La aventura

En 1902, recluido en su cottage del condado de Kent (Pent Farm), Joseph Conrad (1857-1924) consagró varios meses a rehacer y completar la novela Seraphina, que su amigo Ford Madox Ford (1873-1939) acababa de terminar. Era una novela sobre piratas cubanos, comenzada en 1898. Conrad la transformó considerablemente y le cambió el título, apareciendo por fin en 1903 bajo el nombre de ambos. Dos años antes ya habían publicado otra experiencia mano a mano: la sorprendente novela The Inheritors, An Extravagant Story (Los herederos, 1901), y en 1923 volverían a publicar juntos The Nature of a Crime (La naturaleza de un crimen) La aventura fue la primera novela de Conrad con temática americana. Relata las peripecias del joven John Kemp, que sueña con aventuras, en medio de las intrigas políticas de ingleses y españoles en lucha por mantener el control de sus respectivas colonias. La atmósfera hispanoamericana de esta novela, que transcurre en su mayor parte en Cuba, en medio de las luchas entre secesionistas jamaicanos y las autoridades españolas de la isla, reavivó sin duda la fijación infantil de Conrad por el continente sudamericano y los recuerdos de su juventud por el Caribe y las Antillas, por lo que nada más terminarla se dedicó a escribir su más larga y ambiciosa novela: Nostromo. En 1927 se hizo una adaptación cinematográfica de La aventura: The Road to Romance, de John S. Robertson, con Ramón Novarro como protagonista.

ANTICIPO:

Había a bordo un chico llamado Barnes, que tenía más menos la misma edad que yo y era pasajero de entrepuente. Nacido en Northumberland, era un patán, pelirrojo y bastante bruto, que se había alistado como recluta en uno de los regimientos de las Indias occidentales. Era un joven serio y enérgico con el que yo había hablado un poco en algunas ocasiones. Cuando me tuve que separar de Carlos definitivamente, me quedé muy solo y fui a despedirme de él.
Yo venía de nuestro camarote. El bullicio del desembarco y la despedida se había extendido por todo el barco. Carlos y Castro habían entrado con un español alto, impasible, de gafas doradas y todo vestido de blanco, que parecía hasta cierto punto atento y observador. Al entrar en el camarote para hablar en serio con Tomás Castro, se inclinó un poco. Carlos les había precedido con cierta indiferencia y el español (era el señor Ramón, el comerciante del que yo había oído hablar) le observó con una mezcla de interés y curiosidad. Parecía estar familiarizado con Tomás. Permanecía en la puerta, de espaldas a la fuerte luz, un poco inclinado hacia delante.
Con una cierta cortesía, no exenta de indiferencia, Carlos me lo presentó. Ramón se volvió y me lanzó una mirada penetrante y discretamente analítica.
—¿Va a irse también el caballero? — preguntó.
—No — dijo Carlos—. Creo que no, de momento.
Y en el mismo instante el segundo oficial, abriéndose paso a codazos entre una muchedumbre de gente de la costa vestida de blanco, irrumpió detrás del señor Ramón. Sostenía en la mano una carta.
— Me voy —dijo con cierta ferocidad, con esa voz suya aguda y nasal.
Ramón miró en torno suyo con recelo.
—Mi primo el señor —dijo Carlos—, busca a un tal mister Macdonald. ¿Le conoce usted, señor?
Ramón indicó con un simple gesto que le conocía perfectamente.
—Creo que acabo de verlo —dijo—. Voy a informarme.
Los otros tres le siguieron y se perdieron entre la multitud. Fue entonces cuando, ignorando si volvería a ver de nuevo a Carlos, y sintiendo toda la desesperación y la desdicha de mi soledad, busqué a Barnes en la inmensa oscuridad del entre puente.
En el rectángulo de luz tenue que salía de la escotilla estaba atando su petate de cuero, impasiblemente y con bastante prosaísmo. Con voz rutinaria se puso a hablar de sus proyectos. Iba a encontrarse con un tío suyo, que le albergaría uno o dos días antes de irse al cuartel.
—Puede que nos volvamos a ver —dijo—. Creo que me quedaré aquí muchos años.
Cargó con su petate y trepó por la escala bastante prosaicamente. Luego dijo que buscaría a Macdonald por mí.
Era absurdo suponer que los extravagantes desvaríos del segundo oficial («¡Le colgarán! ¡Piratas») hubiesen producido algún efecto en mí. ¿Era Carlos un pirata realmente, o Castro, su humilde amigo? Sospechar de Carlos me parecía una vileza. Dos hombres que se habían encontrado en la escotilla empezaron a hablar en voz alta. Cada una de sus palabras llegó claramente a mis oídos en medio de la quietud en la que me debatía en aquel basto entre puente desierto. Uno de ellos, recién llegado del país, hacía preguntas y el otro contestaba.
—Perdí media bala en el último viaje… ¡siempre la misma historia! —dijo el primero.
—¿Todavía no han puesto en fuga a esos canallas? —preguntó el otro.
El primero de los dos hombres bajó la voz. Solo entendí el final de lo que dijo.
—… el almirante era un viejo idiota… no valía para este oficio. Descubrió el nombre del lugar de procedencia de los piratas… Río Medio. Pero no podía atacar ese lugar únicamente con sus barcos de tres cubiertas. ¿Viste su buque insignia?
Río Medio era el nombre de la ciudad a la que se dirigía Carlos… la ciudad que pertenecía a su tío. Los dos hombres se alejaron.
¿Qué debía suponer yo? ¿Qué significaba todo aquello? Entonces llegó hasta mis oídos como un toque de trompeta procedente del segundo oficial.
—Lárguese, jovencito.
De pronto empecé a sentir una enorme impacienta por encontrar a Macdonald.. Por el hecho de que no vería más a Carlos.
Arriba sonó una voz ronca en español.
—Señor, eso sería una locura.
Tomás Castro descendía cautelosamente por la escala. Venía a buscar su fardo. Entré deprisa hasta el fondo de la vasta y sombría caverna que sería de alojamiento en el entrepuente.
—Lo necesito mucho —dijo Carlos—. Me gusta. Nos sería útil.
—Como su señoría desee —dijo Castor bruscamente. Estaban ambos al final de la escala—. Pero un inglés allá abajo puede ser perjudicial. Y este joven…
—Me lo llevaré, Tomás —dijo Carlos, poniéndole una mano en el brazo.
—Los demás pensarán que es un espía. Los conozco —susurró Castro—. Le ahorcarán o le harán cualquier diablura. Usted no conoce a ese juez irlandés… el canaille, el amigo de los curas.
—Es muy valiente. No tendrá miedo —dijo Carlos.
De pronto me adelanté.
—No iré con vosotros —dije, antes incluso de alcanzarlos.
Castro retrocedió como se le hubiesen pinchado y cogió la mano de madera que servía de funda a su cuchilla de acero.
—Ah, es usted, señor —dijo, con una especie de alivio y aversión.
Con delicadeza y muy cariñosamente, Carlos empezó por invitarme a ir a la ciudad de su tío. Estaba seguro de que su tío me acogería muy bien. Jamaica y la vida de plantador no me convenían.
Yo no había hablado muy alto todavía, ni había explicado mis intenciones con claridad. Sentía un gran deseo de encontrar a Macdonald y llevar una vida sencilla que pudiese comprender.
—No me voy con vosotros —dije, esta vez muy alto.
Inmediatamente se paró. A través de la escotilla de la segunda cubierta oímos un barullo de voces, de gente intercambiado saludos, llamándose alegremente por sus nombres de pila. Por encima de nuestras cabezas no dejaba de oírse el tumulto de unos pies arrastrándose. El barco estaba repleto de gente de la costa. Tal vez Macdonald estuviese entre ellos, incluso es posible que buscándome.
—Ay, amigo mío, ahora es necesario —dijo Carlos amablemente—. Debes hacerlo. Es una buena vida —susurró seductivamente, fijando en mi rostro la penetrante mirada de sus grandes y románticos ojos—. Me gustas, John Kemp. Eres joven… incluso muy joven. Pero te estimo mucho, por ti mismo y por amor a alguien a quién ya nunca más veré.
Me fascinaba. En medio de aquella penumbra era todo ojos permanecía de pie en una postura lánguida, evitando los rayos de luz que salían de la escotilla formando una mancha cuadrada.
Yo también bajé la voz.
—¿A que vida te refieres? —pregunté.
—A la vida en el palacio de mi tío —dijo, en un tono tan dulce y persuasivo que sus insinuaciones me hicieron estremecer.
Su tío podía proponerme para ostentar puestos de honor dignos de un caballero.
Me pareció despertar del sueño.
—¡Tu tío el pirata! —grité y mis propias palabras me asombraron.
Tomás Castro se levantó de un salto y me puso en los labios su áspera y caliente mano.
—Estése quieto, John Kemp, no sea estúpido —me siseó con súbita energía.
Se había acicalado, pero me pareció ver que todavía le colgaban harapos. Aunque se había arreglado la barba, no podía olvidarme de los nudos que solían enmarañarla.
—Ya le dije a su señoría lo estúpidos y testarudos que son los ingleses —le dijo sardónicamente a Carlos—. Si el señor vuelve a hablar en voz alta, lo mato —dijo a continuación, dirigiéndose a mí.
Evidentemente algo le asustaba mucho.
Silencioso como una aparición al pie de la escala, Carlos se llevó un dedo a los labios y echó una mirada hacia arriba.
Castro hizo una contorsión de todo el cuero y yo di un paso atrás.
—ya se lo que es Río Medio —le dije no muy alto—. Un nido de piratas.
Castro se acercó a mí sigilosamente, de puntillas.
—Señor don Juan Kemp, discípulo del diablo —dijo ente dientes (parecía muy asustado)—, ¡va usted a morir!
Le sonreí. Temblaba de pies a cabeza. Podía oír las palabras y risas que venían de bajo por una abertura de la toldilla. Dos mujeres se estaban besando cerca de la escotilla y soltaban pequeños gritos. Las podía oír claramente.
Tomás Castro dejo caer su andrajoso capote con un gesto teatral.
—¡Por mi mano! —añadió con dificultad.
Realmente estaba muy alarmado. Carlos no perdía de vista la escotilla. Estuve apunto de reírme ante la idea de morir a manos de Tomás Castro, mientras que, a menos de cinco pies de mí, la gente se reía y se besaba. Me habría reído si no hubiese sentido de pronto su mano en mi garganta. Le di una fuerte patada en las espinillas y calló de espaldas encima de un cofre. Retrocedió uno o dos pasos, agitó el brazo, se golpeó el pecho y se volvió a Carlos con furia.
—Hará que nos maten —dijo—. Estás usted seguro de que aquí estamos a salvo? Si toda esa gente que está arriba oyese este tumulto no esperaría n a preguntarle quién es su señoría. Nos harían pedazos al momento. Se lo digo yo… moi, Tomás Castro… este estúpido blanco será nuestra perdición.

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