← ¡Bandera negra! Viajes por el Scriptorium → Heridas de guerra febrero 05, 2007 Sin opiniones Pedro Riera Género : Negra La guerra de Bosnia ha terminado. Tras la euforia inicial, una violencia implacable se extiende, cruel, descarnada y renovada, hacia los tiempos de paz. Nada más violento que el horror en medio de lo cotidiano, la barbarie sin frente ni trincheras y el dolor resistiéndose a ser amortiguado por el tiempo. Pedro Riera se instaló en Sarajevo en 1997, poco después de la guerra que arrasó esa ciudad, y fue testigo de primera mano del doloroso proceso de postguerra, que no llevó la paz a esas calles torturadas. ANTICIPO: A orillas del río se había asentado una niebla densa. Buscaba, sin esperanzas de encontrarlo, el local donde había acabado el sábado de madrugada, simplemente por fijarme un objetivo que me permitiera deambular una hora por la ciudad antes de encerrarme de nuevo en mi apartamento. De hecho no habría reparado en él de no ser por dos clientes que salieron a la calle cuando yo ya había cruzado por delante y me alejaba. El Marquee. Un estrepitoso fracaso por recrear el ambiente de su homónimo londinense, si es que realmente alguna vez había existido la mínima intención de conseguir una semejanza de estilos. Decorado con objetos incompatibles entre sí, que se repelían unos a otros creando un efecto parecido a un chirrido de dientes. Objetos, todos relacionados en cierta medida con el rock and roll. Desde la clásica fotografía de Elvis encuadrada en una guirnalda de guitarras eléctricas al neón que, con caligrafía infantil, dibujaba el nombre del local sobre el arco que conducía a una sala con unos pocos asientos tapizados en colores estridentes. Pero la decoración pasó enseguida a un segundo plano. Incluso la ansiada cerveza, que me permitiría conciliar el sueño y acabar definitivamente con ese domingo que ya se extendía a las primeras horas del lunes, se me olvidó al ver a aquella mujer. La mujer. Porque ella era la única presencia femenina en el bar. Joven. De una sensualidad descarada, nada sutil, pero efectiva. Una cabellera espesa, morena y rizada, le caía sobre los hombros desnudos, cubriendo parcialmente los tirantes de un vestido ajustado negro que podía haber resultado demasiado escotado. El maquillaje, excesivo, aunque no tanto en el contexto bosnio, no conseguía borrar del todo algunas arrugas junto a la comisura de sus ojos, dándole un aire de mujer experimentada. Al cruzar frente a ella, un perfume fuerte me envolvió solícito, y una vez hube ocupado mi sitio en la barra, siguieron llegando ráfagas ocasionales de aquella fragancia. La mujer miraba a un extranjero de aspecto inteligente, de unos cuarenta años. Era una mirada explícita, volcada a la seducción, que no precisaba del apoyo de otro lenguaje corporal. El extranjero no se dejó intimidar por el hecho de que ella estuviera acompañada. Actuó con extrema serenidad, como si en vez de acaparar el resentimiento manifiesto y en rápido aumento de los otros clientes del bar, se encontrara en una intimidad desprovista de tensión en la que ya estuviera todo hablado y decidido. Sus manos descansaban sobre la mesa, junto a su mechero, sin que tuviera que ocuparlas en nada para ocultar un posible temor. El acompañante de ella era un hombre grande, de porte desganado y semblante inexpresivo. Una cicatriz surcaba su pómulo derecho. Observaba al extranjero con unos ojos velados que ocultaban sus intenciones. Entonces, la música, al extinguirse, se unió a ese silencio cargado de miradas, de cigarrillos humeantes, de vasos semivacíos que reposaban sobre la mesa sin que nadie bebiera de ellos, de muecas de desprecio. Expectante. Como el de una jauría de perros salvajes que aguardara un gesto de su cabecilla para atacar. La ceniza del cigarrillo que se había consumido entre los dedos de la mujer sin que fumara de él se desprendió para rodar, ya desbaratada, sobre la mesa. Ella se levantó y se dirigió a los lavabos. No hizo ningún gesto de invitación. El extranjero la siguió. Me volví hacia la barra. Intenté conservar mi condición de testigo invisible de un suceso en el que no quería verme involucrado. Los pensamientos de todos estaban con aquel hombre y aquella mujer, pero las miradas tenían que reposar en algún sitio y no quería que fuera precisamente sobre mí, el otro extranjero del local. Noté el silencio espesándose a mi espalda y lo vi reflejado en el rostro del camarero, en sus ojos resignados, en la mueca amarga de su boca, en su quietud excesiva. Nadie habló durante varios minutos, ni hubo más ruido que el golpe o el gemido que, de cuando en cuando, llegaba de los lavabos, por encima de las notas eléctricas de un clásico de rock and roll, que sonaba como inhibido a volumen muy bajo. Si alguien bebió de su copa, no oí cómo depositó el vaso de nuevo sobre la mesa. De la media docena de hombres que había en el bar, ninguno dejó escapar un bufido o un carraspeo. Ninguna silla chirrió. Ni siquiera la del acompañante de ella. El extranjero volvió solo de los servicios. Actuó con discreción. Sin el regocijo de quien arrebata a otros hombres la presa por todos codiciada. Pagó su consumición y abandonó el Marquee sin prisas. Nadie salió tras de él. Mientras esperábamos el regreso de la mujer, mi mirada se desplazó imprudente hacia el sitio donde ella había estado sentada y coincidió con la de su acompañante, un instante nada más, el tiempo que tardé en apartarla de nuevo hacia mi cerveza con un estremecimiento. La alegría brillaba en los ojos de aquel hombre que forzaba una sonrisa rota, de dientes podridos. Una alegría primaria. Animal. Y, por encima de todo, maligna. Dos meses después, cuando ya tenía amigos a los que acudir por la noche implorando algo de compañía y me había mudado a otra casa desde la que no debía de atravesar una zona de frente para ir a tomar una cerveza, me enteré por casualidad de lo que sucedió en aquel mi primer domingo en Sarajevo. La ciudad me había dado una prematura lección de odio que no estaba preparado para comprender. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »