Epitafio de un asesino

Cuando está en la cima de su carrera como escritor de suspense, Abelardo Rueda, se ve involucrado en una serie de asesinatos que siguen escrupulosamente la trama de su última obra, aún inédita y cuyo argumento sólo conoce él. Tras cada una de las muertes hay algo más que la barbarie de un asesino en serie; tras los anónimos, algo más que citas bíblicas. Los homicidios esconden un escalofriante secreto, una información a la que el escritor tuvo acceso tras sus investigaciones sobre Felipe II y El Real Monasterio de El Escorial. Esa información, junto a un secreto íntimo, que no puede desvelar, harán que su vida dé un giro vertiginoso y nefasto, sumergiéndole en un laberinto donde cualquiera pueden ser víctima o verdugo. Una trama trepidante donde el lector se convierte en analista. Una partida de ajedrez literaria que termina con un jaque mate inesperado.

ANTICIPO:
Marzo de 1998

El uno de marzo Arturo Depoter se desplazó a Madrid. El motivo de su viaje era comprar dos clínicas de odontología en el sur de la capital. Sus ansias de monopolio habían traspasado el Mediterráneo. Sus planes iban adquiriendo forma. El deseo de poder de Arturo no se centraba únicamente en las posesiones materiales, sino que abarcaba todos los ámbitos de la vida. Fiel seguidor de los pasos de su antecesor, se había convertido en algo más que su alumno. Arturo era la fotocopia genética de su progenitor: sus pensamientos, sus deseos, su forma de actuar eran iguales a las de aquél. Cada nuevo triunfo, cada nueva adquisición, le hacía sentir una necesidad aterradora y enfermiza de más poder.

Por otra parte, su situación económica y social, su exquisita educación, su cuerpo atlético, sus facciones varoniles, además de su desfachatez a la hora de expresar sus deseos sin el más mínimo recato, le habían hecho irresistible para todas las mujeres que se habían cruzado en su camino.

Aquel primero de marzo llamó a Adela. Quería volver a estar con ella, instalarse en su alma, tomar posesión de su deseo carnal y hacer como había hecho con cada una de sus amantes, avivar su ansia de sexo para que le resultase imposible prescindir de él. El odontólogo sabía que aquella vez era diferente. Adela le había hecho sentir más placer que ninguna otra mujer. Ella no había quedado satisfecha, porque se asemejaba demasiado a él, y eso despertaba en Arturo una codicia desmesurada que nunca había sentido. Le henchía de necesidad. La carestía de su sexo se estaba convirtiendo en algo insoportable. Él era un cazador, pero esta vez la presa no se había dejado embaucar con el cebo. Adela se lo había comido y después había sonreído irónica y, al tiempo, sus ojos le habían dicho: «Espero que la próxima vez haya más y mejor carnada». Por primera vez, Arturo, había probado el sabor de la adrenalina durante una cacería furtiva. Esa posesión temporal, prohibida, le había creado una adicción que le provocaba una urgencia casi enfermiza de volver a sentirse el cazador. Una necesidad angustiosa y vital de satisfacer sus deseos libidinosos con Adela. Quería poseerla. Por ello, nada más llegar a Madrid la llamó.

— Acabo de llegar a Madrid. ¿Cómo estás?

— No muy bien — Lo imaginaba. Me enteré por la prensa y por Goyo de lo que había pasado, por eso, nada más bajar del avión, te he llamado. Aún estoy en la terminal. ¿Estás sola?

— Sí. Abelardo ha salido.

— Podrías venir a recogerme y después ir a comer juntos — sugirió Arturo.

— ¿Ir al aeropuerto? No. ¡Ni hablar! Estoy demasiado lejos del aeropuerto. Desde el último asesinato no he ido sola a ningún sitio.

— Quedemos, pues, en el centro.

— Mejor en Moncloa. En el intercambiador, ¿te parece? — dijo Adela.

— De acuerdo. ¿A las dos?

— Con una condición, debo estar de vuelta a las diez. Abelardo llegará sobre esa hora.

— Me gustaría estar más tiempo contigo. Déjale una nota. Dile que pasarás el día conmigo.

— No puedo decirle que estoy contigo; sabe que estuvimos juntos la noche de fin de año. No sé cómo se pudo enterar, pero lo sabe. Está seguro de ello.

¿Y que? ¡A nadie le importa lo que nosotros hagamos! A mí lo único que me importa es lo que tu pienses… ¿No te gustó?

— Por supuesto que me gustó. Pero yo estoy casada con él. Tú no eres mi mando. De mi relación dependen muchas cosas, deberías entenderlo. No me voy a jugar todo lo que tengo por una simple aventura

— Sin embargo te gustó acostarte conmigo. Lo suficiente como para volver a repetirlo, lo bastante como para, en ese momento, jugártelo todo. De todas formas, no entiendo qué tiene de malo el que uno se deje llevar por sus instintos carnales. ¡No pienso renunciar a acosarme contigo! Aunque te negases a estar conmigo ahora, seguiría intentándolo. Si hoy nos vemos, haremos el amor, y me importa un carajo que Abelardo lo sepa.

— Lo sé, te conozco, pero a mí sí me importa, ¿entiendes? Si no lo entiendes, no nos volveremos a ver — dijo tajante Adela.

— Si tú no quieres que tu marido lo sepa, por mi parte puedes estar tranquila… Princesa, no traigas mucha ropa, con algo liviano será suficiente…

Adela estacionó el coche en el vial del Ministerio del Ejercito del Aire. Subió muy despacio las ruedas derechas sobre la acera, conectó las luces de avería y echó un vistazo desde dentro del vehículo a los alrededores. No vio a Arturo, así que inclinó el cuerpo, cogió un cigarrillo del bolso y lo encendió. «Me jodería tener que empezar a dar vueltas», pensó mientras veía cómo se aproximaba un coche patrulla. El automóvil pasó de largo.

— ¡Gracias a Dios! — murmuró mientras se alejaban los municipales.

Conectó la radio y procedió a dar un toque de color a sus mejillas. Llevaba una camisa de seda rosa palo semitransparente que dejaba ver con claridad el fino sujetador de hilo blanco. Sus pechos se juntaban insinuantes. Entre el pequeño espacio de los dos senos un collar de pequeñas perlas se hundía una y otra vez llevado por sus movimientos. Su balanceo era tan erótico que el blanco collar parecía tener vida propia. El roce era tan sutil que el abalorio se sugería consciente y en cada movimiento parecía exhalar un pequeño sonido rebosante de placer. Sus piernas, largas y finas, estaban descubiertas hasta los muslos, y ella, consciente de su beldad, las Juntaba y separaba con insistencia provocativa. Adela sacó el diminuto frasco de esencia en aerosol y, acercándolo a sus orejas, descargó sobre ellas unas ráfagas del perfume. Después bajó la mano hacia las piernas e inclinó el bote dentro de su falda, apretó dos veces el difusor, miró el reloj con insistencia y repasó una vez más su carmín. En ese momento alguien golpeó el cristal de la ventanilla derecha, la mujer giró la cabeza sonriente esperando ver al odontólogo tras el vidrio…

— ¿Doña Adela? — preguntó el Joven.

— Sí, soy yo.

— Don Arturo le manda estérame de flores. ¿Sería tan amable de firmarme la nota de entrega?

— Por supuesto — dijo Adela, mientras miraba hacia atrás esperando ver aparecer a Arturo.

— ¡Gracias, señora! ¡Qué sea usted muy feliz! — dijo el muchacho.

Adela miró el ramo de rosas naranjas y buscó la tarjeta que estaba prendida a un lazo verde oscuro, la arrancó y empezó a leer: «Siento tener que retrasar la cita hasta las veintiuna horas. Pero te diré que en compensación la mejor suite del Hotel Palace está esperándote. Sus sábanas son suaves y tienen el mismo color que estas rosas. Habitación doscientos cincuenta. Si nadie nos ve, nadie podrá decir que nos ha visto. Si tú no quieres que nadie lo sepa, nadie lo sabrá. Arturo».

Adela rompió la nota y la tiró fuera del coche, introdujo un CD en el aparato reproductor y subió el volumen. Ante el imprevisto cambio de horario, decidió pasar el resto del día en su peluquería habitual. Después comió en un restaurante cercano al hotel. Cuando llegó al Palace le dio las llaves al aparcacoches y entró en la recepción. Las miradas del personal se clavaron en ella. Adela cubrió sus pechos con el echarpe del mismo tono azulón que su escueta y ceñida falda y caminó despacio hacia Arturo. En su mano derecha llevaba el gran ramo de rosas. El pequeño bolso de mano colgaba de su antebrazo.

— ¡Estás exquisita! El azulón te sienta bien. ¿Lo llevas todo del mismo color? — le susurró al oído.

— ¡Tal vez no lleve nada! — contestó ella sonriendo.

Arturo le besó la mano y los dos se dirigieron al ascensor. La subida a la habitación fue tranquila y silenciosa. Adela le miraba sonriendo mientras con su mano derecha se colocaba el echarpe y, discretamente, rozaba sus pechos con un movimiento insinuante. Arturo seguía placentero el juego dejando que los movimientos de su mano le excitasen.

Cuando entraron en la habitación Adela dejó caer el ramo de rosas en el suelo, bajó los brazos y el chal se desprendió de sus hombros y cayó a sus pies, junto al bolso. La cama estaba abierta. Las sábanas eran de raso naranja. El odontólogo la llevó de la mano hasta el baño y, allí, despacio, sin decir ni una sola palabra, la desnudó. Adela se dejó hacer. Con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás, sentía cómo Arturo la iba despojando lentamente de la ropa. Él estaba situado detrás de ella y sus brazos la rodeaban sin rozar su cuerpo. Primero le quitó la blusa de seda, después el sujetador y, finalmente, comenzó a acariciar con sutileza sus pechos, haciendo más profundo el roce cuando sus manos cubrían los pezones. Adela respiraba profundamente, el deseo comenzaba a despertarse en ella ansioso, enfermizo.

Arturo bajó la cremallera de la angosta falda y se agachó tirando al mismo tiempo de la prenda hacia abajo. Guiada por él, ella, sin abrir los ojos, levantó primero un pie y luego el otro para que él pudiera quitarle los zapatos. Arturo comenzó entonces a deslizar sus manos por las delgadas piernas en un movimiento ascendente, hasta llegar a la ropa interior. Entonces sus dedos tomaron posesión del pubis. Sus caricias lentas y experimentadas hicieron que Adela sintiese un placer inconmensurable. Ella, todavía con los ojos cerrados, se tumbó despacio y en silencio en el suelo del baño. Arturo siguió acariciando su empeine. El movimiento llegaba al clítoris y descendía hasta la vagina. Adela se estremecía, su cabeza giraba de izquierda a derecha sobre las frías y duras losetas del suelo. Tras unos minutos jadeó con insistencia al tiempo que apretaba la mano de él contra su cuerpo. Entonces Arturo se desnudó…

A las diez llamaron a la puerta.

— ¡La cena, señor! — dijo el camarero desde el exterior.

— ¿La cena?— exclamó Adela— . Pero ¿qué hora es?

— Son las diez — contestó Arturo que permanecía desnudo en la cama al lado de ella, mientras que con su mano pasaba una de las rosas entre las piernas desnudas de Adela.

— Debería estar en casa— Abelardo habrá llegado.

Arturo se puso el batín y se dirigió a abrir al camarero.

— Llámale. Invéntate una coartada… Lo de la coartada lo digo por ti no por mí — dijo irónico.

Adela se echó a reír.

Mientras cenaban, ella pensaba en la explicación que le daría a su marido, Arturo sonreía excitado ante la situación. Entonces Adela dijo:

— ¡Ya está! ¡Ya lo tengo!

— ¿Sabes lo que le vas a decir?

— Por supuesto.

— ¿A qué lo adivino? Si lo hago, ¿qué me darás a cambio?

— Nada, porque es imposible que lo adivines — dijo ella desafiante.

— ¿Me darás más sexo, pero cómo y cuándo yo quiera? Si lo adivino, ¿serás por unas horas mi concubina?

— Ya lo soy. ¿Qué más quieres? Pareces un chiquillo.

— No lo parezco, lo soy. Para mí es muy importante que me respondas… Dime, si lo adivino, ¿harás lo que yo te diga aunque lo que te pida no suponga ningún placer para ti? Eso es lo que quiero. Tener la posesión de tus deseos, obligarte a reprimirlos. ¿Te parece poco atractivo?

— No entiendo muy bien qué es lo que te propones.

— Poder, el poder absoluto sobre ti es lo que quiero. Quiero sentir placer sin que ni lo sientas… Si lo adivino, harás que me excite, pero no te dejaré hacer nada con lo que tú puedas disfrutar; sólo te permitiré la contemplación de mi éxtasis. Tendrás que reprimirte.

— Lo que me pides es imposible. Sabes que sólo con mirarte me excito. No podría soportar tener que reprimir mis deseos.

— Precisamente por eso me gusta. Quiero ver cómo te mueres de ganas, cómo suplicas un orgasmo. ¿Jugamos? Acepta el reto. Si no aceptas, pensaré que eres una cobarde.

— Está bien, pero con una condición. Si no lo adivinas, seré yo quien te exija a ti.

— ¿Qué quieres decir? — preguntó Arturo entusiasmado.

— Si no lo adivinas, tú harás que yo estalle de placer haciendo todo lo que te pida, pero yo no te dejaré que sientas nada hasta que me lo supliques.

— Es Justo. Acepto. Dame los folios — dijo Arturo señalando el Escritorio. Adela se levantó y cogió dos folios y un bolígrafo con el anagrama del hotel— , ¿Quién escribe primero?

— Yo — contestó Adela, y escribió en el papel: «Reservaré una habitación aquí, suponiendo que haya alguna libre. Si no la hay, haré una reserva en otro hotel. Llamaré a casa y le diré a Abelardo que venga y, evidentemente, haremos el amor».

Adela dobló el folio y le tendió el bolígrafo a Arturo, él lo cogió y escribió: «Le dirás que estás con alguna amiga y que te has retrasado».

— Ya está. Y bien…, ¿quién lo lee primero? — inquirió Arturo levantándose de la mesa mientras se ponía detrás de la mujer y le acariciaba los pechos.

— Hagámoslo los dos a la vez. ¡Toma! — dijo Adela extendiendo su nota hacia Arturo al tiempo que él le daba la suya. Ella leyó lo que él había escrito y se echó a reír.

— ¡Estás loca! Creía que tenías muy claro que no querías que se enterase de lo nuestro.

— Y no lo hará.

— ¿Piensas acostarte con él esta noche?

— ¡Por supuesto!— contestó Adela cogiendo el teléfono—. No olvides que me debes unas horas de deseo egoísta. Es una pena, hoy debo aplazar el cobro de tu deuda.

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2 Opiniones

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    lauman
    on

    La leí hace unos quince días, después de que un amigo me la recomendase. Su intriga te sumerge poco a poco, hasta que pierdes la conexión con la realidad y estás dentro de la historia por completo y hasta te pasas paradas de metro de la absorción que te produce la historia. No es recomendable para personas miedosas porque el terror psicológico es de lo más fuerte. El tramo del psiquiátrico está extra documentado y muy interesante, también la historia de El Escorial. Es increíble como une toda la historia hasta que el final se une con la primera página de la novela.Me hizo preguntarme por qué algunas obras simples llegan tan arriba y otras tan buenas como esta tienen tan poca publicidad. ¿alguien lo entiende? Si alguno la habéis leído seguro que comentamos sobre ello porque es irreal. Quiero decir que una cosa es la publi y otra las obras, ¿o no?

  • Avatar
    lectora
    on

    Cuando comencé a leer Epitafio supe que no podría abandonar su lectura hasta encontrar el asesino.

    Todas las prioridades en lectura y actividades quedaron rezagadas ante la necesidad de llegar al final del libro.

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