La casa Ciega 7: L’Ennui. Ciega justicia. Presidente, por favor.

Una visión inquietante, una anciana asomada a la ventana con un gran oso de peluche, es capaz de disparar las peores pesadillas. Algo parecido ocurre en París, reconvertida en capital futurista del declive vital y erótico, cuando la Justicia se administra por circuito cerrado, y muy diferente a las noches en los garitos de la frontera sur de México, semejantes a un corrido de siniestras corrupciones, sexo turbio y manejos políticos asesinos, donde cualquier tragedia puede surgir en un jalón de tequila.

Los dos primeros cuentos de esta antología reúnen esa combinación entre lo fantástico y lo misterioso que suele ser la antesala del terror, introduciendo en el relato la verosimilitud aparente de lo narrado, o al menos la probabilidad de la misma para mantener la intensidad emocional que solo puede proporcionar la sensación de realidad cercana.

Por el contrario, el tercero nos introduce en un mundo brutal de ruina moral y personajes envilecidos de raíz, donde el naturalismo descarnado de la acción y la fuerza narrativa mantienen el interés del lector por los mecanismos habituales del género negro, que en México está adquiriendo un enorme crecimiento, tanto en calidad literaria como en autores.

ANTICIPO:
¡Noooo, Glenda! Me humilló. Ese cabrón al menos se va a acordar de mí antes de que me chingue, si de todos modos me deporta, al menos va a quedarse con una cicatrizota como la que me hizo… Lo voy a madrear, lo voy a hacer yo, me vas a ayudar, como chingados no, una navaja y voy a ensartársela en la pinche cara…

Aquella declaración en el teléfono lo empezó todo. Quizá Glenda misma lo hubiera comenzado, cuando vio a Elena por primera vez en La Ceiba. La siguió hasta verla entrar a una casa miserable. Fijó la vista en el anuncio de Coca-Cola pegado en la pared mientras escuchaba un trajinar propio de esas casuchas que Glenda conocía bien: finalmente, nada de lo que ahí veía podía sorprenderla porque acaso ese puerto como los demás poblados centroamericanos estaban tasados por la misma mierda, como si fuesen moho brotando m un largo canal de drenaje. Chillidos de cerdos y alharaca de pollos, perros y lloriqueos de niños, alguna estación local de radio y quizá por ahí, hasta un par de maricas cogiendo en pleno mediodía. Glenda tocó. Apareció una mujer de rostro caballuno, duro, exiliado de todo espíritu.

— ¿Que?

—Le ofrezco un trato.

— ¿Qué quiere?

—Le compro toda la merca.

— ¿Y con qué me quedo?

—Quiero ver a la chica, esperó Glenda, a quien le bastó alzar la vista para medir el interior de la casa. Pudo percibir un vaho de albahaca y sal y el olor a humus proveniente del patio trasero.

—A ver, ¿qué chica?

—La que entró.

— ¿Para qué la quiere?

—Me la voy a llevar. A la frontera.

— ¿Quién es usted?

—Déjame pasar y hagamos trato.

La mujer abrió excitada por el morbo. Tenía la manta salpicada de sangre.

— ¿De qué se trata?

—Tengo un restaurante enorme en la ciudad, a unos kilómetros de la frontera, y necesito mujeres, muchachas como la chica, ¿es tu hija? Bueno, nada de líos, papeles en orden, trabajo seguro, sueldo, se queda conmigo, la preparo y cuando tú puedas ir a verla, la ves, cuando no, ella viene para acá a visitarte y te manda mensualmente tu dinero.

—Uy, sí, no me diga. Ya, de veras, ¿qué diablos quiere?

Glenda sacó de la bolsa una cañera y de la cartera una foto en la que se veía un techo altísimo de palmas secas y en la entrada un anuncio con letras itálicas y azules: Restaurante.

—Es mío. El más grande, y tengo otro más, pero necesito muchachas.

— ¿Y allá no hay?

—Hoy me perdí y fui a dar al malecón, vi a tu muchacha, me gusta. Piénsale, voy a pasar mañana, pero así como ves, aquí traigo el dinero. Un adelanto. Dos mil pesos.

— ¿Cuánto?

—Dos, pero si me la das, mañana te doy otros mil y te dejo la dirección para que la vayas a ver, porque dime, ¿qué va a hacer aquí?

—Lo mismo.

—No, no, tú no conoces nada, mañana tu niña será una putita barata madreadita que a lo mucho va a llegar a los veinticinco años…

—Y allá, no, seguro, dijo la mujer con tono irónico.

—No, conmigo va a aprender y a lo mejor se larga a otra parte, más lejos aun, ya te digo, tu no sabes déjamela y veras. Dos mil mañana, ya, para que digas sí.

Elena apareció. Tema el rostro manchado de hollín, desprendía un sopor de sol y a haberse revolcado con los marranos. Le vio los pies llenos de Iodo y en la rodilla una cicatriz. En sus ojos, negros y febriles, halló ese centelleo fugaz que solo pudo comparar con el del cerillo que se prende, se lanza al aire y se apaga mientras cae al abismo.

—Pasa por mí mañana, dijo la chica.

La madre abrió la puerta.

—Vengo a las diez.

Glenda salió sintiendo un ligero escozor en la verga calzada dentro de sus bragas.

A veces Glenda se duerme recordando el trayecto los hombre colgados a una pesada reja, la guagua vieja trazando una herida en la muchedumbre que lo ve partir hacia el Sur, niños negros y desnudos observando con ojos desorbitados la bulla permanente de la línea, una enramada desvencijada bajo la cual decenas de mujeres huesudas dan vida a una feria fronteriza en la que los puestos no tienen casi nada qué ofrecer. Y Elena ahí, dormida por el cansando, con las rodillas costrosas y su perfil iluminado por la luz de alguna tienda de la orilla. Suena más con aquella Elena que con la otra, Helena con hache, como le puso cuando le tocó debutar en El Bombay. Es extraño, porque en sus sueños no aparece el rostro de la chica sino su cuerpo con aquella camisera sin mangas cubriendo las tetitas apenas duras y Glenda con una toalla húmeda limpiándole los pies sucios y llenos de hongos, besándoselos uno a uno después, hasta que levanta la vista y ve cómo sus labios se mueven y pronuncian algo así como «la vida es un tejido de ilusiones» o alguna otra pendejada de esas que le decía cuando estaban en la cama y la enardecía tanto que terminaba pegándole. Otras, simplemente, la imagen se reduce a aquella noche en el mar. Le perturba y le fascina aquel parlo de olas, los tumbos violentos.

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Interplanetaria

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