La cabeza de la Gorgona y otras transformaciones terroríficas

Género :


Una bella muchacha que se transforma en una decrépita momia egipcia, una madre rechazada por la sociedad que alumbra hijos deformes y los vende a los “freakshows”, el atroz descubrimiento de que la Gorgona existe… Hombres-lobo, mujeres-pantera y mujeres-serpiente, alienígenas agresivos y polimorfos, brillantes científicos convertidos en mosca y gente poseída por el Demonio… Estos y otros pesadillescos engendros son los protagonistas de La cabeza de la Gorgona y otras transformaciones terroríficas, una antología de cuentos de horror que descubre la fascinación del hombre por los monstruos.
Si en la actualidad la teratología –literalmente, «la ciencia de los monstruos»– ha demostrado que las alteraciones/deformaciones del cuerpo humano son resultado de sus errores genéticos, de la variedad de sus mutaciones, en la antigüedad el monstruo era el contravalor de la vida. Rezumaba negativismo, era una cosa demoníaca, un atentado al Orden, que ponía en cuestión todo aquello que se consideraba «normal». 
Los relatos de autores como Louisa May Alcott, Guy de Maupassant, J.D. Beresford, John W. Campbell Jr., Val Lewton, George Langelaan, Joseph Payne Brennan, Vicente Muñoz Puelles o José María Latorre inciden en esta idea, pero aportan además su peculiar visión dramática, poética, en torno a cuestiones ligadas a la monstruosidad. Es decir, exploran los oscuros márgenes de lo que es humano, convirtiendo a sus monstruos en aquello de nosotros mismos que no queremos aceptar, que no deseamos ver.

ANTICIPO:

La granja de los degüellos

(Cut-Throat Farm)

-¡Ah! Acá la llamamos la granja de los degüellos -me informó el conductor.
-Pero ¿por qué? -pregunté nervioso.
-Verá por qué cuando llegue allí.
Y esta fue toda la información que pude sacarle. Así pues, aprove­chando el mal genio que liberaba el conductor maldiciendo el húmedo clima, me cubrí mis cansados ojos del ataque de la lluvia y me sumí en un profundo silencio.
Durante tres kilómetros aproximadamente tras partir de Mawdsley seguimos una carretera decente, pero ahora bajábamos cautelosamente y a trompicones por un camino lleno de baches que, según pude ver entre las brumas de la lluvia, serpenteaba hacia abajo adentrándose en un valle oscuro y arbolado, cuyas profundidades estaban oscurecidas por una masa de vegetación deprimente y empapada. La senda seguía descendiendo, y a mi izquierda pude ver una oscura ladera cubierta de árboles que se erguía cada vez más alta sobre mi cabeza… una ladera que bajo la luz tenue se veía gigantesca, apabullante. Luego el camino se desplomaba con más pendiente aún, zambulléndose en un bosque negro, y me aferré a un lateral del carro tambaleante esperando que pasase lo peor en cualquier momento. Intenté desesperadamente luchar contra los malos presagios que me asaltaban; me repetí a mí mismo que esto era Inglaterra, que me encontraba a sólo ciento cin­cuenta kilómetros de Londres, que iba a disfrutar de un agradable vera­neo en «La Granja del Valle». Pero, a pesar de mis esfuerzos, el horror del lugar se apoderó de mí, y me sorprendí murmurando absurda­mente «El Valle de la Sombra de la Muerte».
El bosque terminó abruptamente, y llegamos a la mismísima quilla del valle.
—Esa d’ahí —farfulló el conductor con un movimiento de cabeza; y, tras sacudirme la lluvia de la gorra, pude divisar una casa achatada e inclinada en un claro a los pies de la ladera opuesta. Imaginé que la casa había llegado a este lugar deslizándose colina abajo por la interminable marea de árboles de crestas borrosas que apuntaban al cielo, frenando en seco en el lugar en el que ahora se alzaba, dislocada y totalmente fuera de lugar.
Así fue mi llegada… la primera vez que contemplé «La Granja de los Degüellos». Si el siguiente relato puede parecer morboso e incompren­sible, o mi cobardía final indefendible, la excusa debe ser buscada en aquella primera impresión, que invadió mi mente de una melancolía y malos presagios de los que fui incapaz de librarme más tarde.
Era un paisaje de hambruna. El ganado era escaso: una sola vaca, con el esqueleto demasiado marcado incluso para una Alderney; un puñado de gallinas decrépitas de patas largas; tres patos embarrados, y una marrana negra con el pellejo colgando. Eso era todo, a excepción de «mi cerdito», como terminé llamándolo cariñosamente, la única cosa resplandeciente y feliz en todo el valle; una criatura caprichosa de pintoresco comportamiento, pletórico de un humor peculiar con un cierto fondo de tristeza. Echando la mirada atrás, ahora comprendo que su alegría era un intento bastante exitoso de aprovechar al máximo su corta vida, de reírse de la muerte en su cara.
Mi anfitrión y su esposa eran una pareja sorprendente. Él era bajito y de piel oscura, el hombre más peludo que jamás haya visto, con barba hasta los pómulos y la línea de cabello muy baja sobre la frente, y enor­mes y pobladas cejas. Su esposa era alta, depredadora, con una nariz aguileña y huesuda y unos ojos melancólicamente hambrientos; era delgada, más angulosa incluso que la demacrada vaca: aquel esqueleto apenas recubierto de piel que pacía tristemente en el sucio patio.
Mi primera mañana en La Granja del Valle quedó marcada por un suceso que no fue excesivamente desconcertante por sí mismo, pero que contenía claras señales de alarma, por trivial que pudiera parecer. Acababa de desayunar. Recuerdo que en aquel momento me pareció un desayuno escaso (más tarde este recuerdo se transformaría en uno de abundancia) e insuficiente, ni siquiera por los treinta chelines a la semana con los que cubría el coste total de mi estancia. Me pareció un precio muy razonable cuando respondí al anuncio.
Después del desayuno me acerqué a la ventana, cuya parte inferior estaba abierta. Fuera se habían congregado media docena de pollos des­garbados, escandalosos y excitados, que estiraban sus fibrosos cuellos para echar un vistazo al cuarto por encima del alféizar.
—Las pobres bestias están hambrientas —murmuré con cierto pesar. Arranqué un trozo de corteza de pan y se lo lancé. ¡Dios! ¡De qué manera peleaban por esas pocas migajas! Me di la vuelta y regresé al cuarto para recoger las sobras de pan que habían quedado de mi desa­yuno. Cuando me giré de nuevo, vi que un joven gallo larguirucho, azuzado por un coraje a la desesperada, saltó sobre el alféizar y me siguió. Lo oí acercarse, pero me intrigaba ver hasta dónde estaba dis­puesto a llegar y retrocedí apartándome a un extremo de la habitación. En unos segundos se subió a la mesa y se hizo con el trozo de pan de la bandeja; luego, con un graznido asustado, salió pitando de la casa y cruzó el patio alejándose a la carrera con saltos impetuosos y sacando la delantera a todos sus compañeros, que ya se habían abalanzado tras él en fiera caza. En su huida, tuvo que pasar junto a mi cerdito (fue la primera vez que lo vi, y qué típico de él), que deambulaba despreocu­padamente en dirección a la puerta del patio. Mi cerdito era todo un bufón; torció repentinamente cuando el ave a la fuga se acercó a él y dejó escapar un gruñido justo a tiempo para sorprender al gallo, que corría obcecado seguido de la turba hambrienta, y hacerle soltar su botín, una miga demasiado grande para su pico entreabierto. Aún puedo ver el feliz destello en los ojos de mi cerdito mientras comía ese trozo de pan. Tuve la impresión de que lo hacía de forma bastante ostentosa; quizás le estuviera tomando el pelo al resentido e intimi­dado gallito, comunicándose en algún tipo de esperanto de granja mientras comía… Nada más digno de ser contado ocurrió esa mañana; tan sólo recuerdo ver al granjero afilando su cuchillo, y me pregunté qué iba a matar con él.
La mañana siguiente el gallito no estaba entre el grupo expectante de cinco animales que se arremolinaban bajo mi ventana. Volví a coin­cidir con él a la hora de la cena, y mientras andaba atareado mordis­queando la exigua carne de sus huesos, volví a sonreír al acordarme de su encontronazo con mi cerdito negro. Es una criatura tan peculiar y pulcra, ese cerdito; nos hicimos amigos tras unas cuantas migas, aun­que aún no me permitía tomarme demasiadas libertades con él…
Entre mis notas de esa estancia en La Granja del Valle he encon­trado lo siguiente; me parece un pasaje tan sugerente que lo adjunto tal cual lo escribí en su momento:
«El ganado está desapareciendo; tan sólo queda una vieja gallina… que me ha suministrado en dos ocasiones un huevo; o eso me ha pare­cido por su forma de ulular. Supongo que la guardarán hasta el final… Yo tenía razón; sólo hay dos patos esta mañana… Finalmente, todos los patos han desaparecido (¡gracias a Dios!), pero me invade un miedo terrible. ¡La vaca no está! La esposa del granjero dice que la han ven­dido. ¿Compró con lo que sacó por ella la ternera sospechosamente enjuta y nervuda con la que ahora me alimento?…
»La marrana se ha esfumado, y la esposa del granjero ha traído chu­letas de cerdo con el dinero obtenido. Quizás me equivoque al relacio­nar la carne que me suministran con los animales desaparecidos.
¿Podría existir alguna extraña superstición o ciertos sentimientos de afecto que les llevan a comprar carne de la misma especie del animal que acaban de vender? Podría otorgarse cierta verosimilitud a esta teo­ría, pero ¿por qué el granjero siempre está afilando el cuchillo?… ¡No puede ser cierto! No ha aparecido en toda la mañana, y sin embargo, ni un conquistador español del siglo dieciséis podría cometer la brutali­dad de asesinar a mi cerdito, mi pequeño, caprichoso, díscolo y gra­cioso compañero, el único ser vivo de todo este valle maldito que podía sonreír frente a la adversidad… ¡Más cerdo para cenar! Deben de ser los restos de la vieja marrana, pero ¿cómo es posible que su carne se haya enternecido tanto? ¿Por qué la esposa del granjero me ha servido la pri­mera comida decente desde hace varias semanas? No puedo creerlo, no me atrevo a preguntarle a ella. No lo creeré mientras no me lo haya aca­bado. Deben de haberlo vendido. Estoy convencido de ello. Espero que haya encontrado un hogar más feliz y con menos hambruna, pobrecillo mío… Me tomé un huevo esta mañana que emitió un pequeño esta­llido al cascarlo. Tuve una extraña sensación cuando ocurrió. Hasta entonces jamás había creído en la metempsicosis, pero tuve la sensación en ese mismo instante de que el alma de mi cerdito había penetrado en ese huevo. Habría sido tan típico de él, tan caprichoso siempre, bro­meando con un pequeño petardazo. Y yo estaba tan hambriento… He estado escribiendo un relato sobre proscritos en un bote, con sorpren­dentes pinceladas de lo que uno podría llamar color local. Sufrían terri­blemente por el hambre… La vieja gallina finalmente ha desaparecido, y el granjero sigue afilando el cuchillo. ¿Por qué? ¿Va a cortar algunas verduras para mí? No sé dónde podrá encontrarlas. En mi historia de los hombres del bote uno de ellos, desesperado… Pan y queso para cenar.
»¿Es esta la calma que precede a la tormenta? Sorprendí al granjero lanzándome una curiosa mirada esta misma tarde. Estaba sopesándome con expresión satisfecha. No puedo evitar experimentar la sensación de que estaba mentalmente analizando lo mismo que el hombre más fuerte del bote… El granjero me ha servido un desayuno de pan y man­tequilla esta mañana. Dice que su esposa está enferma, que no se va a evantar hoy, que… no sé qué más cosas dijo. ¡No! Definitiva y rotun­damente, no puedo, no quiero…» (Mis notas acaban aquí).

***

Después de ese último desayuno salí a pasear por el patio y vi al granjero afilando su cuchillo en una caseta. Con un descaro digno de mi querido cerdito, avancé despreocupadamente hacia la puerta; luego, con paso mortalmente sigiloso, me dirigí hacia el bosque. Y entonces… corrí. ¡Dios, cómo corrí!/p>

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