La casa ciega 1: Piensa Mal. Noche pintada en los muros. El hombre frío

Primer volumen de una serie de antologías, abierta a escritores de lengua española, destinada a recopilar en formato bolsillo relatos cortos del género negro.

Los tres relatos que integran el primer volumen de esta colección tienen un denominador común: la gran ciudad, que es el escenario preferido de la narrativa criminal. El misterio conectado al género policiaco es típicamente urbano, nace y se desarrolla en las aglomeraciones ciudadanas, enajenantes y mastodónticas, que componen un sustrato definitorio de la civilización contemporánea.

El primer cuento de esta recopilación: Piensa mal, de Andreu Martín nos narra una historia de navajazos, celos, gritos, sangre a borbotones y apariencias engañosas ambientada en un entorno español.

Noche pintada en los muros, de Rafael Ramírez Heredia, nos cuenta vivencias de personajes marginados en el ambiente asfixiante de los suburbios de Ciudad de México en su narración Noche pintada en los muros.

Por último, Horacio Vázquez-Rial, en El hombre frío desarrolla su narración en la ciudad de Buenos Aires, todavía aterrada por el fantasma de la dictadura.

ANTICIPO:
Era una mujer que despertaba la desconfianza de los hombres.

Su amante, por ejemplo, no se fiaba de ella.

Ambrosia —ella se llamaba Ambrosia, que dicen que es una palabra muy poética que viene a referirse a la comida que más le gusta a Dios—, Ambrosia le había dicho que a las diez su marido saldría de casa para ir a lo del Piernas a Jugar la partida. Pero quizá fue por la manera de decirlo, así, como al desgaire, como si pensara «me da igual que no te lo creas» el caso es que el amante Abdul no las tenía todas consigo. Como si temiera caer en una trampa. Como si Ambrosia le estuviera diciendo «Ven, ven y verás lo que es bueno».

Por eso, Abdul dejó que pasaran las diez, y las diez y cuarto, y las diez y media. Porque no se fiaba. Porque tenía un pálpito. Era noche sin luna, y ya se sabe que las noches sin luna los gatos negros son pardos y atacan a los pardillos.

Entre tanto, tal como ella había anunciado, Manolo, el marido, salió a la calle, panzudo y anadeando, con el habano y la barbilla apuntando al cielo, su lacoste falso de color granate, su pantalón vaquero descolorido y bolseado. Recorrió la calle sin asfaltar donde vivía. Todas las casas eran unifamiliares, de uno o dos pisos, todas distintas, y conservaban el aspecto de chabolas que fueron en sus orígenes, cincuenta años atrás. La iluminación provenía de unas cuantas bombillas pegadas en lo alto de postes de madera sin desbastar y protegidas por pantallas insuficientes y deterioradas por las inclemencias del tiempo. Eran bombillas pequeñas y estaban muy altas, lo que hacía de ellas un blanco difícil para las pedradas y propiciaba que la mayoría permanecieran intactas.

Llegó Manolo hasta el extremo de la calle, allí donde la cortaba el asfalto de la carretera comarcal, y se detuvo al pie de un poste, a la luz de la última bombilla, esperando, destellando la brasa del puro a cada pipada. De vez en cuando, se palpaba el bolsillo derecho donde llevaba quince mil euros en billetes de cincuenta enrollados en un cilindro.

Las diez y cinco, las diez y diez, las diez y cuarto.

Hasta que una furgoneta Nissan Vanette se detuvo a su lado. Había sido blanca, pero unos gamberros la habían cubierto de pintadas de todo tipo. Firmas, caricaturas, improperios, pollas. La conducía Carreño el Pupas, gordo como Manolo, amorfo, abotargado, carnoso, mofletudo como él. Visto de lejos y fugazmente, cualquiera los confundiría.

Del bolsillo izquierdo, Manolo sacó un paquete grueso, sólido y pesado y se lo entregó al Pupas.

—En el Parque de las Putas, en el quinto banco contando desde la avenida, habrá un tío sentado. Tú pasas con la fúrgo y, sin pararte, le tiras el paquete. Sigues adelante. En el último banco, antes de salir del parque, habrá un sobre esperándote. Quince mil euros. Pa ti.

— ¿Y por qué tanto lío? —preguntó Carroño, que era de mente simple, reacio a las complicaciones rocambolescas.

—Porque a los niñatos de la zona alta les gusta hacer así las cosas, complicadas, como en el cine. Y porque te lo digo yo —graznó Manolo, impaciente—. Y porque en ese sobre habrá quince mil euros y te los vas a quedar y te vas a olvidar de que me has hecho este favor. ¿Estamos?

—Estamos.

Carrefio el Pupas puso la furgoneta en marcha y se perdió en la oscuridad de una noche sin luna.

Manolo sumaba motivos a la peripecia. «… Y porque mañana, cuando me interrogue la policía, terminaré diciendo que entre las diez y media y las once yo estaba haciendo un bisnes en los Jardines Velázquez, por mal nombre parque de las Putas, y la prueba serán los quince mil euros enrollados que me encontrarán en el bolsillo.»

Manolo echó a caminar como si tuviera la intención de alejarse carretera allá, hacia la taberna del Piernas, tan campante, como cada noche. Enseguida, torció a la izquierda y se metió a campo través, por aquella zona donde se amontonaban somieres desvencijados, y motos desmontadas, y las piezas de baño rotas y renovadas, y los cascotes de las obras de chabolas que se habían ido convirtiendo en casitas, y avanzó entre sombras, ahuyentando ratas, bordeando las vallas de caña que delimitaban huertos con vocación de Jardín, o eriales con vocación de huertos, hasta llegar a su propio patio posterior, a sus tomateras, sus limoneros, y a los geranios de Ambrosia.

Por entre el breve espacio que quedaba entre su casa y la casa de Tomás el Roña escudriñó las tinieblas de la calle de enfrente, buscando alguna presencia bajo los círculos de luz de las bombillas, algún coche desconocido en el barrio. No observó nada y eso le llevó a deducir que el amante de su mujer ya debía de estar dentro de casa y que era muy prudente y tomaba precauciones para que nadie pudiera sospechar que se había reunido con Ambrosia. Ese detalle justificaba aún más la desconfianza de Manolo, porque Abdul el Moro era una persona sumamente juiciosa y él estaba convencido de que Ambrosia se la pegaba con Abdul el Moro.

Y es que Ambrosia tenía una extraña habilidad para encender la desconfianza de los hombres.

Cruzó Manolo entre las tomateras y limoneros, procurando no pisar las coles, y se detuvo unos instantes pegado a la puerta trasera para ver si percibía algún movimiento en el interior. Evitando tintineos delatores, sacó un llavín que parecía diminuto entre sus dedos, lo introdujo en la cerradura y de golpe, lo hizo girar, empujó la puerta con brusquedad y atravesó la cocina para irrumpir como un bárbaro en la sala principal de la casa.

Estaba decorada con pocos muebles y baratos, porque Manolo no era amigo de lujos, aunque se los pudiera permitir. Lo imprescindible: el tresillo estampado de flores amarillas y naranjas, el televisor de pantalla panorámica de 36 pulgadas, la vitrina para meter las cuatro chucherías que se había comprado en sus viajes a Colombia y a Tailandia, el frigorífico combinado Bosch Frezz No Frost de más de mil euros, la mesa extensible para comer y las seis sillas tapizadas de terciopelo verde eléctrico, y la lámpara de lágrimas de cristal, demasiado grande, que todo el mundo lo decía, demasiado grande, que había que agachar la cabeza para pasar por debajo, y pare usted de contar.

Ambrosia estaba medio echada en el sofá estampado de flores amarillas y naranjas, vestida únicamente con aquella especie de enaguas trasparentes y el tanga. Se acababa de maquillar. Tenía los ojos fijos en la tele donde una chica chillaba de terror y hablaba al mismo tiempo por el móvil, tan sonriente y confiada «Ah, si, no me digas», coqueteaba, frívola y pizpireta ji ji ji, antes de que la presencia del marido le provocara aquella sacudida nerviosa que casi la tira del sofá, los ojos como platos.

Manolo le arrebató el teléfono y berreó al teléfono:

— ¡Sé quién eres, hijoputa! ¡Sé quién eres y mañana iré a por ti! Tú sabes quién soy. ¿Verdad? ¿Sabes quien soy? ¡Pues mañana sabrás quién soy!

Al otro lado de la línea, Bartolomé quedó perplejo, aturrullado, el corazón en un puño. Él no había hecho nada, no había llamado a nadie, no era el amante de nadie, apenas conocía a Ambrosia, la esposa de Manolo el Baratero. Bartolomé -que no toleraba que nadie le llamase Bartolo- solo era el tendero del barrio, que siempre estaba en el barrio charlando con las señoras y llevándoles los paquetes, sí, charlando con señoras mientras los hombres de la casa andaban por ahí en sus cosas, y Ambrosia alguna vez le había echado los tejos, sí, pero Bartolomé nunca había caído en la trampa, porque Ambrosia era de esas mujeres que despiertan la desconfianza de los hombres.

Bueno, y con razón. Bartolomé se encontraba ahora aterrorizado y petrificado en su cama, donde le había despertado primero la llamada intempestiva de Ambrosia y luego le había creado una espantosa migraña el vozarrón de Manolo el Baratero. « ¿Sabes quién soy?», claro que sabía quién era, « ¡Pues mañana sabrás quién soy!», Dios mío, Virgen santa.

Ambrosia le tenía echado el ojo y solo le había telefoneado para pasar el rato, para coquetear con él, en vistas de que Abdul el Moro se estaba retrasando.

Entre tanto, Manolo había lanzado el teléfono móvil al otro extremo de la estancia mientras Ambrosia le chillaba que qué haces aquí, y él le replicaba que qué hago aquí y tú a quién cono esperas, no espero a nadie, ¿por qué piensas que espero a alguien?, ¿por qué te has vestido así?, ¿vestido cómo, vestido cómo?, ¿cómo que cómo, cómo que cómo, puta? —habían llegado a ese grado de exasperación que obliga a repetir las cosas dos y hasta tres veces, como en las come días de la tele—, vestido normal, para estar cómoda, vestido normal, ¿pero tú te crees que soy gilipollas? —cuando Manolo había salido de casa ella iba cubierta con aquella bata mugrienta de cuadros y unas zapatillas de felpa horadadas por las uñas de los pies, despeinada y desaliñada como una bruja—, ¿pero tú te crees que soy gilipollas? Para entonces, Manolo ya había extraído del bolsillo trasero la navaja que había comprado expresamente para la ocasión, que Manolo tenía pistola, pero las pistolas son demasiado ruidosas de noche y en un barrio de chabolas, había optado por un palmo de acero inoxidable, y se le echó encima, la agarró por el pescuezo y le metió la hoja en la panza mientras continuaba preguntándole ¿pero tú te crees que soy gilipollas? una y otra vez, y cada ¿pero tú te crees que soy gilipollas? era una puñalada, un gritito, un salpicón de sangre, que se le manchó todo el antebrazo, y se puso perdido el sofá estampado de flores amarillas y naranjas, y ella se convirtió en un muñeco, le fallaron las piernas, se le ablandaron los brazos y la expresión del rostro, y cayó de bruces sin poner las manos por delante, golpeándose directamente de nariz, y allí quedó, entre el tresillo y el televisor, amorrada al suelo, con el picardías alzado y la enorme luna de sus nalgas cortada por la tirilla del tanga. Tenía negras las plantas de los pies.

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