Espectra

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La turbia imagen de la Mujer muerta, tema central de este singular ensayo, es anterior al cine.

El arte se ha servido de ella desde tiempos inmemoriales y se ha vertido mucha tinta sobre su fascinación por parte de escritores y filósofos. El psicoanálisis creyó identificarla con la madre muerta.

Espectra, Último volumen de una trilogía iniciada en 1991 con La bella, enigma y pesadilla: entre, medusa, pantera…, que tuvo su continuación con Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial (El Club Diógenes n° 103), concluye, por el momento, un extenso y muy esclarecedor estudio de Pilar Pedraza dedicado a rastrear ciertas imágenes de lo femenino siniestro en el arte, la literatura y el cine.

En esta ocasión Pedraza ha dirigido su perspicaz visión hacia la Mujer muerta «que yace en nuestro interior y sobre todo a la révenante, que vuelve una y otra vez, porque los muertos nunca mueren del todo, especialmente Ella».

Vampiras, empusas, lamias, aparecidas, mujeres de cuadro, zombis, resucitadas, pueblan esta particular «galería de espectros», oscuro reflejo de nuestra imaginación más mórbida.

«Espectra es la madre de todos los fantasmas, esa vampiro que nos seduce, esa difunta que nos atormenta, la bella niña que duerme en un sarcófago de cristal, la amazona que muere entre los brazos del héroe que la ama, la esposa añorada por su viudo hasta la locura, la mujer astronauta de Solaris, la que resucita, la que grita en la noche e! nombre de su hija… La hemos creado y tenemos que aprender a vivir con ella…», explica Pilar Pedraza sobre su obra.

Espectra, más que un ensayo es un descenso a las criptas de la literatura y el cine, con humor y mucho amor hacia lo fantástico.

ANTICIPO:
1. MINA HARKER, LA MUJER PERFECTA

La voluminosa novela de Bram Stoker, Drácula (1897) brilla en la galaxia Guttenberg con un halo al que no es ajena la peripecia cinematográfica de su protagonista, desde el Nosferatu de Friedrich Wilhelm Murnau hasta el Drácula de Coppola, pasando por los de Tod Browning (1931), Terence Fisher (1958), Werner Herzog (1978) y John Badham (1979), por citar sólo los de primera fila. Contra lo que se suele decir y repetir con cierta despreocupación, el relato de Stoker es pesado e inerte. Lo verdaderamente notable desde el punto de vista literario es su primera parte, la transilvana, incluido el viaje de Jonathan. Hay en ella un riquísimo acervo de elementos fantásticos girando en torno al patriarca vampiro. Uno de los más atractivos es el constituido por las mujeres que habitan el castillo.

Una noche Jonathan, desobedeciendo al conde, que le ha prohibido zascandilear a su albedrío por la mansión, se ve asaltado por el capricho de visitar una parte de éste que no conoce e incluso dormir allí: «Ansiaba dormir en aquel lugar donde aún parecía sentirse la presencia de damas de otros tiempos, donde quizá habían cantado. Probablemente allí había transcurrido su monótona vida, a veces con el corazón lleno de tristeza porque los hombres partían para guerrear sin cuartel124». Se deduce de sus palabras, expresivas de un curioso punto de vista casi femenino, que el lugar es una especie de gineceo. Jonathan, como intuyó certeramente Murnau, tiene un ramalazo de feminidad que lo convierte en presa fácil del vampiro, y además es un héroe muy achacoso y endeble. Arrastra un polvoriento diván hasta la ventana, se instala en él y se queda dormido, lo cual puede justificar que lo que va a contar a continuación sea un sueño, aunque él no cree que lo haya sido. De pronto tiene ante sí a tres mujeres que le parecen «damas de calidad».

Sus cuerpos, a Contraluz de la luna, no proyectaban sombra. «Dos de ellas tenían el pelo negro y la nariz aquilina, como el conde, y unos negros ojos grandes y penetrantes que, bajo la pálida claridad de la luna, parecían brasas. La tercera dama era de una belleza extraordinaria, con larga cabellera dorada y ojos que parecían pálidos zafiros (…). Las tres tenían los dientes de una blancura deslumbrante, los cuales brillaban como perlas entre sus labios rojos y sensuales». Ante ellas experimenta a la vez terror y deseo de sentir sus labios sobre los suyos. y comenta, con su graciosa delicadeza, que tal vez no debería escribir en su diario estas cosas, pues Mina, su prometida, podría leerlas más tarde y sentirse disgustada. Sin embargo, remacha, «es la pura verdad». Ellas charlan entre sí con voces que recuerdan el tintineo del cristal. Las dos morenas empujan a la rubia a que sea «la primera». Él las mira inmóvil, sintiendo exquisitos suplicios. «Es un hombre joven y fuerte. Nos besará a las tres», dice una de ellas con púdico eufemismo victoriano. La rubia se arrodilla y se inclina hacia Jonathan tendido en el diván, y él aspira su aliento de miel en cuyo fondo hay una nota acre como de sangre. En el rostro de ella advierte una voluptuosidad conmovedora y a la vez repulsiva. Estos dos extremos, la dulzura y la putrefacción, la expresión voluptuosa y abyecta del rostro, señalan una característica común a las vampiras decimonónicas: la unión de los polos opuestos para provocar un erotismo mórbido de femme fatale. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la vampira Ethelind Fionguala de El misterio de Ken de ]ulian Hawthorne, cuya risa tiene el atractivo propio de la de una mujer joven, «y aun así poseía una extraña cualidad fantas magórica que apenas parecía humana…» 125. La de Stoker se relame Y arrastra su saliva sobre sus labios y en su lengua «con la que acariciaba una y otra vez sus dientes blancos y puntiagudos». La sensualidad del relato del joven alcanza una alta Cota en este párrafo: «Bajó cada vez más la cabeza. Yo sentía su boca al mismo nivel de mis labios, y cuando llegó a la barbilla, tuve la sensación de que iban a cerrarse sobre mi garganta. Pero no lo hizo. Hubo un momento en el que se detuvo, y oí el ruido que hacía la lengua al acariciar una y otra vez sus dientes, mientras sentía que un cálido aliento tocaba mi cuello. En aquel instante reaccionó la piel de mi garganta como si una mano fuera acercándose lentamente para acariciarla, y sentí a la vez el tembloroso contacto de unos labios sobre mi cuello y una ligera mordedura de dos puntiagudos dientes. La sensación se prolongaba y cerré los ojos en lánguido éxtasis. Luego esperé y esperé; mi corazón latía apresuradamente».

Por un momento el texto de Stoker nos trae a la memoria el fetichismo de los dientes propio de Edgar A11an Poe, patente sobre todo en Berenice, pero 10 que hay en el fondo de las vivencias vampíricas de Jonathan es otra cosa: una pasividad mórbida frente a la actitud emprendedora de la hermosa rubia, ante cuyo ataque erótico sucumbe.

El instante exquisito es interrumpido por la irrupción del conde. Éste coge a la rubia por el cuello y la aparta violentamente de Jonathan, lo que produce a la bella una gran indignación y crujir de dientes. La arroja al otro lado de la habitación, preso él mismo de una ira que espanta a Jonathan, y que Terence Fisher hace interpretar con la fuerza adecuada a Christopher Lee cuando éste tiene que apartar a alguna de sus mujeres del viajero que llega al castillo, sea Jonathan o cualquier otro. A las morenas les dirige el mismo gesto que suele hacer a los lobos, según refiere el joven. Mordiendo las palabras, les pregunta cómo se han atrevido a poner la mano sobre alguien cuando él se lo había prohibido. Entonces es cuando dice la famosa frase: «¡Este hombre me pertenece!», que tanto gusta a quienes consideran que Drácula es una novela en clave homosexual, lo que aquí está en parte justificado porque la vampira rubia se revuelve contra él y le reprocha: «¡Vos nunca habéis amado! ¡No amáis!» Las otras se unen a su protesta lanzando risas demoníacas. Él replica: «Sí, yo también soy capaz de amar. Además, vosotras lo sabéis perfectamente. ¡Acordaos! Ahora bien, os prometo que cuando haya terminado con él podréis besado cuanto os plazca». Y las consuela con la cena que les ha traído, que se remueve inquieta en un saco del que sale un gemido infantil. Las mujeres se inclinan sobre él, aplacadas, y luego desaparecen.

Jonathan, vencido por el espanto, se desvanece, dando prueba nuevamente de una extraña fragilidad. Cuando despierta se encuentra acostado en su cama y duda de si todo lo anterior no habrá sido un sueño. Es una duda que se despejará enseguida, cuando sorprenda a las tres vampiras detrás de la puerta de su alcoba, relamiéndose. Al abrir él, se marchan entre estrepitosas risas. Lo que le impulsa a abrir es un cuchicheo en el que no sólo oye las voces de las mujeres sino también la del conde, que está pidiéndoles paciencia: esa noche el huésped es suyo, pero a la siguiente se lo dejará a ellas.

El Bram Stoker´s Drdcula (Drdcula de Bram Stoker, 1992) de Francis Ford Coppola convierte estas escenas en una apoteosis de erotismo sofisticado, con un Jonathan Harker (Keanu Reeves) que no sale de su asombro ante el ataque de tres atractivas mujeres desnudas sobre un enorme y neblinoso lecho del que han emergido como sirenas de las profundidades del océano. Sólo tienen tiempo de acariciarle con la lengua y besarse entre sí -para recordar al espectador que una de las cosas que hacen abominable la moralidad de una vampira es su tendencia sáfica-, pues enseguida aparece su dueño y proclama en rumano que Jonathan es suyo. Ellas se conforman, visto que trae para la cena un bebé. Ante el espectáculo de las feroces mujeres rodeando al niño con ansia, Jonathan grita de indignación en primer plano. En el contraplano, Drácula hace un gesto extraño y esboza una expresión de ambiguo desdén, lo mejor del trabajo de Gary Oldman en toda la película.

(124) Citamos por la edición de Ediciones B a través de Editorial Optima, Barcelona, 2001, pág. 62.

(125) ]ulian Hawthorne, «El misterio de Ken», en Vampiras (antología de relatos sobre mujeres vampiro), Valdemar, Madrid, 1999, pág. 193.

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