La heredera de David

Verano del año 2000: el submarino ruso más grande jamás construido escapa de su base cargado con un arsenal de misiles atómicos capaces de arrasar los Estados Unidos. Una fanática secta judía intenta descifrar las Tablas de la Ley para crear un peligroso virus informático y destruir el corazón de Internet. Desde hace siglos, un legendario linaje preserva el poder con el que Dios ungió a David, el primer monarca de la Historia. Hoy, a las puertas del tercer milenio, las principales potencias del mundo pugnan por encontrar al último de aquella estirpe. Al otro lado del mundo, la recién licenciada Mary Sincler, contratada por el diario Washington Post como analista internacional, realiza su primer encargo utilizando un curioso programa de ordenador que convierte la realidad en ficción. Lo que comienza como un juego irresponsable desata un vendaval de acontecimientos encadenados que amenazan con arrastrarla en una descomunal conspiración mundial. Un día te despiertas y descubres que no eres quien imaginas, y que sólo tu sacrificio puede salvar al mundo. ¿Qué harías?

ANTICIPO:
La tarde que llegué a las oficinas del Washington Post, la redacción del histórico periódico que acabó con la carrera presidencial de Richard Nixon rugía en plena ebullición.

—¿Cómo se llama usted? —me preguntó el conserje.

—Mary Sincler, tengo cita con el señor Malcom.

—Muy bien, espere aquí, que ahora le aviso —y me hizo pasar a una sala dotada de un viejo sofá y una ruidosa máquina de café, donde tras casi una hora de mirar las paredes vacías llegué a pensar que se habían olvidado de mí. Pero entonces entró alguien diciéndome que por fin me recibiría John Malcom, el subdirector del diario.

Seguí a la persona por un pasillo que desembocaba como un túnel en la deslumbrante redacción. Atravesé nerviosa el extenso espacio sin tabiques, iluminado por cegadores fluorescentes y poblado de una vocinglera fauna humana en constante movimiento, que iba y venía en aparente desconcierto; hablando a gritos, fumando sin cesar y bebiendo café de máquina en vasitos de plástico que desbordaban por completo las papeleras de acerocromo que se alineaban junto a las mesas funcionales, cada una con su ordenador parpadeando encima.

El subdirector, un tipo seboso, tripudo, con la corbata floja y en mangas de camisa, me aguardaba en la puerta de su cubil, observándome llegar con morbosa delectación. A través de la bruma del tabaco suspendida en el aire me hizo gestos para que me acercase. Yo crucé aturullada la marea humana sin prestar atención a los comentarios que iba levantando a mi paso entre la especie masculina. Sin darme tiempo a sentarme, Malcom ya me leía el parte de guerra derrumbado en su sillón:

—Así que tú eres licenciada en Ciencias Políticas…

Tragué saliva y asentí. Yo estaba emocionada. Siempre habla querido ser analista internacional de algún organismo público, por ejemplo la ONU. Pero trabajar en uno de los más prestigiosos diarios de los Estados Unidos también era emocionante. Deseaba el puesto con toda mi alma, hubiera hecho cualquier cosa por conseguirlo. Y lo malo es que se me notaba demasiado.

—Bueno —espetó Malcom arrojando mi currículo a la papelera—, pues a mí eso me importa un güero, ¿sabes? Esto es el Post, y aquí lo único que cuenta es la eficacia y la rapidez en localizar, analizar y valorar los acontecimientos de interés informativo. El problema es que somos más bien un diario local y tenemos una sección internacional que funciona como en la época de los Picapiedra —hizo una pausa, me miró de arriba abajo, y añadió—: Supongo que por eso estás aquí, porque has visto nuestro anuncio solicitando un analista internacional.

—Sí, señor —contesté, mirando de reojo mi historial en el fondo de la papelera—, por eso estoy aquí, y espero ser la persona que buscan. El subdirector frunció el ceño al ser interrumpido en su perorata, pero siguió hablando en el mismo tono impertinente:

—Ah, ¿sí? Pues te diré lo que buscamos, muñeca. Buscamos a una persona competente que se ponga pronto al día de cómo funciona nuestro método de trabajo. No somos el único periódico del país, ¿comprendes?, y necesitamos que fluya la documentación, tener cada día información fresca, y actualizada, como el pan Bimbo. Esto es el Post—repitió—, hemos de estar siempre en la primera línea de actualidad. Y vender, vender —golpeó la mesa con su pezuña porcina—, sobre todo vender. O sea, aquí las noticias, cuanto más inéditas, sorprendentes y espectaculares, mejor.

John Malcom (Jotaeme, como se le conocía en el periódico) era el subdirector de personal. Dejó de hablar y me miró de nuevo como calibrándome. Supongo que pensó en cerrar la persianilla de la mampara acristalada que hacía las veces de despacho y proponerme, como a tantas otras becarias, que si quería el trabajo debía prestarme a ser «examinada», pero algo en mí debió de sugerirle un poco de paciencia,

—Mira, muñeca, no sé si me explico —reanudó Jotaeme, repantigándose sobre su sillón, mientras yo todavía permanecía de pie—, aquí no valen nada los currículums y los másters, aquí lo que cuenta son las noticias acojonantes. Supongo que conocerás la famosa regla periodística de las tres eses, ¿no?

Puse cara de que no me sonaba de nada.

—Sangre, sexo y dinero —respondió Jotaeme, categórico, golpeando con el puño cerrado, como remachando cada una de aquellas tres palabras talismán.

—Falta una —interrumpí.

—¿Qué? —Jotaeme se quedó desconcertado, con el puño todavía crispado sobre la mesa, como un mazo a punto de dictar sentencia. Parpadeó y le tembló la sotabarba. En su presencia nadie hablaba sí él no le daba permiso, y menos aún si era mujer.

Yo intervine:

—Usted ha dicho tres eses…

—Sí, ¿y qué? —gruñó sacudiendo la papada.

—Pues que sexo y sangre son dos, pero la otra palabra, dinero, comienza por de, no por ese, así que yo…

—¡Cállate, Jodida sabidilla! —Malcom se puso de pie, arrastrando con su corpachón de simio el teclado del ordenador y el teléfono.

Yo di un respingo. Los redactores levantaron la vista de sus pantallas. Alarma roja. Acababa de estallar el terremoto iracundo de Jotaeme; y en tales circunstancias, cualquier cosa podía ocurrir. John Malcom se volvió hacia un archivador, tomó de allí un fardo de carpetas y papeles y los arrojó sobre la mesa. Eran las notas de todas esas posibles noticias y acontecimientos internacionales de índole dispar que se acumulaban a diario, vía correo, teletipo y fax, por falta de tiempo para estudiar, asignar preferencia, valorar, convertir en información o archivar en el lugar adecuado.

—Coge todo eso y no vuelvas por aquí sin extraer de ahí un tema que haga conmoverse los cimientos de la nación. Tu contrato de analista depende de que me impresiones encontrando un diamante informativo entre toda esa mierda. ¡Y ahora, largo de aquí! —me gritó sacudiendo su descamisada barriga.

Había dicho «nación», si, porque John Malcom era un buen americano. Su especialidad profesional consistía en manipular los hechos de la manera que mejor pudieran servir a su particular concepto de patriotismo y, por supuesto, al interés económico de su lobby político. Por eso le fastidiaban tanto aquellos estudiantillos imberbes recién salidos de Harvard o Princeton, pasándole su maldita deontología profesional y su jodido título académico por las narices.

Por el contrario, Malcom se había ganado el puesto a pulso, como era tradicional en el antiguo reporterismo de calle; había sido un «plumilla», un pringado que se había tenido que dejar pisotear durante años incluso por el botones. Pero había subido peldaños con dos cojones, dando dentelladas a diestro y siniestro con su colmillo retorcido; sobornando, amenazando, aceptando las presiones e inventándose las noticias si era necesario.

—¡Y para que te enteres, sabihonda! —gritó, alzando la voz por encima de toda la redacción. Yo me detuve, cargada con las carpetas y conteniendo la respiración.

—¡La otra ese del trío se refiere al símbolo del dólar! ¿Acaso no os enseñan eso en Yale?

Salí a la calle temblando y dando traspiés con mis zapatos de tacón recién estrenados. Me había puesto como aconsejan las revistas femeninas de moda que hay que ir a una entrevista de trabajo, ni muy austera ni muy sexy. Pero las fotos de las revistas siempre sacaban a un guapo entrevistador, que incluso te ofrecía café, y no aquel subdirector degenerado, gordo y baboso, que se había pasado todo el rato mirándome los pechos. En fin, por lo menos me había dado una oportunidad; ya casi tenía trabajo en Washington, la capital de los Estados Unidos. ¡Genial! Bueno, eso si lograba encontrar entre todo este desordenado montón de papelotes una noticia capaz de «conmover los cimientos de toda la nación».

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Interplanetaria

2 Opiniones

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    Frau Hesselius
    on

    A veces me pregunto quién es el monstruo que selecciona los textos de la portada de Interplanetaria. El de La heredera de David no tiene desperdicio. Si Katharine Graham, tan fina ella, levantara la cabeza y viera cómo se imaginan algunos su redacción… Si al menos la cosa tuviera gracia…

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    Pluto
    on

    ¿Gracia? No tiene ni gracia ni ninguna otra cosa. El anticipo de La heredera de David es lo peor que he leído en mi vida: una sucesión de tópicos en la que todo resulta falso y ridículo. El subdirector de personal (¿?) del Washington Post dice: “aquí las noticias, cuanto más inéditas, sorprendentes y espectaculares, mejor.” ¿No se habrá confundido con el New York Post, que es un tabloide sensacionalista?

    Y le dice a la protagonista que el periodismo se bases en la regla de las tres eses: sexo, sangre y la $ del dólar. Pero, vamos a ver ¿en qué idioma se lo dice? Porque si supuestamente hablan en inglés ¿sangre no es blood?

    Una frase de la prota.

    “los comentarios que iba levantando a mi paso entre la especie masculina”

    La especie es humana, no masculina ni femenina. ¿No sabe eso una periodista?

    En el último párrafo: "y así conseguí un trabajo en Washington, la capital de Estados Unidos". ¿Pero cree el autor que hace falta explicarle al lector qué Washington es la capital?

    Y así todo, una memez detrás de otra, una total falta de respeto hacia el lector. ¿Y piden 20 euros por este libro? Tendrían que pagarle a uno por leerlo.

    Sinceramente: este pedacito de basura es lo peor que he leído jamás.

    ¿Cómo han sido capaces de publicarlo?

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