Elegías a Dios y al Diablo

Retablo herético de actitudes religiosas, canibalismo sacrílego, nítidas visiones apocalípticas sobre un fondo Magritte, estampitas reconvertidas en provocadora esencia de pecado capital. Y sobre todo humor. Un humor extraño e incluso algo desafecto que empapa los trece cuentos que componen estas Elegías como la lluvia de esos pueblos gallegos en los que se sitúa la acción. Samuel Solleiro despliega toda una poética del género breve aplicada a cortar cuanta cabeza se pone a su alcance con una precisión que lo sitúa en la estirpe de los grandes iconoclastas, y que hace esperar de este joven escritor gallego nuevas y grandes alegrías literarias.

Trece cuentos sacrílegos para honrar a dios y al diablo.

ANTICIPO:
Eran iguales. Lo dijo el doctor: son iguales. Pero eran sospechosamente iguales. El primero nació a las 22.47 de un jueves de lluvia, y todo el personal sanitario de la planta estuvo de acuerdo en que era un niño encantador. A las 22.55 del mismo jueves lluvioso nació el segundo. Ya todos tenían perfectamente asumido desde hacía tiempo que en aquel vientre había dos niños, y por lo tanto que dos niños iban a nacer aquella noche de jueves sin luna. Sin embargo, aquel segundo niño era exactamente igual al primero, la carne formaba idénticos pliegues y sus llantos sonaron como si fuesen uno solo, repetido tras ocho minutos. —Aquí tiene, señora —dijo el doctor, sonriendo y sin darle demasiada importancia, mientras entregaba el segundo bebé a la madre soñolienta—. Son iguales. La madre no hizo nada especial. Le devolvió la sonrisa al doctor y acercó a los dos niños contra su pecho, mientras el personal sanitario se despojaba de las máscaras y de los guantes de látex empapados en sangre. Primero pensó, naturalmente, que tenía dos hijos. Pero poco a poco fue cayendo en la cuenta de que no eran dos niños, sino uno solo que, por azares de la vida, había nacido dos veces. Las madres siempre son las primeras en darse cuenta de ese tipo de cosas, por eso fue objeto de burlas por parte de pediatras y psicólogos, y también de su marido, que solicitaba ansiosamente citas con los más prestigiosos psiquiatras, no para estudiar el caso de los niños, sino para proporcionar un tratamiento correcto a la locura de la madre, que en los últimos días la había dejado flaca y con grandes ojeras. —Nada de locura —le dijo una vez, sin embargo, uno de los psiquiatras, tal vez el más prestigioso de todos y que incluso tenía un apellido italiano que sonaba a danza popular—, su mujer está perfectamente. Está claro que ustedes tienen un hijo que ha nacido dos veces. Y no es grave, pero tendrán que acostumbrarse. El padre se puso muy nervioso. Tanto que, al levantarse de la silla, tiró al suelo un bote de lápices. —No se preocupe, yo los recojo —dijo el psiquiatra, rodeado de lápices, rotuladores y bolígrafos de todos los colores y formas—, usted váyase a su casa, tranquilícese y cuide de su hijo. Pero el padre paró en un bar, de camino a casa, y apuró un vaso de aguardiente blanco para tranquilizarse más deprisa. Había una hermosa luna creciente en el cielo, gorda y amarilla como una uña de un pie. Y siguió parando en cada bar, y tomando en cada uno un vaso de aguardiente blanco. Y cuando ya no quedaba ningún bar en el pueblo por visitar, subió otra vez al coche y fue a visitar los bares del pueblo vecino, y después los de otro pueblo más, y los de otro. Jamás regresó a casa. En un tiempo tuvo dos nombres, uno para cada uno, pero nunca llegó a aprenderlos. La madre decidió cambiárselos por uno sólo, ya que uno era él. Así el hijo creció sano y fuerte dos veces, dos veces le salió su primer diente, dos veces lloró cuando la madre lo dejó por primera vez en la escuela, e hizo dos veces la Primera Comunión disfrazado de almirante (lo que produjo grandes dolores de cabeza al cura sobre la mejor manera de administrarle la partícula, si darle una entera cada vez o media, optando al final por darle una entera y que fuese lo que Dios quisiese). Era una misma vida repetida en dos cuerpos diferentes, siempre con ocho minutos de diferencia. Cuando uno llegaba y le pedía dinero a la madre, la madre tenía ya preparado el dinero que le pediría el otro ocho minutos después. —Sois el mismo niño —le regañaba la madre cuando descubría que había comprado dos veces la misma cosa—. ¿No podéis compartir los juguetes? Pero no servía de nada, porque tenía que regañar de nuevo ocho minutos después, el tiempo justo para que el otro se olvidase, que así son los niños. La única diferencia que existía entre las dos representaciones llegaba una vez que se quedaban dormidos, cosa que ocurría siempre con ocho minutos de diferencia. Uno siempre soñaba con pájaros, mientras el otro soñaba cada noche con peces. Entonces eran diferentes, como dos hermanos, aunque siempre estaba cada uno solo en el sueño, acompañado bien de los pájaros, remontando las nubes con los brazos bien abiertos, bien de los peces, sumergido con ellos en las profundidades del mar, dormidos los dos bajo la mirada atenta de aquellas noches de luna llena. Aquel camionero no entendía de niños nacidos dos veces. Lo más parecido que había conocido era la visión doble de cuando conducía con las venas abarrotadas de licor café. Y quiso el azar que no pasase ocho minutos antes, sino ocho minutos después, justo a tiempo para atropellar al que siempre pasaba ocho minutos después del otro, mientras cruzaba la carretera delante de la escuela los ocho minutos tarde de rigor que el maestro había aprendido a perdonar. —Estoy borracho —explicó más tarde el camionero al policía que lo esposaba, mientras dos enfermeros recogían con cuidado la montañita de sangre, huesos y carne del asfalto y lo tapaban con una manta. Durante toda la tarde, la madre no hizo otra cosa que llorar, pero cuando llegó la noche, con su luna menguante dibujada en el firmamento de un solo trazo, pensó que, al fin y al cabo, el niño seguía vivo, ya que únicamente habían atropellado a una de sus dos representaciones. Se puso muy contenta y corrió a la habitación de su hijo a besarlo. El niño despertó sudoroso. Esta vez no había soñado con aves ni con peces, sino con un niño igual a él, algo muy curioso que sólo en los sueños o en los espejos puede pasar. —Mamá, quiero tener un hermano —dijo, adormilado, mientras la madre le filtraba el pelo en el tamiz de sus dedos y la luna se desvanecía, muy lentamente.

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