La luz de los dioses

La magia, tras siglos de estar presente en la vida cotidiana después de la salida de los magos de las sombras y de los márgenes de la religión, ha vuelto a ser proscrita, privando a los hombres del más valioso regalo realizado por los dioses: el control de su propio destino.
Ahora el poder ha quedado en manos de una organización religiosa que persigue a los patricios que se atrevan a usar sus poderes. En un ambiente de tristeza e invierno perpetuos, la luz de los dioses empieza a hacerse visible para Lydia Durante, una joven que recupera sus arcanos poderes al tiempo que se ve obligada a convertirse en la protagonista de una historia que va mucho más lejos de lo que hubiera podido esperar. Para ello contará con inesperados aliados, pero también luchará contra poderosos enemigos.

ANTICIPO:

3. Viejos Conocidos, Nuevos Amigos

Lydia comió con el servicio, pues el marqués siempre hacía sus comi­das a solas. En el comedor que había junto a la cocina se reunieron con ella los tres domésticos que ya conocía, además de una joven si­lenciosa y de miradas tímidas a la que presentaron como Amalia, la doncella, y cuyo parecido con don Basilio notó Lydia enseguida.
La comida transcurrió de forma tranquila, con la sempiterna chá- chara de Daniel, que evitaba toda posibilidad de que se produjera un silencio incómodo. La señora Victorina participaba alegremente de la conversación e incluso don Basilio se permitía introducir alguna cir­cunspecta observación, teñida de ironía, con la que intentaba frenar el torrente de trivialidades que aportaba Daniel a la comida. Al ter­minar, Lydia se retiró a su cuarto, donde terminó de ordenar sus ob­jetos personales y pudo además reposar un poco.
Se preguntó si debería cambiarse de ropa, ya que el vestido gris que llevaba le parecía demasiado serio para ir de visita, mientras que la chaquetilla de lana azul podía resultar demasiado humilde. Tam­poco tenía mucho donde elegir, por lo que al final decidió mantener la misma indumentaria con que se había presentado ante don Antonio. Se reunió en el vestíbulo con el marqués para salir a la puerta princi­pal, donde esperaba Daniel con su uniforme de chófer.
Con cierta excitación en su rostro ante la ocasión que le permitía sacar el coche dos veces en el mismo día, el joven les condujo al centro de la ciudad, a un barrio en el que la mayoría de los edificios tenían aspecto de haber sido construidos en una época lejana. Las calles, misteriosa­mente desiertas, estaban torpemente adoquinadas y llenas de baches.
La niebla se había levantado, pero el cielo seguía gris, y daba la impresión de que empezaría a llover de un momento a otro. Lydia entró con el marqués en un portal de anchas dimensiones, levemente iluminado por dos lámparas adosadas a las paredes. Un ascensor ren­queante les llevó al último piso, donde tenía su casa la señora Virgi­nia de Paladio. Abrió la puerta un criado que parecía tan anciano como la casa, y les condujo a presencia de la dama que había propi­ciado su encuentro.
La señora de Paladio reposaba en un amplio sillón junto a dos estufas encendidas que daban al cuarto una atmósfera tan caldeada que llegaba a resultar sofocante. Era una mujer de mediana edad y rasgos suaves, pero su mirada era altiva y penetrante. Su cabello, ya blanco aunque todavía con algunos mechones rubios, caía con estu­diado descuido sobre sus hombros. Sin embargo, el rasgo más sobre­saliente de aquella mujer era la exagerada lividez de su piel.
Vestida de negro, la señora de Paladio se abrigaba con una grue­sa manta roja que reposaba sobre sus rodillas y llevaba además un chal azul sobre los hombros. Su figura se achicaba continuamente conforme se arrebujaba en la manta, presa de un frío que parecía no abandonarla nunca y que la mantenía en un estado de perpetua rigi­dez. Cuando entraron los dos convidados ofreció su mano al marqués, quien la tomó suavemente y depositó un fugaz beso sobre ella.
—Así que esta es la joven que estábamos esperando —dijo la se­ñora de Paladio al posar su mirada de águila en Lydia.
—La señorita Durante, en efecto —respondió don Antonio.
—Claro que sí —repuso doña Virginia intentando aportar algo de calidez a su voz—. Ven aquí, querida, dame un beso. ¿Cómo está tu madre? ¿Sigue con el alma de luto? ¿Y tus hermanos?
Lydia sintió un escalofrío que le recorría todo el cuerpo al sentir en sus mejillas el contacto de unos labios fríos como el hielo. Contestó rápidamente a las preguntas que la señora de Paladio había hecho. Aunque debía de conocer seguramente al detalle todo lo que le estaba contando, doña Virginia la escuchó con expresión amable y soñadora, como si su memoria la devolviera a una época más afortunada en la que no existieran las mantas ni las estufas. No obstante, volvió a adoptar enseguida una mirada un tanto adusta y pragmática.
—¿Serías tan amable de servir el té, querida? —le dijo a Lydia percatándose de que estaba de nuevo en el presente y que tenía ante sí a dos personas que reclamaban su atención.
El servicio de té estaba en una mesita situada junto al sillón. Había en la habitación una cómoda y varios aparadores sobre los que reposaban pequeños objetos de porcelana y cristal, además de un buró reluciente con la cubierta cerrada. Un enorme ventanal daba a una terraza de amplias dimensiones, más allá de la cual se percibían to­dos los tejados del barrio. El domicilio de la señora de Paladio se ha­llaba situado en el último piso del edificio, que era uno de los más altos que se veían en aquella zona. La vista habría de ser espléndida cuando llegasen los calurosos días de sol que el Máximo Teúrgo con­cedía a sus súbditos.
—Bueno, marqués —dijo la señora de Paladio con un mohín de satisfacción—, ¿ha tenido tiempo de formarse una opinión?
—Mi querida amiga —contestó don Antonio—, la señorita Du­rante y yo nos hemos entendido a la perfección. Nada podría ser más prometedor, ¿no es así? —preguntó dirigiéndose a Lydia
—No me cabía la menor duda. Gracias, querida —dijo doña Vir­ginia tomando la taza que Lydia le ofrecía—. Su colección, amigo mío, es una de las más interesantes que hay en este país, y es una pena que no esté catalogada como corresponde. Era algo que había que solucionar.
—Le agradezco su interés, así como que me haya proporcionado la oportunidad de emplear a esta joven, que, estoy seguro de ello, sabrá adaptarse a su nuevo empleo sin el menor problema. Confieso que estaba totalmente equivocado.
—El señor marqués —explicó la señora de Paladio dirigiéndose a Lydia— no quería al principio saber nada de la idea de contratar a una ayudante. Tuve que exigirle dos veces que viniera y discutir con él durante toda la tarde para que reconociera que tenía necesidad de hacerlo.
Lydia se imaginó a la señora de Paladio arguyendo con vehemen­cia una y otra vez hasta que al marqués no le quedó más remedio que aceptar, más por desesperación que por auténtico convencimiento. Resultaba evidente que aquella mujer tenía una voluntad de hierro, y cuando se le metía algo en la cabeza, nada podría pararla.
De nuevo se preguntó qué motivos le habían llevado a orquestar todo aquel acuerdo, qué secretos designios se escondían tras la ama­bilidad de aquella mujer, lo suficientemente poderosos para que se arriesgara a emplear la magia en atención a una joven desconocida que hasta unas semanas antes no le había dedicado más de dos pen­samientos seguidos.
—La señora de Paladio —explicó el marqués— tiene una parti­cular fuerza de persuasión. Confieso que no puedo negarle nada.
—Como siempre, es usted incapaz de mirar por sí mismo —repu­so irónicamente doña Virginia—. Lleva usted años diciendo que ne­cesita poner en orden sus notas para escribir ese libro que llevamos tantos años esperando. ¿Qué mejor oportunidad que esta para hacer­lo? Lydia sabrá ayudarle, le sobra talento para ello.
—Por supuesto, por supuesto —dijo don Antonio—. Sin embargo.
—¡Tonterías! —exclamó la dama—. Sé que va usted a decir que no va a tener oportunidad de publicar su libro, pero aun así debe escribirlo. Yo sé que habrá quien lo lea.
—Claro que sí. Pero.
—Querido marqués —replicó doña Virginia con voz zalamera antes de que el otro pudiera terminar—, tengo en mi biblioteca una medalla que, según me han dicho, se remonta a la época de la dinas­tía Flavia. No obstante, tengo mis dudas. ¿No tendría usted la ama­bilidad de echarle un vistazo?
—Faltaría más —suspiró con resignación don Antonio mientras se levantaba de su butaca—. No llame a nadie, conozco el camino.
Cuando el marqués de Ramalejos hubo abandonado el salón, doña Virginia se detuvo un minuto observando a Lydia de arriba abajo, lo que produjo en esta una sensación de incomodidad. Esperaba que la señora dijese algo que le permitiera salir de dudas de una vez por todas. Por fin, la señora de Paladio adoptó un aire de benevolencia que casaba mal con su mirada adusta y se dirigió a Lydia con tono que pretendía ser indulgente:
—Todavía estás dándole vueltas a la carta mágica, ¿verdad? Ten­drás que perdonarme que haya cedido a la incertidumbre, pero era forzoso que me asegurara de que vendrías. No es mi costumbre poner señuelos de este tipo, menos aún si tenemos en cuenta que puedo acabar en la horca. Pero una promesa es una promesa, por arriesga­do que resulte cumplirla.
Lydia no dijo nada, pero dirigió su mirada hacia la puerta por la que había salido don Antonio. Doña Virginia asintió haciendo un mohín.
—El marqués es un buen amigo y jamás haría algo que me perju­dicase, aunque, como es natural, él no sabe nada de esto. No tiene ningún interés en asuntos de magia, a pesar de que en su juventud podría haber hecho carrera si hubiera querido. Pero siempre prefirió encerrarse con sus libros y sus antigüedades. El resto del mundo no le interesa, sobre todo desde la guerra. Con los tiempos que corren, no es algo que se le pueda reprochar.
La voz de la señora de Paladio había adoptado un dejo de amar­gura que permitía a su oyente vislumbrar cierto rencor en sus pala­bras.
—De todas formas, haces bien en sospechar. Hemos de actuar siempre con la mayor cautela. Por eso es esencial que no hables de esto con nadie. Si se lo dijeras al marqués, soltaría un bufido y se olvidaría enseguida del asunto. Pero nunca se sabe cómo reacciona­rían otras personas. ¿Le has contado a alguien. —dejó en el aire la pregunta, pero Lydia sabía a qué se refería.
—A nadie —contestó—. Mi madre no me habría permitido venir.
Una sombra de tristeza se posó en la mirada de doña Virginia.
—Tiene sus motivos para el miedo. Y, hoy día, el miedo es la fuerza más poderosa contra la que hemos de luchar. Aunque la mayo­ría puede ver con buenos ojos que alguien se oponga al poder del Máximo Teúrgo, todos quieren protegerse de su ira. Estar a salvo, esa es la prioridad de todo el mundo, y nadie puede echarles la culpa.
—Pero entonces, ¿por qué exponerse? —preguntó Lydia.
—El destino no puede evitarse así como así. Como patricia que se mantuvo fiel al orden establecido, se me vigila de cerca para impedir que pueda realizar algo de magia. Pero eso no quiere decir nada. Vi­vimos tiempos difíciles, pero así está escrito. Cuando naciste, tu pa­dre realizó los ritos adivinatorios preceptivos, pero, como era habi­tual, no quiso decirle a nadie lo que había encontrado. Tan sólo me pidió que, dado que él no podría hacerlo, me asegurase de que estu­vieses en Asimbria antes de que cumplieses veintitrés años. Y eso es lo que he procurado. No podía arriesgarme a que faltases a tu desti no. Comparado con esto, el riesgo de enviarte una carta mágica era minúsculo. Por eso no me importó correrlo.
Lydia se sentía invadida por un vértigo inquietante, y las pala­bras de la señora de Paladio flotaban a su alrededor como chispazos intermitentes en los que presentía un hado caprichoso y vacilante. No podía creer lo que estaba oyendo. La serenidad con que doña Vir­ginia enunció aquella rápida inspección al pasado tenía visos de irrea­lidad que eran sustituidos precipitadamente por la certidumbre de un temor que se apoderaba de todos los rincones de su mente. Intentó conciliar las impresiones que el discurso había causado en ella, pero fue inútil.
—Bebe un poco de té, querida —dijo doña Virginia desde lejos.
—¿Qué es lo que ha dicho usted? —tartamudeó Lydia sin poder con­tener un sollozo—. ¿Me está diciendo que mi padre conocía su destino?
—Tranquilízate, querida, no te excites. Los astros nunca hablan con la claridad que todos desearíamos. Si fuese así, no habría otro remedio que sentarnos a ver cómo suceden las cosas, sin necesidad de intervenir en ellas. Pero es cierto que durante siglos la clase patricia ha tenido la oportunidad de ir progresando en las artes adivinatorias, que sólo son patrimonio exclusivo de los legados desde hace unos años. Habíamos llegado a formar astrólogos con una sensibilidad y una pericia extremadas. Tu padre llegó a ser uno de los más hábiles y, consiguientemente, uno de los pocos que supo ver el peligro real.
»Arístides sabía que había muchas posibilidades de que el levan­tamiento promovido por Delier bajo la advocación del culto a Mítal tuviera éxito, aunque nunca llegó a predecirlo con total seguridad. Lo que sí era cierto es que la conjunción de Marte y Saturno propiciaba el alzamiento, pero no supimos dar a su advertencia la importancia que merecía. Llevábamos tanto tiempo evitando las revueltas con éxito que ya no dábamos importancia a los intentos de rebelión que llega­ban a nuestros oídos.
»Cuando supimos que había un grupo de arúspices conspirando bajo el mando de Delier contra el gobierno, los Magos Defensores re­accionamos siguiendo los procedimientos habituales, sin imaginar que era precisamente ese modo de proceder el que favorecería que el le­vantamiento tuviera éxito. Al intentar despojar a Delier de sus pode­res, un bucle de magia negra provocó el efecto contrario, y el conjuro destrozó los canales místicos que nos permitían actuar conjuntamen­te, mientras que Delier y los suyos se mantuvieron firmes protegién­dose con un simple hechizo. Cuando nos dimos cuenta de la carambo­la que había puesto de su parte a las circunstancias ya era demasia­do tarde.
»Los acontecimientos discurrieron de tal manera que fue imposi­ble detenerlos. Incapaces de actuar conjuntamente, los magos más importantes del país fueron cayendo uno detrás de otro. El ejército no pudo hacer nada contra los que se colocaron del lado de los rebeldes, y fuimos sufriendo derrota tras derrota. Para nuestro eterno arre­pentimiento, Delier acabó ganando la guerra, y pudo proclamarse así Máximo Teúrgo. Cuando tu padre supo que todo estaba perdido, in­tentó dejar algunas puertas abiertas para el futuro. De ahí que me pidiera que velase por tu regreso a Asimbria. Pocos días después, supe que estaba detenido.
Doña Virginia hizo una pausa y se perdió de nuevo en los ensue­ños de una memoria doliente y atormentada. Cuando volvió en sí, se arropó en su manta.
—Tu padre fue uno de los miles que fueron condenados a muerte cuando el Máximo Teúrgo volvió a instituir la ejecución por ahorca­miento. Otros tuvimos más suerte: después de la cárcel, pudimos vol­ver a casa. Tu madre acabó con su espíritu destrozado. A mí, en cam­bio, prefirieron condenarme a llevar conmigo este frío perpetuo que me impide salir de casa, a no ser que quiera morir congelada. Es una forma de mantenerme presa, sin necesidad de vigilarme. Puede que la magia esté oficialmente prohibida, pero ellos no tienen ningún re­paro en utilizarla cuando les interesa.
Doña Virginia dejó caer una mirada aprensiva en el ventanal que daba a la terraza. Parecía temer que su condena se convirtiera en una barrera tan sólida como la que el marqués había colocado entre su residencia y el resto de la humanidad.
—En todo caso —prosiguió—, lo importante es que ya estás aquí. Quizás hubiera debido intentarlo cuando tu madre me pidió ayuda para que pudieras colocarte, pero aún era demasiado pronto. Y el marqués no hubiera aceptado entonces que te instalaras en su casa. Ahora lo en­cuentra tolerable, pero hace tres años nadie hubiera podido convencerle.
—Pero no lo entiendo —se aventuró a decir Lydia.
—¿Qué es lo que no entiendes, querida?
—¿Mi padre le pidió a usted que me hiciera venir a Asimbria?
—Antes de que hubieras cumplido veintitrés años.
—¿Para qué?
Los ojos de la señora de Paladio mostraron durante un segundo un chispazo de animación que se diluyó en una amplia sonrisa.
—A mí también me gustaría saberlo, hija mía —respondió—. Pero o no quiso o no pudo decírmelo. Aunque supongo que no esperaba que las cosas llegaran a este extremo.
—Es difícil de comprender.
—Mucho más de lo que imaginas. Como te he dicho antes, la adi­vinación no es una ciencia exacta. Requiere, sobre todo, una consi­derable sutileza a la hora de interpretar los signos, estén en los astros, en las cartas o en el agua. Y aun así, todo lo que estos serán capaces de decir se limita a lo que pudiera ocurrir si determinados elementos del presente persisten en seguir la dirección que han tomado y de la que pueden desviarse en cualquier momento. Por eso hay tantos errores, a pesar de lo mucho que hemos avanzado desde la época en que se empe­zaron a leer las entrañas de los animales, o el vuelo de los pájaros.
»Supongo que los vaticinios de tu padre contemplaban la conve­niencia de que te hallases en Asimbria a partir de los veintitrés años. Ahora bien, ¿con qué propósito? Me temo que tendremos que esperar para conocer la respuesta a esta pregunta. Si pudiéramos realizar los conjuros adecuados, no tendríamos ninguna dificultad, pues todavía no he olvidado todo lo que aprendí acerca del arte de la adivinación. Pero ya sabes que el Consejo de Arúspices no sólo ha prohibido que los ritos se practiquen fuera de los templos, sino que se ocupan de que nadie tenga la posibilidad de hacerlo. Sé que en el mercado negro se venden almanaques secretos con las posiciones de los planetas, pero ¿quién puede asegurar que sean de confianza? Un pequeño error ha­ría que el pronóstico fuese completamente inútil.
La señora de Paladio se incorporó en su sillón como si aquella acción diese mayor fuerza a sus argumentos. Pero Lydia no deseaba insistir. Aunque toda aquella información le había sabido a poco, era consciente de que su protectora se hallaba atada de pies y manos como para atreverse a pedirle que volviera a arriesgarse infringiendo la ley, razón por la cual todas las preguntas que se agitaban en su mente permanecieron allí sin que se decidiera a darles salida.
El silencio de las dos mujeres empezaba a resultar incómodo cuando una sombra se hizo presente tras la puerta acristalada del salón. Al abrirse esta, dejó paso a un joven de escasa estatura, complexión frágil y expresión ausente que, sin embargo, ensayó algo parecido a una sonrisa al ver a la señora de Paladio. Llevaba un fino bigote negro, unas gafas diminutas y el cabello embadur­nado de brillantina.
—Buenas tardes, madre —dijo—. Disculpe si la interrumpo.
—Nada de eso —respondió la señora de Paladio con escasa con­vicción—. Puedes tomar una taza de té, si lo deseas. Te presento a Lydia. Este es Arturo, mi benjamín.
—Encantado —dijo mecánicamente Arturo de Paladio sin dete­nerse a contemplar a la joven que acababan de presentarle—. Madre, venía a suplicarte que me eximieras de asistir a la fiesta de esos Ceballos. No sólo promete ser mortalmente aburrida, sino que ade­más me acaban de dejar plantado. Nuestra querida Adelita acaba de disculparse alegando el mismo motivo.
—¿Que la han dejado plantada? —preguntó doña Virginia—. ¿No iba a ir contigo?
—Así es, madre. Pero yo me refería al aburrimiento.
—Entiendo —repuso la señora de Paladio—. Pero no puedo per­mitirme desairar a los Ceballos. ¿Por qué no se lo pides a Lydia?
Arturo de Paladio se percató al fin de su presencia con una ojea­da fugaz.
—¿No hay más remedio?
—No lo hay.
Con un resoplido que no podía ocultar su fastidio, el joven se encaró con Lydia y se empeñó en mostrar su dentadura en un gesto que mezclaba la zalamería con la irritación.
—Espero que disculpe mi atrevimiento —dijo—, dado que acaban de presentarnos. Sin embargo, quisiera pedirle un favor. Unos amigos de la familia dan una fiesta. En realidad han invitado a mi madre, pero la pobre no puede salir de casa a causa de su mala salud, de modo que tengo que ir yo en su lugar. No obstante, me temo que carezco de acompañante, y la idea de acudir solo me da escalofríos. No es más que un compromiso social que promete ser muy aburrido. Me haría usted un gran honor si aceptase venir conmigo, aunque sé que ni soy el acom­pañante ideal, ni estas son las mejores circunstancias.
—Desde luego —interrumpió la señora de Paladio—, ninguna chica podría resistirse a semejante invitación —se dirigió a Lydia a continuación—: Hija mía, quizás te resulte un tanto violento, pero me harías un gran favor si aceptaras ser la acompañante de esta ca­lamidad. Si tiene que ir solo, me temo que acabará sentándose en un rincón, y la gente acabará pensando que es un misántropo insulso. Y no les faltará razón.
Lydia no sabía qué decir. Miró a don Antonio, que había aprove­chado la ocasión para volver a entrar en el salón a terminar un té que ya se le había quedado frío. El marqués de Ramalejos dirigió a Lydia un gesto de contrariedad que ella interpretó como un «me temo que no va a haber más remedio que aceptar». Sin embargo, los Paladio ni siquiera esperaron a que respondiera.
—Muy bien —dijo Arturo mientras abandonaba el salón—, aho­ra discúlpeme un momento. Cinco minutos y nos vamos.
—¿Ahora? —preguntó Lydia con un sobresalto.
—No te preocupes, querida —dijo la señora de Paladio—. Vas muy bien para una fiesta de estas características. Los señores de Ceballos celebran sus bodas de oro, y han querido hacer una pequeña recepción para su familia y sus amistades más íntimas. Nada serio, sólo es un trámite. Vais allí y os quedáis un rato, lo justo para cum­plir con el compromiso.
—Mandaré a Daniel para que te recoja con el coche —dijo el mar­qués—. Estará allí a las diez.
—No es necesario —respondió la señora de Paladio—, Arturo la llevará a casa.
Don Antonio se creyó en la necesidad de hacer valer su autoridad.
—Permíteme que insista, Virginia —objetó—. Puesto que Lydia está a mi cargo, seré yo quien vele por ella. Y aquí sí que no pienso darte la razón. La recogerá Daniel y punto. A las diez y ni un minuto más tarde. Bueno —prosiguió dirigiéndose a Lydia—, a no ser que desees quedarte más tiempo.
—No, no —dijo Lydia—. Las diez es buena hora.
De hecho, Lydia pensaba que ya era bastante tarde, pues la di­chosa fiesta prometía ser todo menos divertida. Las nueve hubiera sido mejor todavía.
Cuando salieron ya se había puesto el sol. Arturo de Paladio se man­tuvo en silencio durante el trayecto hacia la mansión de los señores de Ceballos, dirigiendo de vez en cuando alguna mirada displicente a su acompañante, quien se limitaba a observar las calles débilmente iluminadas en las que apenas se veían transeúntes. Lydia había sen­tido un escalofrío al salir, como si el frío que atormentaba a la señora de Paladio se hubiera extendido a lo largo y ancho de la noche.
Una ráfaga de aire recalentado les golpeó cuando accedieron a la mansión en la que se celebraba la «pequeña» recepción. El recibidor donde se hallaban los dueños de la casa, así como las salas inmedia­tas, se hallaban atestados de gente que iba de aquí para allá con su copa en la mano, formando pequeños grupos en los que se conversaba con animación. En un salón más amplio se oía una orquesta a cuyo ritmo podían verse bailando varias parejas. Varios camareros reco­rrían el espacio que mediaba entre el recibidor y la puerta que daba a las dependencias del servicio, entrando con bandejas repletas de vian­das y bebidas que iban distribuyendo entre los invitados.
Los señores de Ceballos se hallaban de pie en el recibidor, en su papel de anfitriones, acogiendo a sus invitados con ademanes tan amables como magnánimos, orgullosos del brillo con el que parecía discurrir una fiesta en la que todavía no participaban. La señora de Ceballos, una dama oronda que lucía un gran collar de perlas, saludó a Arturo con efusión, pero el sarcasmo con que tiñó su voz descubrió el auténtico sentido de sus palabras.
—¡Desi, mira a quién tenemos aquí! Arturito de Paladio, ni más ni menos. ¿Cómo está tu madre, querido? ¿Sigue con sus achaques?
—Me temo que sí, doña Luz —se limitó a responder el interpelado.
—¿No es una lástima? —la señora de Ceballos iba aumentando progresivamente el volumen de su voz—. Yo no podría vivir así, siem­pre encerrada, sin poder ir a ningún sitio. Preferiría. cualquier otra cosa. ¡Mira, Desi! Arturito no ha venido hoy con su prima. ¿Quién es tu amiga, querido?
—Señores, les presento a una amiga de mi familia, la señorita Lydia Durante.
A Lydia le pareció que Arturo había hecho una pausa antes de decir su apellido. La señora de Ceballos, que había hecho ademán de inclinarse hacia Lydia, se quedó suspensa un momento, borrando rápidamente la sonrisa que había mantenido hasta entonces. Sin embargo, su vacilación duró poco, y plantó dos fugaces besos en las mejillas de Lydia, que apenas supo lo que había pasado. Don Desiderio Ceballos, un hombre calvo de gesto agrio, se limitó a un tibio apretón de manos.
—Es un placer —dijo distraídamente la señora de Ceballos. Diri­gió su mirada hacia un nuevo invitado que acababa de entrar tras ellos—. Bueno, queridos, pasad dentro, divertíos.
Lydia y Arturo se dirigieron hacia el salón de baile. La aglomera­ción de gente, unida a la alta temperatura de la calefacción, hacía que el ambiente fuese sofocante. Un camarero les ofreció una bande­ja llena de copas repletas hasta el borde de un combinado dulce y frío. Arturo se lo tomó de un trago, sin saborearlo.
—La vieja hipócrita —comentó en voz baja y airada a Lydia—. Siem­pre que me ve, me habla de los «achaques» de mi madre, como si no supiera que es el Consejo de Arúspices el que la mantiene encerrada. Pero es una forma de dar a entender que si ella goza de buena salud es porque siempre estuvo con ellos, aun antes de que empezara la guerra.
—¿No es una patricia? —preguntó Lydia también en voz baja.
—Una traidora. Mi madre, mi abuela, mi hermano, todos la des­precian. Pero soy yo el que tiene que venir a sus fiestas y soportar sus zalamerías como si fuese un estúpido que no sabe reconocer el veneno que vierte en ellas. ¡Si al menos dejase de llamarme Arturito!
—Pero yo creía que eran amigos de tu madre.
—Tanto como puedan serlo un par de escorpiones resentidos. Ella pertenece a una familia lo suficientemente antigua, pero jamás tuvo muchas aptitudes para la magia, así que se dedicó a dorarle la píldora al culto de Mítal, atrayendo legados a su casa como un estercolero atrae a las moscas. Así, cuando el Máximo Teúrgo decretó la proscripción de la magia para la clase patricia, doña Luz de Ceballos no se mostró muy disconforme. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. En cuanto a Desiderio Ceballos, no es más que un plebeyo enriquecido al que la guerra y el Consejo de Arúspices enriquecieron todavía más. Pero no por eso han dejado de relacionarse con la aristocracia —añadió Arturo desabridamente—. Ellos no merecen menos, ¿sabes?
—Pero los patricios siguen tratándolos como si no hubiera pasa­do nada —repuso Lydia—, ¿no es verdad?
Arturo se quedó mirándola durante unos segundos antes de responder.
—Hay quienes piensan como yo que son insoportables y nos reí­mos de ellos a sus espaldas. Algunos los evitan. Pero eso no quiere decir nada —hizo una pausa como si quisiera buscar las palabras adecuadas para el caso—. La mayoría sabe cuándo hay que olvidar los pecados de los demás. Los Ceballos gozan de una influencia consi­derable ante el Consejo de Arúspices. Y si algo bueno tienen es que no olvidan a sus amigos. Con darles todo el jabón que exigen ya están conformes.
—¿Y es esa la razón por la que estamos aquí? —preguntó Lydia indignada.
—¡Pues claro! —respondió Arturo con una mueca amarga—. ¿No te dije que no era más que un compromiso aburridísimo?
—Pero. ¡dejar que te traten así, que te echen en cara la situa­ción de tu madre!
—Ellos creen que se ríen, pero en realidad nos necesitan. Saben que si mi madre no enviase su representación, mucha gente lo consi­deraría un signo de menosprecio que les restaría muchos puntos ante los demás.
—¿Ella lo sabe? ¿Y lo tolera? —replicó Lydia asombrada.
—Por supuesto. Nuestra casa es una de las más nobles, y aunque mi madre haya caído en desgracia, todavía conserva firmes amistades entre los de su clase. La gente como los Ceballos sabe que en su mano sigue habiendo algunos hilos que puede mover de vez en cuando, cuan­do le interesa hacerlo. Lo mismo que ellos, aunque sea en contextos distintos. Nos necesitamos mutuamente, aunque nos odiemos.
—Pero, ¿y tú?
Arturo clavó una mirada irónica en las pupilas de Lydia, pero no dijo nada. Los salones de la mansión Ceballos iban llenándose de in­vitados que se sumaban a las conversaciones o al baile. Hacía cada vez más calor.
Lydia se dio cuenta de que algunas personas se acercaban dis­traídamente a donde ella se encontraba y que se dedicaban a obser­varla a una distancia prudente. Al terminar, daban media vuelta y se marchaban a algún corrillo en el que una o dos personas volvían la cabeza disimuladamente para echarle un vistazo. Cuando tropeza­ban con la mirada que, extrañada, les lanzaba Lydia, volvían a dedi­car su atención a la conversación que mantenían con los demás inte­grantes del grupo. Lydia trató de sostener su examen un par de oca­siones mirándoles fijamente, lo que les obligó a abandonarlo inme­diatamente, pero pronto se cansó del juego.
«¿Es que tengo monos en la cara?», se dijo. «Puede que no esté convenientemente vestida para una fiesta de sociedad, pero no creo que eso sea motivo para comportarse como si estuvieran en un zooló­gico». Inconscientemente, se pasó el índice por la nariz.
De repente se acallaron las conversaciones y todo el mundo se dirigió hacia el recibidor. Algunos se quedaron en la puerta del salón aparentando que tenían intención de salir pero siguieron hablando sin hacer caso de lo que ocurría en el vestíbulo, donde una niña de diez años se dedicaba a recitar unos versos compuestos en honor de sus abuelos y del feliz aniversario que había reunido allí a todos sus familiares y amigos.
Cuando terminó, los invitados prorrumpieron en aplausos y en­traron rápidamente en el salón, donde se reanudó la fiesta. Cada vez hacía más calor y Lydia se abanicaba con la mano en un intento vano de refrescarse un poco. Arturo se había apartado un poco para con­versar con uno de los invitados, un hombre delgado y calvo de expre­sión concentrada que volvía de vez en cuando la cabeza como si qui­siera averiguar dónde se hallaba alguien.
Lydia aprovechó que se hallaba junto a una amplia ventana y abrió un poco una de sus hojas. El aire fresco entró rápidamente, aliviándola un tanto. Por un momento, cruzó su mente la idea de salir al jardín y esperar fuera a que se hiciesen las diez. La calle estaba a oscuras y no pasaba nadie. Sin embargo, no podía hacerle eso a Arturo, ya que se había comprometido a acompañarle.
«A las diez habrá terminado todo», se dijo con resignación. «Has­ta entonces, tendrás que aguantar».
Una voz la despertó de su ensimismamiento:
—Un poco agobiante, ¿no le parece?
Se trataba de un hombre de unos treinta años, vestido formal­mente para la ocasión, con un esmoquin que desentonaba con la acti­tud desenfadada que se leía en su rostro. Llevaba el pelo cuidadosa­mente echado hacia atrás y sonreía con desenfado como si aquella tarde hubiera decidido viajar a un país ridículo y divertirse un rato estudiando las costumbres de sus habitantes.
—La atmósfera, quiero decir —añadió—. La casa está excesiva­mente caldeada. Con el afán de ahuyentar el frío no se han dado cuenta de que toda esta muchedumbre ha hecho que la temperatura suba demasiado.
El desconocido se situó junto a Lydia.
—Ha tenido usted una idea excelente —dijo aspirando el aire fresco que se colaba por el resquicio que Lydia había abierto—. ¿No le importa que participe?
—Por supuesto que no —respondió ella—. Disfrute todo lo que quiera.
Se hizo un silencio en el que ninguno de los dos se atrevió a ha­blar. El desconocido aspiró el humo de su cigarrillo.
—¿Amiga de la familia? —terminó por preguntar.
—No, no les conozco. He venido acompañando a un amigo.
—Entiendo. No quería pecar de descortés, pero me daba la im­presión de que se hallaba fuera de su elemento.
—¿Por qué dice eso?
—He estado observando cómo se acercaban uno detrás de otro varios invitados para mirarla de arriba abajo. Pero ninguno de ellos se ha decidido a dirigirle la palabra, cosa que no me explico, dado que estaban tan interesados. Supongo que deben de encontrarla tan fas­cinante que ninguno de ellos se atreve a romper el hechizo.
—Pues le aseguro que para mí resulta un misterio —dijo Lydia riendo—. Yo no me veo nada fascinante.
—Es usted demasiado modesta —contestó el otro con una sonri­sa—. Me llamo Jorge Mariscal, ¿y usted?
—Lydia —contestó ella estrechando la mano que Mariscal le ofrecía.
—¿Sólo Lydia?
—Durante.
Mariscal sonrió al oír el apellido de Lydia.
—De acuerdo, Lydia Durante, ¿qué tal si salimos un rato y pa­seamos un poco por la calle? Habrá más espacio y más aire fresco. No creo que nadie nos eche de menos.
«¿A qué ha venido eso?», se preguntó Lydia. «¿Acaso se cree que me voy a ir con él sólo con que me lo pida?» Mariscal la miraba son­riendo, como si quisiera hacerla creer que tenía ante ella la viva ima­gen de la inocencia.
—La verdad, preferiría no hacerlo —respondió.
—Vamos, vamos, no creerá que van a pensar mal de usted por marcharse conmigo, ¿verdad? Podemos hacerlo de esta manera, us­ted sale primero y me espera. Cinco minutos después, salgo yo y nos vamos a algún sitio más entretenido. Le prometo una charla agrada­ble y sincera.
—Una proposición irresistible —dijo Lydia con sarcasmo—, pero me temo que voy a tener que decepcionarle. Prefiero esperar aquí a mi acompañante.
—De acuerdo, no insistiré.
—¿Conoce usted bien a los dueños de la casa? —preguntó Lydia.
—¿Qué le hace pensar que los conozco? —respondió Mariscal echándose a reír—. Tampoco he venido acompañando a nadie. ¿Pue­do confiarle un secreto? —Se llevó un dedo a los labios y miró hacia un lado fingiendo una voz misteriosa—: No conozco a nadie por aquí, pero me las he arreglado para colarme. Sólo por el placer de hacerlo. ¿No le parece divertido?
—¿Y nadie lo ha notado? —preguntó Lydia, bajando también la voz.
—Todavía no. Con tantos invitados resulta fácil pasar desaperci­bido. Quizás cuando haya menos gente, pero entonces ya me habré ido. De todas formas, no pierda la esperanza. Todo puede ocurrir.
—Se organizaría un pequeño escándalo, ¿no cree?
—Así le daríamos un poco de animación a la fiesta. Por ahora, está resultando bastante aburrida. ¿Por qué no quiere salir conmigo?
Mariscal daba a sus palabras un tono distraído, dando a enten­der que las pronunciaba sin pensarlas demasiado, lo cual producía la impresión de estar conversando con un tipo agradablemente excén­trico. Pero aunque aquella historia que se había inventado era bas­tante original, Lydia sospechaba que en sus palabras se escondía una intención secreta que quizás no resultara tan agradable.
—De acuerdo —prosiguió Mariscal dando a entender que se daba por vencido—. Si no salimos a pasear un rato, me dedicaré a recorrer el salón con mi copa en la mano, dejando que los demás invitados me observen y me ignoren cuando intento aproximarme a ellos. ¿De ve­ras quiere abandonarme cuando me hallo más necesitado de compa­ñía?
—Podemos seguir hablando aquí, en el rincón de los excluidos. Lleva usted una insignia en la solapa —dijo Lydia para cambiar de tema—, pero no se ve muy bien qué representa.
—Aproxímese y mírela de cerca.
—Es una rueda de timón, con unos dados. ¿Tienen algún signifi­cado?
—Para mí, sí. Es una especie de amuleto con el que manifiesto mi devoción por la diosa Fortuna.
—Una diosa antigua —dijo Lydia.
Los dioses antiguos eran aquellos a los que la mayoría de la gen­te había ido olvidando con el tiempo, aunque no lo suficiente para que el Consejo de Arúspices no tuviese la precaución de prohibir toda de­voción que apartase al pueblo del culto a Mítal, el dios cuya religión había ido ganando rápidamente adeptos durante unos pocos años antes de la guerra. La prohibición apenas había tenido consecuen­cias, y sólo unos pocos nostálgicos lamentaban la desaparición de una fe que no tenía otro sentido que el de la añoranza por un pasado re­moto.
«Es extraño», meditó Lydia, «nunca hubiera imaginado que este hombre sería de esos.»
—No hable tan alto —advirtió Mariscal—. Y no me mire así. No pertenezco a ese grupo de necios a los que les gustaría restaurar los cultos antiguos. Para ir al templo, tanto da Mítal como otro cualquie­ra. Mi relación con Fortuna no tiene nada de religioso: para mí no es más que una vieja amiga imaginaria que me protege siempre que lo necesito. Bueno, casi siempre.
—Aun así, no puede ir diciendo esas cosas —objetó Lydia—. Los vigilantes.
—No irá usted a denunciarme.
—Claro que no. Pero.
—¿Ve usted como cuida ella de mí? A veces se le olvida, por eso suelo llevar esta insignia. Si no la llevo, es como si me faltara algo. Ya sé que no es más que una superstición, pero me gusta creer que es así. Fíjese en los números.
—Seis y uno.
—La tirada más afortunada, la mejor que puede uno hacer. El siete es un número mágico, como bien sabrá usted.
—No hable usted de magia.
Mariscal le dirigió una mirada extrañada, como si le sorprendie­ra oír aquellas palabras. Lydia lanzaba ojeadas en torno suyo, com­probando que nadie estuviera lo suficientemente cerca para oírlas. De repente, se dio cuenta de que Arturo se acercaba con rapidez ha­cia ellos.
—No tenga cuidado —dijo Mariscal, que todavía no se había per­catado de su presencia—, tampoco me interesan las prácticas de an­tes de la guerra. No soy más que un humilde plebeyo, de modo que es poco lo que la magia puede hacer por mí. Si encuentro algún interés en esta imagen es porque la combinación es de seis y uno, los núme­ros del extremo. Piénselo: también el tres y el cuatro suman siete, o el dos y el cinco. Sin embargo, me parecen unos números demasiado aburridos. No son más que un término medio, y eso los hace comple­tamente prescindibles. Supongo que en todo ello no hay más que un símbolo de mis propios gustos.
—No le quepa duda —terció Arturo, que había podido escuchar las palabras de Mariscal—: el uno es el número del individualismo, el centro místico del universo y todas esas cosas. El seis, en cambio, es el número de la indeterminación, lo que no se ha cumplido todavía. Algo paradójico, ¿no cree? —No se detuvo a escuchar una posible res­puesta y se dirigió a su acompañante—: Lydia, son las diez y cinco. Creo que tu chófer ya está esperándote en la puerta. Si te parece, vamos a despedirnos de los Ceballos y nos marchamos los dos.
—Lamento que tenga que irse tan pronto —dijo Mariscal—. Es­pero que volvamos a vernos.
—No creo que vuelva a haber ocasión. —repuso Lydia.
—Por si acaso, seguiré colándome en las fiestas sin haber sido invitado —contestó Mariscal sonriendo.
Cuando Arturo se despidió de los dueños de la casa, estos se mos­traron bastante indiferentes, si bien dirigieron a Lydia algunas mira­das ceñudas que hicieron que se sintiera como si alguien les hubiera revelado que pretendía asesinarlos. Sorprendió también ciertas ojea­das recelosas por parte de algunas personas que estaban cerca de ellos. Para relajarse, dejó vagar su mirada más allá de los invitados que ocu­paban el salón hacia la ventana junto a la que se hallaba Mariscal.
Todavía estaba allí, pero había abierto la ventana por completo y se asomaba a ella para contemplar el exterior. De repente, Lydia le vio hacer un gesto extraño: echó mano al bolsillo interior de su esmoquin, sacó algún objeto y se inclinó un instante hacia fuera. Un segundo después volvió a su posición natural, cerró la ventana y se alejó mezclándose con el resto de los invitados. A Lydia le pareció extraño, pero tuvo la impresión de que había arrojado al exterior el contenido del bolsillo. Cerró los ojos un momento y, cuando volvió a mirar, había perdido de vista a Mariscal, confundido entre los demás asistentes a la fiesta.
Daniel estaba esperándola en la calle, con el coche aparcado a la misma puerta de la mansión de los Ceballos. Empezaba a llover. Lydia se despidió de Arturo, que le agradeció distraídamente su amabili­dad al endulzar lo que prometía ser una velada tediosa. La falta de sueño empezó a reclamar sus derechos durante el trayecto, y Lydia llegó al palacete del marqués sin otro deseo que el de irse a su habita­ción y meterse en la cama cuanto antes.

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