Fulcanelli. El dueño del secreto

Asegura la leyenda que, en el siglo XIII, un obispo de Paris ocultó en Notre-Dame la piedra filosofa. Desde entonces, Paris y su catedral han dado pie a una cantidad de especulaciones sobre la existencia de sociedades ocultas que guardan secretos sólo accesibles a unos pocos iniciados. Una de ellas estaría formada por un grupo de alquimistas ente los que se encuentra el enigmático Fulcanelli, un personaje sobre el que se ha escrito mucho, pero cuya identidad continúa siendo un misterio.

Los dos protagonistas de esta novela, David Carter y Michelle Henry, profesores de Historia del Arte, se verán envueltos en una trama que les llevará al corazón de los misterios que encierran las catedrales góticas, las sociedades herméticas, la alquimia y la piedra filosofal.

Fulcanelli, el seudónimo no identificado, es sin duda uno de los enigmas más atractivos y sugerentes jamás planteados. En esta ocasión José Luis Corral, destacado historiador y maestro de la novela histórica española, despliega aquí sus notables conocimientos sobre la época medieval, sus símbolos y sus secretos, así como un atractivo viaje por los barrios de Paris.

ANTICIPO:
París, enero de 2007

El enorme boeing 747 de Air France rodó por la pista del John Fitzgerald Kennedy y levantó majestuoso el vuelo apuntando desafiante su morro cónico hacia el cielo. En unos minutos el profesor Carter sobrevolaba las aguas del Atlántico y dejaba atrás una ciudad cuyas primeras luces vespertinas comenzaban a encenderse. Desde la ventanilla, David miró hacía Manhattan y echó de menos el perfil del World Trade Cerner. Hacía ya más de cinco años que las dos torres gemelas habían caído abatidas por los terroristas de al-Qaeda, pero su imagen humeante continuaba siendo una atroz pesadilla en el recuerdo de los neoyorquinos.

El aterrizaje en el Charles de Gaulle fue suave; algunos pasajeros aplaudieron como si hubieran asistido al final apoteósico de un memorable concierto, sin duda para liberarse de la tensión que algunas personas acumulan tras un vuelo en avión.

En la salida de pasajeros aguardaba el profesor Jean Ricard, maestro de conferencias en La Sorbona y colaborador del Museo Nacional de Historia y Arte Medieval de Cluny, en París. Ricard, especialista en arte prerrománico y bizantino, era alto y muy delgado, de unos cuarenta años, aunque con arrugas demasiado marcadas para su edad. Vestía una gabardina negra y un sombrero de fieltro también negro. Al ver salir a su colega, se acercó y lo saludó:

—Profesor Carter, bienvenido a París.

—Gracias, profesor Ricard; agradecí mucho su llamada y su ofrecimiento para recogerme en el aeropuerto —dijo David a la vez que tendía la mano para estrechar la de su colega francés, al que había conocido años atrás en un congreso en Spoletto.

—No tiene importancia. Acompáñeme, por favor, tengo el coche en el aparcamiento. Permítame que le ayude con las maletas.

—No es necesario.

Carter había salido de Nueva York para instalarse en París por tres años al menos, pero sólo llevaba dos maletas y no demasiado voluminosas.

—Viaja usted ligero de equipaje.

—Llevo conmigo lo imprescindible. He enviado el resto a través de un, agencia de transportes a la dirección que me indico; espero que no se extravíe nada. Por cierto, me dijo usted en su correo electrónico que me había alquilado un piso en la calle Rochechouart, ¿es así?

—En efecto, en el número 59.

—¿El 59?, ¿mi apartamento está en el número 59 de la calle Rochechouart? —preguntó Carter con los ojos como platos.

—Si. ¿Conoce el sitio?

—No, pero si no recuerdo más, esa es la casa donde murió Fulcanelli.

—No lo sé, profesor. Usted me indicó que le buscara un apartamento confortable y céntrico. Éste me lo recomendó la profesora Henry, a quien conocerá mañana; ella vive cerca de allí y me ayudó a encontrarlo; pero si no le gusta…

—No, no está bien, lo que ocurre es que me extraña esa coincidencia. Yo también he escrito libros sobre arte gótico como Fulcanelli.

—Sí, curiosa casualidad. Aquí tengo dos juegos de llaves para usted. Con la cantidad que me envió he pagado tres meses de alquiler por adelantado a la inmobiliaria; el resto está en este sobre con los recibos. Tiene todo en regla; los contratos de alquiler y de suministro de agua, luz y gas están en el apartamento. Le he buscado una asistenta, éste es su número de móvil, llámela en cuanto la necesite, es de plena confianza; su nombre es Amina y es magrebí, bereber, de un pueblo del Alto Atlas, Imlil creo que se llama.

Carter se guardó las llaves en el bolsillo.

—Imlil, sí, al pie del monte Tubkal.

—¿Ha estado allí?

—Pues sí, en 1995. Está cerca de Marrakech, a donde viajé para fotografiar el alminar de la Kutubiya. National Geographic me encargó un artículo sobre el arte almohade; viajé desde Sevilla, en España, donde está su torre gemela, la Giralda.

Al mencionar «torre gemela», David recordó la destrucción del World Trade Center por los terroristas de al-Qaeda y le pareció una cruel paradoja de la historia que una secta de fanáticos musulmanes como los almohades, que construyeron un gran imperio en el Magreb y en al-Ándalus en el siglo XII, fueran conocidos en el mundo del arte precisamente por sus dos torres gemelas, la Giralda de Sevilla y la Kutubiya de Marrakech.

Ya en el aparcamiento, colocaron las maletas en el coche y el profesor Ricard arrancó su Peugeot rumbo a París. El periférico, la gran autopista de circunvalación que rodea la ciudad, estaba bastante despejado y la circulación era fluida. Entraron en París por la calle de la Chapelle y bajaron en dirección al Sena hasta la calle de Mauberge; torcieron a la derecha por Condorcet, enfilaron Rochechouart y pudieron aparcar unos metros más abajo del portal número 59,

El edificio de la calle Rochechouart estaba en la parte alta cerca de la calle de Dunkerque, , unos minutos del corazón del viejo Montmartre. Era uno de esos típicos bloques parisinos de seis plantas de altura construidos de tal manera que parece que solo tienen cuatro. La fachada, de color ocre, era muy similar a las del entorno, en las que dominaba el blanco y el gris muy claro. Debía de datar de finales del siglo XIX o principios del XX pero estaba ubicado )unto a un inmueble mucho más moderno, de aspecto horrible, el del número 61, de ocho plantas de altura, retranqueado unos metros de la línea de la calle, que desentonaba por completo de la uniforme arquitectura del barrio y alteraba la alineación histórica de los demás inmuebles

—La casa donde murió Fulcanelli… —susurró Carter mientras observaba de abajo arriba toda la fachada desde la acera de enfrente, ,unto a una tienda de bebidas— Es curioso, no hay ninguna placa que lo recuerde.

—Perdone, doctor, ¿decía…? —le preguntó Ricard

—Que me extraña que nadie haya puesto una placa en la pared de este edificio señalando que aquí murió el gran alquimista Fulcanelli.

—Tal vez nadie lo sepa.

—Claro que sí; aparece en algunos libros, en las guías secretas.., Las fachadas de las casas parisinas están bien surtidas de placas que indican que en ellas nació, vivió o murió algún persona célebre. Recuerdo que en la isla de San Luís la mayoría de los edificios presenta en sus fachadas una de esas lápidas recordatorias, a veces dedicadas a la memoria de personajes menos populares e interesantes que Fulcanelli.

—Mire, allá arriba, en el ático, ahí se encontró su cadáver en 1932; o al menos eso dijeron sus amigos.

—Pues ésa es precisamente su nueva vivienda —comentó Ricard.

—¿Está usted seguro?

—Sí, claro, acompañé a la profesora Henry para inspeccionar el apartamento, ya le dije que fue ella quien lo encontró. ¿Me permite uno de los juegos de llaves que le entregué en el aeropuerto?

—Claro, claro

Jean abrió la puerta del patio y ambos entraron en el edificio; el ascensor los llevó hasta la última planta.

—Hay dos áticos —dijo David Carter.

—El suyo es de la derecha; es posible que Fulcanelli muriera en ese otro —supuso Ricard—. Aquí tampoco hay ninguna placa.

Jean abrió la puerta del apartamento, le devolvió la llave a David y le fue explicando dónde estaba cuanto necesitaba saber: los conmutadores de la luz, el gas, la calefacción…

—Bien, le dejo para que se instale. Si le apetece puedo pasar a recogerla hacia las siete. No quisiera que cenara solo en su primera noche en París.

—No se preocupe, Jean. Tengo tarea por delante. Primero he de familiarizarme con el apartamento, deshacer las maletas; en fin, colocar cada cosa en su sitio. Habrá más ocasiones, ya le he causado demasiadas molestias por hoy. Además, creo que ni siquiera saldré a cenar, porque con el cambio horario ando un poco despistado —dijo Carter.

—Bueno, si le entra apetito más tarde le recomiendo L´Escargot; está aquí al lado, apenas a unos metros, en el número 39. El plato del día es excelente. Si le gusta la comida italiana encontrará una pizzería un poco más abajo y hay varios restaurantes asiáticos en la misma acera,

—Muchas gracias, tendré en cuenta su recomendación,

—Mañana pasaré a buscarlo a las nueve; el decano quiere saludarlo y darle la bienvenida personalmente.

—Claro, claro, y gracias de nuevo, me ha facilitado mucho las cosas.

—Entonces, hasta mañana— Le esperaré abajo, en doble fila; no crea que por aquí siempre es tan fácil aparcar como hemos hecho hoy.

Jean Ricard estrechó la mano de David L. Carter, se caló el sombrero y se despidió con suma cortesía.

El americano se quitó la chaqueta, aflojó el nudo de la corbata y estiró los brazos cuanto pudo. Se daría una buena ducha e intentaría dormir. El jet lag empezaba a hacer aparición a causa del desfase horario entre Nueva York y París.

—Bienvenido a París, doctor Carter —el decano de la Facultad de Artes de La Sorbona se levantó del cómodo sillón de su amplio despacho en la calle Víctor Cousin, en pleno barrio Latino de París, para saludar al profesor americano, a quien acompañaban Jean Ricard y Louise Lazard, la directora de la sección de Historia del Arte—. Para nuestra Facultad es un honor contar en su claustro de profesores con uno de los más destacados historiadores del Arte.

—Muchas gracias, señor decano, espero que mi estancia en París sea enriquecedora para los alumnos de esta universidad. Por mi parte, estoy encantado y con muchas ganas de comenzar.

—Le deseo mucho éxito. ¿Ya le han enseñado su despacho?

—No, todavía no —intervino la profesora Lazard—. No hemos tenido tiempo, pero lo haremos enseguida.

—Bien, bien. Le reitero la bienvenida y espero que se sienta como en casa.

—Gracias.

Carter volvió a estrechar la mano del decano y, con sus dos colegas, se dirigió a su nuevo despacho. La directora abrió la puerta con una llave que inmediatamente entregó a David.

—Aquí está. Espero que sea de su agrado.

El despacho era estrecho y alargado, pero disponía de una gran ventana que daba a una calle tranquila, y además estaba orientado hacia el sur, lo que en un clima tan lluvioso como el de París le vendría muy bien.

—Estupendo, estupendo; parece muy acogedor —supuso Carter.

—Acompáñeme, por favor, le presentaré al resto de los miembros de la sección.

La directora fue presentándole uno a uno a todos los profesores y a los becarios. Una de las jóvenes profesoras le llamó la atención. Se llamaba Michelle Henry; tenía veintinueve años y estaba preparando su tesis de Estado sobre la construcción de las catedrales góticas del norte de Francia. Era muy hermosa, de ojos brillantes y labios risueños.

—He leído sus trabajos sobre la geometría y las matemáticas en la pintura italiana del Renacimiento; permítame, profesor Carter, que le diga que son espléndidos.

—Muchas gracias, profesora Henry. Y gracias también por su amabilidad al dedicar parte de su tiempo a buscarme alojamiento en París.

—No tiene ninguna importancia. Me pareció particularmente brillante el que dedicó al Retrato de un matemático de Barbari.

—Lo escribí durante el verano del año 2001; lo recuerdo muy bien porque la tarde del 11 de septiembre tenía que impartir una conferencia sobre ese cuadro en un seminario en Columbia, Y claro, ya no hubo lugar.

—¿Se refiere al atentado contra las torres gemelas?

—En Estados Unidos no existe desde entonces otro 11 de septiembre, el Martes Negro.

—Debió de ser horrible.

—Sí, fue muy duro. Yo vivía cerca del World Trade Center. Desde la ventana de mi salón pude contemplar el impacto de los aviones, y luego el fuego, el humo, el polvo, el caos. Más de 2.600 personas murieron aquel día.

—Por aquí hay quien dice que se trató de una venganza por lo de las Cruzadas —intervino Henry.

—Ésa fue una de las excusas que utilizó al—Qaeda, pero no creo que sea una razón… digamos de peso. Además, los americanos no estuvimos allí, ¿recuerda? Colón nos descubrió algunos siglos después de que europeos y musulmanes se mataran ante los muros de Jerusalén.

—Los radicales islámicos no han olvidado la humillación a que los occidentales hemos sometido a sus países durante siglos.

—En eso tiene razón, pero la historia no puede utilizarse para justificar el asesinato y el terror.

—Seguiremos hablando de ello, profesor Carter.

—Por supuesto, profesora Henry. Y de nuevo, muchas gracias por el apartamento, es muy cómodo.

David se despidió de la joven profesora con un apretón de manos. Aquella mujer de metro setenta y cinco, pelo castaño claro ligeramente ondulado y ojos melados le produjo al americano un notable impacto. Parecía muy segura de sí, desenvuelta y vital, y era extraordinariamente atractiva, una de esas mujeres bellas que lo son de verdad en todo momento, sin necesidad de maquillaje especial ni de ropas llamativas. Una mujer interesante. París le parecía ahora todavía más fascinante.

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