de una liebre que de manera tan estúpida desafiaban a la muerte disponiéndose a pasar la noche en aquellos aposentos malditos desde hacía tantos años.

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