El viento en los sauces

Kenneth Grahame (1859-1932) perdió a su madre cuando sólo tenía cinco años, y su padre, incapaz de hacerse cargo de sus cuatro hijos, los envió a vivir con su abuela a una gran casa en el campo, «The Mount», en el pueblo de Cookham Dene, Berkshire. El recuerdo de aquella casa inspiró a Grahame El viento en los sauces, de cuya aparición, en plena Edad Dorada de la literatura infantil inglesa, se cumplen ahora cien años. Recibida al principio con tibieza, la obra llevaba, cuarenta años después, más de cien ediciones publicadas: se había convertido en un clásico popular.

El río donde viven Topo, Ratón, Tejón, Sapo, las nutrias y los demás habitantes de este «nuncajamás» es una Arcadia tranquila, fuera del espacio y el tiempo. Más allá, el Bosque Salvaje, peligroso pero bello y nada ajeno a los habitantes de la Orilla del Río, y, aún más lejos, el Ancho Mundo, al que es mejor no asomarse. Grahame nos cuenta, con gracia y gran lirismo, las idas y vueltas de Topo, Ratón y Tejón, las locuras de Sapo y los avatares aventureros pero cotidianos que todos ellos corren. La presente edición cuenta con las ilustraciones de dos clásicos del género infantil y juvenil: Ernest H. Shepard y Arthur Rackham.

ANTICIPO:
EL SR. SAPO

Era una maña­na radian­te de prin­ci­pios de vera­no; el río había reco­bra­do sus ori­llas fron­do­sas y el ritmo acos­tum­bra­do de su cau­dal, y el sol calien­te pare­cía atraer hacia sí todo lo verde y espe­so y pun­tia­gu­do, sacán­do­lo de la tie­rra como si tira­ra de hilos. El Topo y el Ratón de Agua lle­va­ban levan­ta­dos desde el ama­ne­cer, muy ocu­pa­dos con todo lo rela­ti­vo a las bar­cas y el comien­zo de la tem­po­ra­da de nave­ga­ción: pin­tan­do y bar­ni­zan­do, arre­glan­do remos, remen­dan­do coji­nes, bus­can­do biche­ros per­di­dos y cosas así; y esta­ban ter­mi­nan­do de desa­yu­nar en su salon­ci­to, hablan­do ani­ma­da­men­te de sus pla­nes para el día, cuan­do se oyó una fuer­te lla­ma­da en la puer­ta.

–Vaya, qué lata –dijo el Ratón, vol­ca­do sobre su huevo–. Anda, Topo, sé bueno y ve a ver quién es, que tú ya has aca­ba­do.

El Topo fue a abrir y el Ratón le oyó en segui­da dar un grito de sor­pre­sa. Luego abrió de golpe la puer­ta del salón y anun­ció solem­ne­men­te:

–¡El Sr. Tejón!

Era sin duda algo extraor­di­na­rio que el Tejón les hicie­ra una visi­ta for­mal, a ellos o a quien fuera. Por lo gene­ral tenían que cazar­le, si de ver­dad le nece­si­ta­ban, mien­tras se des­li­za­ba silen­cio­sa­men­te a lo largo de un seto a pri­me­ra hora de la maña­na o últi­ma de la tarde, o bien ir a bus­car­le a su casa en medio del bos­que, lo que era toda una aven­tu­ra.

El Tejón entró pesa­da­men­te en la habi­ta­ción y se quedó miran­do a los dos ani­ma­les con una cara muy seria. El Ratón dejó caer la cucha­ra en el man­tel y se quedó boquia­bier­to.

–¡Ha lle­ga­do la hora! –dijo por fin el Tejón con gran solem­ni­dad.

–¿La hora de qué? –pre­gun­tó el Ratón con inquie­tud, miran­do hacia el reloj de la chi­me­nea.

–Que­rrás decir la de quién –con­tes­tó el Tejón–. ¡Pues cuál va a ser, la del Sapo! ¡La hora del Sapo! Dije que me ocu­pa­ría de él en cuan­to aca­ba­ra de una vez el invier­no, ¡y hoy me voy a ocu­par de él!

–¡La hora del Sapo, por supues­to! –gritó gozo­sa­men­te el Topo–. ¡Hurra! ¡Ahora me acuer­do! ¡Le vamos a ense­ñar a ser un Sapo sen­sa­to!

–Esta misma maña­na –siguió el Tejón, sen­tán­do­se en un sillón–, según me ente­ré ano­che por una fuen­te fia­ble, lle­ga­rá a la Man­sión del Sapo otro auto­mó­vil nuevo y suma­men­te poten­te, com­pra­do a prue­ba. Acaso en este mismo ins­tan­te el Sapo se está vis­tien­do con ese atuen­do horro­ro­so que tanto le gusta, y que sien­do como es un Sapo rela­ti­va­men­te apues­to le con­vier­te en un Obje­to capaz de pro­vo­car un ata­que de ner­vios a cual­quier ani­mal decen­te que se cruce en su cami­no. Tene­mos que inter­ve­nir antes de que sea dema­sia­do tarde. Voso­tros dos me acom­pa­ña­réis inme­dia­ta­men­te a la Man­sión del Sapo para cum­plir nues­tra misión de res­ca­te.

–¡Eso es! –excla­mó el Ratón, levan­tán­do­se de un salto–. ¡Vamos a res­ca­tar a ese pobre infe­liz! ¡Le vamos a con­ver­tir! ¡Cuan­do aca­be­mos con él se habrá con­ver­ti­do en el Sapo más sen­sa­to del mundo!

De modo que se pusie­ron en cami­no, enca­be­za­dos por el Tejón, para lle­var a cabo su misión de sal­va­men­to. Cuan­do van jun­tos, los ani­ma­les cami­nan siem­pre de forma sen­sa­ta y cabal, es decir, en fila india, en vez de ocu­par todo el ancho del cami­no, con lo que no podrían ayu­dar­se unos a otros en caso de que se pre­sen­ta­ra un pro­ble­ma o un peli­gro repen­ti­no.

Nada más lle­gar al paseo de coches del Sapo vie­ron apar­ca­do fren­te a la casa, como había anun­cia­do el Tejón, un fla­man­te auto­mó­vil nuevo, muy gran­de, pin­ta­do de rojo bri­llan­te (el color favo­ri­to del Sapo). Cuan­do se acer­ca­ban, la puer­ta se abrió de golpe y el Sr. Sapo en per­so­na, ata­via­do con gafas de pilo­to, gorra, polai­nas y un enor­me sobre­to­do, bajó las esca­le­ras muy ufano mien­tras se ponía sus guan­tes de con­du­cir.

Sus pala­bras jovia­les se entre­cor­ta­ron y apa­ga­ron al adver­tir la expre­sión seve­ra e infle­xi­ble con que le mira­ban sus silen­cio­sos ami­gos, y no con­clu­yó su invi­ta­ción.

–Lle­vad­le den­tro –dijo seve­ra­men­te el Tejón, subien­do las esca­le­ras.

Luego, mien­tras le arras­tra­ban al inte­rior de la casa pro­tes­tan­do y deba­tién­do­se, el Tejón se vol­vió hacia el chó­fer que había traí­do el auto­mó­vil.

–Me temo que sus ser­vi­cios ya no son nece­sa­rios –dijo–. El Sr. Sapo ha cam­bia­do de idea. Ya no nece­si­ta el coche. Y entien­da por favor que esto es defi­ni­ti­vo. No hace falta que espe­re –y entran­do tras los otros cerró la puer­ta.

–¡Vamos a ver! –dijo diri­gién­do­se al Sapo cuan­do estu­vie­ron los cua­tro reu­ni­dos en el ves­tí­bu­lo–. ¡Para empe­zar, quí­ta­te todas esas cosas ridí­cu­las!

–¡Ni hablar! –repli­có el Sapo enér­gi­ca­men­te–. ¿Qué sig­ni­fi­ca seme­jan­te ultra­je? Exijo una expli­ca­ción inme­dia­ta.

–Pues enton­ces qui­tád­se­las voso­tros –orde­nó seca­men­te el Tejón.

Para poder hacer­lo tuvie­ron que tum­bar al Sapo en el suelo, mien­tras patea­ba y les lla­ma­ba de todo. Enton­ces el Ratón se sentó enci­ma de él y el Topo le fue qui­tan­do una a una sus pren­das de pilo­to, y luego le pusie­ron de nuevo en pie. Al verse des­po­ja­do de su gar­bo­so equi­po pare­ció como si per­die­ra tam­bién buena parte de su fan­fa­rro­ne­ría. Ahora que vol­vía a ser sim­ple­men­te el Sapo, y ya no el Terror de la Carre­te­ra, soltó una risi­ta y miró de uno a otro con aire supli­can­te, como si com­pren­die­ra per­fec­ta­men­te la situa­ción.

–Sabías bien, Sapo, que tarde o tem­pra­no lle­ga­ría­mos a esto –expli­có seve­ra­men­te el Tejón–. Has hecho caso omiso de todas nues­tras adver­ten­cias, has des­pil­fa­rra­do el dine­ro que te dejó tu padre, nos has dado muy mala fama a los ani­ma­les en toda la región con tu forma sal­va­je de con­du­cir y tus acci­den­tes y tus peleas con la poli­cía. La inde­pen­den­cia está muy bien, pero los ani­ma­les nunca per­mi­ti­mos que nues­tros ami­gos hagan el ridí­cu­lo más allá de cier­tos lími­tes, y tú has sobre­pa­sa­do esos lími­tes. Ahora bien, eres un buen ani­mal en muchos sen­ti­dos, y no quie­ro ser dema­sia­do duro con­ti­go, de modo que haré un últi­mo esfuer­zo por hacer­te entrar en razón. Ahora vas a venir con­mi­go al salón de fumar a escu­char un par de cosas que tengo que decir­te, y ya vere­mos si cuan­do sal­gas de esa habi­ta­ción sigues sien­do el mismo Sapo.

Cogió al Sapo fir­me­men­te del brazo, le llevó al salón de fumar y cerró la puer­ta.

–¡Eso no sirve de nada! –excla­mó el Ratón des­de­ño­sa­men­te–. Al Sapo no se le cura hablan­do. Dirá cual­quier cosa.

Se aco­mo­da­ron en sillo­nes y espe­ra­ron pacien­te­men­te. A tra­vés de la puer­ta cerra­da alcan­za­ban a oír el mur­mu­llo con­ti­nuo de la voz del Tejón, ele­ván­do­se y cayen­do en olea­das de ora­to­ria, y al cabo de un rato advir­tie­ron que el ser­món empe­za­ba a ser pun­tua­do a cada rato por lar­gos sus­pi­ros, pro­ce­den­tes a todas luces del pecho del Sapo, que era un ani­mal de buen cora­zón, afec­tuo­so y fácil de con­ven­cer (por algún tiem­po) de cual­quier cosa.

Tras unos tres cuar­tos de hora la puer­ta se abrió y vol­vió a apa­re­cer el Tejón, lle­van­do solem­ne­men­te de la pata a un Sapo aba­ti­do y ren­quean­te. La piel le col­ga­ba como un saco en torno al cuer­po, las pier­nas le tem­bla­ban y sus meji­llas mos­tra­ban los sur­cos de las lágri­mas tan abun­dan­te­men­te derra­ma­das por obra del con­mo­ve­dor dis­cur­so del Tejón.

–Sién­ta­te aquí, Sapo –dijo afa­ble­men­te el Tejón, indi­cán­do­le una silla–. Ami­gos míos –siguió–, me ale­gra infor­ma­ros de que el Sapo ha reco­no­ci­do por fin sus erro­res. Lamen­ta sin­ce­ra­men­te su mala con­duc­ta en el pasa­do y se ha com­pro­me­ti­do a renun­ciar com­ple­ta­men­te y para siem­pre a los auto­mó­vi­les. Cuen­to con su pro­me­sa solem­ne en ese sen­ti­do.

–Es una noti­cia muy buena –dijo seria­men­te el Topo.

–Sin duda muy buena –obser­vó dubi­ta­ti­va­men­te el Ratón–, sólo que… sólo que…

Mien­tras habla­ba mira­ba fija­men­te al Sapo, y no pudo evi­tar pen­sar que adver­tía algo vaga­men­te pare­ci­do a un cen­te­lleo en los ojos toda­vía afli­gi­dos del ani­mal.

–Sólo queda una cosa por hacer –con­ti­nuó el com­pla­ci­do Tejón–. Sapo, quie­ro que repi­tas solem­ne­men­te aquí, ante tus ami­gos, lo que aca­bas de reco­no­cer ante mí en el salón de fumar. En pri­mer lugar, ¿lamen­tas lo que has hecho y admi­tes que ha sido una autén­ti­ca locu­ra?

Hubo un silen­cio largo, muy largo. El Sapo mira­ba deses­pe­ra­da­men­te de un lado a otro, mien­tras los otros ani­ma­les espe­ra­ban en grave silen­cio. Final­men­te habló.

–¡No! –dijo con voz un tanto hosca, pero firme–. No lo lamen­to. ¡Y no ha sido nin­gu­na locu­ra! ¡Ha sido sim­ple­men­te glo­rio­so!

–¿Qué? –excla­mó el Tejón, muy escan­da­li­za­do–. Espe­cie de bicho rene­ga­do, ¿no me aca­bas de decir ahí den­tro…?

–Oh, sí, sí, ahí den­tro –dijo el Sapo impa­cien­te­men­te–. Hubie­ra dicho cual­quier cosa ahí den­tro. Eres tan elo­cuen­te, que­ri­do Tejón, y tan con­mo­ve­dor, y tan con­vin­cen­te, y lo expli­cas todo tan estu­pen­da­men­te bien… que ahí den­tro podías hacer con­mi­go lo que qui­sie­ras, y lo sabes bien. Pero luego me lo he esta­do pen­san­do con calma, y me he dado cuen­ta de que en rea­li­dad no lo lamen­to ni me arre­pien­to lo más míni­mo, así que de nada sirve que lo diga, ¿no?

–Enton­ces –dijo el Tejón–, ¿no pro­me­tes que nunca vol­ve­rás a tocar un coche?

–¡Por supues­to que no! –con­tes­tó rotun­da­men­te el Sapo–. Al con­tra­rio, ¡pro­me­to leal­men­te que sal­dré pitan­do en el pri­mer coche que vea! ¡Pu-pu!

–Te lo había dicho, ¿no? –comen­tó el Ratón al Topo.

–Pues muy bien –dijo fir­me­men­te el Tejón, ponién­do­se en pie–. Dado que no te dejas con­ven­cer con bue­nos modos, ten­dre­mos que inten­tar­lo por la fuer­za. Mucho me temía que lle­ga­ría­mos a esto. A menu­do, Sapo, nos has pedi­do a los tres que vinié­ra­mos a pasar una tem­po­ra­da con­ti­go en tu her­mo­sa man­sión. Pues ahora vamos a hacer­lo, y no nos mar­cha­re­mos hasta que te haya­mos hecho entrar en razón. Voso­tros dos, lle­vad­le arri­ba y ence­rrad­le en su dor­mi­to­rio mien­tras deci­di­mos lo que vamos a hacer.

–Es por tu bien, Sapi­to, ya lo sabes –dijo cari­ño­sa­men­te el Ratón mien­tras los dos fie­les ami­gos arras­tra­ban esca­le­ras arri­ba al Sapo, que no deja­ba de patear y deba­tir­se–. Pien­sa en lo bien que nos lo vamos a pasar todos jun­tos, como antes, cuan­do se te haya pasa­do este… ¡este horri­ble ata­que!

–Nos ocu­pa­re­mos de todo hasta que te pon­gas bien –dijo el Topo–, y ten­dre­mos cui­da­do de no mal­gas­tar tu dine­ro, como hacías tú.

–No habrá más inci­den­tes lamen­ta­bles con la poli­cía –dijo el Ratón mien­tras le metían en su dor­mi­to­rio.

–Ni más sema­nas en el hos­pi­tal con todas esas enfer­me­ras man­do­nas, ¿eh, Sapo? –aña­dió el Topo, giran­do la llave en la cerra­du­ra.

Baja­ron las esca­le­ras oyen­do los insul­tos que les gri­ta­ba el Sapo por el agu­je­ro de la cerra­du­ra, y los tres ami­gos se reu­nie­ron a deli­be­rar sobre la situa­ción.

–Va a ser un ver­da­de­ro fas­ti­dio –dijo el Tejón con un sus­pi­ro–. Nunca había visto al Sapo tan deci­di­do. Pero aun así aguan­ta­re­mos hasta el final. No debe­mos dejar­le solo ni un ins­tan­te. Vamos a tener que tur­nar­nos para estar con él hasta que eli­mi­ne ese vene­no de su cuer­po.

De modo que esta­ble­cie­ron tur­nos de vigi­lan­cia. Cada ani­mal pasa­ba una noche en el dor­mi­to­rio del Sapo, y los otros se repar­tían el día para estar con él. Al prin­ci­pio el Sapo resul­tó muy car­gan­te para sus aten­tos guar­dia­nes. Cuan­do le daba uno de sus vio­len­tos arre­ba­tos dis­po­nía las sillas de la habi­ta­ción como si fue­ran las par­tes de un coche, se aga­za­pa­ba en la de delan­te, se incli­na­ba miran­do fija­men­te al fren­te y se ponía a hacer unos rui­dos espan­to­sos y muy zafios, hasta que de pron­to, en el colmo de la exci­ta­ción, daba una vol­te­re­ta por el aire y se que­da­ba tum­ba­do entre los res­tos de las sillas, al pare­cer com­ple­ta­men­te satis­fe­cho por el momen­to. Sin embar­go, a medi­da que pasa­ba el tiem­po estos peno­sos ata­ques se hicie­ron cada vez menos fre­cuen­tes, y sus ami­gos pro­cu­ra­ron dis­traer­le con cosas nue­vas. Pero nada pare­cía ya des­per­tar su inte­rés, y cada vez tenía un aire más lán­gui­do y depri­mi­do.

Una boni­ta maña­na el Ratón, que empe­za­ba su turno, subió a rele­var al Tejón y le encon­tró muy impa­cien­te por salir a esti­rar las pier­nas dando un largo paseo por su bos­que, sus túne­les y madri­gue­ras.

–El Sapo sigue en la cama –dijo al Ratón ante la puer­ta–. Ape­nas ha habla­do, salvo para decir que le deje­mos en paz, que no nece­si­ta nada, que quizá se sien­ta mejor den­tro de poco, que se le pasa­rá con el tiem­po y que no nos preo­cu­pe­mos tanto por él. ¡Así que ten cui­da­do, Ratón! Cuan­do el Sapo está tran­qui­lo y sumi­so, como un crío que quie­re ganar un pre­mio en la escue­la domi­ni­cal, es cuan­do más hay que temer su astu­cia. Le conoz­co, y segu­ro que está tra­man­do algo. Bueno, ahora tengo que irme.

Tuvo que espe­rar varios minu­tos para reci­bir una res­pues­ta. Por fin una voz débil le con­tes­tó:

–Muchas gra­cias, que­ri­do Raton­ci­to. Muy ama­ble por tu parte que te inte­re­ses por mí. Pero pri­me­ro dime cómo estáis túy el bueno del Topo

–Oh, noso­tros esta­mos bien –con­tes­tó el Ratón–. El Topo –aña­dió impru­den­te­men­te– va a salir a dar una vuel­ta con el Tejón. No vol­ve­rán hasta la hora de comer, así que tú y yo vamos a pasar una agra­da­ble maña­na jun­tos, y haré todo lo que pueda por entre­te­ner­te. ¡De modo que no seas vago y leván­ta­te, que hace una maña­na pre­cio­sa como para estar en la cama!

–Que­ri­do Ratón –mur­mu­ró el Sapo–, ya veo que no te das cuen­ta de lo mal que estoy, de que no voy a poder levan­tar­me hoy… ¡ni acaso nunca más! Pero no te preo­cu­pes por mí. Odio ser una carga para mis ami­gos, aun­que no creo que siga sién­do­lo duran­te mucho tiem­po. En rea­li­dad casi espe­ro que sea así.

–Bueno, yo tam­bién lo espe­ro –dijo jovial­men­te el Ratón–. Nos has dado una lata tre­men­da duran­te todo este tiem­po, y me ale­gra oír que se va a aca­bar. ¡Con el tiem­po que hace y nada más empe­zar la tem­po­ra­da de nave­ga­ción! ¡Debe­ría darte ver­güen­za, Sapo! No nos moles­ta ocu­par­nos de ti, pero nos estás hacien­do per­der un mon­tón de cosas.

–Pues yo me temo que sí os moles­ta –repli­có lán­gui­da­men­te el Sapo–. Y lo entien­do per­fec­ta­men­te. Es de lo más natu­ral, estáis har­tos de la taba­rra que os doy. No debo pedi­ros nada más. Soy un fas­ti­dio, ya lo sé.

–Desde luego que lo eres –dijo el Ratón–. Pero te ase­gu­ro que estoy dis­pues­to a hacer cual­quier cosa por ti con tal de que seas un ani­mal sen­sa­to.

–Si pudie­ra creer­lo, Ratón –mur­mu­ró el Sapo con un hilo de voz–, te supli­ca­ría, pro­ba­ble­men­te por últi­ma vez, que te acer­ca­ras al pue­blo lo antes posi­ble, aun­que acaso sea ya dema­sia­do tarde, y tra­je­ras al médi­co. Pero no te moles­tes. Es un engo­rro, y quizá sea mejor que las cosas sigan su curso.

–Vaya, ¿y para qué quie­res un médi­co? –pre­gun­tó el Ratón, acer­cán­do­se a exa­mi­nar­le.

Cier­ta­men­te esta­ba muy quie­to y decaí­do, su voz era más débil y pare­cía muy cam­bia­do.

–Quizá habrás nota­do últi­ma­men­te… –mur­mu­ró el Sapo–. Pero no, ¿por qué ten­drías que haber­lo nota­do? Darse cuen­ta de las cosas es una moles­tia. Acaso maña­na mismo ten­gas que decir­te: «¡Oh, si al menos me hubie­ra dado cuen­ta antes! ¡Si hubie­ra hecho algo!» Pero no, es una moles­tia. No te preo­cu­pes, olvi­da lo que te he pedi­do.

–Mira, chico –dijo el Ratón, que empe­za­ba a alar­mar­se–, por supues­to que te trae­ré el médi­co, si de ver­dad crees que lo nece­si­tas. Pero no pue­des estar tan mal, digo yo. Anda, vamos a hablar de otra cosa.

–Me temo, mi que­ri­do amigo –dijo el Sapo con una tris­te son­ri­sa–, que «hablar» ser­vi­rá de poco en este caso… o inclu­so los médi­cos, a decir ver­dad, aun­que uno se aga­rra a un clavo ardien­do. Y a pro­pó­si­to, ya que estás en ello… odio tener que cau­sar­te más moles­tias, pero acabo de recor­dar que pasa­rás por delan­te… ¿te impor­ta­ría pedir tam­bién al nota­rio que venga? Me con­ven­dría hablar con él, y hay momen­tos… quizá debe­ría decir que hay un momen­to… en que uno debe afron­tar tareas desa­gra­da­bles, ¡por mucho que le cues­te a la carne exhaus­ta!

«¡El nota­rio! ¡Oh, sí que debe de estar mal!», se dijo el Ratón, muy asus­ta­do, mien­tras salía corrien­do de la habi­ta­ción, pero sin olvi­dar­se de cerrar la puer­ta cui­da­do­sa­men­te con llave.

Una vez fuera se paró a pen­sar. Los otros dos esta­ban muy lejos, y no tenía a nadie con quien con­sul­tar­lo.

«Lo mejor es no correr nin­gún ries­go», refle­xio­nó. «Ya sé que el Sapo se ha sen­ti­do terri­ble­men­te enfer­mo otras veces sin el menor moti­vo, ¡pero nunca le he oído lla­mar al nota­rio! Si no tiene nada el médi­co le dirá que es un cabe­zo­ta y le ani­ma­rá un poco, con lo que algo habre­mos sali­do ganan­do. Más vale que le haga caso y vaya, no tar­da­ré mucho.»

Y salió corrien­do hacia el pue­blo en su misión de sal­va­men­to.

­su cama, ató un extre­mo de la improvisada cuerda al par­te­luz cen­tral de la her­mo­sa ven­ta­na Tudor que tanto lla­ma­ba la aten­ción en su dor­mi­to­rio, se colgó de ella, se des­li­zó rápi­da­men­te hasta el suelo y toman­do la direc­ción opues­ta a la del Ratón echó a andar con paso lige­ro, sil­ban­do una ale­gre melo­día.

El Ratón tuvo una comi­da muy peno­sa, cuan­do al fin vol­vie­ron el Tejón y el Topo y hubo de con­tar­les en la mesa su his­to­ria lamen­ta­ble y poco con­vin­cen­te. Cabe ima­gi­nar y por tanto omi­tir los comen­ta­rios cáus­ti­cos, por no decir bru­ta­les, que hizo al res­pec­to el Tejón; pero para el Ratón fue muy dolo­ro­so que el pro­pio Topo, aun­que se puso de su lado en la medi­da de lo posi­ble, no pudie­ra evi­tar decir:

–Esta vez te has deja­do enga­ñar como un par­di­llo, Ratón. ¡Y enci­ma por el Sapo!

–Es que lo ha hecho muy bien –dijo el ali­caí­do Ratón.

–¡Te la ha hecho muy bien! –dijo aca­lo­ra­da­men­te el Tejón–. Pero en fin, hablan­do no arre­gla­re­mos nada. Está claro que de momen­to se ha esca­pa­do, y lo peor es que debe de sen­tir­se tan ufano de lo listo que cree haber sido que es capaz de come­ter cual­quier locu­ra. El único con­sue­lo es que ya esta­mos libres, y no tene­mos que seguir per­dien­do nues­tro valio­so tiem­po con tareas de vigi­lan­cia. Pero será mejor que con­ti­nue­mos dur­mien­do en la Man­sión del Sapo, pues en cual­quier momen­to pue­den traer al Sapo… en una cami­lla o entre dos poli­cías.

Así habló el Tejón, sin saber lo que el futu­ro les tenía reser­va­do, ni cuán­ta ni cuán tur­bia agua ten­dría que pasar bajo los puen­tes hasta que el Sapo vol­vie­ra a pre­si­dir a sus anchas la mesa de su man­sión ances­tral.

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