Hellenikon

Arimnesto, el espartano de Platea, vive en un olivo junto al monte Olimpo. Desde allí ve venir a las tropas persas de Mardonio guiadas por Demarato, el antiguo rey espartano. Su vida ya no volverá a ser igual: por fin se ha reencontrado con los dioses.
Maratón, Las Termópilas, Salamina y Platea: batallas que determinaron el devenir de la Historia y marcaron la existencia de los que sobrevivieron. Esta novela recoge los hechos y los sentimientos de algunos de esos protagonistas. Esta es una historia de caminos por recorrer y de quienes los recogieron guiados por la voluntad divina, por la voluntad de los ambiciosos o por su propia ambición. Es la historia de quienes fueron fieles a la recien nacida democracia ateniense y de quienes no lo fueron tanto; de quienes creyeron hasta sus últimos días en los dioses y de quienes los aceptaron sin más; de quienes defendieron su libertad frente a griegos y bárbaros y de quienes se sometieron a unos y otros; de quienes vivieron inspirados por el honor y de quienes lo hicieron por el odio. Esta es una historia de triunfo y de tragedia. Una historia griega.
Hellenikon, el sentimiento de «Lo griego». Esta novela recoge hechos históricos que precedieron, coexistieron y fueron posteriores a las guerras médicas contra los persas, acontecimientos que profundizan en el pensamiento heleno enfocados con ingenio, épica, humor y una gran verosimilitud, tato histórica como social.
Luis Villalón Camacho (Barcelona, 1.969) es licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Barcelona. Su formación humanística es la causa, o consecuencia, de su gran afición por la lectura y la escritura. Autor de ripiosas poesías juveniles y precoz garabateador de cómics que nunca salieron del arcón, su vida profesional casi siempre ha tenido que ver con actividades ajenas al mundo de las letras, de modo que sus tanteos literarios han quedado restringidos al ámbito de lo personal. Sin embargo, ha hecho incursiones de cuando en cuando en publicaciones de temática diversa y de ámbito local, en las que ha participado redactando artículos, relatos e incluso hróscopos. Su principal area de interés es la cultura de la antigua Grecia, terreno en el que se situan casi todas sus lecturas. Participó en el II Concurso Internacional La Revelación de Relatos Mitológicos quedando en primera posición; su relato y el de los demás finalistas han sido recogidos en El Camino de los mitos II, publicado en esta misma editorial.
Hellenikon es su primera incursión en la novela histórica

ANTICIPO:

Verano de 490 a.C.
Mes de Boedromion durante el arcontado en Atenas
de Fenipo
Llanura de Maratón
La brisa marina no era suficiente para disipar el aroma a hinojo que se extendía por toda la bahía. El olor a mar era fuerte en la playa, pero apenas unos pasos hacia el interior comenzaba a notarse la empalagosa fragancia; los helenos, que sentían el viento sobre sus caras, notaban cómo se introducía en sus narices y les embotaba todos los sentidos.
Pero Arístides sólo olía su propio sudor. Pese a estar rodeado de hoplitas que apestaban tanto o más que él, pese a estar saturado el aire que respiraba con la dulce esencia del hinojo, el hijo de Lisímaco sólo podía olerse a sí mismo. El eupátrida nacido en el demos de Alopece y elegido aquel año estratego de la tribu Antióquide, era incapaz de distinguir más olor que el que emanaba de su propio cuerpo. El aroma del hinojo rebotaba y pasaba de largo cuando llegaba a su posición, como el propio
Arístides pasó de largo ante Evandro en la formación de la falange, haciéndose el distraído, temeroso de dirigirle la palabra, avergonzado por tener que buscar una excusa a lo que le dijera años atrás, cuando ambos estaban a bordo de una triera rumbo a Atenas huyendo del desastre de Éfeso.
La semilla que tenía que haber germinado regada por Aristágoras había resultado ser una hiedra de olor embriagador que ahora estaba a punto de extenderse sobre todos ellos, a punto de devorar Atenas, a punto de ocultar la Hélade entera con su hojarasca. Pero Arístides no vio ni olió nada de eso aquel día en la triera, como tampoco olía nada ahora, más que a sí mismo. Arístides sólo era capaz de oler su propio miedo. No podía evitarlo, tenía miedo; a morir, a sobrevivir, a caer prisionero, a sufrir la ira de sus compatriotas si la batalla se perdía… Era un miedo que no quería contagiar a nadie, porque no era aquella una ocasión en la que los helenos pudieran permitirse ese sentimiento. Por ello fingió no oír el «¡Eh, noble Arístides!» que le gritó Evandro cuando le vio pasar por delante de la falange, por eso fingió no enterarse de lo que allí estaba pasando, de lo que allí iba a pasar. Por eso avanzó dando grandes zancadas hacia su posición al frente de su tribu, se caló el casco y deseó que todo acabara cuanto antes. Su propio olor empezaba a resultarle insoportable.
Evandro, como la mayoría, tenía embotado su sentido del olfato. El suave pero penetrante olor a hinojo se había instalado en sus fosas nasales y no salía de allí. Y aunque al principio lo encontraba agradable, ahora casi le impedía respirar. «Vamos a morir», pensaba, «vamos a morir y los dioses nos mandan este aroma para que tengamos una muerte dulce». Sin embargo, él ya sabía a qué olía la muerte, ya había experimentado varias veces ese hedor, y no se parecía en nada a aquel olor dulzón. Quizá las Keres aún estuvieran lejos, después de todo. Además, el olor de la muerte se filtraba por la piel y por los ojos, no por la nariz; atenazaba los músculos y paralizaba las articulaciones, y él en cambio podía moverse perfectamente; en realidad no podía estarse quieto. Sin variar su posición en la falange, sus pies parecían dotados de vida propia, su brazo izquierdo era incapaz de mantener el escudo pegado al cuerpo y su cabeza se movía como si su cuello no pudiese aguantar tanto peso. Por primera vez, y a causa de llevar puesta una armadura de bronce, le había tocado en suerte situarse en la primera línea de la falange, y no ver a nadie delante de él le provocaba un nerviosismo incontrolable. Nadie que le sirviera de parapeto, nadie que le impidiera ver al enemigo, nadie que chocara su escudo con el del enemigo antes que el suyo.
Y lo peor de todo: nadie que evitara que ese embriagador aroma de hinojo que le tenía turbado el ánimo llegara hasta él. Vio pasar a Arístides, aquel trierarca que había conocido en su viaje a Asia, y le llamó. «¡Eh, noble Arístides!». Pero el estratego pasó de largo a gran velocidad y no le oyó, así que Evandro no pudo escuchar de sus labios nuevas palabras de ánimo como aquellas que escuchara ocho años atrás en la triera. Le habría venido muy bien que Arístides le hubiera dado aliento, que le hubiera transmitido valor, que le hubiera enardecido; ese estímulo le habría permitido sacudirse la angustia que sentía, el vértigo, el nerviosismo. En cambio, la indiferencia del estratego le hizo sentirse solo y desamparado, abandonado a su suerte, incluso engañado; tuvo entonces el convencimiento de que una sola palabra del estratego le habría salvado y que su silencio le había condenado. «Esto es el miedo», pensó, un miedo como jamás había sentido nunca, un miedo ante la certeza de que iba a morir. Entonces el hijo de Cavílides sintió evadirse de sí mismo; tuvo la repentina sensación de encontrarse en otro lugar y en otro tiempo. Parecía no estar allí, ocupando el primer puesto de la tribu Hipotóntide; parecía que aquel hombre que sostenía tembloroso el escudo y la lanza era otra persona. Y sintió pena por ese pobre heleno que sin duda iba a morir, como a morir iban todos los helenos que allí estaban. Pero enseguida descubrió que ese hombre era él mismo, en cuanto oyó la orden que los mandos, los lochagoi, dieron a todo el ejército, una orden muy simple, una orden terrible: avanzar. Primero lentamente, después a la carrera, luego más despacio. Avanzar hacia el enemigo, hacia la embriagadora fragancia de hinojo, hacia la muerte. Evandro no veía a nadie frente a sí, no veía lanzas ni escudos, ni flechas volando hacia él, ni hombres vestidos igual que los que habría visto en Sardes y Éfeso. Evandro tampoco oía el chocar de su escudo de bronce contra el mimbre de los escudos del enemigo, contra los cuerpos del enemigo, contra la carne del enemigo; no oía al enemigo gritar palabras ininteligibles para infundir miedo quizá, o quizá para liberar miedo.
Evandro ni siquiera olía la fetidez que se desprendía de la refriega, no olía el olor del bronce, del hierro, de la tierra, de la sangre, de las entrañas del enemigo, de las de sus compañeros, de las suyas propias. No sentía calor bajo el casco de bronce, ni sed en su boca reseca, ni dolor en su estómago. Evandro no veía ni oía ni olía nada, salvo ese endiablado efluvio, ese perfume dulce y empalagoso que ya formaba parte de su cuerpo y de su alma.

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Interplanetaria

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