La mula

Al cabo Juan Castro le importa más la suerte de su mula que ganar la guerra. Por eso sale a buscarla y, tras atravesar la línea del frente, se ve implicado en un episodio tan peligroso como hilarante que, muy contra su voluntad, lo va a convertir en un héroe de guerra. A través de la figura de Juan Castro, más preocupado por sus avances en el terreno amoroso que por la progresión del enemigo, se nos ofrece una visión insólita de la guerra civil: antiheroica, pícara y tierna a la vez. Juan Eslava Galán ha escrito con La mula una atrevida desmitificación que es, también, un brillante alegato antibelicista.

ANTICIPO:
El 12 de setiembre de 1938, III Año Triunfal, el excelentísimo y reverendísimo señor obispo castrense del Ejército de Andalucía, don Cosme Redondo Frajeiro, realiza una visita pastoral al frente de Peñarroya, acompañado por un breve séquito de servidores, secretarios, fotógrafos y periodistas. El motivo principal del desplazamiento del prelado es realizar una misa de campaña. El prelado es poco amigo de sobresaltos, por eso ha escogido un campo de batalla en el que hace semanas que no se dispara un tiro (los contendientes están enzarzados en la batalla del Ebro, a mil kilómetros de estas trincheras).

En plena sierra Trapera, última etapa del viaje, el relieve es escarpado, por lo que el prelado tiene que desplazarse a lomos de mula. El comandante Soler ha designado palafrenero del prelado al cabo y maestro herrador

Juan Castro Pérez. El señor obispo montará, para la ocasión, una mula muy mansa, a la que el acemilero profesa gran aprecio, la Valentina.

La comitiva episcopal pernocta en el cortijo de La Mariscala, coto de caza del duque de Siero, ahora deshabitado por encontrarse en terreno militar.

Los luceros brillan altos en la cálida noche sin luna. Después de apiensar a las mulas, Castro sale a echar un cigarro al parque del cortijo, un jardín abandonado e invadido de matorral. En el centro hay una rotonda con una fuente seca y la escultura de un niño desnudo. Castro se sienta en uno de los bancos de azulejos que la circundan y piensa en su regreso a La Quintería, cuando acabe la guerra.

-Aquello te va a gustar, Valentina, subir a las chozas altas, donde la mina, en Los Escoriales, a la hierba sabrosa. Vas a conocer a la prima aria. -Se sonríe al recordarla-. El marido tenía un hato de cabras, muy bueno… un hombre chiquitico y cenceño, de pocas palabras, que un día se ahorcó, después de ordeñar sus cabras. Ahora es la aria la que atiende el hato. Como no tiene hijos… La aria, cuando llueve, se pasa el día haciendo queso. A mí, cuando no tenía quehacer, que eran pocos ratos, me gustaba irme con ella y la miraba mientras hacía el queso. La ayudaba a echar el cuajo en una artesa y removía la leche con un cucharón, venga a moverla, hasta que se ponía dura. Luego se amasaba en la artesa grande, y cuando subía el suero y la masa se quedaba abajo, hacía una pelota con la masa y salía el churro, que me lo daba a mí para que me lo bebiera, en un jarrillo de lata, y ella, entonces, lo cortaba en pedazos que apretaba en moldes de esparto, con la pleita alrededor, en lo alto ponía otra tabla y encima tres o cuatro piedras, que pesaran…

De pronto, Castro se sobresalta al descubrir que no está solo: a su lado ha aparecido un hombre gordo en pijama y batín, en el que le cuesta reconocer al obispo castrense.

-¡SU santa reverencia! -exclama mientras tira el cigarro y se cuadra de un salto.

-¡Tranquilo, muchacho! Vuelve a sentarte.

Castro intenta apagar el cigarro.

-Sigue fumando, hombre. ¿Tienes otro para mí? -¿Para su reverencia?

-Castro se asombra de que un obispo fume o realice cualquier otra diligencia terrenal.

-Sí, hombre, para mí.

Castro saca la petaca.

-Usía: lo único que tengo es tabaco de hebra. Si usted gusta…

-Sí, hombre, líame un cigarro.

Mientras el mulero enrolla el canutillo, acercándolo mucho a los ojos para aprovechar la pálida luz de la noche, el obispo toma asiento con desgana en el otro extremo del banco.

-Aquí tiene, usía.

El obispo coge el cigarro y lo enciende con el mechero de yesca que le sostiene el soldado. Nota Castro que el prelado lleva el batín desabrochado y que le brilla el sudor en la sotabarba, por la que asoma el blanco vello del pecho. El obispo da una profunda calada, aspira el humo, lo expulsa hacia el cielo con un soplo suave. Mira la escultura de la fuente: un niño desnudo que se examina un pie, sentado en una roca.

-El espinario -murmura el obispo.

-¿Mande, usía?

-Ese muchacho -señala el obispo-: el espinario. El niño que se saca una espina.

-¿Usía conoce este sitio?

El obispo ríe con sordina.

-No, no lo conocía de antes -declara con una sonrisa triste-. El espinario es una escultura famosa. Ésta es una copla.

Castro piensa en la cantidad de cosas que debe de saber un obispo y que él ignora.

El prelado da un par de caladas, aspira hasta el fondo de sus pulmones. Es tabaco negro y malo, pero encierra una verdad elemental que no encuentra en los cigarrillos americanos que le suministra su sobrino Pío, emboscado en la delegación central de la Cruz Roja de Burgos. -¿De dónde eres, hijo?

-De Jaén.

-¿Cómo te va la guerra?

-Hasta la presente no hay queja, usía. Vamos tirando. El prelado da otra calada honda. Vuelve a sus propios pensamientos, a sus íntimas zozobras. Un buen rato después le pregunta, hablando como para sí, con la voz algo ronca:

-¿Qué sabes de Dios?

Castro se vuelve, sin entender.

-¿Del Señor?

-Sí, de Dios.

-Bueno -se excusa-. Yo no sé mucho, señor obispo: que murió en la cruz por nuestros pecados y que desde el cielo nos ayuda para ganar la guerra, ¿no?

Asiente el obispo.

-Sí, desde el cielo nos ayuda a ganar la Cruzada, la Guerra Santa. Y dime, ¿crees que cuando yo levanto las manos durante el santo sacrificio de la misa el vino se transforma en la sangre del Redentor y el pan en su carne? ¿Lo crees de verdad?

-Señor -responde Castro, confundido-, yo soy un pobre ignorante y no sé la doctrina. Hice la primera comunión a los catorce años porque un día que llegué al pueblo, a comprar el pan (nos tirábamos la vida en el cortijo), la mujer de mi tío, Benita se llama, una mujer muy de iglesia, muy beata, me vio pasar con la borriquilla y me dijo: «Sobrino, ven que vas a hacer la primera comunión», y me puso un lazo en la manga, me prestó una camisa limpia de mi primo y me llevó a la iglesia. Llegó el cura reverendísimo y me dio la santa comunión, pero doctrina no sé, usía.

El obispo escucha en silencio.

-¿Y si eres de zona roja, cómo es que estás aquí, con los nacionales?

-Es que me pasé, usía -responde Castro, intentando dominar la emoción.

-¿Te pasaste? Pero tú eres pobre.

-Sí, usía, pero de derechas.

-¡Un pobre de derechas! -reflexiona el obispo-. Eso está bien. Entonces tú no crees en la revolución socialista.

-No, usía. Servidor es gente de orden. Mi familia está muy bien al servicio del marqués de Pineda. A mi padre lo metieron en la cárcel por eso. Yo, antes, tenía un amigo que siempre hablaba de que todos somos iguales y de que no hay derecho a que unos exploten a otros, pero no me convenció. En su casa a lo mejor es que pasaban hambre, pero en la mía, como estábamos al amparo del marqués, no nos faltaba un cacho de pan.

El prelado mira al soldado con interés.

-Yo también provengo de una familia pobre –dice como para sí.

-¿Usía? -se asombra Castro.

-Sí. Un marqués también me costeó una beca en el seminario. Me libré de tener callos en las manos -señala las manos callosas de Castro- y de pasar hambre como tu amigo.

-Mi amigo decía que los curas venden humo, porque todo eso del cielo y de los santos es mentira, para conformar a los pobres, para que piensen que estarán mejor cuando mueran y no se rebelen contra los que los explotan aquí en la tierra y se lavan las manos ante el dolor y la pobreza, eso decía.

-¿Y tú qué piensas?

-Yo no pienso nada, usía. Siempre ha habido ricos y pobres.

-¡Vendedores de humo…! -murmura el obispo Y contempla el que se desprende de su cigarro.

Castro se siente incómodo. De buena gana volvería al pajar, con los otros soldados que escoltan al séquito episcopal, pero no sabe si será falta de respeto levantarse del banco antes que el obispo. Continúa sentado en posición respetuosa, las rodillas juntas, las manos sobre los muslos y sin atreverse a mirar al prelado, en pijama y batín.

-Cuando estás en peligro de muerte, cuando silban las balas a tu alrededor, ¿sientes miedo?, ¿en qué piensas? -pregunta el obispo.

-No, su santidad, cuando se oyen silbar las balas es porque han pasado; la que mata no se oye. Ahora que, cuando nos tiran con artillería y ves que los cañonazos se acercan a donde estás y lo único que puedes hacer es meter la cabeza en el agujero, ahí sí que se pasa miedo.

-Entonces, ¿qué haces? ¿Dios te fortalece?

Titubea Castro antes de responder.

-No, señor obispo, pienso en mi madre, en el disgusto que se llevará si me matan.

El prelado asiente.

-Anda, vete con Dios.

Castro se levanta presuroso y se cuadra.

El obispo lo bendice y le tiende la mano del anillo. Castro lo besa.

-Adiós, hijo, hasta mañana.

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