Forastero

Max, autor y protagonista de esta novela, tiene veintinueve años y un talento especial para dormir (eso sí, de día, pues por las noches no puede pegar ojo). Fumador empedernido, zampabollos y gandul sin complejos, en sus ensoñaciones contacta con un mundo paralelo: el Mundo, donde la magia es una práctica cotidiana. De repente Max dejará de ser un inadaptado social para convertirse en el «inigualable sir Max». Como miembro del Departamento del Orden Absoluto, formado por una especie de agentes secretos hechiceros, participará en la resolución de diversos casos, a cual más extravagante e inverosímil, y conocerá los vericuetos de ese universo extraño y desquiciado.

En el país de antigua y prestigiosa tradición literaria que es Rusia, las novelas de Max Frei son desde 1996 un verdadero fenómeno: han recibido la unánime alabanza de la crítica y causado fervor entre un público amplísimo y variopinto, pues permiten varios niveles de lectura: la fantasía y la novela negra están unidas por un agudísimo humor y una red de guiños y referencias en un juego pícaro, inteligente y desenfadado que despierta la complicidad y la fascinación del lector más exigente.

ANTICIPO:
Nunca se sabe dónde encontrarás tu suerte… En eso, en no saberlo, soy el especialista número uno. Durante los primeros veintinueve años de mi vida yo había sido un clásico ejemplo de desgraciado. La gente siempre busca (y jamás deja de hallar) un montón de explicaciones para justificar sus infortunios. Yo ni siquiera tuve que dedicarme a esa tarea: siempre supe el porqué, era una razón sencilla aunque con un punto de extravagancia.

Jamás, desde que era niño, he podido dormir de noche. En cambio, por la mañana, cuando se reparte la suerte, dormía como un lirón. En el cielo del alba está escrito el lema gobernante de este mundo, el muy injusto «A quien madruga. Dios le ayuda». ¿Qué tendrá de malo el más equitativo «Abierto las 24 horas»? ¡Sólo Dios lo sabe!

Mis recuerdos de infancia siempre me devuelven a aquel momento horroroso en que me decían: «Buenas noches, cariño, besa a mamá y vete a la cama». Y también a aquellas horas, transcurridas debajo de la manta y estropeadas por los inútiles intentos de conciliar el sueño. Y a la vez, debo agradecer la libertad incomparable que, como pronto entendí, se te regala mientras los demás duermen (sólo, claro está, si aprendes a no hacer ruido y camuflar las huellas de tu «actividad secreta»).

Lo más fastidioso: la tortura de despertarte minutos después de quedarte por fin dormido. Si odiaba tanto la escuela era, sin duda, por ser la causa de ese suplicio diario. Sólo hubo una tregua, un periodo de dos años en que tuve que estudiar en el turno de tarde- Durante ese paréntesis me convertí en un alumno ejemplar. Algo que nunca se repitió hasta que me encontré con sir Juffin Hally.

Con el paso del tiempo, como era de esperar, esta costumbre que impedía mi fusión armónica con la sociedad se fue agravando. Pero, a punto ya de rendirme a la evidencia de que un «búho» tan incorregible como yo cuenta con muy pocas posibilidades en el mundo perteneciente a las «alondras», topé con sir Juffin Hally.

Así pues, me alejé cuanto pude de mi domicilio familiar y obtuve un empleo óptimo desde el punto de vista de mis capacidades y ambiciones: soy el Rostro Nocturno del Honorable Jefe del Cuerpo Especial de la Pesquisa Secreta de la ciudad de Yejo.

La historia de mi incorporación resulta tan sorprendente que merece un capitulo entero. Por ahora me limitaré a una breve exposición de aquellos acontecimientos.

Probablemente, el punto de partida fuera la importancia suprema que desde siempre he atribuido a los sueños. Tras despertar de una pesadilla, en el fondo de mí alma no dudaba de que mi vida había corrido un grave peligro. Enamorado de la guapetona de turno con residencia fija en el sueño, no vacilaba en despedirme de la novia real: mi joven corazón aún no sabía alojar más de una pasión al mismo tiempo- No paraba de citar ante los amigos los libros leídos mientras dormía. Y una vez, tras soñar con un viaje a París, insistí descaradamente en que había estado en esa dudad. No os vayáis a creer que peco de fanfarrón; simplemente no veía, no comprendía, no percibía la diferencia.

A todo esto sólo he de añadir que de vez en cuando soñaba con sir Juffin Hally. Y poco a poco nos fuimos haciendo, digamos, amigos.

Aquel impresionante tipo que podría pasar por un hermano mayor del actor Rutger Hauer (para los que tienen imaginación aconsejaría que añadan a esta imagen, ya bastante potente, una mirada penetrante de ojos muy claros e inesperadamente bizcos). Hombre de mucho fuste, con aires de emperador del Oriente o de premio Nobel y bromas de conuco de alto nivel, inquietó la mente y cautivó el corazón de aquel Max, a quien aún recuerdo.

En uno de mis sueños empezamos a saludamos, luego pasamos a hablar de tonterías, como suele ocurrir entre los clientes habituales de un bar. Esa relación mundana duró unos años, hasta que Juffin se brindó de repente a facilitarme un empleo. Sin cambiar el tono prosaico me advirtió que debería desarrollar mis extraordinarias facultades mágicas si no quería acabar en un manicomio. Y se me ofreció en calidad de adiestrador, empleador y hasta de padrino bondadoso por el mismo precio: ninguno. Su absurda propuesta me pareció harto atractiva por insólita, ya que hasta la fecha nadie había apreciado en mi ningún talento especial, ni siquiera en sueños. Entonces, sir Juffin, apostando inopinadamente por mis hipotéticos dones, me extrajo de mi realidad cotidiana. Hasta el último momento creí ser victima de mi propia imaginación. (¡Qué sorprendente llega a ser a veces el ser humano, sobre todo ese al que llamamos «Yo»!)

Prefiero guardar para después la crónica de mi primer viaje dos mundos de mi vida: me agarro a la excusa de no recordar (y aún menos comprender) casi nada de mis primeros días en Yejo. A decir verdad, tomaba los hechos por un sueño prolongado o por una alucinación compuesta coordinada por no sabia qué. Procuraba no analizar la situación y concentrarme en desliar las marañas cotidianas, las cuales no faltaban. Para empezar, tuve que realizar un cursillo intensivo de adaptación a la vida local Me planté en este mundo más indocto que un feto sietemesino. Cualquier recién nacido, por el mero hecho de ver la luz aquí, ya desde el primer día ensucia los panales sin violar las tradiciones. En cambio, yo, al principio, lo hacia todo al revés. He tenido que sudar muchísimo para que, en el mejor de los casos, me pudiesen presentar como el loco de la ciudad.

Cuando me personé en la mansión de sir Juffin Hally, éste no estaba en casa porque ser el Honorable Jefe del Cuerpo Especial de la Pesquisa secreta de la capital del Reino Unido es un trabajo muy ajetreado. Así que mi benefactor se había atascado en alguna parte de sus obligaciones.

Kimpa, el anciano mayordomo, rigurosamente instruido por su dueño para dispensarme una bienvenida de primera clase, se mostró infinitamente sorprendido: hasta entonces en la casa sólo se habían hospedado personas decentes.

Empecé mi nueva vida preguntando dónde estaba el lavabo. Incluso en esto la pifié: cualquier niño mayor de dos años del Reino Unido sabe que nunca debe preguntarse por él, sino por la «escalera especial», ya que el lavabo y/o el cuarto de baño de cualquier casa se ubican, sin excepciones, en el sótano.

¡Y para qué hablar de mí indumentaria! Vaqueros, jersey, chaleco de cuero crudo y botas de punta redonda allí sólo valían para atormentar al viejo sirviente que, como tendría ocasión de comprobar, normalmente era tan imperturbable como un jefe indio. Estuvo estudiándome de arriba abajo durante unos diez segundos. Sir Juffin afirma que la última vez que alguien gozó de una atención tan prolongada por parte de Kimpa fue hace unos doscientos años, en el día de su boda con la difunta señora Kimpa. Acto seguido, con suma discreción profesional, me ofreció cambiarme de ropa. No me negué. ¡Habría sido inhumano defraudar las esperanzas del pobre anciano!

En ese momento empezó lo peor. Me entregaron un montón de tela multicolor. Y yo, estrujando aquellos trapos ornamentados con mis manos sudadas por culpa de los nervios, sólo pude parpadear aturdido y humillado. Por suerte, el viejo señor Kimpa había vivido una vida larga e, indudablemente, muy rica en experiencias. Había visto de todo, incluidos estúpidos como yo, que no sabían hacer ni lo más elemental. Con tal de no mancillar el respetable nombre de su venerado Honorabilísimo Jefe, como Kimpa, llamaba a Sir Juffin, él personalmente se puso manos a la obra. En diez minutos me transformó en algo (seria excesivo decir «alguien») mínimamente aceptable para cualquier ciudadano del Reino Unido, pero, según mi humilde opinión, tremendamente ridículo Después de asegurarme de que todo aquel envoltorio no me impedía moverme y no se me caía cada dos pasos, me resigné a mi nueva condición de cortinaje ambulante.

Luego vino la siguiente prueba para mi sistema nervioso: ¡el almuerzo! Kimpa, ¡oh, corazón tan noble!, se dignó comer conmigo para ¡enseñarme a comer! (Aunque no lo dijo así, claro.) Yo aproveche la deferencia, con santa abnegación. Antes de empezar con cada plato observaba atentamente a mi profesor. Después de deleitarme con el espectáculo, internaba reproducir lo visto, o sea, transportar a mi boca mediante unos trastos empeñado, en no ayudarme, tal o cual ingrediente en el mismo orden que él. Curándome en salud, me esforzaba en copiar hasta la expresión de su rostro (¡por si acaso!).

Una vez concluimos, me dejo en paz con la recomendación de que llevara a cabo una excursión por la casa y el jardín, a lo cual me dediqué con mucho gusto y acompañado por Huf, un perrito muy gracioso parecido a un bulldog peludo (o sea, parecido a ningún perro que haya visto). De hecho, Huf fue mi guía, sin él me habría perdido en aquel caserón vacío y enorme y nunca hubiera encontrado la puerta que daba al mirador de un encantador jardincillo. Me tumbé en la hierba y, por fin, me relajé.

Al ponerse el sol, el viejo mayordomo emprendió un solemne viaje hacia el pequeño cobertizo del fondo del jardín. De allí salió montado en un milagro de la técnica que, a juzgar por su apariencia, solo debía de moverse con 1a ayuda de un mecanismo de moción del tipo caballo percherón. Sin embargo, aquello se movía por si mismo. En dicho aparato UIMP apareció a una velocidad que, desde mi punto de vista, se correspondía con su edad. Mi, tarde supe que en alguna remota época de su larga edad. Kimpa había sido «piloto de competición», y 1a velocidad que entonces alcanzaba con el amoviler (así se llama aquel medio de transporte) era casi sobrenatural.

De regreso, Kimpa trajo una carga preciosa: mi viejo conocido, el habitante de mis sueños maravillosos, el mismísimo sir Juffin Hally en persona, acomodado en el asiento trasero de aquella tartana… ¿motorizada? ¿O simplemente «mágica»?

Sólo entonces me di cuenta de que todo aquello que para cualquier persona razonable «no podía estar pasando realmente» realmente me estaba pasando. Sufrí una especie de «cortocircuito»: me senté en la hierba con la boca abierta y los ojos lánguidamente entornados. Cuando los abrí, se me acercaron dos sonrientes sir Juffin. Con un esfuerzo titánico los fundí en uno solo, me levanté de un brinco y hasta me pasé de rosca porque logré cerrar la boca casi al precio de guillotinarme la lengua con los dientes. Probablemente fue el acto más valiente de mi vida.

-No pasa nada, Max -sonrió amistosamente sir Juffin Hally-, la verdad, yo tampoco me siento muy cómodo, y eso a pesar de que tengo un poco más de experiencia en estas cosas. ¡Qué placer conocerte por fin en la totalidad de tu organismo! —Se tapó los ojos con la mano izquierda y dijo, enfático-: ¡Tu aspecto me parece real! -Luego apartó la mano de la cara y me guiñó un ojo-. Es la fórmula de presentación. ¡A ver cómo te sale, sir Max!

Lo imité como pude, obteniendo un «no está mal para empezar», después de lo cual repetí unas diecisiete veces el procedimiento sintiéndome un príncipe heredero subnormal entregado por fin a un maestro de buenos modales cualificado para casos difíciles.

Pero la cosa no se limitó al estudio de las exóticas costumbres (más bien debería decir «típicas»; lo «exótico» era yo). El quid de la cuestión consistía en que allí, en Yejo, vivían desde siempre magos poderosos. Para mí, todos los nativos, algunos más, otros menos, siguen siéndolo. Por suerte, justo ciento quince años antes de mi aparición en Yejo, la antigua rivalidad de las innumerables órdenes mágicas se zanjó con una victoria definitiva de la Orden de las Siete Hojas y el rey Gurig VII. A partir de entonces, a los ciudadanos se les permiten sólo unos trucos básicos, principalmente con objetivos culinarios o medicinales. Por ejemplo, para preparar camra, la alternativa local del té y el café. Sin una pequeña dosis de hechicería la bebida sale demasiado amarga, literalmente no potable y sólo válida para mantener limpios los recipientes para el aceite. (¡Un avance épico, desde mi punto de vista!)

Cuesta describir lo agradecido que le estoy a la Orden de las Siete Hojas, la Única y Benévola. Gracias a sus artimañas e intrigas que cambiaron la historia, no tuve que estudiar, digamos, el ducentésimo trigésimo cuarto grado de la Magia Blanca, el cual, según los expertos, es la cumbre de las posibilidades humanas. Los trucos permitidos oficialmente representan el límite exacto de mis humildes capacidades. No obstante soy, hasta cierto punto, un virtuoso incapacitado. (Algo así como Douglas Bader, el as de la aviación británica, que se quedó sin piernas, aunque no sin alas.) A sir Juffin le gusta bromear con que mi cualidad principal es la pertenencia al mundo mágico, y no la capacidad de dominarlo…

La noche del primer día de mi nueva vida me la pasé ante el espejo de mi dormitorio, estudiando atentamente todo lo que veía en él. Una especie de maniquí envuelto. El tenue plisado de la scaba (una túnica ancha y larga), los pesados pliegues del looji (ropa de calle, un entremedio maravilloso de gabardina larga y poncho)… El estrambótico turbante que coronaba mi «albergue de sabiduría»… Por extraño que parezca, todo aquel amasijo me favorecía…Tal vez, con aquel aspecto me fue más fácil mantener el equilibrio mental y no comerme demasiado el coco en un intento inútil de entender lo que me había pasado: ¡aquel fantoche del espejo podía ser cualquiera menos mi buen amigo Max!

Entró Huf, jugueteando alegremente antes de encaramarse a mi regazo y ponerse a dormitar. « ¡Eres grande y bueno, Max!», pensé de repente «con la Voz Ajena». Luego entendí que no era mi pensamiento, sino el de Huf. Aquel sagaz peluche fue mi primer profesor de Habla Silenciosa. Si ahora domino algo de la Magia Blanca de cuarto grado, al cual pertenece este tipo de comunicación, a él se lo debo antes que a nadie. (Si alguna vez os cruzarais con algo parecido a un bulldog lanudo, acariciadlo en su honor.)

compra en casa del libro Compra en Amazon Forastero
Interplanetaria

Sin opiniones

Escribe un comentario

No comment posted yet.

Leave a Comment

 

↑ RETOUR EN HAUT ↑