La perla del fin de los tiempos

La ciencia ficción italiana lleva apuntando buenas maneras en los últimos años. Buena parte de la culpa de este despegue se debe a Valerio Evangelisti y a Luca Masali. La novela de este último, La perla del fin de los tiempos, viene acreditada por un palmarés notable, Fantasciencia 1999 y Bob Morane 2000 a la mejor novela extranjera publicada en Francia, y avalada por sus excelentes ventas en Italia y Francia.

La obra tiene el mérito de no hollar las mismas sendas de los autores anglosajones actuales y partir de la apuesta que cruzan dos mitos franceses, André Citroën y Louis Renault, para lanzarse a una aventura que desarrolla en las montañas de la Argelia colonial francesa en 1924 y en un futuro lejano, donde el Segundo Imperio Otomano hace frente a las misteriosas Tétradas, terroristas que han sustituido el chador por haces de luz negativa, y los Ciberderviches, monjes guerreros que han sabido armonizar las enseñanzas del Corán y la acta tecnología informática.

Todas las facciones enfrentadas pugnan por el mismo objetivo: desvelar el misterio del Duodécimo Imán, en cuya sangre se encuentra la clave para encontrar un gran secreto, y que, según las doctrinas chíitas, es el Mesías destinado a anunciar el final de los tiempos.

ANTICIPO:
Montes de Ahaggar

Sahara argelino, 1924


Dios envió un cuervo, que escarbó la tierra para mostrarle como esconder el

cadáver de su hermano. Dijo:

— ¡Ay de mí! ¿Es que no soy capaz de imitar a ese cuervo y esconder el cadáver de mi hermano?

Lo primero que les sorprendió fue el olor.

Áspero, dulzón y penetrante. Aunque no desagradable, al menos en apariencia.

Un olor que resultaba extraño en aquella extensión de piedras y arena roja y seca.

La nariz es un órgano analítico. Obliga poco a poco al cerebro a grabar lo que está percibiendo.

Vapores de gasolina, olor a caucho fundido, licuefecho, la hediondez de la carne quemada.

Sólo entonces comprendieron que era el olor del drama.

El conductor detuvo el coche oruga. Estaba cubierto de polvo de la cabeza a los pies. Su barba estaba cubierta de una mezcla de arena y sudor.

Se levantó las gruesas gafas de protección, se las caló en su boina kaki y se pasó la lengua por sus labios secos.

— Señor…

El pasajero se frotó los ojos, enrojecidos por el cansancio.

— No podemos hacer nada más por ellos, Louis. Vámonos, por favor.

— Debemos enterrarlos.

Louis se bajó del coche. Sus botas de cuero se hundían varios centímetros en la arena. Se quitó los guantes y cogió una pala de hierro de la parte trasera del automóvil. El Citroën B2 se parecía más a una autoametralladora que a un vehículo todo terreno. Tenía una carrocería torpedo cerrada de seis plazas. La parte delantera, con sus gruesas ruedas sin radios, era idéntica a la del automóvil clase A que le había servido de modelo. En la parte trasera, las ruedas habían sido reemplazadas por orugas propulsadas por cuatro ejes de rodamiento.

Con la pala sobre el hombro, Louis se aproximó al lugar de la tragedia.

La arena estaba ennegrecida por el fuego varios metros alrededor de la chatarra. Tan sólo las orugas retorcidas permitían diferenciar de inmediato los restos de otro Citroën B2. Louis inspeccionó minuciosamente la parte delantera del vehículo, justo detrás del gran radiador vertical. Con ayuda de su pañuelo retiró la arena del metal oxidado por el fuego, revelando poco a poco las letras con florituras Liberty.

Escarabajo de Oro.

El automóvil de Georges y de Maurice.

Tras el parabrisas ennegrecido por el humo, se percibían los cuerpos carbonizados de los dos pilotos. Louis abrió la portezuela. Sacó los cadáveres y los extendió sobre la arena. El fuego había protegido los cuerpos de la voracidad de las criaturas del desierto.

El acompañante de Louis bajó también del automóvil y se aproximó lentamente, sujetando un pañuelo blanco contra su nariz.

— ¿Son ellos?

— Sí.

Louis comenzó a cavar la tumba.

Su compañero examinó los cuerpos con la atención de un profesional y exclamó bruscamente:

— ¡Dios mío! ¡Louis, mira esto!

Montecarlo,

Principado de Mónaco, 1924


Te preguntan acerca del vino y del juego de azar. Di: — Ambos encierran pecado grave y ventajas para los hombres pero su pecado es mayor que su utilidad.

— Vienen a nuestra tierra y se comportan como si todavía estuvieran en la suya. Yo creo que deberíamos enseñarles cómo se practica la cortesía en los países civilizados. Al menos estamos más evolucionados que ellos, ¿no?

Matteo Campini hubiera querido enviar al infierno a aquella mujer vestida con un abrigo de piel que por poco tira al suelo con las prisas.

Al entrar en el casino, escuchó la respuesta de la otra arpía:

— Los italianos son gente poco recomendable. ¡Sería mejor si cada uno se quedara en su casa!

Subió los escalones de cuatro en cuatro y entró en el hall, bajo la mirada encendida del dueño.

— Campini, ¡son las ocho y veinte!

—Mis disculpas, señor…

— Los italianos sois todos iguales: holgazanes e incapaces. Corre a cambiarte pero ten por seguro que ya hablaremos.

Campini corrió jadeante al encuentro de la encargada del guardarropa.

— Hola, María. Rápido, dame mi uniforme.

La joven se cubrió la boca con la mano.

— ¡Madre mía! ¡Llega tarde otra vez!

Campini refunfuñó.

— ¡Debería tener más cuidado, señor Matteo! ¿No querrá que lo despidan?

—Seguramente saldría ganando.

— ¡No diga eso! En los tiempos que corren, encontrar un buen empleo no es tarea fácil. Si pone un poco de buena voluntad, podría incluso hacer carrera. Siendo inteligente como usted es, ¡podría llegar a ser croupier! Pero si se obstina en no obrar más que a su antojo…

La encargada le tendió su uniforme de camarero. Campini se lo agradeció con una sonrisa.

— Eres una chica valiente, María. Una buena mujer para el matrimonio.

Ella se sonrojó.

— ¡Pero qué dice! ¡Si mi novio le escuchara! Váyase ahora. ¡Si no, el señor Raoul se va a preocupar!

Eran las nueve menos cuarto cuando entró por fin en la sala de juego. Cuarenta y cinco minutos de retraso que seguramente iban a ser deducidos de su paga.

El señor Raoul, maître barman, hizo como si ignorase el retraso de su subordinado. En el fondo, su jefe era más bien amable. Era italiano como él, de un pequeño pueblo desconocido, perdido en lo más recóndito de Lombardía. De un vistazo elocuente, el señor Raoul miró fijamente al cuello de Campini. Éste último captó el mensaje y se giró hacia el espejo oculto tras las botellas. Su pajarita estaba mal colocada. La enderezó de un golpe.

Todavía era temprano y las mesas de juego estaban casi desiertas.

Un caballero de estatura media, con bombín y lentes, se aproximó a la barra. Campini iba a servirle cuando fue detenido por una discreta señal del señor Raoul. El barman tenía un ojo especial para las jerarquías. El cliente debía ser un huésped notable y tenía derecho a ser servido personalmente por el jefe.

— ¿Qué puedo ofrecerle?

—Elija usted, señor. Sé que tiene buen gusto.

Raoul acogió el cumplido con satisfacción. Con gestos sabios, vertió en la coctelera una medida de Cointreau, una de Pernod, una de ginebra y un poco de zumo de limón. Concentrado en su trabajo, parecía más un perfumero mezclando preciadas esencias orientales que un barman. Agitó delicadamente el líquido con una varilla de marfil, teniendo cuidado de mezclar perfectamente los distintos ingredientes. Una vez satisfecho, roció la mezcla con algunas lágrimas de un licor misterioso, las gotas imperiales, que se fabricaban expresamente para él en el convento de los hermanos trapenses de la abadía de Piona. Campini observaba atentamente los gestos de su jefe. Era el único hombre del mundo que podía mezclar dos esencias aparentemente irreconciliables, como la ginebra y el Pernod, en una única sinfonía de sabores. Después Raoul filtró los restos de limón exprimido y sirvió el cóctel en una copa de cristal de boca ancha. Estas hábiles manipulaciones habían hecho que la bebida se espumara, dándole una agradable consistencia cremosa. Adornó el conjunto con una cereza que había envejecido diez años en coñac y una cáscara de limón importado de Sicilia. Para concluir su obra, añadió dos cubitos de hielo con la ayuda de unas pinzas de plata.

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Interplanetaria

1 Opinión

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    Arguena
    on

    Siguiendo una recomendacióin en el foro, me compré este libro y me ha parecido bastante bueno, aunque lo habeis puesto en fantasía, quedaria mejor en ciencia ficción, o incluso en "aventuras", puesto que es lo que más hay, al estilo Julio Verne, pero actualizadas. Me encanta ver al personaje de Citroen metido en tantos berenjenales. Realmente mucho mejor que otras cosas de autores más conocidos que se publican hoy en día. Precisamente el otro día se lo dejé a mi sobrino que tiene 15 años,. y le encantó, aunque sigue prefiriendo Harry poter, qué le vamos a hacer.

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