La colina de Sammy

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El género “chick lit” y la política de altos vuelos se dan la mano en La colina de Sammy, un retrato esperpéntico de la política norteamericana contado por alguien que conoce muy bien sus entresijos: Kristin Gore, guionista de series de éxito como Futurama e hija del activista ecologista y ex –vicepresidente Al Gore.

Samantha Joyce es una joven idealista, entregada a su trabajo, un poco hipocondríaca procura dominar el estrés de su recién estrenada vida como becaria de un senador. Trabaja en la propuesta de reforma de la sanidad pública y trata de hacerse un hueco lidiando con senadores sin escrúpulos y ve como se acerca la inminente campaña para las elecciones presidenciales. También le queda algo para el amor, si es que puede surgir el romance en los inescrutables pasillos del Capitolio.

ANTICIPO:
La fiesta comenzó a animarse de verdad cuando Willie Nelson y Queen Nefertiti empezaron a servir bebidas. Eché un trago y noté que el estómago se me convertía de repente en una gran hoguera de licor que se extendió por mi pecho y lamió con sus llamas el interior de mi garganta. Willie se inclinó hacia delante y susurró que Winnie the Pooh estaba por mí. ¡Nada menos! ¡Me encantaba ese tipo! Mientras contemplaba cómo bajaba Winnie a la pista de baile, lanzándome ardientes miradas de osito Pooh, me sentí flotando. Aleteaba con los brazos y no paraba de elevarme. No tardé en estar a once mil metros y algo congelada. Tiré de la punta de la nube que tenía más a mano y me la eché sobre los hombros, como si llevara de pashmina un cúmulo-nimbo. Me sentí bastante elegante y observé el paisaje que había abajo. Las cadenas montañosas, los vastos océanos, las ciudades diminutas, las…

—… las colas extraordinariamente largas en la gasolinera. Congresista Francis, ¿espera usted algún tipo de paquete financiero de ayuda a Exxon?

La Edición de la Mañana de la NPR me bullía en la cabeza para recordarme que yo no era una bruja fiestera, sino más bien una empleada de plantilla en la Colina del Capitolio que no tenía más que veinte minutos para ir a trabajar.

Uf. Si no había estado de copas con Willie Nelson y Nefertiti, ¿por qué tenía resaca? Un rápido vistazo a la cocina me lo dejó claro. Efectivamente, la botella de tequila de la tienda del todo a cien. Me había parecido un chollo en su momento.

De acuerdo, veinte minutos. Debía meditar durante treinta pero, puestas así las cosas, tendría que dejarlo para más tarde. Igual que tendría que aplazar los quince minutos de gorgoritos en el estómago, la manicura de bricolaje y la nueva palabra del día en el diccionario. Me prometí a mí misma hacer todo eso, aunque sabía que me estaba mintiendo. Lo cierto era que volvería a casa después de trabajar hasta tarde, demasiado agotada para hacer nada aparte de probar el tequila del todo a cien.

Pero todavía era muy temprano para empezar la jornada con semejante cinismo. Como decía mi padre, por la mañana todo y nada es posible.

Nunca he sido una persona madrugadora.

Miré el reloj de la pared. Diecisiete minutos y bajando. Mientras daba de comer a Shackleton y me ponía a revolver en busca de ropa limpia, se me vino a la cabeza lo difíciles que serían estas acciones tan sencillas si me faltara el brazo derecho. ¿Qué haría si lo perdiera de pronto en un accidente en unas escaleras mecánicas o con un león hambriento que se hubiera escapado? La gente se lo tomaba a risa, pero yo vivía a unas pocas millas del zoo. Así que me tomé un momento para hacer lo que hacía siempre que me atacaban las neuronas. Cogí un cabestrillo del montón de cachivaches de mi botiquín, me lo puse en el brazo y seguí a lo mío con aquel nuevo impedimento físico, convencida de que me reiría la última por estar tan absurdamente preparada para vivir sin el brazo derecho.

—Impresionante —dirían todos—. ¿Habéis visto que rápido se ha adaptado? ¡Cómo, pero si es tan capaz como antes! ¡Incluso más!

Tendrían razón, gracias a mi ingeniosa previsión. Yo asentiría con la cabeza y seguiría adelante con mi vida de genio previsor y manco.

Interrumpí mis ensoñaciones para concentrarme en la tarea extraordinariamente difícil de abrir un envase de yogur sólo con la mano izquierda. Después, mientras recogía las carpetas del trabajo, sirviéndome hábilmente del pie para subir la cartera hasta la mesa, reparé en las agallas cubiertas de hongos de Shackleton. Oh, no. La sentencia de muerte de las agallas cubiertas de hongos.

No sé cómo me las había arreglado para matar a ocho peces luchadores japoneses en el transcurso de los últimos once meses. Había sido sin querer. De hecho, había seguido el libro al pie de la letra, pero se murieron de todas formas. Mr. Lee, el dueño de la tienda de animales de compañía, me aseguró que yo no había hecho nada malo. Me quedé con la sospecha de que me estaba ocultando algo —algunas palabras de crítica sobre cómo cuidarlos o algún purificador de agua que mantuviera con vida a los peces—, porque de todas formas, al no decirme la verdad, se garantizaba que yo volviera a repetir mi lucrativa compra. El caso es que me apoyó ya que, según él, a veces los peces luchadores japoneses perdían las ganas de vivir por el menor cambio en el entorno y practicaban una especie de haraquiri al estilo pez. Tres de ellos se malograron, dos se pusieron como globos y Jacques, Moby y Ballard contrajeron la enfermedad de las agallas cubiertas de hongos.

Miré con tristeza a mi noveno y más duradero pez, un veterano de seis meses con el que creía que había cambiado mi suerte. Shackleton, así llamado por haber sobrevivido milagrosamente a un desafortunado corte de luz durante el invierno que había convertido la pecera en un páramo helado, me aguantó la mirada. Lo más impresionante era que hubiera sobrevivido mientras se deshelaba. Lo tomé como prueba de que sería una especie de mesías de los peces, un poderoso líder espiritual del mundo marino. Pero yo debería haber sabido que ni el más poderoso de los peces podía sobrevivir mucho tiempo en mis garras asesinas.

Estaba empezando a obsesionarme con mi capacidad para ser madre si era incapaz de mantener con vida a un pececillo unos pocos meses, cuando volví a reparar en el reloj de la pared. Doce minutos. Cogí al vuelo unas revistas para el trayecto y salí disparada por la puerta, mientras me acordaba de paso de quitarme el cabestrillo.

Lo bueno de trabajar para un senador al que respetaba era la sensación de que todos los días tenía la oportunidad de hacer algo positivo en esta vida. Lo malo era que trabajaba tanto que no había tenido tiempo de darme cuenta de que me había puesto los zapatos desparejados hasta que estuve en la Línea Roja, acercándome a toda prisa a mi parada.

Y lo patético del caso era que probablemente no me habría enterado de nada si no hubiera advertido las miradas de cachondeo de dos atildados asistentes del Senado y hubiera bajado la vista para saber de qué se reían.

En mi opinión no es del todo irracional confundir dos pares de zapatos del mismo estilo y colores ligeramente diferentes, como el azul marino y el negro desvaído. Embarazoso sí, desde luego, pero también comprensible, habida cuenta de que una no podía valerse del brazo derecho para dar la luz del ropero mientras revolvía con el brazo sano. Claro que una sandalia marrón y una zapatilla deportiva de color rojo vivo… Estaba bastante segura de que la única persona capaz de eso tendría que ser algo discapacitada mental. Al parecer, también podía serlo yo.

Decidí comportarme como si supiera exactamente lo que estaba haciendo y eché una mirada de conmiseración a los dos monadas de asistentes, una mirada que expresaba la pena que me daba que, por muy arreglados que fueran, estaba claro que no se habían enterado del look más reciente para molar. Y yo, que leía The Economist por entretenerme camino del trabajo porque, efectivamente, era muy inteligente y me interesaba mucho lo que decía, resultaba que también estaba a la vanguardia de la moda. Qué triste ser como ellos, parecía sugerir con mi aspecto. Qué fabuloso ser como yo.

Una vez hecho eso, salí del metro en Union Station y enfilé por First Street hacia el Russell Building, con la cabeza bien alta y maldiciendo en silencio el hecho de que no me diera tiempo a meterme en una zapatería y comprarme algo que me quitara las pintas de majareta que llevaba. Claro que, dije para mis adentros, hay cosas que no se resuelven comprando nada aun cuando hubiera tenido tiempo de sobra.

Janet, la supercompetente asistente personal de mediana edad del senador, levantó la vista cuando entré en el despacho. Me sonrió mientras hablaba con los auriculares puestos, con un montón de informes en una mano y cambiando una cita con la otra (complicado trajín hasta con dos brazos absolutamente intactos).

—RG estará aquí en cinco minutos. Necesita el informe del comité inmediatamente —dijo en su tono agradable pero nada complaciente.

—Ya está preparado, no hay problema —le devolví la sonrisa, procurando aparentar confianza y profesionalidad ante mi primera taza de café, que no me venía nada mal.

En el despacho, RG eran las iniciales de Robert Gary, senador por Ohio, el estado donde yo había nacido. El informe era para la audiencia del Comité de Sanidad del Senado, sobre el proyecto de ley de prestación de medicamentos recetados para las personas mayores, que estaba previsto que comenzara esa mañana. Y yo era la responsable del informe, además de encargarme de las personas citadas para testificar, en mi calidad de asesora del senador Gary en cuestiones de política nacional.

No dejaba de sorprenderme el hecho de haber conseguido convertirme en analista de temas de salud para un senador de los Estados Unidos a la edad de veintiséis años; por eso vivía con el temor de que alguien advirtiera lo ridículo que era concederme esa autoridad y me ganara un despido fulminante.

Yo había nacido y crecido en Ohio, pero debía mi pasión por la Administración a mi madre, profesora de ciencia política que había fomentado en mí de manera natural el interés por la función pública. Siempre había sido una estudiante dispuesta y entusiasta. Y lo que quizá es más importante, la única alumna de mi madre a jornada completa.

No tardé en aprender bajo su tutela que la participación era primordial y que con cierto esfuerzo se podían cambiar las cosas. Diseñábamos juntas los carteles de campaña para los candidatos de la localidad, distribuíamos impresos de inscripción en el censo electoral y poníamos en los barrios carteles sobre iniciativas en las que creíamos. Antes de ir al colegio por las mañanas, me ayudaba a leer el periódico y contestaba a mis preguntas. Por las tardes, editaba mis cartas al presidente para corregir las faltas. Nunca se me hubiera ocurrido que todo esto pudiera convertirme en una enorme chiflada. Me encantaba.

Empecé por defender mis propias causas cuando estaba en Primaria. Quería proteger los bosques tropicales, tener carreteras sin basura, impedir la experimentación con animales, enviar ayuda desde el colegio a los niños pobres de Haití y, en general, evitar que la gente fumase crack, todo a un tiempo.

En el instituto llegué a obsesionarme con cuestiones sobre la libertad de expresión, protestar contra la censura y lograr que el periódico se zafara de ella. Escribí apasionados artículos sobre la libertad y la rebelión como los auténticos latidos de la democracia. Yo invocaba estos temas para denunciar la tiranía de la moda y el toque de silencio.

Saqué buenas notas en algunas cosas, pero más que nada me dediqué al activismo en general. No prendió en mí concretamente el interés por la política sanitaria hasta que ingresé en la Universidad de Cincinnati. Dicho interés surgió en primero, a raíz de un seminario particularmente enjundioso sobre enfermedades contagiosas, que me provocó pasión por la reforma sanitaria al tiempo que terror por la vulnerabilidad y asquerosidad inherentes al cuerpo humano. A partir de ese seminario el picor de garganta dejó de ser un simple picor de garganta; había muchas más probabilidades de que fueran los primeros síntomas del Ebola, el raquitismo o la enfermedad que consume. Me he dedicado desde entonces a hacer lo poco que estuviera en mi mano para prevenir los desastres que inevitablemente afectarán a mi relativamente indefenso cuerpo.

Además, me concentré en estudiar la complejidad y los fallos del sistema sanitario del país. Sus defectos e injusticias me ofendían y me avergonzaban. Era incapaz de entender cómo podía seguir permitiendo el Gobierno que cuarenta y cuatro millones de americanos, muchos de ellos niños, carecieran de seguro sanitario. Me quedé horrorizada cuando me enteré de los precios exorbitantes que se cobraban y la pesada carga que eso significaba para las familias de clase media y baja. Y como digna hija de mi madre, decidí hacer lo que yo pudiera para cambiar las cosas.

Mientras me daba la paliza de escribir la tesis, aproveché para entrevistar a los diecinueve miembros de la Cámara de Representantes de Ohio y a los dos senadores. El senador Robert Gary me había impresionado porque destacaba sobre todos los demás por su profundo conocimiento de los temas sanitarios y por su visión a largo plazo. Sentí una mezcla de sobrecogimiento e inspiración según contestaba a mis preguntas y hablaba de sus proyectos de reforma.

Nada más graduarme envié a Gary un ejemplar de mi tesis y me apunté inmediatamente como voluntaria para su campaña de reelección. Me halagó y me asustó que se acordara de mí, que elogiara mi tesis, y me pidió que trabajara en su equipo de política nacional, concretamente en los temas sanitarios. Puse en ello los cinco sentidos, escribí un par de informes interesantes, y después de que Gary ganara en un terremoto político, me pidió que me incorporara a su gabinete en Washington DC. Por eso me encontraba de pronto en una posición verdaderamente influyente. Impresionante, pero cierto.

Apenas me había dado tiempo a sincronizar mi BlackBerry y ver los e-mails cuando ya me estaba llamando Janet.

—Ya ha venido RG. Ha añadido un breve encuentro con la unión de profesores, así que no te quedan más que diez minutos desde ya para ponerle al corriente y llevártelo pitando a la audiencia. Muévete.

Según iba a su despacho me pregunté si sería capaz de ponerle al corriente en diez minutos en el caso de que yo no tuviera lengua. Probablemente lo consiguiera si estuviera equipada con trazadores y pizarras y más talento de payasa que el que realmente tenía, pero me costaría mucho. Me habían dicho que tenía unos ojos muy expresivos, de manera que mientras pudiera utilizarlos… Oooh, sin lengua y ciega, probablemente me quedaría como un pasmarote. ¿Cómo iba a…?

—¿Qué quieres?

La sarcástica impaciencia del senador Gary puso punto final a mis planes, alertándome de que debía llevar unos diez segundos plantada en su despacho como una idiota alelada. Sin pensármelo dos veces, decidí pasar de explicarle que había estado fantaseando con una vida ciega y sin lengua y fui derecha al informe.

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