Guapa de cara

En esta novela, Rafael Reig, retoma el universo de su anterior obra Sangre a borbotones con su Madrid irreal en el que la Castellana se ha convertido en un canal navegable tras agotarse las reservas mundiales de petróleo y en el que sus habitantes están obligados a hablar en Inglés tras la anexión de España por parte de los Estados Unidos después de un intento de golpe de estado en 1981.

El libro narra la historia de la escritora de cuentos infantiles Lola Eguibar, la cual tras ser víctima de un asesinato se ve convertida en un fantasma intangible, inaudible, invisible e insípido. Acompañada por su personaje literario Benito Viruta emprenderá la búsqueda de sus asesinos y el tratar de descubrir las razones de su muerte, le llevará a reflexionar sobre las razones de su vida.

ANTICIPO:
ME DESNUDARON. METIERON en una bolsa de plástico de color amarillo mi ropa, los pendientes, las gafas y el collar de ámbar que llevaba puesto. Las gafas tenían roto el cristal derecho. Me quitaron del dedo del pie esa etiqueta en la que mi nombre estaba escrito con una falta de ortografía. Una enfermera contempló con gesto de disgusto la goma de mis bragas y su color dudoso. Me pareció estar oyendo a mi madre:

-¡Qué dejadez, desde luego, María Dolores, hija! Mira que te lo tengo dicho: nunca se sabe.

Me midieron y me pesaron. Ciento cincuenta y siete centímetros. Sesenta y ocho kilos.

Había dos hombres que llevaban unas gafas de plástico y que se pusieron dos guantes de goma en cada mano, uno encima de otro. Examinaron mi cuerpo desnudo, lo midieron y lo fotografiaron. Con un bisturí me hicieron una incisión en forma de Y. Los brazos de la Y pasaban por debajo de mis pechos y el trazo vertical me bordeaba el ombligo y llegaba hasta el principio del vello púbico. Tiraron de la parte superior, como si levantaran un babero, y me la pusieron sobre la cara; luego apartaron la piel de los costados. Uno de los hombres cogió una sierra eléctrica.

-Este es el prosector, atenta ahora, seño -me informó el mocoso.

Estaba disfrutando, le brillaba el ojo sin parche y se mordía las uñas con ahínco para calmar los nervios.

-¿Te gusta esto, Benito?

-¡Es pistonudo! Mola bastante, seño. Vengo muchas veces a ver autopsias, para el día de mañana. De mayor quiero ser patólogo.

-Patólogo: no me esperaba menos de ti. ¡A quién habrás salido tú!

-Ahora viene la evisceración. Método Rokitansky: sacan todos los órganos en bloque, en lugar de uno a uno, ya verá, seño, ya verá.

Tenía razón, extrajeron un paquete que iba de la tráquea al recto. Parecía una bandeja con trozos de carne de las que hay en los expositores de las barras de los bares: gallinejas, entresijos, hígado encebollado, los pinchos que le gustaban a Carlos, los que pedía en el Acme.

Después me hicieron un corte por detrás, de oreja a oreja, y apartaron con una espátula la piel de la cabeza, para dejar a la vista mi cráneo.

Mira bien mi calavera, guapa de cara. Mírala y dime si he sido abogada, inspectora de Hacienda, analista de sistemas. ¿Dónde está ahora mi sonrisa? Mira mis dientes astillados de tanto apretar dormida las mandíbulas. Mira el oscuro interior de mi sonrisa. Mira la verdad de mi rostro, guapa de cara, y no llores más sobre mis huesos descarnados, corazón, no salpiques mi esqueleto con lágrimas y arrepentimientos.

Lluvioso corazón, ¿cuándo vas a escampar?

¿Cuándo me devolverás al polvo, mariposa atolondrada, cuándo me darás sepultura y silencio, ceniza y olvido, niebla y reposo?

El prosector recortó una especie de casquete en la bóveda del cráneo y lo levantó con un cincel para poder despegar el cerebro. Una vez seccionado por el tallo, lo pusieron a flotar en una cubeta con formol, sujeto con hilos de sutura, para evitar que tocara el fondo y se deformara, según me explicó el abominable chiquillo fruto de mi imaginación y de la insensata actividad de esa misma masa encefálica flotante y parecida a una nuez. Empezaron a cortar rebanadas de mis órganos, tasajos de mi cuerpo, los pormenores de una vida inacabada y minúscula. Pesaron mi corazón y lo abrieron para ver su contenido y comprobar la luz de mis venas.

Mi vida cabía en aquellos trescientos ochenta y tres gramos. Eso era todo, el contenido de mi corazón inmóvil, el sentido final de mi existencia.

Cuando terminaron, enviaron las muestras al laboratorio, me rellenaron con sábanas no muy limpias y me cosieron. Lavaron mi cuerpo con una manguera.

Ya era de noche y en el edificio sólo quedaba un vigilante que rellenaba quinielas y escuchaba la radio. Seguían poniendo versiones en anglo de las antiguas canciones de Los Secretos. Ahora sonaba La calle del olvido:

Por la calle del olvido

vagan tu sombra y la mía,

cada una en una acera,

por las cosas de la vida.

Por la calle del olvido,

donde nunca brilla el día,

condenados a una noche

tan oscura como fría.

Pensé en mi corazón y mi cabeza, separados por un ancho brazo de agua, cada uno en la otra acera del Canal Castellana, haciéndose señas desde lejos, sin poder oírse sobre el fragor de la corriente.

-Quédate aquí, Benito. Hay algo que tengo que hacer yo sola.

-Me va a entrar miedo, seño.

-No digas bobadas, Beni. Espérame ahí sentado.

Vendré a buscarte en cuanto termine. Tú no te muevas.

-jjJolines!!

-Ya me has oído, Viruta. O me esperas aquí o vas de cabeza al despacho del director.

-TIENES QUE COMER algo -repetía mi padre.

-No puedo, de verdad que no puedo, Juan. No me obligues, por favor.

Sus voces resonaban por el pasillo, como si en el espacio que yo había dejado vacío hubiera eco.

Desde el Anatómico Forense, había ido andando hasta su casa, en la calle Viriato. La casa de mi infancia.

-¿Te caliento un poco de carne? Es un minuto en el microondas.

Era todavía, intacto, el redondo de ternera previsto para después del médico. El que tenía que haber comido con ellos, tan triste ahora como mis zapatos vacíos, alineados en el armario.

Allí estaba yo por fin. Como de costumbre, llegaba tarde, y encima muerta.

Mi padre había colgado la americana negra en el respaldo de una silla del comedor. Mi madre se había quitado los zapatos y se había puesto unas zapatillas calzadas en chancleta.

-De verdad que no. No puedo pasar bocado.

-Pues te sentaría muy bien algo caliente.

-Ahora no puedo. Por favor, no me fuerces.

En las situaciones críticas, mi padre era partidario a ultranza de seguir comiendo a sus horas. Había que mantener el control, ese era su lema. Mi madre, en cambio, interrumpía la totalidad de sus funciones corporales, lo cancelaba todo para poder concentrarse y permanecer absorta en su duelo, sin interrupciones de ninguna clase, con dedicación absoluta.

Estaban en la cocina, con la mesa puesta para tres.

Ninguno de los dos se había atrevido aún a retirar mi plato.

No habrían comido, no habrían cenado, no iban a querer dormir.

En el aparador del vestíbulo estaba la bolsa de plástico amarillo del Anatómico Forense que contenía mi ropa, mis pendientes y el collar de ámbar.

Cuando la abriera, mi madre iba a descubrir las bragas desteñidas y con la goma dada de sí.

Entonces sí que me la iba a cargar.

Miré la foto en blanco y negro en la que salgo con la falda escocesa tableada y llorando a mares, mientras mi padre me mira con ojos casi transparentes. Al fondo se ve el agua. ¿Por qué lloraba esa niña? Podía sentir el tacto de la falda de lana, pero no conseguía recordar qué me había hecho llorar.

Pensé que lloraba por mí. Esa niña lloraba por esta mujer. La que iba a ser. La que ahora está muerta. -Por lo menos toma una taza de té.

-Bueno, si te empeñas, ¡una taza de té!

Con un entusiasmo desproporcionado, mi padre se levantó para poner agua a hervir.

Mi madre se cubría la cabeza con las manos.

Su forma de llorar, su desesperación silenciosa y sin consuelo, hacía rechinar contra el parqué las patas de la silla.

-Pero ¿qué estás haciendo, Juan? ¿Quieres hacer el favor de decirme qué estás haciendo? -había reconocido a sus espaldas el ruido delator de la tostadora.

-Una taza de té.

-¿Cuántas veces tengo que decirte que no quiero nada?

Mi padre se movía a cámara lenta, con movimientos muy precisos, poniendo una atención exagerada en la preparación de una bandeja con su mantelito bordado, la tetera y el azucarero. Untó dos tostadas con mantequilla y las puso en un plato.

-¡Por Dios, si te he dicho que no quiero nada! -protestó mi madre, los ojos como platos, temblorosos, con verdaderas ganas de ponerse a llorar de nuevo.

-¡Tienes que comer algo, Merche! -estalló también mi padre.

Mi madre se levantó y abandonó la cocina con rencoroso chancleteo y aceleración constante. Por el pasillo iba sonándose los mocos con un pañuelo que guardaba en la manga de la chaqueta.

De pie, solo, mi padre contemplaba la bandeja en sus manos. Parecía esperar algo de los objetos, una señal procedente del pan tostado, signos enviados por la porcelana, mensajes de parte de la cucharilla: las palabras de las cosas.

Siempre he oído decir que sufren más los que se quedan. jJa! A esos que lo dicen les querría ver en mi lugar. Pobre de mí, incolora, inodora, insípida, como un agua suelta, con mis propios padres llorando y sin poder hacer nada.

Ni siquiera un abrazo.

De pronto, aquel hilo de sangre que había soltado el disparo en la sien, se enhebró solo y volvió a anudarse hilvanando mi corazón y mi cabeza.

Algo hizo clic.

Mamá volvió del baño con una cara que le conocía muy bien: la barbilla levantada, los labios temblorosos, los ojos latiendo como ascuas y el puño cerrado, apretado con fuerza contra el muslo, como si viniera de hacer un recado y transportara las vueltas.

Las que da la vida.

Le arrebató a papá la bandeja y se puso a masticar una tostada, de pie, con el mismo ensañamiento con el que apuñalaría a mi asesino.

-Perdóname, Merche. He perdido el control. -No, si tienes razón.

-Lo siento -dijo papá, y le puso la mano en el hombro.

Mamá cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Se sentó en una silla, aunque seguía sujetando la bandeja, apoyada en los muslos.

Sin apartar la mano de su hombro, papá maniobró torpemente para conseguir sentarse a su lado.

Se abrazaron muy incómodos, con la bandeja en medio y en posturas forzadas, de sueño mal dormido y vértebras pinzadas.

Los dos estaban llorando en silencio.

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Interplanetaria

7 Opiniones

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    Caesar
    on

    El planteamiento me parece estupendo y muy original, por eso la compré, pero pierdes muchos enteros cuando se lanza a reflexiones pretenciosas sobre su generación. De más a menos.

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    I
    on

    Pues es una pena, por la que idea de partida me parece magnífica. Los lectores leemos para que nos entretengan, no para que nos recuerden que la vida está muy acuchada. ¡Qué malas son las crisis de los cuarenta elevadas al máximo exponente de la generalización! :)))))

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    Alberto
    on

    El problema es que además sus reflexiones son cosas de perogrullo. El que el problema de su generación se estar atrapada entre la anterior y la siguiente o que nadie ha querido a la protagonista porque no ha sidfo capaz de quererse a si misma.

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    talib
    on

    ¡Qué profundidad tan profunda! Juas, juas, juas

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    Maligno
    on

    Que le pase eso a una generación es una putada, yo no sabría sobreponerme a eso.

    De todos modos no sé si mi generación es de esas o no, por lo que leí en tiempos en algún suplemento ultrainnovador y de cultura alterna (que no de alterne) más allá de mi alcance creo que soy de la Generación X, o no sé si de la JASP.

    Estoy estigmatizado.

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    F
    on

    Ningún escritor está libre de meter la pata, pero dar el coñazo con eso que apuntas durante sus buenas ciento y pico páginas es de juzgado de guardia. Pena, penita, pena de idea malograda 🙁

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    Alberto
    on

    La verdad es que ha sido una decepción bastante gorda, después de Sangre a borbotones me espara algo más.

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