← Que vida esta Manteca colorá → La aventura del Poseidón junio 24, 2006 Sin opiniones Paul Gallico Género : Aventuras La aventura del Poseidón, un enorme y lujosísimo trasatlántico de lujo, es la historia de una pesadilla física y espiritual que cambia para siempre la vida de todos sus pasajeros. Paul Gallico (1897-1976), en la que sin duda es su mejor y más intensa novela, muestra como apenas diez horas de tensión, sufrimiento y pánico pueden cambiar para siempre la vida de un grupo de personajes; o por lo menos la de quienes entre ellos sobrevivan a los efectos de una espantosa y angustiosa tragedia en el mar. Cuando una enorme ola pone cabeza abajo al navío, un grupo de supervivientes, aprovechando el aire que queda en las bodegas, debe buscar una salida por el casco antes d que el buque acabe de hundirse. La galería de personajes que constituye el grupo de supervivientes, irá actuando dependiendo de sus muy distintas creencias. La versión cinematográfica de 1972 ya obtuvo dos Oscars y ahora se estrena el 26 de julio una nueva versión dirigida por Wolfgang Petersen y con un reparto encabezado por Kurt Russell, Josh Lucas y Richard Dreyfuss. ANTICIPO: En la sala de máquinas, con la voz ahogada por el estruendo de los motores que funcionaban a toda velocidad, el personal de guardia se afanaba sobre cojinetes, medidores y manómetros, preguntándose cuánto tiempo pensaba el capitán mantener aquella velocidad. Uno de los engrasadores recibió la orden de ir a buscar un par de docenas de cocas. En la sala de calderas, la tripulación vigilaba con la misma ansiedad los termómetros y el consumo de combustible. En la sala de transmisiones, sobre la cubierta de paseo, el radiotelegrafista nocturno despachaba un diluvio de mensajes. Sobre el puente, y aunque agradecía a su buena estrella el haber salido airoso del peligro, el capitán seguía, sin embargo, sintiéndose inquieto. Había dejado de lado, como innecesaria al mismo tiempo que peligrosa incluso en un mar calmo sobre el cual el barco volvía a navegar normalmente, la posibilidad de cargar lastre de agua sobre la marcha. En caso de que hubiera noticia de algún huracán, aún dispondría del tiempo necesario para hacerlo y permitir así que la nave capeara el temporal. Pero según todos los informes, las zonas de alta presión se mantenían, y el capitán renovó la decisión de no hacer lastre. Si forzaba las máquinas, podría recuperar parte del tiempo perdido y llegar a puerto con sólo un día de retraso, lo que ya estaba previsto. Si bien no hay capitán que se sienta verdaderamente tranquilo si su barco no está en buenas condiciones, y se guió por el sexto sentido del marino veterano: buen tiempo, pronóstico sostenido, mar despejado, nervios de punta. A la caída de la tarde, el cielo se había cubierto y la llana superficie del mar tenía una tonalidad aceitosa, como si se le hubiera formado encima una piel de color plomizo, que inquietaba al capitán. Cuando el barco quedó sumido en total oscuridad, envió a otro hombre a la cofa y destacó permanentemente a dos jóvenes oficiales ante la pantalla del radar, cuyo brazo giratorio no daba una señal en un radio de cincuenta millas. El segundo de a bordo, un individuo más tranquilo, no se explicaba qué era lo que inquietaba al capitán y lo hacía caminar nerviosamente a grandes pasos. Tres veces se había asegurado de que el segundo vigía estaba en su puesto, y cada vez que pasaba frente a la pantalla del radar le echaba un vistazo. Parecía un hombre que conduce un coche y que, al mirar por el espejo retrovisor antes de hacer una maniobra, no puede dar crédito a sus ojos al ver que no hay nadie detrás de él. De vez en cuando se dirigía hacia el ala del puente de babor, que se proyectaba sobre el agua, y miraba hacia el mar aceitoso, que reflejaba la veloz hilera de luces del barco. La noticia de que se había producido un leve movimiento submarino le había hecho tomar conciencia de lo que tenía debajo. Sus cartas de navegación señalaban que las crestas montañosas sumergidas en la cadena dorsal atlántica central, que se extiende formando una gigantesca ese de unas diez mil millas desde Islandia hasta el borde del Antártico, en ese lugar estaban a unos dos mil cuatrocientos metros por debajo de su quilla. Pero las cartas no eran específicamente mapas sísmicos y no indicaban los tres volcanes en actividad que se cree que existen, alineados hacia la parte superior de Sudamérica; tampoco señalaban la enorme falla geológica existente en la cadena, en la zona que navegaban. A las nueve y ocho minutos exactamente, resentida ya por el temblor preliminar y sin dar ninguna señal previa, esa falla se desplazó violentamente y se hundió unos treinta metros, absorbiendo al mismo tiempo varios billones de toneladas de agua. Si el Poseidón no hubiera estado estremeciéndose de tal modo por la fuerza que generaban sus máquinas, en el puente se podría haber percibido la sacudida súbita del maremoto como un eco ascendente, aunque su fuerza impulsaba hacia abajo. En realidad, el capitán y su segundo se miraron, alarmados, por un instante, porque les pareció sentir algo en las plantas de los pies. Pero cuando el Poseidón siguió avanzando se tranquilizaron, y para entonces, ya era demasiado tarde. Durante un momento, sintieron esa sensación de náusea en la boca del estómago que se experimenta cuando un ascensor baja demasiado rápido, mientras el barco, absorbido por la súbita depresión del mar, cabeceaba hacia abajo y empezaba a escorarse. Al mismo tiempo, llamaban por teléfono a la cofa, y el tercer oficial, que se hallaba ante la pantalla del radar, con los ojos desorbitados y gritando con incredulidad; « ¡Señor!», señalaba los destellos indicadores de que estaban a punto de chocar con un obstáculo sólido que un minuto antes no se encontraba allí. El capitán intentó huir del puente corriendo, pero el Poseidón ya estaba demasiado inclinado. Oyó el retintín del telégrafo de la sala de máquinas cuando el segundo movió las palancas, y la orden la reacción casi automática frente a un obstáculo a proa de mantener derecho el timón y dar marcha atrás a las máquinas. Cuando el Poseidón enfrentó la gigantesca ola sísmica que se elevaba ante él, provocada por el deslizamiento rocoso, estaba más de tres cuartos de lado, y escorándose más por culpa del giro. Desnivelado de popa a proa y falto de lastre, el Poseidón ni siquiera pareció quedar suspendido por un instante en el punto crítico, sino que se dio la vuelta hasta quedar con el casco hacia arriba, tan rápida y fácilmente corno un pesquero de ochocientas toneladas en un temporal del Atlántico norte. El primer indicio de la catástrofe que tuvieron los pasajeros reunidos en el salón comedor fue la súbita desaparición del suelo ricamente alfombrado debajo de sus pies. Mesas y sillas los arrojaron hacia delante o hacia el lado, abriendo un abismo vertiginoso dentro del cual se vieron luego arrojados como por una catapulta. Al mismo tiempo, el barco gritó. El grito, alto y prolongado, estaba compuesto por la agonía de seres humanos embargados por el miedo y el dolor de la muerte, el ruido de vidrios que se rompían y de cacharros que se hacían pedazos, el fragoroso sonido de címbalo de bandejas metálicas, ollas y cacerolas que se mezclaban con el estruendo de platos, Cazas, cuchillos, tenedores y cucharas que se precipitaban, a veces, como mortales proyectiles, desde las mesas del comedor. El grito subió en crescendo, mientras todos los objetos del barco que no estaban bien asegurados eran arrebatados por el vertiginoso latigazo que lo sacudió de lado. Las puertas de servicio de las cocinas y despensas se abrieron de par en par, y la metálica protesta de pailas de cobre, marmitas, hornillos y utensilios de cocina que saltaban y rebotaban en el suelo inclinado, se unió al ensordecedor caos de sonidos, dominado por el largo grito de dolor animal de uno de los cocineros, bañado por un torrente de agua hirviendo. El Radiante y su novia recorrieron, dando tumbos los treinta y cinco metros de ancho del salón comedor, dando vueltas y más vueltas, lentamente, como payasos en un número de contorsionismo, interrumpiendo el descenso al aferrarse a las sillas y mesas que súbitamente estaban en posición vertical. Cayeron desde estribor a babor y, luego, cuando el barco terminó de dar la vuelta, recorrieron seis metros más, el techo del salón, hasta caer, aturdidos, magullados, pero ilesos, en un revoltijo de brazos y piernas junto con los Rosen, Muller, Mike y Linda Rogo. Esa primera caída, que varió de unos quince a treinta metros a lo ancho del barco, fue la que hirió o mató a los pasajeros y camareros de servicio que tuvieron la mala suerte de encontrarse cerca del centro del barco o del lado de estribor, cuando la nave empezó a inclinarse a babor. Los que ocupaban las mesas laterales de babor tuvieron más suerte. Muller, Belle y Manny Rosen se cayeron de la silla; los Shelby y los ocupantes de la mesa «bolsa de sorpresas» no podían ir mucho más lejos y consiguieron atenuar la caída aferrándose un momento a sus asientos. Manny Rosen fue a. dar sobre el rectángulo de la ventana, separado sólo por el grueso cristal del verde abismo del mar. Pero el naufragio fue tan rápido y continuado que, antes de que la presión del agua pudiera romperla, toda la superestructura del Poseidón se vino estrepitosamente abajo, sumergiéndose en el mar. Las ventanas de babor, que ahora estaban a estribor, estaban levantadas y se soltaron. Manny, agarrado desesperadamente a su mujer, se deslizó cabeza abajo, junto con los Rogo, los Shelby y los demás, por el costado de la nave hasta aterrizar en el cielo raso cubierto de vidrios, entre el montón de porcelana rota, bandejas, cubertería y comida. Las ramas más altas del árbol de Navidad, que se había salido de la tinaja y conservaba intacta la estrella de la punta, cayeron sobre ellos. El momento de absoluto silencio que siguió al grito mortal del barco albergaba más horrores y amenazas que ese primer clamor que destrozaba los nervios, ya que descubría los menudos ruidos desesperados provenientes de heridos y moribundos: murmullos, quejidos, súplicas, el tintineo ocasional que producía al caer algún utensilio rezagado y el movimiento de las cacerolas que aún no habían terminado de aquietarse en los armarios. En el instante en que parecía que el Poseidón iba a partirse en dos antes de terminar de sumergirse, se oyó la voz de Mike Rogo: ¡Por Dios! ¿Quieren salir de encima de mi pierna? Luego se produjo una aterradora explosión, que inició una serie de detonaciones provocadas por el estallido de tres de las calderas. Si el primer grito de la nave herida había sido un alarido, el segundo, que siguió a las explosiones, fue el trueno desgarrador de sus entrañas que se destrozaban. Las calderas restantes fueron las primeras en soltarse. Se abrieron paso hacia el mar entre dos de las tres gigantescas chimeneas del navío y se precipitaron al fondo con el ruido de un millar de hombres que martillaran láminas de hierro. La sala de máquinas tardó más en deshacerse, a medida que la presión que las pesadas turbinas, dínamos, generadores y bombas imponían a los soportes de acero que los sujetaban al suelo se hacía cada vez más intolerable. Con el alarido chirriante del metal torturado, empezaron a precipitarse por el respiradero rectangular, de toda la altura del barco, que había sobre la sala de máquinas, y atravesaron el techo de vidrio para reunirse con las calderas en el fondo del mar. Algunas de las máquinas, en vez de desprenderse del todo, se rompieron, se deslizaron hacia un lado y se entremezclaron con otras partes arrancadas, apiñándose en una masa de acero retorcido. Parecía que el Poseidón vomitaba las tripas en su agonía mortal. Y lo hacía produciendo tan espantosa cantidad de ruidos la madera que se astilla, el quejido de metal que se desgarra, truenos, oleajes, silbidos, grandes estampidos, acompañados de succiones y burbujeos que los supervivientes, todavía amontonados sobre el techo-suelo, ya no podían avanzar por la senda del terror. Sólo podían permanecer allí, aturdidos y ensordecidos por el tam tam demoledor y retumbante como el de un enorme tambor de guerra, por el estrépito del metal que chocaba con metal y el alarido del vapor de agua que escapaba como si viniera de la antesala del infierno. En un momento, una gran cascada de agua sucia irrumpió violentamente en el comedor, como un cañonazo, pero se detuvo tan rápidamente como había entrado, y el líquido fluyó hacia la abertura formada por la parte superior de la escalera principal, que ahora, vuelta del revés, se había convertido en un pozo de agua Entonces se apagaron todas las luces. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »