La calavera de Atahualpa

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La calavera de Atahualpa es una de las novelas humorísticas más desternillantes de Emilio Carrere, y su protagonista, Sindulfo del Arco, el típico sabio chiflado a lo Julio Verne, recuerda por momentos tanto a Groucho Marx como al excéntrico marqués de Bradomín.

La novela narra las peripecias de Sindulfo, que le llevan a presentar a la Academia de Ciencias Tradicionales y Anticuarias la supuesta calavera de Atahualpa, a explorar un subterráneo secreto en los bajos de un convento del Madrid de los Austrias, e incluso a la captura de un oso en El Escorial, y en sus páginas no faltan citas de rigor al esoterismo y a Roso de Luna, teósofo amigo de Carrere.

ANTICIPO:
Los días de sesión, los señores inmortales se entretenían en contar cuentos picarescos. Después cobraban sus dietas, ya casita.

La gente se ocupaba poco de ellos. Ser académico era una satisfacción inocente que no perjudicaba a nadie: la pasión de los catedráticos de provincia para poder lucir el uniforme en las procesiones. Los políticos, aunque fuesen analfabetos, intrigaban para conseguir las poltronas, porque los políticos son tan vanidosos como los loros. En colgajos, bandas y distinciones de oropel emplean toda su vanidad senil.

Pero Sindulfo había ido a la docta casa a trabajar. Bolarín, o sea el excelentísimo señor don Vitrubio de la Trapa lo distinguía mucho. Los demás dormitaban, comían caramelos de los Alpes o referían historietas verdes. El palacio de la ciencia acogía en su seno a don Justo Virote, hijo del gran Virote, que había traducido La divina comedia en seguidillas. En el sillón frontero echaba sus si este citas el insigne Camelindo, orador profundo que nadie entendía. A él se le debe este descubrimiento histórico de valor inestimable: «Los etruscos fueron los etruscos». López, secretario, era, como sabemos, un gran aficionado a la fiesta taurina, y algunas veces iba a las sesiones con sombrero cordobés. Don Claudio Daza, obeso, aficionado a las camareras, no había hecho nada notable, pero fue elegido académico porque llevaba el mismo apellido que el inventor del célebre tóxpiro. Estos varones eran los intelectuales del establecimiento, junto con don Niceto Riera, que había descubierto el sentido jeroglífico de la Biblia protestante y había puesto en verso la ley de Enjuiciamiento Criminal, para mayor facilidad de los estudiantes.

De vez en cuando, algún acontecimiento sacudía la modorra de la docta casa.

El año anterior se había celebrado el centenario de Fernando VII, en las Hurdes, su patria espiritual; pero los naturales del país se habían comido al representante de la Academia. Sólo habían respetado la dentadura postiza del grande hombre, que se conservaba en el Museo de la Academia, con un epitafio en latín.

Ahora se avecinaba el quinto centenario de Felipe II; habría fiestas en El Escorial, juegos florales, cucañas y orfeones. La Academia deseaba quedar dignamente. Y ¿quién mejor que Sindulfo para mantener el prestigio de la ilustre institución?

Fue elegido por unanimidad. Se votaron catorce duros diarios en concepto de dietas y todos los gastos pagados.

-Usted gaste lo que quiera y que nos pasen la cuenta a nosotros.

Tenía que prepararse. Era el primer acto oficial al que iba a asistir.

Comenzaron a asaltarle un sinnúmero de pequeñas perplejidades. ¿Cómo iría vestido? De uniforme de gran gala, claro está. Pero para el viaje, a él le agradaba salir de Madrid ataviado con el vistoso casaquín azul celeste y el sombrero a la Federica, con su plumero color de naranja. ¿Sería esto serio? ¿Por qué no? Se apearía del coche un momento en el café de la Lucerna, para asombrar a aquella pobre gente…

Lo anunciaron los periódicos. Uno ilustrado publicó su retrato, pero se equivocó en la epigrafía y al pie de la vera efigie de Sindulfo escribió: «Último retrato del Patriarca de Jerusalén, que ha fallecido víctima de la peste bubónica». Estos ligeros lapsus fotográficos eran muy frecuentes en los semanarios ilustrados de la época.

El intrépido viajero que conocía personalmente al elefante de la India y que había sonreído ante el rugir de la pantera de Java, no había ido nunca a El Escorial. Sabía que poseía una fábrica de chocolates y que hacía mucho frío, y, además, esto lo sabía todo el mundo, que encerraba en su recinto el célebre monasterio de Piedra… Así lo declaró solemnemente ante un círculo de periodistas. ¿Acaso no tenía razón, en el fondo?

Tuvo que desistir de su visita al café, porque una comisión le acompañó hasta el andén. Virote le aconsejó que no viajase de uniforme, porque la carbonilla empañaría el delicado color del casaquín. Fue una contrariedad…

Adoptó su traje de explorador, medias botas, el chambergo mejicano y su rifle. Como empezaba a hacer fresco, se echó a los hombros un macfarlán que le había regalado un admirador.

Resultaba una figura de cazador bastante original. Pero por la -vía férrea del Norte son frecuentes las indumentarias más absurdas. Todos los domingos parte para Guadarrama nutrido tropel de «alpinistas», como mascarones de un carnaval superlativamente grotesco.

Multitud de viajeros abarrotaban el tren. Comenzó la lucha por la conquista de un vagón, empresa difícil por la cantidad excesiva de equipaje que traía. Todas las portezuelas estaban cerradas, y rostros iracundos se asomaban tras los cristales a la llegada de un nuevo compañero de viaje.

Por fin logró empaquetarse en un coche casi completo.

-Buenas noches, señores -saludó cortésmente.

Algún sordo gruñido fue la única respuesta que obtuvo. Idéntica acogida habría obtenido de meterse en el vagón destinado al transporte canino. El egoísmo humano se mostraba sin disfraz en aquel confortable coche de primera.

Ya había arrancado el tren, y Sindulfo pugnaba aún por acomodar sus bártulos en la red. La gran sombrerera amenazaba constantemente con caer sobre los viajeros; la maleta se iba saliendo poquito a poco por el traqueteo del convoy. El espadín acusaba su punta bélica en dirección a un señor flaco, verdoso, con grises barbas hirsutas que contemplaba a Sindulfo con mal disimulado aborrecimiento.

Cuando todo estuvo en su sitio se dejó caer en el diván; pero como el coche estaba mal alumbrado, fue a posarse en las rodillas del viajero verdoso, que gruñó sordamente:

-¡Mire usted dónde pone las patas de atrás!…

Se irguió para contestar dignamente a aquella indelicada alusión, y reconoció con sorpresa la faz biliosa del profesor Reóforo.

Comprendió que debía perdonar aquel impolítico desahogo del académico frustrado y se acurrucó como pudo en el otro extremo. Para distraerse encendió su pipa, una preciosa pipa que estrenaba en aquel momento, y, como es uso entre los fumadores expertos, mezcló con el tabaco unas cuantas hojas de salvia. Así evita el sabor a madera, pero se levanta una nube de humo espeso y picajoso.

Muy pronto asaltó a los viajeros una tos pertinaz.

-Baje usted los cristales -dijo un señor muy obeso-, que este caballero se ha propuesto colutarnos.

-Es un disparate abrir con el frío que hace -exclamó con voz agria una vieja hundida en un abrigo de pieles.

-Si este caballero quisiera apagar esa chimenea de fábrica… -dijo otro viajero, conciliador.

-¡Y si no quiere, le tiraremos por la ventanilla! -ululó el irascible profesor Reóforo.

Sindulfo, comprendiendo que tenía un ambiente desfavorable, apagó su pipa, sacudiéndola contra la portezuela. Chispas crepitantes, brasas refulgentes y una nubecilla de ceniza brotaron del depósito, como si hubiese volcado un hornillo infernal.

-¡Este diablo de hombre se propone pegar fuego al vagón!

-¡Debe ser un anarquista! -chilló el señor obeso-. ¡Hay que tocar el timbre de alarma…!

Afortunadamente, pronto se restableció la tranquilidad.

Al llegar a la estación de Pozuelo, el profesor Reóforo se cambia de coche.

-¿A qué irá este jabalí a El Escorial? ¿Se propondrá impugnar mi discurso? Estaré prevenido.

A las dos estaciones todos los viajeros charlaban animadamente. El tren aburre, y es preciso matar el tiempo. La sequedad del primer momento se había desvanecido. Hay una tendencia a confidenciar las cosas más íntimas con el viajero de enfrente. Se cambian cigarrillos, periódicos, lo más exquisito de las mutuas meriendas, en un impulso de latina sociabilidad.

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Interplanetaria

2 Opiniones

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    Gauloise
    on

    Recomiendo encarecidamente a este autor por dos razones.

    Primera lo peculiar que es escribiendo, con un estilo entre macabro, terror, humor, farsa..

    Segunda porque es parte de no muy grande fondo histórico de este tipo de literatura en España y no tendría que caer en el olvido.

  • Avatar
    leonidas
    on

    Me ha sorprendido (y agradado) mucho descubrir a este autor tan poco conocido.

    No entiendo el motivo de su olvido y el de su obra. Rebosa mala leche y una mofa de los usos de su tiempo que bien podría valer como burla de los tiempos presentes, es castiza, entrañable, desternillante…

    Una delicia capaz de sacar contínuas sonrisas cómplices en el lector y de quedar en su recuerdo, que no es poco.

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