Jumper I. La historia de Davy

Davy Rice es un adolescente abandonado por su madre a quien su padre pega a menudo, y en una de esas ocasiones, al borde del terror, descubre que tiene la capacidad, ante situaciones extremas, de teletransportarse. En cuanto empieza a controlar esta capacidad o poder, comprueba las inmensas posibilidades que ello le ofrece, tanto en el campo de los delitos como en el de las buenas obras, si bien ello conlleva sus riesgos. Además, no tarda en descubrir que no es él único que posee estos poderes.

Este libro continuará en Jumper II. La historia de Griffin

ANTICIPO:
Casi a medianoche fui al baño, caminando con cuidado, como mi padre después de una noche de bebida. Estaba libre. Cerré la puerta con pestillo, y abrí el grifo para llenar la bañera mientras meaba.

En el espejo me vi como alguien salido de una película de terror. La sangre de la herida en el cráneo me había caído por todo el pelo, apelmazándolo y haciendo que ele castaño claro pareciese algo oscuro y asqueroso. La parte izquierda de mi frente también estaba cubierta de sangre, que se había secado y se iba despegando, dejando la piel de debajo descolorida. Me estremecí.

Si me hubiese sentido lo suficientemente bien como para volver al hotel andando, dudo que lo hubiese conseguido sin que llamasen a la policía en cada manzana.

Me metí en la bañera, sorprendido de que hubiese agua caliente. Los últimos dos días había estado tibia como mucho. Relajé la espalda y metí la parte trasera de la cabeza en el agua. Noté un ligero pinchazo pero el calor me sentaba bien. Me puse champú en el pelo con mucho cuidado, y me lavé la cabeza. Cuando me incorporé, el agua en la bañera estaba rojiza. Aclaré el champú y la sangre que aún tenía en el pelo con el grifo de la bañera, y me estaba secando cuando alguien intentó abrir la puerta.

—Ya casi he terminado —anuncié.

Alguien desde el otro lado de la puerta respondió en voz bastante alta:

—Bueno, pues date prisa, hombre. No tienes derecho a acaparar el lavabo toda la noche.

Me froté rápido y decidí que el pelo se secase por si solo.

Se oyó un fuerte ruido, como si alguien golpease a la puerta con la palma de la mano.

—Venga. ¡Abre la maldita puerta!

—Me estoy vistiendo —contesté

—Joder. Me importa una mierda… déjame entrar para que pueda mear.

Me enfadé.

—Hay lavabos en otras plantas. ¡Use uno de ellos!

Hubo un breve silencio

—No voy a ir a ningún otro lavabo, cabrón. Y si no me dejas entrar ahora mismo, te voy a dar una paliza.

Me dolía la mandíbula y me di cuenta de que estaba apretando los dientes. ¿Por qué no pueden dejarme tranquilo?

—Bueno —dije, finalmente—. Pues espérese ahí, con la vejiga llena, o váyase a buscar otro sitio para mear.

—No me voy a ninguna parte, pequeño hijo de puta, hasta que te raje.

Se oyó una salpicadura y un líquido amarillo empezó a asomar por debajo de la puerta. Recogí la ropa y, sin vestirme, salté de vuelta a mi habitación.

El corazón me latía con fuerza y aún estaba enfadado, «encabronado», podría decirse. Abrí la puerta una rendija y miré al final del pasillo hacia el baño.

Un tipo alto, musculoso y con nada más encima que unos tejanos se estaba abrochando los pantalones. Luego volvió a golpear la puerta y traqueteó el pomo.

Desde una de las habitaciones, alguien dijo:

—¡Cállate ya!

El hombre del baño contestó:

—¡Ven y hazme callar si tienes huevos! —Siguió aporreando la puerta mientras hurgaba en el bolsillo trasero buscando algo. Cuando lo encontró, sacudió la muñeca y algo brillante relució en la penumbra del pasillo.

Dios santo.

Aún estaba asustado, pero cuanto más miraba el final del pasillo, más me enfurecía. Dejé la ropa encima de la cama y volví a saltar al baño.

El aporreo en la puerta era ensordecedor. Me aparté asustado por la fuerza de los golpes. Entonces cogí la papelera y tiré al suelo las pocas toallas de papel que había. Después la llené de agua jabonosa y sangrienta y la coloqué sobre el dintel, en el brazo del mecanismo del muelle que cerraba la puerta. Lo estudié con detenimiento, con el corazón palpitante y la respiración acelerada. Lo desplacé un poco a la derecha.

Luego, con una mano en el pomo, apagué la luz, saqué el pestillo y volví a saltar a mi habitación.

Abrí la puerta justo a tiempo para verle agitar el pomo, comprobar que la puerta estaba abierta, y entrar como una furia en el lavabo. Se oyó un ruido sordo y el agua salpicó hasta el pasillo. En medio de todo aquello, él pegó un grito y resbaló y le vi la cabeza i los hombros al caer de espaldas al suelo de golpe. Se tocó la cabeza con ambas manos de un modo con el que podía identificarme aunque no sentir lástima. No vi donde fue a parar la navaja, pero ya no la llevaba en aquel momento.

Poco a poco se abrieron otras puertas en el pasillo y algunas cabezas se asomaron con cautela entre las jambas. Cerré la puerta despacio y pasé el cerrojo.

Por primera vez desde que llegué a aquel hotel sonreí.

***

Bueno, era el momento de afrontarlo. Yo era diferente. No era como mis compañeros de clase de la escuela secundaria de Stanville, no a menos que algunos de ellos estuviesen ocultando un secreto bastante gordo.

Consideré algunas posibilidades.

La primera era que papá en realidad me hubiese apalizado es última vez, induciéndome daño cerebral u otro tipo de trauma hasta el punto de estar soñando todo aquello. Quizás incluso mi robo fue solo un detalle añadido por mi subconsciente para relacionarlo con las heridas «reales». Podía estar tumbado en la unidad de cuidados intensivos de St.Mary’s Hospital allí en Stanville, con una pantallita haciendo bip, bip, bip sobre mí. Aunque lo dudaba. Incluso en mis más terribles pesadillas había sido consciente de que estaba soñando. El hedor de la basura del callejón parecía demasiado real.

La segunda posibilidad era que había hecho la mayoría de las cosas que recordaba y que las cosas malas que me sucedían eran reales también. Mi mente simplemente deformaba la realidad con respecto a los resultados, dándome la alternativa más agradable de poder escapar gracias a una singular habilidad paranormal. Aquello parecía más probable. Cada vez que «saltaba», había una sensación de irrealidad, de desorientación. Podía ser mi primer paso hacia la psicosis irracional, un ajuste a mi asquerosa realidad. Por otra parte, podía ser el resultado de un desconcierto de todos mis sentidos, al cambiar por completo el entorno que me rodeaba. Diablos, la propia naturaleza del salto podía ser desorientadora.

La tercera posibilidad era de la que más desconfiaba. La que implicaba que en realidad podría ser alguien realmente especial. No especial en el sentido de educación especial, ni especial en el sentido de muchacho problemático, sino único, con un talento que, si alguien más lo poseía, lo mantenía en secreto. Un talento para teletransportarse.

En aquel momento pensé en la palabra. Teletransportación.

—Teletransportación.

En voz alta vibraba por la habitación, una palabra de terrible trascendencia, totalmente extraña para los conceptos normales de la realidad, sólo llevada a la práctica bajo circunstancias especiales, en el contexto de la ficción, el cine y las películas de vídeo.

Y si realmente me estaba teletransportando, ¿cómo lo hacía? ¿Por qué yo? ¿Qué tenía yo que me hacía capaz de teletransportarme? ¿Podría hacerlo alguien más? ¿Es eso lo que le pasó a mamá? ¿Simplemente se teletransportó lejos de nosotros?

De repente sentí un vacío en el estómago y empecé a respirar con dificultad. ¡Dios santo! ¿Y si papá puede teletransportarse?

De repente las habitaciones parecían inseguras y me lo imaginé apareciendo delante de mí, con el cinturón en la mano, en cualquier lugar en cualquier momento.

Contrólate. Nunca le había visto hacer nada parecido. Más bien le había visto tambalearse calle abajo unos quinientos metros hasta el Country Corner, para comprar cerveza cuando se le acababa, apenas capaz de andar o hablar. Si podía teletransportarse, seguro que lo habría utilizado entonces.

Me senté en la estrecha cama y me vestí con mi ropa más cómoda. Con extremo cuidado, me peiné, comprobando el resultado en el diminuto espejo de la pared. El chichón, aún enorme y doloroso, parecía un error de barbero. Aún sangraba un poco, pero en realidad no se veía entre el pelo.

Quería una aspirina y quería saber si estaba loco. Me puse en pie y pensé en el botiquín de nuestra casa. Era divertido que aún la viese como nuestra casa. Me pregunté que diría mi padre de eso.

No sabía que hora era, aparte de pasada medianoche. Me preguntaba si papá estaría dormido, o incluso en casa. Lo dejé correr y pensé en el enorme olmo que había en el rincón del patio. Era otro lugar en el que solía leer. También era un lugar al que solía ir cuando mamá y papá discutían, donde no podía oír las palabras, aunque el volumen y enfado llegasen hasta allí.

Salté y abrí los ojos en un patio que necesitaba que cortasen el césped. Me apuesto a que eso le cabrea. Intenté imaginármelo detrás de la cortadora de césped, pero no podía. Yo me había ocupado del césped desde los once años. El solía sentarse en el porche con una cerveza en la mano y me iba señalando los trozos que dejaba.

La casa estaba oscura. Avancé con cuidado hasta que pude ver el camino de entrada. Su coche no estaba allí. Me imaginé el cuarto de baño y salté de nuevo.

La luz estaba apagada. Le di al interruptor y cogí el frasco de ibuprofeno del botiquín. Estaba medio lleno. También cogí una botella de agua oxigenada y unas cuantas gasas. Entonces salté a la cocina, porque estaba hambriento y para ver si aún podía. Había comprado comida desde la noche que me marché a Nueva York. Me hice dos emparedados de jamón y queso y los puse junto con lo que había cogido en el lavabo, en una bolsa de papel que encontré en la despensa. Entonces lo limpié todo con cuidado, intentando no dejarlo más limpio o más desordenado de cómo lo había encontrado. Me bebí dos vasos de leche, luego lavé el vaso y lo volví a poner en el armario.

Oí sonido de neumáticos en la entrada, aquel viejo ruido de terror y tensión. Cogí la bolsa y salté de nuevo al patio trasero. No apagué la luz, porque él lo habría visto por la ventana. Esperaba que pensase que se la había dejado encendida, pero lo dudé. Solía gritarme bastante por dejarme las luces encendidas.

Observé cómo las luces se iban encendiendo a lo largo de la casa: vestíbulo, sala de estar, final del pasillo. La luz de su dormitorio se encendió, y se volvió a apagar. Entonces se encendió la luz de mi habitación y le vi silueteado en la ventana; un oscuro perfil a través de las cortinas. Luego la luz se apagó y volvió a la cocina. Comprobando la puerta trasera para ver si estaba cerrada. Pude ver su cara por la ventana, desconcertado. Empezó a abrir la puerta y yo me agazapé tras el tronco del roble.

—¿Davy? —preguntó, apenas alzando el tono de voz por encima de lo normal—. ¿Estás ahí afuera?

Permanecí completamente callado.

Oí sus pies arrastrándose por el porche y luego la puerta se cerró de nuevo. Miré desde detrás del tronco y le vi por la ventana de la cocina cogiendo una cerveza de la nevera. Suspiré y salté a la biblioteca de Stanville.

***

Había un sofá con una mesa de centro en Periódicos que estaba apartada de las ventanas y tenía encima una de las luces que dejaban encendidas. Allí fue donde me comí los emparedados, con los pies sobre la mesa, masticando y mirando a los rincones oscuros. Cuando acabé, me tomé tres ibuprofenos en la fuente y luego fui al lavabo.

Era un alivio no tener que preocuparme de que alguien estuviese aporreando la puerta. Empapé algunas gasas con agua oxigenada y me las puse en la herida de la cabeza. Me dolió más que antes y cuando las quité estaban llenas de sangre fresca. Hice un gesto de dolor, pero la limpié lo mejor que pude. No quería acabar en un hospital con una infección.

Guardé el ibuprofeno, las gasas y el agua oxigenada, y luego tiré al váter lo que había usado. Después salté de vuelta a mi habitación de hotel en Brooklyn.

Me dolía la cabeza y estaba cansado, pero dormir era lo único que no tenía en mente.

Era hora de ver lo que podía hacer.

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