Gálvez y el cambio del cambio

«Los sociatas madrugamos, ¿eh? Por ahí no nos van a coger». Un ministro catalán se dirige al periodista Julio Gálvez, el personaje detectivesco del escritor Jorge Martínez Reverte en Gálvez y el cambio del cambio. En el texto, que recoge críticamente el panorama de corrupción y trifulcas periodísticas del final del periodo socialista a mediados de la década de 1990, también aparecen personajes como

En Gálvez y el cambio del cambio se encuentran resonancias de la novela negra americana en los diálogos irónicos, divertidos y paradójicos. También aparece el pesimismo antropológico de ese género, la sensación de que «el mundo va siempre al fracaso porque Dios premia siempre a los malos y castiga a los buenos».

ANTICIPO:
Aquella mañana dejé atrás una mujer arrepentida de haberse arrepentido y dos tazas de café sin lavar en el fregadero. Pese a que la noche había sido frustrante, por previsible, mi ánimo no estaba afectado por ninguna aprensión. Y recorrí el camino hasta el ministerio contemplando las gentes que me rodeaban. Rostros inexpresivos por madrugadores y rostros inexpresivos por la vela prolongada. Llegué al ministerio cuando no eran aún las siete y media, y deambulé por la calle, con un periódico bajo el brazo, hasta encontrar una cafetería. Lo mío estaba en primera página. Nombramientos, declaraciones, firmes propósitos. La actualidad giraba en torno a mí y a inminente empleo. El cambio del cambio estaba en la boca de todo el mundo. Era un vendaval que amenazaba con arrasar todo lo que intentara oponerse a su avance. Como un clavo, a las ocho de la mañana estaba mostrando mi carnet de identidad a la secretaria de Fangoso. En menos de veinticuatro horas, Angelines había pasado a llamarme de tú y Julio. Entendí que eso no era sino un presagio favorable a mis expectativas. Era casi como decirme que nos habíamos convertido en compañeros de trabajo. Angelines me hizo pasar a una sala amueblada con sofás bien tapizados y mesas de cristal. Me ofreció un café y la prensa del día y advirtió que don Miguel me recibiría de inmediato. A las diez y media, un Fangoso recién duchado y en mangas de camisa me recibía en su despacho; y me endosaba uno de sus mejores abrazos fraternales: –Julio, perdona, pero ya sabes cómo es este oficio. No he podido recibirte antes. Ya sé que has llegado puntual. Los sociatas madrugamos, ¿eh? Por ahí no nos van a coger. Somos implacables con el trabajo. Me ordenó que me sentara, una vez librado de su abrazo, y se entretuvo en hacer dos llamadas a través de la secretaria. La primera de ellas, a una mujer. La segunda, a algún personaje misterioso que debía estar al tanto de mi presencia en el despacho, porque Fangoso me señalaba a veces con un movimiento del mentón mientras se dirigía a él con un tono casi inaudible. Hechas las llamadas, volvió a concederme su atención. Giró con un movimiento teatral el sillón, y tomó con ademán distraído una foto en la que aparecía Felipe González sonriendo tras su última victoria electoral y se podía ver un fragmento de Fangoso, tras el hombro del Presidente, que hacía la señal de la victoria con los dedos. Contempló la foto unos segundos, la volvió a depositar sobre la mesa, y me miró con gravedad: –Tú puedes ser un hombre de los nuevos tiempos, Julio –la gravedad de su mirada se acentuó–, a ti no hay que explicarte lo que ha sucedido. Se ha producido una grave pérdida de credibilidad. Muchos han utilizado el poder que nos dieron las urnas en beneficio propio. Y muchos otros han cometido graves errores. Pero lo esencial está ahí, a la vista de quien quiera percibirlo: las carreteras, la seguridad social, las pensiones… No temas, no te voy a cansar con la enumeración de lo conseguido. El asunto es que hay que cambiar de rumbo. El Presidente ha entendido el mensaje de las urnas, el carácter crítico del voto que le ha llevado a revalidar su cargo. Y vamos a cambiar las cosas. ¿Estás por la labor? –Desde luego, Miguel. –Lo sabía. Además, no debes andar muy bien de trabajo, ¿eh, Gálvez?

Fangoso era un experto en hurgar en heridas ajenas. Yo me había comportado con plena corrección, había mostrado incluso una actitud interesada ante la enumeración de los logros. Pero reconocí en mi fuero interno que tenía razón y debía callarme. Volví a asentir y esperé que me diera alguna pista más. –Bueno, pues ahí va la noticia: vas a trabajar directamente a mis órdenes. ¿Qué te parece? Era obvio que estaba obligado a que me pareciera bien. No sabía qué significaba eso, pero su tono demostraba que se trataba de un privilegio. Fangoso lo hacía ver a las claras. Así que me expresé con rotundidad: –Me parece bien. Me parece muy bien. Fangoso no alteró el gesto. Permaneció silencioso. –Me parece fantástico. Entonces una sonrisa floreció en su boca. Mientras yo pensaba que no hay como matizar, él se levantó del sillón y siguió su prédica moviéndose de un lado a otro del despacho: –Tu trabajo no tiene una definición muy precisa. Está relacionado con lo que sabes hacer, la búsqueda de información, la elaboración de informes confidenciales –y al decirlo me guiñó un ojo– que permitan una mayor capacidad en la toma de decisión sobre temas delicados. Gálvez –casi suspiró al decir mi apellido–, ¿sabes algo de nuevas tecnologías? –Creo que ahora de lo que más sé es precisamente de nuevas tecnologías. Macintosh, Hispasat, scanner y Alvin Toffler son mis libros de cabecera. No le hizo ninguna gracia mi broma, pero tuvo la gentileza de pasarla por alto. –¿Y has oído hablar de la televisión por cable? –Desde luego –cada vez me sentía más seguro de mí–. En mi casa tenemos vídeo comunitario. Me arrepentí de incurrir de nuevo en una gansada, así que le impedí hablar y me lancé para retomar el uso de la palabra antes de que me despidiera: –Bueno, es el negocio de los próximos años. Las famosas autopistas de la comunicación. Reconozco que estuve oportuno. Su gesto cambió para bien y yo recuperé el empleo que durante unas milésimas de segundo estuvo en el aire. Fangoso continuó: –Es un tema muy delicado, Gálvez. El Gobierno está sometido a duras presiones. Desde algunas comunidades autónomas se intenta que las concesiones se nos escapen. Y las empresas multinacionales más poderosas mueven sus peones para conseguir quedarse con la parte del león de este negocio. ¿Sabes de qué cifras estoy hablando? Estuve sencillamente genial: –De cifras enormes. Fangoso apreció mi profundo conocimiento del asunto. Era ya pan comido lo de mi puesto de trabajo. –Tú lo has dicho. De cifras enormes. Imagínate lo que son capaces de hacer por llevarse un pedazo de esa tarta. Billones de pesetas en juego. Y algo más, Gálvez, la soberanía nacional. Me entiendes, ¿no? Yo no sabía si esperaba de mí una reacción pasional ante la mención a la soberanía. Preferí no crecerme, mantener la mesura y dar la impresión de una inteligente escucha de lo que me contaba. En todo caso, sabía que tenía que idear alguna respuesta que diera idea de que estaba realmente preparado para lo que se requería de mí. Una poderosa luz surgió de mi interior y me condujo a dar un auténtico do de pecho:

–Los catalanes. Fangoso casi dio un salto. No llegó a gritar “bingo”, pero manoteó como si yo fuera el hombre de su vida. Se lanzó a fondo: –Los catalanes, Gálvez. No sólo ellos, pero los catalanes. Creo que vamos a entendernos esta vez. Empiezas hoy mismo.

–De acuerdo, ¿qué tengo que hacer? –Lo primero, recopilar información. Luego, en cuanto domines el asunto, vienes a verme y te hago el primer encargo. Los buenos jugadores saben que no se debe nunca apurar una victoria en exceso. Yo lo hice: –Miguel, me queda una duda: ¿qué tiene que ver este ministerio con lo del cable?

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