← 5 Hombres.com Sobre el mar, bajo la tierra → La otra parte abril 09, 2003 4 Opiniones Alfred Kubin Género : Literatura Fantástica La otra parte, es la única obra literaria de Alfred Kubin, destacado artista gráfico del siglo XX que ilustró a autores como Oscar Wilde, Edgar Allan Poe, E.T.A. Hoffmann o Balzac. En ella, el autor es invitado a visitar la capital del Reino de los Sueños, un país recién creado en algún lugar de Asia central que pretende edificar una sociedad ideal. Perla, así se llama la capital, contiene fragmentos de El Escorial, la Bastilla, el Circo romano, el Vaticano, el Kremlin o la Torre de Londres. Pero este prodigio de arquitectónico está iluminado por una luz gris, y sus habitantes se mueven nerviosos y distantes. La ciudad está dominada por El gran Hechizo del Reloj, que desde una torre gris en el centro de la plaza Mayor hace algo más que marcar las horas y al que solo son inmunes los habitantes originarios del Reino. ANTICIPO: Interrumpiré ahora el relato de mis aventuras personales a fin de ofrecer a mis lectores cierta información sobre el país en el que habría de vivir casi tres años. Se trata de una serie de circunstancias extraordinarias que me fueron reveladas día tras día, aunque nunca llegué a elucidar completamente sus causas últimas. Sólo puedo describir los hechos y situaciones tal como me fue dado vivirlos o tal como me los contaron otros habitantes del País de los sueños. Mis opiniones personales sobre dichas situaciones se hallan dispersas a lo largo de todo el libro. Quizás algunos de los lectores puedan ofrecer explicaciones más plausibles de todo cuanto ocurrió. Hablando en términos muy generales, puede decirse que aquel país presentaba grandes similitudes con los de la Europa central y, sin embargo, era a la vez bastante diferente. Claro que había una ciudad, varias aldeas, grandes alquerías, un río y un lago, pero el cielo que sobre ellas se extendía estaba siempre encapotado. Nunca brillaba el sol, y la luna o las estrellas jamás eran visibles durante la noche. Las nubes se alzaban a escasa altura del suelo en sempiterna uniformidad y, aunque a veces se aglomerasen originando tempestades, el firmamento azul se hallaba constantemente oculto a nuestras miradas. Un erudito profesor, a quien volveré a mencionar varias veces en el curso de mi relato, atribuía la formación de estas persistentes masas de vapor a las grandes áreas pantanosas y boscosas de los alrededores. Lo cierto es que en el transcurso de esos tres años no vi el sol ni una sola vez. Al comienzo sufrí muchísimo por ello, al igual que todos los recién llegados. Algunas veces, las nubes dejaban entrever cierta extraña luminosidad al condensarse, y otras, especialmente hacia el final de mi estancia, unos cuantos rayos oblicuos incidieron desde el horizonte sobre nuestra ciudad. Sin embargo, nunca llegó a producirse una irrupción total, nunca… Bajo tales circunstancias, resulta fácil imaginar qué aspecto tendría la tierra con sus bosques y campiñas. En ningún lugar podía verse un verde brillante; nuestras plantas, hierbas, arbustos y árboles estaban todos bañados en un tono oliváceo o gris verdoso. Lo que en nuestro país de origen lucía varios y vistosos colores, veíase allí deslucido y opaco. Mientras que en la mayoría de los paisajes el azul del aire y el amarillo de la tierra dominan la estructura cromática fundamental, de la que surgen luego, aisladamente, los otros matices, el gris y el pardo eran allí los colores predominantes. Faltaba 10 mejor: la policromía. De todos modos, es preciso admitir que el País de los sueños presentaba un aspecto armónico y homogéneo. Aunque el barómetro indicase siempre nubosidad y precipitaciones constantes, 10 normal era que soplase una brisa cálida y suave como la que hallamos a nuestra llegada. la misma falta de contrastes se advertía en el ciclo de las estaciones. Una primavera que duraba cinco meses, y cinco meses de otoño; una media luz ininterrumpida durante toda la noche señalaba el verano, breve y caluroso, mientras el invierno se caracterizaba por sus interminables crepúsculos y unos cuantos copos de nieve. Una imponente cordillera constituía el1ímite septentrional del Reino. Sus cumbres estaban perpetuamente ocultas por un cinturón de niebla y las montañas descendían en forma abrupta a la llanura, dando origen a un impetuoso torrente: el Negro. Éste, a su vez, se precipitaba desde una meseta rocosa formando en su caída violentas cascadas. Su cauce se ensanchaba luego a la salida de un estrecho valle, permitiendo a las aguas, de una coloración extraña mente oscura, muy similar a la de la tinta, fluir a un ritmo lento y más holgado. Su curso describía por último una suave curva, en tomo a la cual se alzaba Perla, la capital del Reino de los sueños. Envuelta en una melancólica lobreguez, la ciudad emergía del árido suelo formando un conjunto uniforme e incoloro. Al verla, cualquiera habría pensado que tenía ya varios siglos de existencia. Sin embargo, apenas contaba una docena de años. Su fundador no había querido alterar la imponente austeridad del lugar. Ninguna construcción nueva o estridente se levantaba en él. Patera tenía sumo interés en preservar la armonía y había encargado que le enviaran sus viejas casonas de todas las regiones de Europa. Sólo había construcciones adecuadas al lugar elegidas con instinto seguro y de acuerdo con una sola idea, que armonizaban perfectamente dentro del Conjunto. La ciudad contaba, cuando llegué, con unos veintidós mil habitantes. A fin de permitir al lector una orientación precisa, que considero indispensable para comprender los futuros acontecimientos. He añadido un pequeño plano al final del libro. Como podemos apreciar en él, Perla se dividía en cuatro sectores principales. El distrito de la estación, totalmente ennegrecido por el humo y situado al borde de un pantano, comprendía los desolados edificios de la Administración pública, el Archivo y el Correo. Era un distrito aburrido y desagradable, al que seguía la llamada Ciudad jardín, zona residencial de los ricos. Luego venía la calle larga, que daba origen al distrito comercial. Allí vivía la clase media. En las proximidades del río, el barrio adquiría ya cierto carácter de aldea. Enclavado entre la calle larga y la montaña se levantaba el cuarto distrito: el Barrio francés. Este pequeño distrito, donde vivían unos cuatro mil latinos, eslavos y judíos, gozaba de una pésima reputación. Su población, confusa y abigarrada. hallábase repartida en viejas casonas de madera que resultaban estrechas para sus moradores. Pródigo en callejuelas angulosas y tugurios malolientes, este barrio no era precisamente el orgullo de Perla. Por encima de toda la ciudad, como suspendido sobre ella y a la vez dominándola, se alzaba un edificio monstruoso y descomunal. Sus altos ventanales apuntaban amenazadoramente en dirección a la campiña y sobre los hombres que circulaban abajo. Apoyándose por uno de sus lados contra la pared de roca, porosa y erosionada por la intemperie, la gigantesca mole se extendía hasta el centro mismo de la ciudad formado por la plaza Mayor. Era el Palacio, la residencia de Patera. Limitada al norte por la cordillera, al este por el río y al oeste por la región pantanosa, la ciudad sólo había podido extenderse hacia el sur. Allí, junto al cementerio, aún quedaban grandes áreas sin construir: los campos de Tomassevic, llamados así en memoria de difunto ex propietario. Todos los intentos por edificar en esa zona no habían pasado de ser ilusorias especulaciones: cuando aún no estaban techadas, las casas se desplomaban irremisiblemente. Entre las ruinas sobresalía un horno de ladrillos abandonado cuyo aspecto evocaba el gigantesco mausoleo de algún faraón o de uno de los grandes reyes de Asiria. Ningún europeo podía establecerse al otro lado del río, donde quedaba el Suburbio, una pequeña comunidad que gozaba de privilegios especiales y a la cual dedicaremos un capítulo entero. Y ahora hablemos un poco de la población. Integrada por tipos muy bien diferenciados unos de otros, los mejores entre ellos poseían una sensibilidad sumamente fina y casi diríamos, exagerada. Una serie de ideas fijas, aunque no del todo obsesivas, como la manía de coleccionar y de leer, el demonio del juego, cierta hiperreligiosidad y otras de las mil formas que suele revestir la neurastenia refinada, parecían haber sido creadas ex profeso para el Reino de los sueños. Entre las mujeres, la histeria era una de las manifestaciones más frecuentes. Por su parte, el pueblo también había sido elegido teniendo en cuenta cierto tipo de anormalidades o imperfecciones en su desarrollo. Extraños casos de alcoholismo, gente descontenta consigo misma y con el mundo, hipocondríacos, espiritistas, temerarios rufianes, insatisfechos que andaban en busca de emociones y aventureros viejos que trataban de hallar la paz, prestidigitadores, acróbatas, refugiados políticos y hasta asesinos buscados en el extranjero, falsificadores de moneda y ladrones: todos hallaban gracia ante los ojos del Amo. Se daban casos en que incluso una característica física que saliera de lo común podía motivar una invitación al País de los sueños. Ello explicaba la gran cantidad de bocios descomunales, narices arracimadas y gigantescas jorobas que allí se veían. Finalmente, había también un elevado número de personas que, debido a su oscuro sino, habían adquirido rasgos psíquicos bastante extraños. Sólo después de continuos y graduales esfuerzos logré discernir los profundos matices caracterológicos que solían ocultarse bajo una apariencia anodina e intrascendente. El número promedio de habitantes oscilaba entre las veinte y las veinticuatro mil almas, que se renovaban en forma constante gracias a los nuevos invitados. El incremento por concepto de natalidad era prácticamente nulo, los niños no eran en general muy bien vistos; se decía que no compensaban en modo alguno todas las incomodidades que ocasionaban. La opinión general sostenía que sólo costaban dinero, muchas veces hasta alcanzar la edad adulta, y que en muy raras ocasiones, cuando no de mala gana, estaban dispuestos a devolver lo que habían recibido. Además, decían, casi nunca se mostraban agradecidos con sus padres por haberles regalado la vida, sino, por el contrario, solían pensar que tal obsequio les había sido impuesto arbitrariamente. Una prole numerosa era sinónimo de penurias y preocupaciones. Que los niños son graciosos e inocentes era algo que, desde luego, podía constatarse por los ejemplares existentes; sin embargo, tampoco era un incentivo suficiente para asumir la tarea de traerlos al mundo y educarlos. La gente vivía allí en un animado presente y no en el incierto futuro del que ningún ser viviente ha sacado provecho alguno. Nadie quería seguir arruinándose los nervios ni contribuir al envejecimiento de su mujer con nuevos hijos. Un hijo era lo máximo que se permitían, y las familias que tenían varios los habían llevado de su país de origen. Más tarde habré de referirme, por lo insólito del caso, a un matrimonio que tenía nueve hijos. Además, cabe señalar que la mayoría de los habitantes del Reino eran los menos adecuados para convertirse en padres o en madres. Aún queda mucho por decir sobre aquellas instituciones que confieren a todo Estado su carácter específico. Se mantenía, por ejemplo, un reducido ejército, que cumplía su misión con sumo entusiasmo, así como un cuerpo policial realmente extraordinario, cuyo principal radio de acción lo constituían el Barrio francés y el ya mencionado servicio de Aduanas. Todas estas instituciones eran dirigidas desde el Archivo, un edificio bajo y muy extendido: el mismo, en suma, que había despertado mi atención cuando llegué. De un color gris amarillento, cubierto de polvo y como dormido, al mirarlo le venían a uno imperiosos deseos de bostezar. Estaba situado en la plaza Mayor y era la sede oficial del gobierno. Una vía férrea conectaba todos estos puntos entre sí, y una red de caminos transitables, aunque cubiertos de hierba, conducía hasta los valles más apartados de la región montañosa. Los habitantes del Reino eran, en su inmensa mayoría, alemanes de nacimiento. Con su idioma podía uno defenderse tanto en la ciudad como en el campo. La gente de otras nacionalidades, en cambio, casi no contaba. Con esto creo haber dicho todo lo correspondiente al presente capítulo, que sólo habrá de constituir, a grandes rasgos, el telón de fondo de la verdadera historia. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »
melmoth on 12 mayo, 2003 at 12:44 am Es posible que nadie haya comentado esta obra??? Amigos… La otra parte es una maravilla!!!! Alli están todos los monstruos intrauterinos de Alfred Kubin… ¡Qué gran ilustrador!!!! Y que novela tan extraña y sublime parió… el muy …. Uf… quien pudiera leerla por primera vez… emocionarse como me emocionó a mí… hace ya tantos años… Répondre
B on 9 septiembre, 2003 at 10:32 am Yo la leí hace la tira y la he vuelto a leer muchas veces. Es preciosa, tanto en la historia como en los pormenores. Kubin es una de las personalidades artísticas más interesantes del expresionismo. Fue un dibujante maravilloso. Murnau, que era amigo suyo, quería que se encargara del diseño de Nosferatu, pero al final no pudo ser. Algo hay de sus ilustraciones en algunos planos de la peli. Répondre
Golgoroth on 9 septiembre, 2003 at 10:47 am Pues menos mal que están estos foros. Nunca hubiera probablemente reparado por mí mismo en este libro. Pero leídas las opiniones, ¿qué otra cosa puedo hacer mas que castigar un poco más a mi sufrido bolsillo y comprármelo? Répondre
kubin on 23 octubre, 2006 at 8:39 pm hola barbara que rico que te haya gustado la nobelaza de kubinmandame más información que al parecer manejas. Répondre